18

—Así es, ha llegado —dijo Spock, mirando por encima del hombro de Kirk—. Tenemos compañía.

Pero Kirk no estaba seguro de si quería decir que estaba en compañía de la locura o en la de alguien que se les acercaba. Se volvió poniéndose de rodillas, pronto a incorporarse sobre los pies y encararse con lo que fuera.

Bueno, casi con lo que fuera. Se dio cuenta entonces de que había estado preparado para monstruos, monstruosidades, gigantes, dioses, demonios, el equivalente local de los organianos, cualquiera de las formas de vida con las que se había encontrado y con las que no… o con sus descendientes de un millón de años después.

Para lo que no estaba preparado era para una humanoide femenina perfectamente normal.

Se puso lentamente de pie. No, no era normal. Tampoco era humana; pero era lo suficientemente afín como para que le fueran aplicables sus antiguos patrones de belleza y reaccionara ante ella toda su bioquímica. Era alta, esbelta y exótica, con una musculatura suave que modelaba unas curvas que él podía apreciar. Parecía vestida principalmente con una ilusión que podría haber sido plumas plateadas destellando en un campo energético. Sin embargo, sus orejas también estaban acabadas en punta, lo que les confería un aspecto casi alado, no como las vulcanianas, pero con una gracia equiparable; y que se perdían entre hilos de plata que podrían haber sido cabellos, plumas, auténtico metal, o las tres cosas a la vez.

Kirk no podía distinguir qué parte era realmente ella y cuál era artificio, ni tampoco le importaba. Captó los ojos de Spock, que mostraban la mirada resignada del vulcaniano que observa una reacción predecible —una sarta de nombres que se adentraban en el pasado hasta cerca de diez: Sylvia, Deela, Kalinda y todas las otras—, y leyó el consentimiento implícito del capitán Spock para intentar el gambito predecible. Kirk avanzó hacia ella con la mejor de sus sonrisas, confiando al menos en aquel idioma común, y esperando lo mejor del traductor que tenía implantado.

—Hola. ¿La han traído aquí al igual que a nosotros?

Ella lo recorrió con la mirada.

—Yo estoy aquí.

Kirk rió entre dientes.

—No lo he dudado ni por un momento. —Luego se puso serio—. Somos extraños aquí. ¿Quién habita en este lugar?

—Ustedes, a partir de ahora. Él negó con la cabeza.

—No, a menos que seamos prisioneros. Sólo deseamos comunicarnos con los que trastornan nuestros mundos. ¿Los conoce usted?

Ella hizo un ligero movimiento con sus manos de dedos largos.

—Hasta donde puede conocérseles.

Él tendió un brazo para asir una de aquellas manos y ella se lo permitió.

En la muñeca llevaba una tenue escultura de plumas de plata, pero, si se trataba de un adorno o de los vestigios de un ruiseñor, Kirk era incapaz de saberlo.

—Espero… que no esté sola aquí —dijo él. Ella retiró la mano.

—No, no lo estoy.

—¿Tiene usted un nombre?

—Puede llamarme Belén.

—Belén. Tiene el sonido de las campanillas de plata. Kirk volvió a oír aquella risa argentina.

—No, no lo tiene.

—¿Es usted una cautiva en este lugar? —preguntó él.

Ella adoptó un aire de contención y se limitó a mirarlo.

—No, pequeño, no lo soy.

Kirk sintió que sus ojos se abrían desmesuradamente, pero supo que hacía un buen rato que sentía que la consternación iba apoderándose lentamente de él. Hizo que las piernas se resistieran a soportar su peso.

Estaba viendo a los sin-boca y sus mesas con bandas metálicas, y aquella visión de plata encumbrándose por encima de él con su risa de azogue.

—Usted es la captora —dijo Kirk.

—Pues no —replicó ella desde su continente de indiferencia—. Vosotros nunca habéis sido libres.

—¿Qué es usted, entonces? —inquirió él con voz ronca.

—Yo proyecto el porvenir —respondió suavemente ella—. Tengo que seleccionar sujetos de resolución limitada, o quizá suavizarlos para poder tener dominio sobre ellos.

—¿Y es eso lo que está haciendo ahora? ¿Suavizar?

Ella hizo con la mano un gesto que él interpretó como «Está fuera de tu comprensión. Al menos hasta donde podría ser expresado en términos que creyeras comprender».

—Lo que yo comprendo —dijo Kirk—, es que yo y mi gente hemos sido manipulados, controlados mentalmente, sometidos a dolor físico y abusos mentales, empujados hasta el límite del asesinato o el suicidio. Nuestros mundos han sido empujados a la revolución, la guerra, el caos y la destrucción inminente. Se nos metió en un laberinto y se nos hizo actuar para la diversión o edificación de usted. ¿Y ahora quiere suavizarnos?

—No, pequeño. Ya lo he hecho. Vuestra actuación ante los problemas elementales ha sido satisfactoria. Dais muestras de comunicación sustancial y cohesión. Tú no llegaste realmente a matar, aunque insististe muchísimo en conseguirlo. Siempre había algún pequeño margen para escapar, aunque en nada más que la resistente psicología y las tendencias a salvar a los demás de los dos sujetos V. Hacia el final, tu propia resistencia fue… interesante. Parece existir una capacidad para los lazos de afinidad personal de una resistencia bastante sorprendente ante la tentación, el estrés y la desconfianza. —Ella lo miró y en sus ojos negro-plateados había una expresión atenta que estaba captando algún nivel de Kirk que él no había tenido intención de transmitir—. Dicha capacidad también podría ser interesante.

—Recuérdeme que se lo demuestre alguna vez… si puedo pasar por alto el hecho de que usted me programó para matar a mi amigo y… mi capitán.

Por no mencionar al almirante Savaj, cuyo historial y nombre honraría si me pidieran que escogiera tres nombres en toda una galaxia.

Los ojos negro-plateados se oscurecieron hasta el negro absoluto.

—Cálmese usted. Las vidas pequeñas no emplean ese tono de reprimenda.

Kirk se mantuvo firme.

—No deseo pelearme con usted. He venido a decirle que mi vida es tan preciosa para mí como la suya lo es para usted. Yo siento el dolor intensamente. Si una rosa puede gritar, ¿cuánto más no podrá hacerlo un ser vivo inteligente que siente, respira y ama? Yo amo, quiero. Escojo a las personas con las que tengo afinidades y cuido de ellas. Defiendo lo que es mío: mi vida, mis amigos, mis mundos. Sea lo que sea usted, si es capaz de hacer todo esto, es capaz de conocer mi dolor. Vengo a pedirle que me deje a mí y a los míos tranquilos… a todos los mundos de mi galaxia en los que toca y tuerce nuestras vidas.

Los ojos volvieron a salpicarse de plateado.

—Pequeño, ¿realmente supones que será tan sencillo? Ella abrió las manos, en señal de comprensión, y se encogió de hombros.

—Cuando los ojos suplicantes se levantaron hacia ti desde alguna jaula, pequeño, suplicándote por sus aún más pequeñas vidas, ¿te contuviste tú?

Kirk apretó los dientes. Aquél era un punto candente que había estado llagándole algo en el fondo de la mente desde que los habían instalado en la pesadilla de ser enjaulados ellos mismos. Las manos de ellos no estaban limpias. Las suyas propias no lo estaban.

—No —respondió él—. No siempre; pero nosotros intentamos no causar dolores innecesarios. Y no utilizamos jamás las vidas de seres inteligentes.

Ella lo miró con una ligera sorpresa.

—Tampoco nosotros lo hacemos.

Él se quedó mirándola fijamente.

—¿No creen ustedes que seamos inteligentes? Ustedes nos han estudiado dentro de nuestra nave.

—Los castores de tu planeta, pequeño, construyen casitas y presas.

Vuestros chimpancés aprenden a utilizar símbolos para comunicarse. Los snarth de Vulcano y los delfines terrícolas tienen un idioma propio. Sienten. Aman. Han sido cazados, domesticados, entrenados, se ha experimentado con ellos; y se los han comido. ¿Es que tú nunca comes carne, pequeño?

—La mayor parte de todo eso —replicó Kirk con tono tirante— ocurrió hace siglos.

Ella entrecruzó las manos. Parecía un gesto de negación.

—Un momento en el tiempo. Tampoco habéis acabado enteramente con ello. Nosotros no obtenemos placer ninguno con vuestro dolor. Estamos bastante familiarizados con vuestras capacidades. El hecho de que tengan algún parecido marginal con las nuestras propias es lo que os convierte en útiles para nosotros. Pero existe menos distancia entre vosotros y la analogía que empleaste, la de la rata, de la que hay entre vosotros y nosotros; y, tal como fue siempre vuestro argumento, y aún lo es… nuestras propias vidas están en juego.

—¿Cómo? —preguntó Kirk, pero ella ya se había vuelto.

—Sígueme, pequeño.

Él permaneció inmóvil durante un momento.

—¿Y si no lo hago?

Ella se volvió a mirarlo con los ojos tan negros como el espacio que entonces destellaban con alguna chispa fría. Repentinamente, él sintió que le corría fuego por todos y cada uno de los nervios. Se dominó, intentando no gritar. Luego cayó al suelo. El efecto se interrumpió, pero sintió que algo ocurría detrás de él. Giró la cabeza y vio que McCoy se derrumbaba, mientras que los dos vulcanianos se trababan en una férrea resistencia contra aquel poder y, sin embargo, no conseguían vencerlo.

—¡Basta! —gritó.

—Repítelo. Cambia de tono.

Él respiró profundamente.

—Basta, por favor.

Ella interrumpió la influencia y Spock avanzó para levantar a McCoy del suelo y lo sostuvo mientras intentaba afirmarse sobre los pies. Kirk se levantó por sus propios medios, apenas.

—Seguidme.

Ella no dijo «por favor», y ellos se pusieron a discutir.