8

Chloris jamás había sentido un placer igual.

Ni una culpa tan abrumadora.

A la mañana siguiente se sentó a desayunar casi sin darse cuenta de dónde estaba hasta que los niños entraron. Tam y Rab empezaron a discutir hasta que su padre levantó la cabeza y los fulminó con la mirada. Chloris miró a los chiquillos y sus caritas inocentes la confundieron aún más, llenándola de remordimiento. Había sido débil. Había sucumbido, aunque se había jurado ser fuerte.

Y no sólo eso. Había accedido a verse de nuevo con Lennox esa misma mañana. Se sentía dividida entre el deseo y los remordimientos. No podía ir. Pero… ¿por qué no? ¿No era eso lo que sus amigas le habían sugerido?, ¿que se buscara un amante? No tenía nada que perder. Chloris Keavey era una carga para los que la rodeaban. Había sido una carga desde que la tos se llevó a toda su familia. Era una situación que la agobiaba sobremanera, y proporcionarle un heredero a su marido era la única solución a sus problemas.

Sintiéndose inútil y muy desgraciada, había acudido a Lennox en un intento desesperado de encontrarle un sentido a su vida. Últimamente había empezado a creer que era un obstáculo para Gavin, que se estaba interponiendo en el camino de su marido. Si ella desapareciera, él podría buscar una nueva esposa. Si la magia de Lennox no funcionaba, ya podía darse por muerta. Sin embargo, si funcionaba y le daba un hijo a su esposo, su existencia no sería mucho mejor que la muerte. Ahora se daba cuenta. Por fin podía admitirlo, porque el brujo le había abierto los ojos y le había ofrecido una muestra de algo ilícito: pasión desatada y unos breves instantes de placer. Y ese algo ilícito que llevaría para siempre en sus recuerdos iba a tener que bastarle para ayudarla a soportar los malos momentos que le traería el futuro.

Tal vez el ritual ya estaba lo bastante asentado como para asegurar que sería fértil la próxima vez que viera a Gavin. No podía arriesgarse a volver a sucumbir a los encantos de Lennox.

En cuanto tomó la decisión de resolver el asunto de una vez por todas, se sintió aliviada, pero el alivio duró poco, ya que una sensación de pérdida se adueñó de ella. Reprendiéndose por su debilidad, pensó que lo mejor sería enviar a Maura Dunbar para que informara al brujo de que no seguiría adelante con el tratamiento del que habían hablado.

Cuando la niñera se llevó a los niños de la habitación, Jean se aclaró la garganta.

—Esposo, prima, tengo noticias que compartir con vosotros.

Tanto Chloris como Tamhas se volvieron hacia ella.

—La comadrona lo ha confirmado: vuelvo a estar encinta. Espero que esta vez sea una niña.

Tamhas le dio unas palmaditas en la mano.

—Sería preferible otro hijo.

—Oh, Tamhas, ten piedad de mí. Necesito una hija. De lo contrario, seré una anciana solitaria en una casa llena de hombres.

Tamhas murmuró algo ininteligible.

Chloris asistió a la conversación como si no estuviera presente. Cuando Jean se volvió hacia ella con una sonrisa expectante, reaccionó.

—Son unas noticias maravillosas. Es una auténtica bendición.

Poco después, Tamhas fue a su despacho a recibir a los arrendatarios con los que se había citado. En cuanto se hubo marchado, Jean apartó la silla de la mesa.

—Espero que mis noticias no te hayan disgustado, prima —le dijo, levantándose y rodeando la mesa. Al llegar a la silla que Tamhas acababa de dejar libre, al lado de Chloris, se sentó—. Comprendo que puede ser un tema delicado, teniendo en cuenta que no tienes hijos… todavía.

Ella negó con la cabeza.

—No, son buenas noticias. Me alegro mucho por ti.

—Gracias, prima. —Jean le apoyó una mano en el antebrazo.

Mientras ella charlaba sin parar sobre cuándo nacería el bebé, Chloris la estudiaba con atención. No era ésa la cuestión que le interesaba. Lo que en realidad quería saber era si la esposa de su primo se habría rendido a la seducción del brujo. ¿Era ésa la causa de su fertilidad? No podía quitarse esas dudas de la cabeza.

—Oh, qué vergüenza, cualquiera que me oyera pensaría que no tengo nada mejor que hacer que pasarme la mañana charlando.

Chloris decidió aprovecharse de la locuacidad matutina de su prima.

—No, no, me interesa mucho. Quiero que me lo cuentes todo. Dime, ¿tuviste que pedir ayuda para quedarte embarazada?

Jean la miró muy sorprendida, pero enseguida sonrió.

—Oh, ya entiendo por qué me lo preguntas. No. He tenido suerte. Tú también tendrás suerte con la ayuda de Dios, ya lo verás.

Chloris se fijó en que la sonrisa de su prima era poco sincera. Más curiosa que nunca, insistió:

—¿Puedo hacerte una pregunta delicada?

Jean asintió.

—El hombre que vimos en el mercado de Saint Andrews, el que dijiste que coqueteaba con la brujería…

—Lennox Fingal —replicó Jean sin titubear.

—¿Sabes si ellos…, me refiero a los brujos…, pueden influir en la fertilidad de una mujer? —No era exactamente la pregunta que quería hacer, pero tenía que acercarse al tema con cautela.

Jean la observó atentamente unos instantes antes de responder.

—No debes planteártelo siquiera. Ese hombre es peligroso.

«Qué curioso». Chloris sabía que Lennox había estado en la casa porque Jean lo había mandado llamar. ¿La habría seducido a ella también?

—¿Cómo puedes estar tan segura?

Jean se puso tensa.

—Necesito complacer a Gavin —explicó Chloris rápidamente para justificarse—. Quiero darle un heredero.

Su prima reflexionó unos momentos antes de acercarse más a ella, como si temiera que los criados estuvieran escuchando.

—No es un buen sistema. Lennox Fingal se aprovechará de tus… debilidades femeninas.

Chloris sintió un escalofrío. Las palabras de Jean se acercaban mucho a lo que había sucedido en realidad.

—Si le pidieras ayuda, abusaría de ti y ensuciaría tu reputación.

Durante unos instantes, Chloris no pudo hablar. Cuando se recuperó, insistió:

—¿Te ha pasado a ti? —Al ver que Jean se encogía, añadió—: ¿O a alguien que conozcas?

Jean frunció los labios.

—A mí no, por suerte. —Suspiró profundamente—. Confieso que hace mucho tiempo estuve a punto de caer presa de su embrujo, pero él tenía la vista puesta en un objetivo más importante.

Era imposible no notar la amargura en su voz. Sólo eso ya le daba mucha información. Jean había deseado al brujo, se habría entregado a él gustosa, pero no había sucedido.

—La mujer de la que hablo —siguió diciendo Jean— nunca recuperó su reputación tras haberse acostado con él. Su marido también perdió la honra por haber permitido que su esposa le fuera infiel.

«Nunca recuperó la reputación». Ese comentario no debería haberla asustado, ya que Lennox se había tomado muchas molestias para que sus encuentros permanecieran secretos, pero lo cierto es que la asustó. «Tengo que ponerle fin a esto. Ahora mismo».

Jean la miró con el cejo fruncido.

—Prométeme que no recurrirás a un remedio tan desesperado.

Aunque no le resultó fácil, Chloris logró sonreír.

La boca de su prima se tensó de un modo que tuvo la impresión de que estaba celosa. Era imposible. Jean lo tenía todo en la vida, y parecía feliz. ¿Sería posible que se sintiera tan atraída por Lennox que tuviera celos de la sola posibilidad de que Chloris acudiera a él?

—Bien. Ahora tengo que ir a supervisar a los criados o no se hará nada. —Jean se levantó, pero luego titubeó y se detuvo—. Espero que no hayan sido mis noticias las que te hayan despertado esas ideas desesperadas sobre ese canalla salvaje.

Chloris se quedó muy sorprendida. La conversación con Jean le había parecido muy enriquecedora, pero sus agresivas palabras finales no acababan de encajar. ¿Salvaje? El hombre era un poco rebelde y le gustaba saltarse las normas, eso lo aceptaba, pero nunca había encontrado a nadie menos merecedor de ese insulto.

«¿Estaré hechizada?» Estuvo a punto de echarse a reír. Por mucha magia que estuviera empleando, Chloris todavía era capaz de reconocer si un hombre era atractivo o no. Y Lennox era el hombre más atractivo que había conocido en su vida. Levantándose, negó con la cabeza.

—No, tus noticias no tienen la culpa de nada, no te preocupes.

Cuando Jean se marchó, Chloris se quedó melancólica. Si pudiera seguir su instinto, en ese momento estaría corriendo hacia el establo para ensillar un caballo que la llevara al bosque. Por suerte, estaba controlando ese instinto con mano de hierro. Bueno, no tan de hierro, pero lo estaba controlando. Así que, en vez de ir al establo, se dirigió a su habitación y cogió su caja de escritura de madera de caoba con incrustaciones. Había llegado la hora de poner su vida en orden. Se llevó la caja a la sala de estar.

El escritorio estaba situado bajo un ventanal que daba al jardín. Dejó la caja sobre el mismo y el bolsito cerca. Se sentó y abrió la caja, un regalo de una querida amiga y vecina de Edimburgo. Con cuidado, abrió el frasco de tinta y preparó la pluma. Le escribiría inmediatamente para poner fin a sus encuentros clandestinos.

Dejó el rodillo secante a un lado y le limpió el polvo a la superficie inclinada de la caja antes de colocar el trozo de pergamino sobre ella. A continuación, se volvió y miró por la ventana, admirando la exuberante vegetación del jardín y más allá. Pero, al hacerlo, recordó que Lennox había pasado justamente por ese lugar cuando había ido a visitarla a su habitación. Chloris se lo imaginó en medio del jardín. Tenía una figura tan impresionante… La sangre le latía más deprisa en las venas sólo de pensar en él.

Pero no era correcto, y tenía que terminar con eso.

«Escribe la carta y acaba de una vez», se dijo, llevando la pluma hacia el pergamino.

Maese Lennox:

Antes que nada, quiero disculparme por no haber asistido a la reunión que tan amablemente había concertado para esta mañana. Le estoy muy agradecida por el empeño que ha puesto en curar mi enfermedad. Sin embargo, me temo que no puedo seguir adelante con el tratamiento. Es por eso por lo que le escribo. Indudablemente, se ha producido un cambio en mí, y le quedo muy agradecida por ello. Siempre recordaré su ayuda con el máximo afecto.

CHLORIS

Tras releer la carta, sonrió con melancolía. Desde luego, recordaría sus encuentros con el máximo afecto. Y con algo más que eso. Tenía la sensación de que le infundirían calor en las frías noches de invierno. Había tratado de ser breve y de mostrarse lo más concreta y educada posible, pero al releer la carta le pareció que podía interpretarse como una burla, porque sus encuentros no habían sido reuniones convencionales, sino algo poderoso, inolvidable.

Con un hondo suspiro, dejó la pluma y cogió el rodillo secante. Tras pasarlo con fuerza sobre el pergamino, se repitió que era lo que tenía que hacer. Era lo mejor para todos. Después de lo que le había dicho Jean, no podía arriesgarse a seguir adelante. Había pecado, eso no podía borrarlo de su vida, pero podía —y debía— volver al buen camino, sin importar lo duro que le resultara renunciar a un amante tan apasionado y dispuesto a satisfacerla.

Dobló el pergamino, lo selló con lacre y dejó la carta a un lado. En el exterior, un ruido captó su atención. Vio que el pequeño Rab correteaba por el jardín con Tam pegado a sus talones. La niñera los perseguía con la falda levantada, intentando detenerlos.

Chloris sonrió y bajó la vista hacia la nota que había empezado a escribir el día anterior:

Querido Gavin:

Era tan difícil… Cada vez que lo intentaba se distraía. Primero con pensamientos de culpa por su infidelidad. Y esos pensamientos la llevaban luego a recuerdos de cada uno de sus encuentros que la dejaban sin aliento. Recordaba cada roce prohibido, cada beso, cada embestida.

Forzándose a concentrarse en la carta, se recordó que no era una tarea tan complicada. Era algo que había hecho muchas veces. Normalmente, le contaba sus actividades cotidianas, pero en esta ocasión no podía contarle —ni a él ni a nadie— lo que había estado haciendo durante los últimos tres días. Antes de conocer a Lennox, había escrito a su marido dos veces por semana desde que llegó a casa de su primo en Saint Andrews. Al principio habían sido cartas sencillas de escribir, en las que le aseguraba que cada vez se encontraba más fuerte y le preguntaba cómo iban los negocios en Edimburgo. Aunque él nunca le respondía, le parecía que formaba parte de sus obligaciones como esposa mantenerlo informado de su bienestar para asegurarle que seguía gozando de buena salud y que pronto sería capaz de darle un hijo.

En realidad, nunca era una tarea fácil. Cualquier tipo de comunicación con Gavin siempre era tensa, dolorosa y peligrosa, pero al menos por escrito era mucho menos duro que tener que aguantar una cena entera en su compañía, sabiendo lo que vendría después.

Por alguna razón, esa carta le estaba costando más de lo normal.

¿Sería por la culpabilidad que sentía?

Soltó la pluma y se recostó contra el respaldo de la silla. Había permitido a un hombre que no era su marido que se tomara libertades con ella. Había dejado que la tocara de un modo íntimo y escandaloso. Sus motivos habían sido legítimos, y aunque los encuentros habían sido muy placenteros —nunca antes había sentido un placer igual—, se había sometido a ellos para salvar su matrimonio.

«Sólo me siento culpable porque disfruté de sus caricias».

Chloris jamás se permitía huir de la verdad demasiado tiempo. No se consideraba valiente, pero al menos era honesta consigo misma. Creía que su mejor virtud era su capacidad de resistencia. Y su peor defecto, la timidez, de la que culpaba a su incapacidad para concebir, que la hacía sentirse acomplejada frente a los demás. Veía a otras mujeres en su posición que parecían llevar la situación mucho mejor, pero a ella le resultaba intolerable no poder cumplir con su obligación como esposa. La sensación de fracaso le estaba quebrando la voluntad y las ganas de vivir.

Con la mirada perdida en el jardín, la joven reflexionó sobre su situación. Había ido a Saint Andrews buscando ganar tiempo, ésa era la pura verdad. Había buscado un alivio temporal a los tormentos a los que la sometía Gavin con la idea de recuperar las fuerzas para luego volver y afrontar sus obligaciones con más tenacidad. La idea había surgido del propio Gavin, y Chloris se había aferrado a ella como a un clavo ardiendo. No sabía qué pretendía su esposo al alejarla, pero era consciente de que necesitaba tiempo para recuperarse, para respirar. Sin embargo, lo único que había logrado la distancia era poner en evidencia lo triste que era su vida.

Había ido a Somerled buscando ayuda. Sus fantasías más locas habían esperado un milagro pero, volviendo a poner los pies en el suelo, esperaba al menos un consejo. Se había imaginado que una vieja sabia le susurraría al oído un método para conservar la semilla de su marido en su interior y así darle tiempo a asentarse y florecer. Pero, en vez de eso, se había encontrado siguiendo un camino muy distinto, un camino desconocido. Se sentía como si, de repente, alguien hubiera abierto una puerta; una puerta que antes ni siquiera sabía que existía.

«Pero eso no quiere decir que sea correcto».

No. Corría el riesgo de volver a ser desleal porque se estaba metiendo en asuntos que no acababa de comprender del todo; asuntos de los que personas temerosas de Dios salían huyendo. Ese hombre había destrozado la reputación de otras mujeres antes que ella. Pero, aun sabiéndolo, no podía dejar de desearlo. ¿Qué era lo que la empujaba hacia él: esperanza, estupidez o el mero deseo de llevar la contraria?

«Brujas…» Se cubrió los ojos con las manos pero lo único que consiguió fue recordar el momento en que él le había quitado el guante la primera noche y le había tocado la palma de la mano. Tenía treinta años y estaba cansada de la vida. Y, sin embargo, esa sencilla caricia había sido la más placentera y sensual que había experimentado jamás. Desde ese instante había bajado las defensas, volviéndose vulnerable a él y a sus encantos. Lo había sabido en todo momento, de la misma forma que sabía que seguía en peligro de caer más profundamente en sus manos. Era consciente de que su gente era salvaje y peligrosa, una mala influencia.

Apenas tenían límites en lo que se refería a los placeres de la carne. Cuando Chloris había sacado el tema, él no lo había negado. Precisamente por eso sabían tanto de la materia. Sintió un repentino impulso de echar a correr, de poner distancia entre ella y esa gente, para salvar su reputación.

Pero ¿qué reputación? Pronto la perdería igualmente, igual que su respetabilidad, en cuanto su marido la echara de casa por no ser capaz de darle un hijo. Esa necesidad de engendrar era la que había puesto en marcha su búsqueda, una búsqueda nacida de la desesperación al comprobar que era incapaz de darle un heredero a Gavin.

Al internarse en el bosque, había ido buscando ese profundo conocimiento carnal y la inherente virilidad de los brujos. Sin duda, estaba bien preparada. Los rituales a los que se había sometido la habían dejado tierna y ansiosa como una planta acabada de brotar en primavera. Seguro que ahora sería capaz de darle un hijo a su marido. Si no era ahora, ya nunca podría hacerlo.

Volvió a coger la pluma.

Mi estancia en Fife me ha devuelto las fuerzas y la salud. Siento que nuestros sueños se harán pronto realidad.

Hizo una pausa. «¿Por qué no se busca usted un amante?… Si tuviera un amante, podría demostrar mi teoría». Las palabras de Lennox resonaron en su cabeza, como muchas otras veces desde que él las había pronunciado.

Volvió a plantearse el tema. Una extraña fascinación la obligaba a pensar en ello una y otra vez. ¿Por qué nunca había buscado un amante en todos esos años? Y ¿por qué había accedido ahora? Siempre se había considerado una esposa fiel y leal, a pesar de las dificultades a las que se había enfrentado bajo la dura mano de Gavin. En Edimburgo no le habían faltado las oportunidades. Varias amigas se lo habían sugerido, compadeciéndose de su problema. Incluso dos hombres habían llegado a ofrecerse voluntarios. Sus amigas le habían contado que era una práctica bastante habitual en los matrimonios cuando los hijos tardaban en llegar. Algunas mujeres corrían ese riesgo para redimirse ante sus maridos. A ella nunca le había parecido una buena idea… hasta ahora. Hasta que había conocido a Lennox Fingal.

—Con permiso, señora.

Chloris se sobresaltó y enderezó la espalda bruscamente. De inmediato se volvió hacia la puerta y vio que Maura estaba a pocos pasos de distancia. Había estado tan sumida en sus pensamientos que ni siquiera se había dado cuenta de que alguien entraba en la sala de estar.

—Buenos días, Maura.

—Señora —replicó la doncella con una rápida reverencia. Luego se acercó un poco más y, bajando la voz, preguntó—: ¿Encontró Somerled?

Chloris le dirigió una sonrisa. Era una joven muy dulce, con el pelo del color de las castañas y las mejillas llenas de pecas.

—Sí, lo encontré. Gracias, Maura. Tus indicaciones me fueron muy útiles.

—Espero que le vaya tan bien como a mí. —Maura bajó la cabeza con timidez—. Mi enfermedad casi ha desaparecido por completo desde que fui allí.

Chloris desconocía cuál era el mal de Maura, pero el comentario positivo de la joven hizo que ella se aferrara a la esperanza de que el ritual también tendría éxito en su caso.

—Me alegro mucho de oírlo. Es muy esperanzador.

Se quedaron mirando mutuamente, en silencio. Ambas sentían curiosidad por saber qué mal aquejaba a la otra mujer, pero entre ellas se alzaba un muro de clase y privilegios. Ninguna de las dos preguntó ni ofreció información voluntariamente. Había sido un ataque de locura pasajera causada por la desesperación lo que había llevado a Chloris a interrumpir los cuchicheos de Maura con otra criada al oírlas hablar sobre lo que sucedía en una casa escondida en medio del bosque. Las había encontrado por casualidad charlando en la biblioteca y no había podido resistir la tentación de escuchar la conversación sobre la magia y sus posibilidades.

—¿Podrías hacerme un favor, Maura?

—Por supuesto, señora, si está en mi mano —respondió ella con un rastro de desconfianza en la mirada.

—Necesito que alguien lleve esta carta al señor de Somerled. ¿Me harías ese favor?

Maura miró el pergamino y asintió, claramente aliviada por la naturaleza del encargo. Cogió la misiva y se la guardó en el bolsillo del delantal.

—Gracias, eres una buena chica. —Chloris cogió la bolsita de cuero donde guardaba el dinero y la abrió. Sacó varias monedas y las puso en la mano de Maura—. Aquí tienes. Toma esto, por las molestias.

—No, señora, no puedo aceptarlo. Si el señor descubre que tengo dinero, pensará que lo he robado —dijo la joven mirando por encima del hombro, preocupada.

—Pues guárdalas en la ropa interior. Y date prisa. No es nada. Sólo una pequeña muestra de agradecimiento por la confianza que me mostraste. Sé que, cuando te pregunté de qué estabais hablando, tuviste miedo.

Maura se levantó la falda y se guardó las monedas en un bolsillo cosido a las enaguas. Justo a tiempo, ya que, cuando la falda volvió a caer en su lugar, la puerta se abrió bruscamente y Tamhas entró en la estancia.

Ambas mujeres se tensaron.

Chloris reaccionó primero.

—Gracias, Maura. Puedes seguir con tus tareas.

La criada se despidió con una rápida reverencia y salió de la habitación a toda prisa.

Tamhas permaneció en silencio unos momentos, observando a su prima.

Chloris recolocó los objetos encima de la mesa y se volvió hacia su primo con una sonrisa.

—¿Qué tal las entrevistas de esta mañana, primo?

—No han ido mal. —Tamhas se acercó a ella y echó un vistazo a la carta que tenía a medio escribir al pasar por su lado. Luego siguió andando hasta la ventana y se quedó mirando el jardín unos instantes antes de volverse hacia su prima—. Jean está preocupada por ti. Me ha contado que ayer saliste a montar a caballo por la mañana temprano —dijo observándola cuidadosamente mientras hablaba.

A pesar de que el interrogatorio la puso nerviosa, Chloris trató de disimularlo.

—Así es. Fue muy tonificante. El aire de la mañana me hace sentir mucho más fuerte. Debe de ser la primavera. O el aire del bosque.

«O el brujo que vive allí». Oh, señor, ¿por qué no podía dejar de pensar en él? No dejaba de ver imágenes en su mente. Imágenes de los mágicos y apasionados encuentros a los que debía sus fuerzas renovadas.

—Sí, tienes buen aspecto —convino él, mirándola de arriba abajo—. Tus mejillas están sonrosadas.

Como Chloris bien sabía, la única razón de ese rubor era el recuerdo de la magia y la pasión de Lennox. Seguía sintiendo el roce de sus manos mientras sus cuerpos se acoplaban en el prado de campánulas.

—Gracias, Tamhas. Te estoy muy agradecida por haberme permitido venir de visita esta primavera —la voz le falló mientras acababa de pronunciar las últimas palabras. Esperaba que su primo no se diera cuenta de lo alterada que estaba.

Tamhas se acercó y se apoyó en el escritorio en el que había estado escribiendo. Su primo quedó demasiado cerca, y la joven se sintió incómoda y algo amenazada.

—Me preguntaba si las novedades de Jean te habrían disgustado.

Chloris había empezado a separarse ligeramente, pero al oír las palabras de su primo se sobresaltó y se lo quedó mirando, horrorizada.

—¿Por qué dices eso? Claro que no. Me alegro mucho por ella. Que yo no haya podido tener hijos hasta ahora no quiere decir que no me alegre por los demás cuando los tienen.

Tamhas asintió, distraído, y volvió a examinarla detenidamente, como si estuviera tratando de averiguar la causa de su infertilidad. Finalmente le dirigió una sonrisa lasciva.

—Tal vez yo podría ayudarte de alguna manera.

Chloris tragó saliva con dificultad. Era imposible malinterpretar sus palabras, que la dejaron de piedra. Tamhas era un hombre muy directo, que no se mordía la lengua, y no era la primera vez que le hacía esa clase de sugerencias. Aunque las anteriores habían sido cuando ella era una jovencita y él su tutor. En aquella época, ambos estaban solteros, y con el paso de los años Chloris se había olvidado del tema, pensando que habían sido las típicas bromas y coqueteos propios de la juventud. Había pensado que eran las palabras de un joven que se había visto con riqueza y poder en las manos antes de haber madurado.

Con cautela, buscó una respuesta adecuada.

—Ya me estás ayudando al permitirme alojarme en tu casa mientras recupero la salud.

—Vamos, Chloris, no seas tímida. Sabes que siempre me has parecido una mujer atractiva. Habrías sido una buena señora de Torquil House. —Un brillo de enfado y frustración le iluminó la mirada. Ella supo a qué se estaba refiriendo—. He engendrado tres hijos con mi esposa y sé que hay varios niños más repartidos por el mundo que podrían llamarme padre.

—No me parece adecuado que compartas esa información conmigo, sobre todo ahora que Jean y yo estamos fortaleciendo nuestra amistad.

Él se encogió de hombros.

—Jean está satisfecha —replicó, volviendo a mirarla descaradamente y clavando la vista más tiempo de la cuenta en el escote—, y sé que podría hacer que tú también lo estuvieras. De hecho, estoy convencido de que mi semilla arraigaría en tu interior.

Instintivamente, Chloris apartó la mirada. Tamhas aprovechó la ocasión para tomarla de la mano, estableciendo así una conexión física que ella no deseaba. Le apretó la mano hasta que la joven se volvió a mirarlo.

—Te he hecho una propuesta. Piénsalo bien, prima —le dijo con frialdad. Estaba furioso porque ella no se había rendido a la primera—. Puede que tengas más suerte si cambias de amante. La mayoría de las mujeres en tu situación estarían encantadas de tener una nueva oportunidad de quedarse embarazadas. Ya tienes treinta años, y tu marido no tardará en buscar a una mujer más productiva en otro lado.

Chloris sabía mejor que nadie que su primo estaba en lo cierto, pero eso no significaba que no le doliera escucharlo. Le dolía que se lo dijera a la cara y le dolía la frialdad con que exponía los hechos. De repente parecía que el mundo entero conociera sus fracasos y sus secretos. Y no se conformaban con conocerlos. Se sentían cómodos comentándolos, como si hablaran del tiempo. Pues bien, ella no se sentía así. Con Lennox había tenido que abrirse para que pudiera ayudarla, pero en ningún momento había querido hablar de ello con su primo. Tamhas siempre le había dado miedo, y ahora aún más.

—Siempre es mucho más deseable buscar un amante que sea un hombre de bien, un ciudadano respetable —siguió diciendo él—. Alguien que se preocupe por ti y que sepa lo que te conviene.

«¿Un ciudadano respetable?» ¿Qué ciudadano respetable le haría una sugerencia como ésa bajo el mismo techo que compartía con su esposa?

Le costó no decirle a la cara que lo entendía mejor de lo que él suponía. Tamhas no podía tolerar que su marido la echara de casa. No estaría bien visto que una pariente suya tuviera que recorrer los caminos buscando un lugar donde vivir. Había estado bajo la tutela de su primo hasta que había tenido edad de casarse. Él la veía como una inversión. Su herencia había sido considerable. Cuando se casó, Tamhas se había repartido esa herencia a medias con su marido. Su primo se sentía en deuda con Gavin. Chloris no dudaba de que su marido había pagado a Tamhas para que la acogiera en su casa y la mantuviera allí una temporada, lejos de Edimburgo. Sin duda le había dicho que no quería volver a verla hasta que estuviera recuperada y lista para darle un heredero. Si Tamhas se aseguraba personalmente de que lograra ese objetivo, ella conservaría su posición como esposa de Gavin y su primo podría seguir comerciando con él.

Chloris nunca se había sentido tan sola.

—Lennox, han traído una carta para ti —dijo Ailsa desde la puerta del viejo establo.

La puesta de sol se acercaba, y Lennox trabajaba rápidamente junto a los otros hombres a la luz cada vez más débil del atardecer, construyendo el armazón de un nuevo carruaje cubierto. Desde que maese MacDougal había alabado su trabajo y le había abierto la puerta del consejo municipal, ya habían recibido varios encargos de ciudadanos. A pesar de los intentos de Keavey de perjudicarlo y del retraso que su intervención iba a suponer para entrar en el consejo como miembro de pleno derecho, habían empezado a ganarse la aceptación de los vecinos.

Soltó las herramientas y se secó el sudor de la frente antes de dirigirse a la puerta para recoger la carta. Examinó el sello pero no lo reconoció.

—¿Quién la ha traído?

—Maura Dunbar, de casa de los Keavey.

Al ver que él guardaba silencio, Ailsa suspiró como si estuviera muy cansada.

—Seguramente será de esa señora Chloris, que quiere volver a verte.

Lennox estaba a punto de abrir la carta, pero al ver la expresión hostil de Ailsa, lo pensó mejor.

—Los hombres tienen para un rato. No pararán hasta que caiga la noche. ¿Podrías llevarles un poco de cerveza?

Ailsa le dirigió una mirada de desaprobación con los brazos cruzados bajo el pecho pero, al cabo de unos momentos, se volvió y se dirigió a la casa.

Tras romper el sello, Lennox leyó el contenido de la carta.

Efectivamente, era de Chloris. A medida que leía sus palabras, iba frunciendo el cejo. Después de convencerse de que le había dado plantón esa mañana, había vuelto a Somerled. No había podido sacudirse de encima la preocupación en todo el día, y se había reprendido varias veces por ello. Su objetivo era hacer rabiar a Tamhas Keavey. ¿Por qué, entonces, se preocupaba pensando qué podría haberle sucedido a su prima? Finalmente, llegó a la conclusión de que alguien la había descubierto antes de que saliera de casa y que había tenido que cambiar de planes. Pero, a pesar de todo, seguía inquieto por su seguridad, aunque sabía que no debería ser así.

Al leer la carta que explicaba el auténtico motivo de su ausencia, todavía se preocupó más. Y cuantas más vueltas le daba al tema, más se preocupaba. Deseaba a esa mujer. Se le había metido en la mente y en la sangre y no descansaría hasta poseerla y explorarla hasta hartarse. Y eso no era algo habitual en él. Tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no salir corriendo hacia Torquil House y rogarle que cambiara de idea.

«¿Qué tonterías estoy diciendo?», se dijo, dirigiéndose hacia sus compañeros. Ella se había despedido de él, así que lo más seguro era que no volviera a verla.

Entonces se acordó del instante en que había sido testigo del miedo en sus ojos y se detuvo en seco. A pesar de que siempre trataba de disimularlo, esa mujer era muy vulnerable. ¿Estaría asustada en ese momento? ¿La habría obligado alguien a enviarle esa carta? Lennox no soportaba la idea.

«Es por mis hermanas desaparecidas», se dijo. Esperaba que si algún día un hombre veía un miedo parecido en los ojos de sus hermanas, se preguntara la causa e hiciera algo para ponerle remedio.

Luchando por recobrar el control de sus emociones, se metió la carta en el bolsillo.

Cuando Ailsa regresó con una jarra de cerveza para los hombres, casi ni la miró. Estaba furioso. La relación con Chloris no había llegado a su fin. En lo más profundo de sus entrañas, lo sabía.

Pero también sabía que no podía actuar de manera egoísta ni temeraria. No estaba seguro de que sus motivos para seguir viéndola fueran los adecuados, pero tras una hora más de trabajo, se rindió a su instinto. Cuando los hombres entraron en la casa para cenar, Lennox se dirigió al establo, ensilló su caballo y enfiló el camino que conducía a Torquil House a la luz de la luna.

Fuera por la razón que fuese, lo único innegable era que no podía resistir la necesidad de volver a ver a esa mujer.