14
Kirk entró en el puente. Todos, menos el capitán Spock, se volvieron para mirarlo. El señor Dobius lo escoltaba, con órdenes de Spock de no perderlo de vista ni un momento.
La voz había corrido por la nave como pólvora. Kirk lo sabía. Todos estaban enterados. Savaj lo había acusado de asesinato; y Spock, si no lo creía, al menos no lo había defendido.
¿O… lo creía? ¿Y podía incluso ser, en algún vestíbulo del infierno, la verdad?
Kirk le había dado vueltas y más vueltas a aquello. Estaba moralmente seguro de no ser culpable de intento de asesinato… ni a ningún nivel ni por ninguna razón. Sin duda alguna, no del de Spock. De todas formas, tenía que enfrentarse con el hecho de que, si era culpable, estaría igualmente seguro de su inocencia. Si la influencia alienígena podía obligarlo a intentar un asesinato, podía hacerle olvidar lo que había hecho.
—El comandante Kirk se presenta como se le ha ordenado, capitán —dijo.
Vio miradas de compasión por todo el puente, de preocupación. Uhura, Sulu, Chekov. ¿Había alguna duda en ellos?
Spock se volvió brevemente a modo de respuesta.
—Puede ocupar su puesto, señor Kirk. Continúa estando bajo estricto arresto, pendiente de castigo. Señor Dobius, permanecerá usted cerca de él.
Spock le volvió nuevamente la espalda y Dobius permaneció de pie, imperturbable, mientras Kirk se deslizaba en el asiento del oficial científico. Al menos, independientemente de lo que Spock pensara, había sacado a Kirk de su confinamiento. ¿Para tenerlo vigilado? ¿Para poder considerar mejor cuál era el castigo más adecuado… no sólo para salvar la vida de Spock sino para matarlo a él?
Kirk necesitaba meditar, pero necesitaba todavía más averiguar qué era lo que había sucedido, detenerlo antes de que volviera a suceder. Utilizó todos los programas de investigación de la computadora que se le ocurrieron.
Continuaba dando su propio nombre como resultado.
El mismo Kirk continuaba pensando en sí mismo. Sólo él sabía cuán gravemente había sido vuelto del revés de dentro hacia fuera en algún nivel profundo durante los dos encuentros que había tenido con los alienígenas.
La culpa, la vergüenza, el furor, continuaban presentes, cien veces multiplicados en aquel momento; estaban apenas por debajo de la superficie y amenazaban con tragarse lo que quedaba de su cordura.
Savaj podía tener toda la razón. A pocos hombres les estaba dado, quizá a ninguno, el tener una amistad como la que él había mantenido con Spock. Él nunca se había enfrentado al regreso de Spock desde Vulcano, excepto por un acuerdo hecho consigo mismo de no enfrentarse con el asunto hasta las raíces mismas.
Ahora bien, ¿qué podía ocurrir si alguna habilidad psicológica alienígena había llegado hasta esas mismas raíces?
¿O si el impulso de mando estaba más profundamente implantado de lo que él creía saber? ¿O si se trataba de alguna combinación, posiblemente de algo mucho más simple y elemental, como una programación inalterable para matar que tenía poco que ver con él pero dirigía sus actos?
Si cualquiera de esas cosas era verdad, ¿cómo se impediría a sí mismo matar a Spock?
Kirk se puso de pie.
—¿Me concede permiso para abandonar el puente, señor?
—¿Con qué propósito?
—Personal.
—Concedido. Señor Dobius, no debe perderlo de vista.
—Sí, capitán.
Kirk consideró el problema del señor Dobius. El taniano medía más de dos metros quince centímetros de estatura, tenía unos hombros casi un cincuenta por ciento más anchos que los de Kirk, y estaba en excelente forma, todo lo cual indudablemente había tomado en consideración Spock.
Con su entrenamiento vulcaniano de asumi, incluso a pesar de su cinturón verde, un Kirk decidido no habría tenido demasiado problema con cualquier otro miembro no vulcaniano de la nave.
Kirk se detuvo en el exterior de la enfermería de seguridad.
—Señor Dobius, usted trajo a ese prisionero a la nave por mí y bajo mis órdenes. Considero que eso lo convierte en nuestro. ¿Estaba usted presente cuando Spock y el almirante Savaj intentaron interrogarlo?
—Sí, señor.
—¿Qué averiguaron?
—Perdóneme, señor —dijo Dobius con voz queda—. No estoy seguro de que esta situación sea ética.
Kirk sonrió.
—Eso hace que seamos dos los que no estamos seguros, señor Dobius.
Sin embargo, si el almirante Savaj está en lo cierto y yo he sido transformado en asesino, o un arma asesina apuntada hacia el capitán Spock, y quizá hacia Savaj e incluso otros, entonces mi última alternativa es tirarme desde algún sitio alto o dilucidar el problema. Presumiblemente, usted intentará impedirme lo primero. Yo propongo que lo mejor es ayudarme en lo segundo.
Dobius lo miró con cautela.
—¿Dejándolo que interrogue al prisionero?
—Es una excelente sugerencia, señor Dobius.
Finalmente, Dobius inclinó su cabeza bifurcada.
—Señor, esta nave no ha reconocido jamás división alguna entre usted y el señor… el capitán Spock. No tengo orden de discutir nada con usted, ni impedirle que actúe como primer oficial y oficial científico. Pero debo permanecer a su lado.
—Gracias, señor Dobius.
Kirk había atravesado la puerta del campo energético antes de que las palabras se desvanecieran en el aire.
Aquella cosa continuaba siendo desagradable y aterrorizadora, y la odió en cuanto le puso los ojos encima. Pero en aquel momento el alienígena era el prisionero y estaba solo. Se hallaba de pie en el extremo opuesto y los miraba a ambos sin ninguna expresión que fueran capaces de interpretar.
—El capitán Spock y el almirante Savaj no averiguaron casi nada —dijo Dobius—. Está vivo, no se trata de un mecanismo, probablemente se comunica mediante algún sistema no verbal, pero aparentemente no tiene poderes telepáticos ni empatía. Posee eficaces escudos mentales y no permite que nadie penetre. Puede que entienda lo que estamos diciendo a través del traductor universal, pero no ha respondido.
Kirk encendió el traductor universal de la celda principal de seguridad.
—Yo he sido su prisionero. Ahora usted es el mío.
El sin-boca lo miró y retrocedió ligeramente, acercándose más al rincón y alejándose de la mesa de diagnóstico. Quizá leyó el furor en los ojos de Kirk, a quien le hubiera gustado devolverle los favores prestados… o sea, atarlo a la mesa. Quizá había juzgado a Kirk según su propia naturaleza y temía que así fuese a hacerlo.
Kirk asintió con la cabeza.
—Sí. Si yo fuera usted, lo tendría ahora atado ahí encima, gritando… o haciendo lo que sea que hace cuando tiene que gritar. —Avanzó hacia él, amenazadoramente—. Veamos qué es lo que hace…
Se produjo una agitación involuntaria y Kirk tuvo un atisbo de rojo detrás de la membrana nictitante de la abombada frente del sin-boca.
El traductor universal leyó un modelo visual y emitió casi un grito.
—Así que gritas, después de todo —dijo Kirk—. También lo hacen las rosas, ¿sabes? ¿O no lo sabes? ¿Es posible que no sepas cuánto dolor causáis?
La membrana se agitó para mostrar un azul que se convertía en un destello verde.
—Pequeñas vidas —descifró el traductor—. Necesario.
La membrana ascendió y esta vez apareció una imagen. El sin-boca con otros sin-boca, dos de ellos pequeños, y otra forma de vida, a la que el sin-boca sostenía en sus brazos rematados por garras con todas las posibles muestras de afecto. La imagen se disolvió en color abstracto.
—Es mi tarea… Yo sirvo… No obtengo ningún placer del grito de las rosas… Yo quiero a las pequeñas vidas mías.
—Todos los guardias de los campos de concentración podrían decir lo mismo —dijo fríamente Kirk—, y lo hacían. Todos los que alguna vez trincharon a un ser vivo tenían algún perro mascota o vida pequeña suya. ¿A quién sirves?
—Nosotros sólo servimos. Hacemos tareas. Informamos. No tenemos que saber cómo funcionan tareas de los otros. Eso estropearía el estudio.
—¿Quién está realizando el estudio?
El sin-boca casi se encogió de hombros, a pesar de que carecía de la anatomía requerida para hacerlo.
—Ellos estudian. Nosotros servimos. Ustedes… realizan. Si es necesario, ustedes mueren.
—Ya no será así —dijo Kirk—. Tú vas a decirme cómo llegar hasta esos estudiosos, y yo haré el servicio y tú podrás intentarlo con la muerte.
La imagen del sin-boca en casa apareció nuevamente.
—No me interesa —dijo Kirk—. Tus pequeñas vidas son necesarias para mis propósitos.
El sin-boca retrocedió y se apretó contra el rincón. Kirk le hizo a Dobius un gesto para que se acercara.
El sin-boca mostró un mapa estelar, identificable tras un momento como el sistema helvano; luego Helvan, un mapa del planeta, la ciudad principal, la instalación alienígena, luego una senda tortuosa que atravesaba los cañones protegidos por el campo energético hasta la montaña solitaria que se elevaba por encima de la ciudad.
Durante un momento, Kirk captó la visión de una gran nave que descendía por el cráter del antiguo volcán; luego, un impreciso atisbo de formas alienígenas confusas… tal vez humanoides. Quizá el sin-boca no se había preocupado por mirarlos de cerca.
—Enséñamelo otra vez —dijo Kirk—. El sendero.
Esta vez utilizó un truco vulcaniano de concentración que Spock había intentado enseñarle una vez, para grabar la senda en su memoria; pero continuaba sin tener una imagen clara del enemigo que estaba al final de la misma.
Al menos sabía que había alguien detrás de aquellos sin-boca. Ya no sentía hacia ellos aquel odio abrasador, sino mero desprecio y repugnancia sorda. Ahora era a los que estaban detrás, a los planificadores, a quienes quería borrar de la faz de la galaxia.
—¿No me… darán algún servicio? —parpadeó el sin-boca.
Kirk resistió el impulso de decirle que jamás había tenido intención de hacerlo. Podrían tener necesidad de volver a interrogarlo; y al menos podía sufrir la ansiedad por lo que él y los de su especie habían hecho a él y a los suyos.
—No en este momento —le respondió Kirk—. Si continúas cooperando, quizá escoja para ti algún servicio al que sobrevivas.
Lo miró durante un momento, imaginándoselo a él y a los de su especie, todos los millones o billones de ellos, y todo el trabajo que habían realizado tal vez durante siglos o milenios.
Lo que le habían hecho a él, multiplicado y aumentado, estaba representado todo en aquel pequeño funcionario del mal.
Salió y consiguió llegar a sus dependencias antes de sentirse violentamente enfermo.