20
Kirk se volvió a mirar a Savaj.
—¿Qué es lo que ha conseguido, señor? Afortunadamente, el vulcaniano no pretendió fingir que no entendía.
—Creo que tienen ustedes un dicho, comandante. «Primero hay que atraer la atención».
Kirk se sentó en un lugar un poco elevado del suelo, dejándose caer con cierta flojedad. Pasó algún tiempo antes de que los vulcanianos se dieran cuenta de que reía.
—¡Sí señor! —dijo Kirk cuando pudo hablar—. Eso es lo que ha hecho.
Pero ¿qué demonios le dijo para conseguirlo?
Savaj lo observó con solemnidad.
—Le formulé la pregunta por la que los psicólogos tuvieron que interrogar a la rata. Es, en realidad, la pregunta más importante formulada por los mismísimos primeros estudios de ratas en el mundo de usted, y nunca ha sido resuelta de verdad. Tampoco hemos tenido éxito nosotros al preguntárselo a la rata.
—¿Se refiere —preguntó McCoy— a por qué las ratas vuelven a la Cocina del Infierno?
Savaj miró a McCoy.
—No estoy familiarizado con ese término, doctor, pero creo que usted me ha comprendido.
Kirk miró interrogativamente al médico.
—Se trata de viejos estudios —respondió McCoy con voz cansada—. Los experimentos descubrieron una mayor agresión en las ratas que vivían en condiciones de agolpamiento; el equivalente en las ratas de las ciudades humanas, tugurios, áreas de crimen, distritos peligrosos: la Cocina del Infierno. El comportamiento normal, decente y ordenado de las ratas se quebró. Había violaciones, asesinatos, luchas entre bandas, un alto nivel de excitación nerviosa, una exacerbación del comportamiento sexual, mucho más peligro y un consternador aumento del índice de mortalidad.
Kirk asintió.
—Eso ha sido empleado como argumento en favor de la descentralización, incluso en el caso del espacio por persona de una nave estelar. Pero… ¿y eso de la Cocina del Infierno?
—El argumento decisivo fue —dijo McCoy— que, una vez que se les había dado la oportunidad de probar la buena vida y la vida de peligro, cuando se les daba a escoger, las ratas volvían corriendo a vivir, o morir, en la Cocina del Infierno. No escogían la vida pacífica y segura.
Entonces, Kirk recordó; había sido una rareza científica pasajera que lo había sorprendido también a él, aunque nunca la había oído expresar con la vívida metáfora de la Cocina del infierno, los más duros tugurios de la ciudad de Nueva York de los siglos diecinueve y veinte.
—Los estudios han sido muy repetidos desde entonces —agregó Spock—, con muchas formas de vida en la mayor parte de los mundos. Incluyendo, aparentemente, a la mayoría de los, por otra parte, seres inteligentes.
Kirk miró a los dos vulcanianos.
—¿Está usted diciendo, señor, que correremos todos hacia la emoción… incluso hacia la agresión y la muerte?
—Comandante —respondió Savaj—, en su tiempo libre es usted capitán de una nave estelar.
Kirk gimió.
—Yo no lo diría exactamente de esa forma.
—Era una especie de cumplido.
Kirk lo miró con cautela.
—Corríjame si me equivoco, señor. ¿Estoy oyendo a un vulcaniano decir que el síndrome de agresión podría tener alguna utilidad o ser incluso necesario? ¿Y que incluso podría ser esencial para la grandeza?
Savaj miró al exterior de la jaula durante un prolongado instante y luego volvió los ojos hacia Kirk.
—Está usted escuchando a un vulcaniano considerar esa posibilidad, muy a su pesar y al final de más de diez décadas de creencia personal y diez siglos de creencia racial en el sentido contrario. Por lógica debo considerarlo, a pesar de que mi resistencia es poderosa y de que mi vida ha estado dedicada a impedir que los vulcanianos volvieran a aprender los atractivos y los peligros de lo que el doctor ha llamado la Cocina del Infierno. Los vulcanianos somos una especie demasiado peligrosa si nos descontrolamos.
—¡Dios mío! —exclamó McCoy.
Savaj negó con la cabeza.
—Si es cierto que la grandeza no puede ser separada de la agresión, entonces ciertamente no hay ningún proyecto benevolente en el universo, doctor. Ni tampoco sobrevivirá éste mucho tiempo, dado que, si ése es verdaderamente el caso, todas las especies inteligentes corpóreas deberán escoger, en definitiva, entre la mediocridad… y la destrucción.
—Usted cree —dijo Kirk— que los diseñadores han llegado a esa última elección.
—Creo —respondió Savaj— que ellos han previsto la llegada de eso. Y que por primera vez una especie inteligente ha concebido el proyecto de Prometeo de intentar robarle el fuego de esa respuesta a los dioses o a los buitres de la destrucción.
—¿Y si no lo consiguen? —preguntó quedamente Kirk.
—En ese caso ellos, y algunas otras especies multidimensionales que hayan llegado a ese punto, derrumbarán el mundo sobre las cabezas de todos.
Permanecieron sentados en silencio durante un largo rato. Kirk visualizó el vasto e intrincado mosaico de un experimento destinado a resolver aquella pregunta, una teoría de campo general para la vida inteligente de una galaxia, quizá una escala universal. Y equilibrado en alguna parte estaba el poder suficiente como para destruir la totalidad del todo.
Más de una vez, cuando la Tierra era aún el todo para todos los de la especie de Kirk, la humanidad había llegado a tener esa capacidad de destruir aquel Todo: la primera crisis atómica, la bomba de neutrones y las armas del día del juicio final, patógenos biológicos, químicos capaces de matar al planeta. En cada coyuntura crítica, dos o más superratas ataviadas con traje, túnica o campos de fuerza, enseñaban los dientes y blandían lanzas que entonces podían matar a un mundo. Y en alguna parte de las más primitivas había un bosquimano que nunca había oído hablar de ninguna de esas super-ratas y sólo quería hacer que su matorral fuese seguro para su pequeña democracia: su esposa, sus hijos, sus amigos, sus mascotas y su nave estelar. Si las super-ratas hubieran ido a experimentar con el bosquimano, diciendo que con ello podrían salvar al mundo, el bosquimano habría puesto objeciones. Sin embargo, si las super-ratas hubieran volado el mundo en pedazos, él habría estallado con él, sin haber oído hablar nunca de las super-ratas ni del problema.
—Es un análisis admirable, pequeño sujeto —dijo una voz detrás de él.
Kirk giró la cabeza, sin estar seguro de si se trataba de un comentario sobre las palabras de Savaj o de sus propios pensamientos.
Belén estaba allí, pero no era ella quien había hablado. Con ella estaba otra diseñadora.
Si Belén le había parecido hermosa, aquélla le produjo la impresión de que era peligrosa. Si el fuego hubiera sido mutado en una mujer, aquélla era indudablemente la mujer que habría resultado. En su cabeza había una cabellera de hilos de fuego, de plumas-cabello de cobre-bronce bruñido, y llevaba adornos ilusorios corporales o plumaje a juego. Sus ojos eran oscuras sombras que se tornasolaban con llamas de bronce-oro; pero el auténtico fuego era interior. Él podría haberse calentado las manos ante él… o habérselas quemado.
Él sintió que se ruborizaba al sospechar que ella podía leer exactamente el resurgir de un viejo interés para el cual no había tenido mucho tiempo últimamente. Peor aún, Belén probablemente podía también leerlo… y eso le dio la impresión de que no era meramente peligroso, sino posiblemente fatal.
La mujer-llama rió por lo bajo.
—¿Lo ves? El sujeto está bastante dispuesto a vender el alma, o el cuerpo, por sus amigos o su nave. Incluso me atrevería a señalar que parece recurrentemente ansioso por hacerlo.
Belén hizo un gesto con las manos que le quitaba importancia al asunto.
—Es un hecho bien conocido de su historial, Flaem. Parece innecesario que lo obligues a demostrarlo una vez más.
Flaem; al menos el sonido del nombre se aproximaba a eso, pero la mente de Kirk lo traducía inevitable y persistentemente como Flame.[3]
Ella posó sus abrasadores ojos sobre él, y los ojos rieron.
—Un buen científico siempre aprovecha las oportunidades de observar directamente las posibles diferencias sutiles de comportamiento. Incluso Trath ha decretado un período de sutileza para estos sujetos.
—¿Consideras que tu comportamiento es sutil? —preguntó Belén con su voz más argentina.
Flaem se echó a reír.
—Son los sujetos quienes tienen que demostrar sutileza. —Luego miró a Kirk con indiferente aprecio—. Has tenido la osadía de venir hasta nosotros y el descaro de condenarnos por utilizar vidas… ¿y ahora tienes el valor de considerar el ponerte a discutir con nosotros?
Kirk se sintió sustancialmente desanimado y más que un poco desmoralizado, pero esperó que no se lo estuviera demostrando a la mujer-llama.
—Yo no soy muy sutil —dijo para desarmarla—. Yo soy el bosquimano con mi pequeña familia, mi mascota koala y mi primitiva nave estelar; pero lo que tengo es mío. Pueden ustedes destruirlo, pero no toleraré verles jugar con ello. Si quieren obtener cooperación alguna por mi parte, me la pedirán… con buenas maneras.
La mujer-llama alzó una ceja plumosa.
—Habla con bastante temple. Interesante.
—Siempre lo hace —aseguró Belén.
—¿Le has enseñado buenos modales?
—Ha aprendido la vergüenza. Ya lo sabes.
La mano de Flaem hizo un gesto de afirmación.
—Es necesario bastante más que la vergüenza. —Miró más allá de Kirk, a McCoy—. Tu compañero de jaula no está bien. Será mejor que lo examine.
—¡No! —se apresuró a decir Kirk—. Mis otros compañeros de jaula lo están atendiendo. Sólo necesita un poco de descanso. —Miró a Flaem directamente—. Quizá podríamos continuar con esta conversación en otra parte durante un rato.
Los ojos de ella rieron.
—Podemos continuarla. —Dirigió las plumas de su muñeca hacia algo y el campo de fuerza de la parte anterior de la jaula se abrió—. ¿Lo ves? —le señaló a Belén—. La respuesta del sujeto es casi refleja.
Belén lo miró a él y más allá de él, hacia McCoy, con ojos plateados que parecían expresar algo de una ética común a la de Kirk.
—¿Qué esperabas? —dijo con voz queda—. Defiende a los suyos.
—Espero que venga… —dijo Flaem.
Kirk resistió un impulso que poco tenía que ver con la caballerosidad o la cordura, y mucho más en común con la agresión. No se volvió a mirar a Spock o Savaj porque no quería ver lo que los rostros vulcanianos tenían que decir al respecto de aquello. McCoy comenzó a decir:
—¡Jim! —pero aparentemente acallaron su voz.
Kirk se encogió mentalmente de hombros. Podía haber destinos peores.
Si podía superar el estar furioso como todos los demonios. Marchó escoltado entre las dos mujeres, y mantuvo un ojo alerta para ver qué posibilidades tenían, la disposición del lugar, posibles rutas de huida, armas, cualquier cosa. Ya que estaban allí, deseaba con toda el alma al menos una vía de salida concebible. Si para nada más, al menos para McCoy. No podía dejar de recordar el rostro gris del médico, que aún intentaba limar con bromas los filos del miedo del resto de ellos. Pero McCoy había pasado anteriormente por un infierno alienígena similar la primera vez que también Kirk pasó por él, y desde entonces no había tenido un solo momento de paz. Kirk tenía que darle al menos una o dos horas, y a Spock y Savaj alguna oportunidad para que lo ayudaran a recuperarse; en caso contrario, los diseñadores, con un especial instinto infalible para con los animales débiles, o incluso con el equivocado intento de ética humana por parte de Belén, podían concebir la idea de acabar con los sufrimientos del médico. La diseñadora que marchaba a su lado lo sabía demasiado bien. Lo había utilizado sin vacilaciones para obligar a Kirk a hacer lo que ella quería.
Se dio cuenta de que Flaem le dirigía una mirada especulativa, pero él no sentía ningún interés. Llegaron a lo que parecía ser un área de vida cotidiana. No fue capaz de identificar el mobiliario: aquello que él había tomado por una cama era probablemente una mesa y posiblemente una pecera energética.
—Muy bien —dijo Flaem—. No veo ninguna necesidad para demorar durante más tiempo la demostración de capacidad.
Belén estaba de pie y parecía más firmemente arraigada que un árbol de plata.
—No funciona precisamente de esa manera —respondió Kirk.
Flaem le dirigió una mirada divertida.
—Por supuesto que sí. Vamos, pequeño. No debes sentirte incómodo. Tú no tienes secretos para mí.
Kirk recordó los hologramas que mostraban imágenes del interior de la Enterprise, incluyendo su camarote y los registros pasados de su diario de viaje. Intentó reprimir ese pensamiento. Luego se le ocurrió que era mucho peor que eso, aquellos períodos en blanco, cuando los sin-boca lo apresaron… Era posible, era seguro que ella había estado observando aquello, mirando una y otra vez las grabaciones, o incluso mirando en aquel preciso momento, en el lugar mismo en que ocurría, dirigiendo los actos de los sin-boca; quizá lo había traído a aquel lugar en el que ahora se hallaba y lo había devuelto con causas adicionales para sentir un furor que él era incapaz de recordar.
Ella se acercó a él, leyó su consternación y aquello le resultó divertido.
A él no le divertía. Estaba más cerca de lo que jamás había estado de llegar a querer matar a una mujer.
Y los ojos de ella continuaban burlándose de él, tomándole el pelo, desafiándolo. Cocina del Infierno, pensó, sin lógica ni contexto que lo justificara. Entonces le sonrió.
—Hablemos del asunto —le dijo.