16
La puesta de sol teñía con llamas los destellantes riscos de cristal de treinta mil metros de altura. Hubiera sido una de las atracciones turísticas más espectaculares de la galaxia, el infierno de Helvan, reflejándose en incandescentes capas de llamas, altos como un rascacielos y reflejándose los unos a los otros como los interminables corredores de una sala de espejos.
Era pasmoso, cegador y más caluroso que las puertas del Hades, tal como se le oyó protestar a McCoy.
También provocaba una confusión absoluta. Las imágenes mentales de Kirk no tenían sentido alguno en aquel infierno de llamas sobre llamas. Creía que había escogido el cañón central correcto cuando comenzaron a andar.
Abrigaba la esperanza de que todavía no hubieran llegado al primer desvío importante. Más allá de eso, no estaba seguro. El fondo del cañón estaba lleno de cristales rotos, como una cascada de diamantes a través de la que crecían grandes árboles negros y plateados. Aquí y allá, alguno de esos árboles crecía sobre alguna repisa del risco, y parecía un cuadro japonés pintado sobre un llameante espejo.
Kirk y McCoy respiraban pesadamente en el calor y la alta gravedad. La diferencia gravitacional no había sido más que una molestia secundaria, hasta que comenzaron a subir bajo su influencia. Ahora era algo que agotaba lentamente a los dos seres humanos. Para los vulcanianos era un refrescante retozo. ¿Retozaban los vulcanianos? En realidad, subían con aquella facilidad con la que ni siquiera advertían el esfuerzo, ofreciéndole de vez en cuando una mano o un poco de impulso a un humano.
Luego, casi como si alguien hubiese accionado un interruptor, el sol se hundió con decisión tras los riscos de treinta mil metros de altura y cayó la oscuridad. En los últimos rayos de luz, unos demonios cornudos surgieron de un salto y les arrojaron esquirlas de cristal de dos metros.
Spock y Savaj se unieron delante de Kirk y McCoy, bloquearon una parte de la andanada de las lanzas de espejo con sus mochilas y apartaron otras hacia los lados con golpes de asumi. Los atacantes, según pudo ver Kirk, tenían que ser helvanos más atrasados que los de las ciudades, todavía en la Edad de Piedra.
—Atrás —ordenó Spock, y el grupo retrocedió subiendo por un sendero.
Spock y Savaj intercambiaron una mirada y apoyaron a la vez los hombros contra un enorme saliente. Empujaron al mismo tiempo y el saliente se rompió por el extremo y cayó a toda velocidad por el abrupto sendero, dispersando a los atacantes, que saltaron para apartarse del peligro.
Cuando el polvo de cristal se posó, los atacantes parecieron desanimados. Se reunieron al final del sendero, y luego se alejaron.
Eso fue virtualmente lo último que pudieron ver los humanos de la partida de la Enterprise. La noche se hizo tan negra como la tinta.
Kirk sintió más que vio a Spock que se alejaba risco arriba, con pie tan seguro como el de un cruce entre cabra montesa y gato. Luego sintió una mano en un codo. Savaj lo condujo sendero arriba y se detuvo para recoger a McCoy.
Encontraron a Spock explorando una gran caverna de cristal. El interior despedía una luz tenue. Allí también había grandes superficies lisas de cristal espejado orientadas en diversos ángulos, convirtiendo al cuarteto en filas de series de vulcanianos y seres humanos.
—Doy por supuesto que su imagen mental no funcionará en la oscuridad, señor Kirk. Tampoco es prudente avanzar por la oscuridad cuando se sufren ataques… o con seres humanos que carecen de visión nocturna. Pasaremos aquí la noche.
Spock y la miríada de sus imágenes reflejadas se alejaron hacia el interior de la caverna.
Sacaron sus aparejos de campamento, instalaron un campo energético en la boca de la caverna, el cual también bloquearía la luz del fuego y disiparía el humo. Savaj entró un árbol seco plateado que encontró en alguna parte antes de que activaran el escudo. Lo cargó sobre un hombro como si se tratara de una rama. Desde lejos había parecido un árbol enano, pero su tamaño real sugería que tenía aspiraciones de llegar a la talla de un pino de California. Savaj lo transportó cómodamente y arrancó algunas ramas con las manos para iniciar el fuego. Spock regresó finalmente con los brazos cargados de algo que se parecía a champiñones azules. Kirk vio que analizaba con el sensor hasta el último alcaloide, asentía satisfecho y los asaba sobre palitos en el fuego que había encendido Savaj. Kirk percibió que cierta sensación primitiva de las batallas compartidas y ganadas que reinaba en torno al fuego de los guerreros había alcanzado incluso a los vulcanianos.
Las ofensas no estaban olvidadas, pero la atmósfera glacial se había derretido ligeramente. Kirk preparó café y McCoy hizo bastante aspaviento por un par de cortes que Kirk había recibido en un brazo durante el fugaz encuentro con los nativos.
Finalmente se encontraron sentados ante lo que resultaron ser unos champiñones azules asados sorprendentemente deliciosos, café caliente y una momentánea, aunque falsa, seguridad. Kirk continuaba siendo agudamente consciente del literal y figurativo laberinto en el que se hallaban; la sensación de estar atrapada de la impotente rata cuyos atrevidos movimientos destinados a dominar su destino la llevarían, en el mejor de los casos, al corazón del infierno. De todas formas, había peores caminos para llegar a ese destino que el de pasar un momento de respiro, junto a aquel fuego, con amigos.
—¿Sabe una cosa? —dijo McCoy—. Podría llegar a habituarme a tener un par de vulcanianos por el campamento.
Kirk profirió una risilla ahogada.
—Secundo la moción, Bones. Usted y yo tendríamos raciones enlatadas, calor enlatado y una fría comodidad… eso siempre y cuando nuestros huesos no estuvieran esparcidos en algún punto, camino abajo.
Savaj pareció ligeramente sorprendido, como si por un instante no fuera capaz de entender de qué estaban hablando los humanos.
—No ha ocurrido nada insólito —dijo el vulcaniano puro.
Kirk rió entre dientes.
—No, por supuesto, almirante. Nada insólito; pero, a menos que esté muy equivocado, señor, usted también ha disfrutado de ese «nada insólito».
Para usted, nosotros los humanos somos algo así como una molestia, hacemos surgir sus capacidades naturales de una manera que tiene que resultar gratificante. Usted ha disfrutado con ello, V’Kreeth Savaj.
Savaj pareció consultar alguna calculadora interna.
—Yo no definiría el estado como una emoción, pero es verdad que existe cierta utilización placentera de la propia capacidad. —Frunció el entrecejo ante la sonrisa de Kirk—. Al igual que una seria y frecuente irritación.
Kirk se estiró, apoyándose en un codo, sobre uno de los sacos de dormir tendidos en el suelo.
—No lo dudo. ¿Sabe?, el abismo que se abre entre los vulcanianos y los seres humanos es muy estrecho, pero… es muy profundo. —Miró a Spock—. Yo lo conozco, Spock, como no conozco a nadie en la galaxia, y la mitad de su sangre es de mi sangre, especie de mi especie, tan humana como lo soy yo. Sin embargo, alguna parte del fondo de ese abismo continúa siendo un misterio. Los diseñadores. —Miró a Savaj—. ¿Qué pasará si el abismo existente entre nosotros y ellos es realmente el mismo que hay entre el hombre y la rata?
—Esa es la pregunta, señor Kirk, con la que he vivido… durante diez años —respondió Savaj.
—Cuando los psicólogos estaban estudiando a las ratas, señor —dijo Kirk—, en mi planeta o el suyo… ¿había algo que hubieran podido aprender interrogando a la rata?
Savaj miró a Kirk atentamente.
—Durante estos diez años, comandante, mi absoluta meta y centro ha sido comunicarme con los diseñadores que haya.
Kirk estudió al vulcaniano.
—Usted ha estado intentando que lo escogieran y lo sacaran de la jaula desde mucho tiempo antes del que yo he sugerido, ¿no es así?
—Mucho más. Desde que comencé a sospechar qué es lo que están estudiando los diseñadores. —¿Qué es…?
—Es el defecto Prometeo, comandante. El fallo en el diseño de la vida inteligente que a la larga podría aniquilarla, y también a nosotros.
—Usted dijo —intervino McCoy— que estaban estudiando la agresión.
Savaj asintió con la cabeza.
—Ése es el fallo de la maquinaria, doctor. Toda la vida inteligente corpórea parece conservar la agresión como una parte integral de su estructura. Sin embargo, en algún momento la inteligencia desarrolla necesariamente el poder para destruirse a sí misma y todo lo que toca… sin perder nunca la agresión que perteneció una vez al animal desarmado.
McCoy asintió.
—Nadie ha podido vencer nunca del todo ese rasgo… ni siquiera los habitantes de Sargon. Ellos sobrevivieron a su primera crisis atómica y quizá hasta un millón de años después sembraron la galaxia con sus descendientes, lo que quizá nos incluye a nosotros, y continúan destruyéndose los unos a los otros mediante la guerra. Nosotros hemos conocido… no sé a cuántos otros. La guerra de computadoras de quinientos años… Pero quizá la respuesta no es otra que la que Jim les dio a aquellas gentes. Sí, tenemos los instintos del asesino, pero no vamos a matar hoy.
Savaj asintió.
—Admirable, doctor. Vulcano dio esa respuesta hace un millar de años.
Ha terminado virtualmente con los asesinatos. No ha acabado con el problema. Yo lo traduzco para ustedes como el problema Prometeo. Los vulcanianos tenían una leyenda similar… al igual que la mayoría de las especies. El señor Spock lo comprenderá en los términos de ustedes.
El rostro de Spock tenía una expresión abstracta —que en nada se parecía a ninguna que Kirk le hubiera visto antes—, como si estuviera escuchando algo que no se oía.
—Prometeo llevó el fuego al hombre —dijo Spock—, y, como castigo, los dioses lo encadenaron a una roca para que se lo comieran los buitres. Lo que resulta inquietante es que las formas de vida inteligentes de toda la galaxia comprenden esa leyenda… tanto la acción de llevar el fuego como los buitres.
Spock removió el fuego con un palo, miró las brasas y levantó los ojos para fijarlos en Kirk.
—En el hombre existen tanto el dios que tiende sus brazos hacia el fuego de las estrellas como ese rasgo oscuro que roba el fuego para hacer cadenas, le cobra un precio al que lo trae y deja sueltos a los perros de la guerra y a los buitres de la destrucción. Existen en él la grandeza… y la insensibilidad.
Sus ojos examinaron a Kirk como si en él pudieran leer algún enigma.
—Ninguno es único en esa dualidad, ni su especie ni la mía. Cada una de las soluciones para el fallo Prometeo que ha encontrado la vida inteligente de la galaxia es, en el mejor de los casos, parcial. Es también… temporal.
Levantó los ojos para mirar a través de la boca de la caverna, en la dirección en la que la invisible montaña alienígena se erguía, aguardándolos.
—De todas formas —concluyó Spock—, es nuestra solución.
Kirk siguió los ojos de Spock hacia la silenciosa montaña donde los diseñadores meditaban la decisión final que tomarían respecto a ellos. Se dio cuenta de que estaba temblando. Era a causa del frío de la noche, se dijo, o el esfuerzo físico del día; pero el peso de la vergüenza y el terror volvieron a caer sobre él con una fuerza demoledora. La incógnita de Prometeo era más antigua que el hombre; pero, si los diseñadores continuaban estudiándola aún al final del mundo, cuando ellos eran lo que las ratas a los hombres, ¿qué esperanza quedaba entonces? ¿Y qué protestas estarían dispuestos a escuchar de boca de las ratas?
Él se había puesto a sí mismo, a sus mejores amigos, y quizá a la última esperanza de la vida inteligente de aquella galaxia, en las manos de Zeus; y las cadenas y los buitres estaban al alcance de la mano.
Savaj de Vulcano se inclinó y programó el saco de dormir de Kirk para que se cerrara en torno a él.
—Yo me quedaré de guardia —dijo Savaj—. Sea lo que sea lo que le hayan hecho, no deberá temer con respecto a lo que vaya a hacer esta noche.