12

Tamhas Keavey observó desde la ventana a su prima, que se dirigía hacia el establo. Acababa de amanecer y ya estaba en la calle, totalmente vestida y andando a buen paso, como si tuviera un asunto urgente que atender.

Tamhas frunció el cejo. Al parecer Chloris prefería cabalgar a pasar tiempo con él. De inmediato se le ocurrió que tal vez debería acompañarla a una de esas cabalgadas matutinas. Si el aire fresco de la mañana le sentaba tan bien como afirmaba, quizá estaría más receptiva cuando volviera a proponerle un intercambio carnal.

La muy estúpida se resistía, cuando debería ser ella la que lo buscara. Su esposo había empezado a hablar de ella como quien habla de una carga. Quedarse embarazada de otro hombre y darle a Gavin Meldrum el heredero que necesitaba sería lo mejor que podría ocurrirle.

Tamhas se acercó más aún a la ventana, cuyo cristal se empañó con su aliento.

De joven había estado enamorado de Chloris. Pero ella se había comportado como una monja, rechazando cada uno de sus intentos de acercamiento. No lo había olvidado. Recordaba perfectamente cada una de las noches que habían pasado juntos, mientras ella leía o cosía y él se sentaba a mirarla, imaginándosela desnuda, con las piernas abiertas. Qué pálida estaba en aquella época. Nada le habría gustado más que darle color a esas mejillas. Habría sido tan fácil colarse en su habitación y meterse en su cama…, pero ella siempre se había negado.

Incluso cuando le había propuesto matrimonio, también lo rechazó. A Tamhas nunca le habían faltado mujeres con las que fornicar, pero incluso ahora, después de tantos años, seguía sintiendo una férrea necesidad de poseer a la mujer que tanto había deseado de joven, aunque fuera sólo por una vez.

Cuando ella rechazó su proposición, Tamhas sacó el mejor partido de la situación casándola con un rico comerciante. No obstante, ahora volvía a estar en su casa, bajo su techo, y por desgracia seguía deseándola. Cómo le gustaría verla tumbada de espaldas, abriéndole los brazos al fin.

Se lo imaginó y la imagen le resultó de lo más atractiva.

Cuando Chloris desapareció en el establo, Tamhas regresó a la cama, jurándose levantarse más temprano una de esas mañanas y acompañarla.

El cielo estaba teñido de una luz ámbar y rosada cuando Lennox salió de Somerled para reunirse con Chloris esa mañana. Montó a Shadow y lo puso al galope. El caballo ya conocía el camino y resopló feliz, disfrutando del paseo igual que su amo disfrutaba de la mujer que lo esperaba al final del trayecto.

Lennox desmontó y dejó que Shadow pastara libremente mientras él se dirigía al extremo del prado y la buscaba entre los árboles, impaciente. Al verla aparecer en lo alto de un risco y saludarlo con la mano, sintió un gran alivio. Se apoyó en un árbol cercano para calmarse, pero no aguantó mucho y se internó en el bosque para acudir a su encuentro.

Chloris tenía un aspecto desaliñado, como si se hubiera vestido a toda prisa. Eso hizo que todavía tuviera más ganas de volver a quitarle la ropa. Quería tenerla totalmente desnuda entre sus brazos para poder imaginársela así cuando estuvieran separados. La abrazó en cuanto hubo desmontado, encendiéndola con besos apasionados en el cuello y el escote.

—¡Lennox, estás más salvaje que nunca!

—Tú me pones así.

Ella se echó a reír y el sonido de su risa lo hizo muy feliz. La tomó de la mano y la condujo a su lugar favorito en el prado.

—Este sitio es tan hermoso…

—Sí, sobre todo cuando tú estás aquí.

La joven lo miró como si quisiera asegurarse de que no se burlaba de ella, pero lo único que vio en su mirada fue sinceridad.

—Te has convertido en la reina del bosque.

—Yo no soy una de tus brujas, Lennox.

—Eso no importa.

Chloris caminaba a su lado, sonriendo.

—Me lo creeré para hacerte feliz, porque hoy estás especialmente encantador.

Era evidente que no estaba acostumbrada a los halagos, y eso hacía que él tuviera aún más ganas de piropearla. Era una vergüenza que una mujer como ella no recibiera elogios a diario.

Cuando llegaron al prado de campánulas, Chloris se detuvo y suspiró.

—Soñaré con este lugar toda la vida —dijo, y volviéndose hacia él, añadió—: Soñaré que estoy aquí, contigo.

Sus palabras le llegaron a un lugar muy profundo del alma a Lennox.

No quería que soñara con él. La quería a su lado. La idea lo sorprendió, y resistió el impulso de expresarla en voz alta. En vez de eso, la tumbó sobre la hierba y tiró del vestido para dejarle los pechos al descubierto. La carne blanca como la nieve se alzó sobre el escote. Tras bajar la cabeza, Lennox la besó, suspirando mientras le acariciaba la suave y sensible piel. Con dedos ágiles, le apartó un poco más el vestido hasta que asomó un pezón, erguido y duro, ansioso por recibir su lengua.

—Oh, Lennox —suspiró ella, sujetándole la cabeza con las manos.

Él le recorrió el pezón endurecido con la lengua de manera entusiasta mientras le liberaba el otro pecho con la mano. Por fin, ambos pechos quedaron gloriosamente expuestos, sólo para sus ojos. Apartándose un poco para observarla, sintió que el miembro se le endurecía al verla tan entregada, tan dispuesta a ser saqueada. Cuando se inclinó para besarla en el valle que se abría entre sus pechos, le clavó la erección en la cadera, lo que la hizo exclamar:

—¡Lennox!

—¿Necesitas algo, cariño?

—Oh, sabes perfectamente lo que necesito, hombre horrible. —Chloris movió la cabeza a un lado y a otro contra la hierba del prado, lo que liberó algunos mechones de pelo que se enredaron en su cuello.

—¿Necesitas un poco de espacio para respirar? —bromeó él, apartándose ligeramente.

Ella lo agarró entonces por la camisa con brusquedad.

—No. Te necesito a ti.

Lennox se echó a reír suavemente. Qué deliciosa era cuando se ruborizaba.

—Y me tendrás.

Chloris lo observó con desconfianza.

—Te burlas de mí. Me haces decir esas cosas en voz alta para divertirte.

—Por supuesto, pero no puedo evitarlo. Tienes un aspecto tan deseable cuando te ruborizas… Te juro que no lo hago con malicia. Me hace muy feliz oírte susurrar lo que quieres. Qué hombre no disfrutaría al oír a una mujer expresar su deseo con tanta sinceridad.

Ella se lo quedó mirando como si estuviera dando vueltas a sus palabras. Su inocente candidez era tan seductora que Lennox se dijo que no apartaría la mirada ni un instante de su rostro mientras ambos se entregaban al placer. Quería ver cada momento reflejado en sus ojos.

Cambiando de postura, introdujo una rodilla entre las piernas de ella y le levantó la falda a toda prisa. Cuando Chloris contoneó las caderas para facilitarle la tarea, ansiosa y descarada, separando las rodillas, la necesidad de verla totalmente desnuda volvió a apoderarse de él. Era un deseo irresistible de adorar cada rincón de su cuerpo, de conocer todos sus secretos.

Ella gimió de placer, lo que lo animó a seguir adelante. La besó en el hombro y ella se levantó un poco para presionarse contra él. La visión de su pelo cayéndole libremente sobre los hombros lo impulsó a desatarle las cintas que le ataban el vestido para ver un poco más de su cuerpo. Estremeciéndose entre sus brazos, Chloris hundió la cara en el cuello de su amante. Aprovechando que estaba distraída, Lennox le desató el vestido y lo abrió.

Ella se aferró entonces a sus brazos con más fuerza, ahogando una exclamación.

Él interpretó eso como una muestra de placer, y siguió bajándole el vestido hasta dejarle los hombros al descubierto. Sin detenerse, empezó a desatarle las cintas del corsé, ansioso por verla completamente desnuda. Hasta ese día sólo había podido imaginárselo, debido a la naturaleza clandestina de sus encuentros. No era suficiente. Quería más. Agarrándole la espalda del vestido, tiró de ambas prendas hacia abajo al mismo tiempo.

—Sí, hoy por fin te veré desnuda.

—¡Lennox, no! —exclamó ella, tensándose bruscamente entre sus brazos—. ¡Te lo ruego!

Sus súplicas llegaron demasiado tarde, ya que en ese momento la mano de él había notado lo que ella trataba tan desesperadamente de ocultar.

—¡No! —repitió Chloris mientras se apartaba y trataba de cubrirse. Intentó colocarse el vestido en su sitio y atarse las cintas con los dedos temblorosos, pero estaba tan nerviosa que lo único que logró fue dejar aún más a la vista lo que pretendía ocultar.

Lennox la miró con incredulidad y luego se retiró, horrorizado por lo que acababa de ver. Bajo el vestido, su delicada piel estaba surcada por unas profundas cicatrices, señales inconfundibles de una dura paliza, tan dura que las heridas habían sanado mal, dejándola así marcada de por vida.

Agarrándola por los hombros, él detuvo sus intentos de cubrirse.

La joven negó con la cabeza. Lo estaba mirando con una expresión enloquecida. Nunca la había visto en ese estado.

—Suéltame, te lo suplico.

—No. —Él siguió sujetándola posesivamente.

—Por favor, Lennox, no me mires —le rogó ella, retorciéndose para liberarse.

Apretando los dientes, él la tumbó en el suelo y la volvió de lado para examinarle la espalda a conciencia.

Chloris gimió y se cubrió la cara con las manos, pero él se mantuvo firme. Tenía que saber a qué se enfrentaba.

Mientras la mantenía inmóvil con una mano, le aflojó el vestido del todo con la otra. Tras bajárselo, le examinó la piel que le asomaba por encima del corsé, contemplando la tracería de cicatrices que le atravesaba la espalda.

Lennox se tragó la sorpresa que la inesperada revelación le había causado. Chloris se lo había ocultado hábilmente durante las anteriores veces que habían estado juntos. No había sospechado que, cada vez que se amaban, ella le escondía su vergüenza guardando el secreto. Le acarició las cicatrices con un dedo, tratando de no rendirse a la ira al notar el dolor que subyacía en ellas. Sentía como si le hubieran propinado los golpes a él. El dolor pasó de la espalda de la joven a sus dedos. Y no era sólo el dolor de la paliza, sino que había algo más. Las imágenes que se dibujaron en su mente le provocaron una furia incontenible. Eran imágenes de Chloris, pero esas imágenes se mezclaron con otras: las de su madre mientras la lapidaban.

Ella se encogió al notar el contacto de su dedo, lo que aumentó la cólera de Lennox. Trató de reprimir las imágenes de su madre en el suelo, golpeada y ensangrentada, pero la frustración era demasiado grande y la ira ganó la batalla.

—¿Quieres darle un hijo al hombre que te ha hecho esto?

Chloris levantó la cabeza y lo miró, desolada.

—¡Respóndeme! —Lennox se sentía tan indignado que estaba empezando a comportarse de un modo irracional. Lo veía en los ojos de la joven, pero no podía evitar estar furioso.

—Si me quedo embarazada, no volverá a suceder —dijo ella.

Lennox maldijo en voz alta.

—Si realmente crees eso, es que eres idiota.

Chloris se apartó de él, asombrada. Ahora era ella la que estaba enfadada. Olvidándose de la vergüenza, se colocó bien la ropa, volviendo a ocultar las cicatrices que tan bien había sabido esconder hasta ese día.

—¿Qué sabes tú de mí o de mi relación?

Lennox volvió a sentir la vieja furia y la frustración que le provocaba la impotencia. Una frustración que le convertía la sangre en lava ardiendo. Volvió a ver a los hombres que habían apedreado a su madre hasta casi su último aliento. Los mismos que habían cogido su cuerpo ensangrentado y la habían levantado para que diera los últimos pasos hasta el patíbulo, donde la ahorcarían y la quemarían. Lennox los había maldecido a todos hasta que lo ataron y lo amordazaron. Nunca se había olvidado de las caras de esos hombres. Su miedo inicial se había convertido en euforia, una emoción muy fea que había transformado a esos hombres en auténticos animales. Se le revolvía el estómago al recordarlo.

—Los hombres capaces de hacerle eso a una mujer no cambian nunca. Siempre encontrarán otra razón.

Una sombra de miedo cruzó la mirada de la joven mientras reflexionaba sobre sus palabras, sacudiendo la cabeza.

—No, mi incapacidad para darle hijos es la causa de su mal humor.

Lennox resistió el impulso de gruñir. Chloris era demasiado confiada. Lo sabía muy bien porque él también se había aprovechado de ello. Furioso consigo mismo por obligarla a enfrentarse a la realidad de su situación, alargó la mano para abrazarla y consolarla. La necesidad de protegerla crecía por momentos. El deseo que sentía por ella se le escapaba de las manos. Ya no podía pensar con frialdad. En ese instante supo con toda certeza que ella era la amante que el destino le había asignado. Saber que su destino estaba ligado al de Chloris para siempre lo sacudió hasta la médula.

Pero ella se había puesto en pie y se estaba alejando de él poco a poco.

—Si has acabado ya el tratamiento, me marcharé y no volveré —dijo ella, temblorosa, con lágrimas en los ojos—. Espero que tu ritual funcione.

Los pensamientos de Lennox se ofuscaron un poco más al darse cuenta del auténtico motivo que la había impulsado a buscar su ayuda. Había creído que era su deseo de tener un hijo, pero no: había sido la desesperación. Había sido el miedo a su propio marido el que la había llevado hasta Somerled. Estaba mal, muy mal. No podía permitir que regresara a su casa. Se levantó a su vez y se dispuso a seguirla.

—Funcionará, pero mi magia no te protegerá cuando vuelvas a Edimburgo.

Aceleró el paso y trató de agarrarla del brazo. Más que nunca, sintió la necesidad de reclamar a esa mujer. No podía soportar la idea de que se sacrificara por un hombre capaz de marcarla de esa forma.

Chloris liberó el brazo.

—No digas nada más. Ya has dicho bastante. Me has avergonzado y has hecho que tema regresar a Edimburgo. Pero tú no eres ningún santo. Has seducido a tantas mujeres que debes de haber perdido la cuenta —lo acusó ella fulminándolo con la mirada—. Sé que no soy la única mujer en tu vida. No soy tan estúpida como crees. Sé que esto no ha sido más que una distracción para ti. Sabía que tu tarifa implicaba algo más que dinero, y he dejado que te lo cobraras.

Lennox sintió como si le hubiera dado una bofetada.

—Chloris…

—No, esta vez no podrás hechizarme con tu magia ni con palabras bonitas. —Lo miró fijamente—. Sólo rezo pidiendo que seas tan bueno como brujo que como seductor. —Con esas palabras de despedida, se agarró la falda con las manos y echó a correr entre los árboles buscando su yegua.

Dándole la espalda, Lennox sujetó con fuerza una rama baja para no salir corriendo tras ella en ese estado. Estaba tan alterado que no era dueño de sus palabras ni de sus actos. Cerró los ojos y absorbió la energía del viejo roble, de la savia que corría por su interior y del fértil suelo bajo sus pies. Al menos esas cosas no le fallaban. Eran los dogmas de la naturaleza a los que se aferraba cuando sentía que la locura quería apoderarse de él.

Un rayo de cordura se abrió camino entre el caos de pensamientos en el que estaba sumido. Bajo ningún concepto podía permitir que regresara a Edimburgo. Aunque no aceptara su protección, sabía que tenía que hacérselo entender.

Por mucho que odiara a Tamhas Keavey, sospechaba que Chloris estaba más segura bajo el techo de su primo.

Y esa sospecha no hizo más que aumentar su amargura.