16
Durante la reunión del consejo municipal, a Lennox le costó apartar la mirada de Tamhas Keavey, quien no dejaba de dirigirle miradas irónicas y de sonreírle con suficiencia. ¿Se habría asegurado de que no lo aceptaran en el consejo? No importaba. A Lennox ya no le interesaba entrar en el gremio. Pronto se marcharían de allí. Su relación con Chloris había precipitado los acontecimientos.
La tentación de decirle a Keavey que era un idiota que no sabía lo que sucedía por las noches en su propia casa era muy fuerte, pero sabía que las consecuencias serían fatales, así que se juró guardar silencio por mucho que lo provocara. Esa mañana le había costado un gran esfuerzo dejar que Chloris volviera a casa de su primo. Y ahora tenía que estar allí sentado, viendo cómo ese hombre lo miraba con suficiencia por su irritante sentimiento de superioridad.
Lo último que Lennox deseaba en ese instante era que Tamhas se enterara de su relación con Chloris. La razón que lo había empujado a acostarse con ella ahora le parecía una gran equivocación. Lennox estaba cada vez más inquieto. Si Keavey se enterara de la relación entre Chloris y él, no quería ni pensar en las represalias que podía tomar contra ella. Bastantes dudas tenía Chloris sobre la sensatez de dejar a su familia para unirse a él. Si Keavey sospechara algo y la interrogara, las dudas no harían más que aumentar.
Sólo de pensarlo, Lennox se sintió impotente y frustrado. Amaba a esa mujer y quería estar con ella para siempre. Y el único modo de conseguirlo era empezar una nueva vida juntos, lejos de las Lowlands y de todos aquellos interesados en separarlos. Y lo conseguirían. Se aseguraría de que así fuera.
Cuando alguien leyó la lista de nuevas admisiones y anunció que los carroceros de Somerled permanecerían a prueba durante un año, Lennox apenas si estaba escuchando.
Cómo cambiaban las cosas, se dijo. El gremio le importaba un bledo.
Más tarde, regresó a Somerled pensando en convocar una reunión con los suyos.
Al acercarse, oyó que alguien lo llamaba. Levantó la cabeza y vio que Lachlan le hacía señas, como indicándole que se apresurara. Glenna caminaba unos pasos por detrás de él. El matrimonio parecía nervioso. La mujer se detuvo y se apoyó en un árbol al darse cuenta de que Lennox ya los había divisado. Palideció al verlos tan alterados. ¿Habría algún problema en la casa? O, peor aún, ¿habrían apresado a alguno de los suyos?
Sacudió las riendas para poner a Shadow al galope y llegar a su lado rápidamente.
—¿Qué pasa?
Lachie tranquilizó al caballo de Lennox cuando éste se detuvo, acariciándole el cuello mientras hablaba. El hombre estaba sofocado, tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes.
—Nos ha llegado la noticia de que han apresado a una mujer en Dundee acusada de brujería.
A Lennox se le encogió el estómago. Le sucedía lo mismo cada vez que oía que algún inocente iba a ser ajusticiado. Al ver que Glenna sacudía la cabeza con los ojos muy abiertos supo que había algo más. Desmontó del caballo.
—Dicen que su nombre es Jessica Taskill —continuó Lachie.
Lennox agarró con fuerza la perilla de la silla de montar sin dar crédito a sus oídos. Llevaba tantos años buscando a Jessie y a Maisie sin ningún resultado… Se habían desvanecido, al igual que él. Nunca había perdido la esperanza de encontrarlas, pero no se había imaginado que sería en esas circunstancias: con Jessie a punto de ser juzgada por brujería.
Ahogando su miedo lo mejor que pudo, se pasó las manos por el pelo para aclararse la mente.
—¿De cuándo es la noticia?
Glenna negó con la cabeza.
—Lo siento, Lennox. No sabemos nada más. Sólo podemos asumir que no hace mucho tiempo o… nos habrían llegado más detalles.
Glenna estaba muy incómoda, como si no quisiera que Lennox se diera cuenta de la posibilidad de que su hermana hubiera debido enfrentarse a un horrible final.
—Eso es verdad —corroboró Lachie—. A la gente le encantan los detalles escabrosos. La noticia es reciente, haz caso a Glenna. Yo que tú saldría a buscarla de inmediato.
Lennox asintió. A continuación, se volvió en dirección a Dundee, extendió los brazos y recurrió a sus poderes de adivinación, el instinto más poderoso de los que tenían el don de la magia. Su hermana seguía con vida, estaba convencido de ello. Mentalmente, conjuró un hechizo de protección para que la rodeara hasta su llegada.
Al volverse hacia Lachie, vio que él lo estaba observando con preocupación.
—Cepilla a Shadow y dale algo de comer, por favor.
Lachie tomó las riendas que su líder le ofrecía.
—Si vas siguiendo el Tay hasta llegar a Newport, puedes dejar a Shadow en las caballerizas y tomar una barcaza que te lleve hasta Dundee —dijo antes de llevar al caballo al establo para un rápido cepillado.
Glenna acompañó a Lennox a la casa, andando tan deprisa como podía para seguirle el ritmo.
—Te he preparado unas alforjas con provisiones. ¿Necesitas algo más?
Aunque tenía la cabeza llena de cosas, Lennox no se olvidó de Chloris.
—Papel, pluma y tinta, por favor.
Glenna se lo quedó mirando con curiosidad.
—Ya te lo explicaré.
Había pensado hablarles esa misma noche de su relación con Chloris y su intención de que se uniera a ellos, pero las noticias sobre Jessie lo cambiaban todo. Lennox no podía pensar en llevar a su gente a la seguridad de las Highlands. Una vez más, se juró que no se iría sin sus hermanas, y buscó fuerzas en su interior para cumplir su juramento. Si quería rescatar a Jessie antes de que la juzgaran, iba a necesitar su inteligencia, la magia y probablemente la fuerza bruta. Pero, costara lo que costase, la liberaría. Cruzaría el río Tay antes de que acabara el día.
Sin embargo, antes tenía que avisar a Chloris de su partida. Tenía que escribirle una nota y hacérsela llegar antes de que anocheciera. No podía permitir que se presentara en el bosque a la mañana siguiente con su respuesta, o lo que era peor, preparada para fugarse con él, mientras él estaba buscando a Jessie.
Pensamientos siniestros cruzaron por su mente. Odiaba la idea de dejar a Chloris bajo el techo de su primo un minuto más de lo necesario, pero no le quedaba otro remedio. Le escribiría pidiéndole que lo esperara, y que no dudara de la sinceridad de sus promesas.
Tamhas Keavey vio desde una de las ventanas del piso superior que una muchacha se acercaba a la casa. Le estaban tomando medidas para hacerse una chaqueta nueva, y se había colocado junto a la ventana para disfrutar de la visión de sus tierras a la luz de la mañana mientras llevaban a cabo la tediosa tarea. En eso estaba cuando vio que una joven cruzaba la verja y entraba en sus tierras.
Keavey tenía muy buena vista y, aunque no recordaba el nombre de la chica, la reconoció enseguida. Era una de las desventuradas que vivían bajo la protección de ese pagano, Lennox Fingal. Era una muchacha exuberante, con una larga melena oscura y unos ojos que no dejaban lugar a dudas sobre lo que sería capaz de hacer. Eran unos ojos que no parecían de este mundo; los ojos de una bruja, estaba convencido de ello.
¿Qué estaría haciendo en sus tierras? La curiosidad y la sospecha crecieron en su interior al verla correr hacia la casa. No usaba el camino de grava como el resto de los visitantes, sino que buscaba la protección de los árboles, saltando de uno a otro con cautela. Era evidente que no quería ser vista.
—¡Ya basta! —exclamó Tamhas, haciendo un gesto con la mano para que el sastre lo soltara.
Tanto éste como su ayudante se quedaron muy sorprendidos por la brusca reacción.
—Lo siento, señor, pero sólo tengo la mitad de las medidas que necesito para poder hacer un buen trabajo.
—Mis medidas no han cambiado desde la última vez que las tomó. No crea que no sé que viene aquí y me somete a esta absurda ceremonia para añadir un gasto extra a la factura.
El sastre se ruborizó y empezó a balbucear:
—Se… señor, yo… yo le aseguro…
—Tengo asuntos urgentes que atender. Use las medidas de la última vez.
Sin esperar la respuesta del sastre, Tamhas Keavey se volvió y salió de la habitación. Rápidamente recorrió el pasillo y bajó la escalera hasta la planta baja. La joven se había dirigido a la puerta de servicio. ¿Estaría tramando algo con alguno de los criados? Si era así, quería saberlo. Podría serle útil. Cualquier prueba, por pequeña que fuera, de que se dedicaban a la sanación podría proporcionarle la excusa que necesitaba para ir a buscar al alguacil y a sus hombres y marchar juntos hasta la guarida que esa panda de brujos tenían en el bosque. Juntos podrían descubrir sus inmoralidades y así llevarlos al patíbulo, que era lo único que se merecían. Si uno de sus criados se estaba acostando con la bruja, tanto mejor. Unas cuantas monedas le proporcionarían la información que necesitaba para convencer al alguacil de que ir a visitar a Lennox Fingal era una buena idea.
Cruzó la cocina a toda prisa, apartando a la cocinera de un empujón, y siguió recorriendo el pasillo que llevaba a la puerta trasera, por la que entraban y salían los criados y donde se hacían las entregas de las provisiones. Llegó a tiempo de ver cómo una de las criadas, Maura Dunbar, aceptaba una carta de la muchacha de los ojos extraños.
—Yo la cogeré —declaró Tamhas, interponiéndose entre ellas y arrebatándosela a Maura. La muchacha de los ojos extraños reaccionó con rapidez. Recuperó la carta y trató de echar a correr. Pero Keavey la agarró por la muñeca y la sujetó con fuerza—. La carta o la vida. Tú eliges.
Disfrutando de su posición de poder y ansioso por obtener alguna prueba que pudiera usar contra ella, la observó con atención.
Ella se volvió y se lo quedó mirando. Sus ojos se oscurecieron de furia.
—Suélteme —le ordenó, fulminando con la mirada la mano que la apresaba—. No pienso dársela. La carta no es suya.
—Claro que es mía. La has traído a mi casa.
—No va dirigida a usted. —La joven se revolvió, tratando de liberarse. Mientras lo hacía, los ojos cada vez le brillaban más, con un extraño resplandor que le recordó el estanque del jardín bajo la luz del alba.
Tamhas se estaba poniendo muy nervioso por la extraña apariencia de la joven. Sus ojos, que hacía un momento eran un atractivo rasgo distintivo, parecían ahora hervir llenos de fuerzas malignas. Si había albergado alguna duda, éstas se disiparon: esa mujer era malvada. Estuvo a punto de soltarla, pero enseguida su sentido del deber se impuso al miedo.
—¡Obedéceme! —bramó.
Tiró de ella para acercarla y, cuando la tuvo al alcance, le rodeó el cuello con la otra mano. Ella se defendió atacándolo con la mano que le quedaba libre, mientras con la otra trataba de proteger la carta acercándosela al pecho. Lo arañó en la cara. Cuando Tamhas notó la sangre en su rostro, la apartó. Ella se defendió con uñas y dientes propinándole patadas en las espinillas, pero era una muchacha menuda y Tamhas un hombre corpulento, por lo que poco podía hacer usando sólo la fuerza.
Por eso, cuando él aflojó un poco la mano que le atenazaba el cuello, respiró hondo y pronunció unas palabras en una lengua extraña.
«¡Brujería!» La mano de Tamhas la apretó con más fuerza.
—Maura, eres testigo de esto. —Volviéndose, vio que la doncella estaba encogida contra el marco de la puerta, observando la escena con los ojos muy abiertos, claramente asustada—. Mírala bien y recuerda todos los detalles porque el alguacil vendrá a buscarte para que le describas el cambio de apariencia de esta demoníaca mujer.
La bruja cerró los ojos con fuerza.
Maura gimió, pero cuando Tamhas le dirigió una mirada amenazadora, asintió.
—Es brujería —afirmó él, perversamente encantado de comprobar que sus sospechas se veían finalmente confirmadas—. Os haré detener. Os acompañaré a todos personalmente al patíbulo, de uno en uno.
La muchacha abrió los ojos y, por un momento, Keavey tuvo la impresión de que, sólo con mirarla, un hombre podía quedar embrujado. Sin embargo, se sentía obligado a cumplir su misión hasta el final y se forzó a seguir mirando esos ojos, tan jóvenes pero al mismo tiempo tan sabios. Le pareció que ella podía leer todos sus secretos con una mirada.
—Santo Dios —murmuró—, sin duda eres una sierva de Satanás.
Había pensado en entretenerse un rato jugando con ella, pero algo en sus ojos le dijo que no era buena idea, y que cuanto antes la entregara a las autoridades, mejor. Por un momento se sintió tentado de acabar con su vida allí mismo, pero así no se hacían las cosas.
—Piénsalo bien, bruja. Podría llevarte al despacho del alguacil ahora mismo, porque tanto Maura como yo hemos visto cómo tus ojos cambiaban y hemos oído las palabras satánicas que salían de tu boca para pedir ayuda al señor de las tinieblas. Pero tu muerte no es suficiente para mí. No pararé hasta acabar con todos vosotros.
La muchacha se tambaleó y su pelo empezó a levantarse alrededor de la cabeza formando una especie de corona oscura. Con el poco aire que le quedaba, murmuraba maldiciones. Cuando estaba a punto de ahogarse, aflojó la mano que sostenía la carta.
Era el momento que Tamhas había estado esperando. Tras arrebatarle la carta, la echó a un lado de un empujón.
—Da gracias de que no te parta el cuello. Y ahora, largo. Fuera de mis tierras. Vuelve a tu guarida y disfrútala mientras puedas, porque me aseguraré de que pronto dejéis de respirar, del primero al último.
En cuanto le soltó el cuello, la apariencia de la joven volvió a la normalidad. El desprecio que Tamhas sentía por ella se multiplicó. Esa gentuza nunca era sincera. Todo lo que hacían eran trucos engañosos.
En contra de lo que había esperado, la joven no echó a correr. En vez de eso, permaneció mirándolo altanera y orgullosa. Bajó la mirada hasta la carta como si se estuviera planteando apoderarse de ella mediante la magia, pero luego se llevó la mano al cuello. La marca de los dedos de Tamhas era visible sobre su piel pálida, como una premonición de la marca de la soga que pronto ocuparía su lugar.
—Siento lástima por usted —susurró—. Está tan lleno de odio que nunca será un hombre feliz. —Y, tras darle la espalda, se alejó caminando.
Tamhas se la quedó mirando mientras se marchaba. Había esperado que tratara de arañarlo o que le escupiera en la cara, pero no una afirmación como ésa, pronunciada con tanta serenidad que resultaba más amenazadora aún.
Tranquilizándose, bajó la mirada hacia la carta arrugada que tenía en la mano y pronto se olvidó de la mensajera al darse cuenta de que iba dirigida a su prima Chloris.
Frunciendo el cejo, le dio la vuelta, rompió el sello y la abrió.