30

Eché un vistazo al reloj de la pared. Eran las 12.30. Expulsé todo el aire de mis pulmones mentales, preparándome para la recta final de mi carrera.

—Y así termina la saga, corta y brutal, de Charles Everett Decker —anuncié—. ¿Alguna pregunta?

En el aula, bajo la luz mortecina de los fluorescentes, Susan Brooks susurró:

—Lo siento por ti, Charlie.

Fue la voz del fuego eterno.

Don Lordi me miraba con una voracidad que me recordó Tiburón por segunda vez en el día. Sylvia fumaba el último cigarrillo del paquete. Pat Fitzgerald se concentraba en su avión, practicando cortes y dobleces en las alas de papel; su habitual expresión entre divertida y taimada había desaparecido de su rostro, sustituida por una mueca que parecía tallada en madera. Sandra Cross se hallaba sumida aún en un plácido aturdimiento. Y Ted Jones parecía pensar en otros asuntos, quizá en una puerta que había olvidado cerrar cuando tenía diez años, o un perro al que una vez había propinado un puntapié.

—Si eso es todo, ha llegado el momento de sacar las conclusiones finales de nuestra breve pero instructiva reunión —afirmé—. ¿Habéis aprendido algo hoy? ¿Quién sabría exponer las conclusiones finales? Veamos.

Les observé. Nada. Temí que no resultara, que no pudiera resultar. Todos ellos tan tensos y fríos. Cuando te haces daño a los cinco años, lo anuncias al mundo con gran alboroto; a los diez, lloriqueas, pero cuando cumples los quince empiezas a tragarte las manzanas envenenadas que crecen en tu árbol del dolor. Es el camino occidental hacia el conocimiento. Empiezas a meterte los puños en la boca para acallar los gritos, sangras por dentro. Ellos habían llegado ya tan lejos…

Y entonces Pocilga levantó la vista de su lápiz. Sonreía, una especie de mueca furiosa, la sonrisa de un hurón. La mano alzada al aire, los dedos aún cerrados en torno a su útil de escritura barato. Be-bop-a-lula, she’s my baby.

Después resultó más fácil para los demás. Un electrodo empieza a formar el arco y chisporrotear y, ¡chan!, ¡mire, profesor, el monstruo ha salido de paseo esta noche!

Susan Brooks fue la siguiente en levantar la mano. Enseguida la imitaron Sandra, Grace Stanner, que la alzó delicadamente, e Irma Bates, que lo hizo con idéntica suavidad. Las siguieron Corky, Don, Pat, Sarah Pasterne… Algunos sonreían levemente; la mayoría tenía una expresión solemne. Tanis, Nancy Caskín, Dick Keene y Mike Gavin, estos dos últimos famosos en la defensa de los Galgos de Placerville; George y Harmon, que jugaban al ajedrez juntos en la sala de estudios; Melvin Thomas, Anne Lasky. Al final todos tenían la mano alzada, todos, menos uno.

Escogí a Carol Granger considerando que se merecía ese momento. Cualquiera habría pensado que ella sería quien más problemas tendría para hacer el cambio, para cruzar el terminador, por así decirlo, pero lo había hecho casi sin esfuerzo, como una niña que se muda de ropa entre los arbustos al caer el crepúsculo en la fiesta campestre de la clase.

—Carol, ¿cuál es la respuesta?

Mientras buscaba las palabras adecuadas, se llevó un dedo al hoyuelo del mentón, y una arruga apareció en su blanca frente.

—Hemos de ayudar —dijo al fin—, hemos de ayudar a mostrar a Ted dónde se ha equivocado.

Consideré que era una manera muy elegante de exponerlo.

—Gracias, Carol.

Ella se ruborizó.

Observé a Ted, que había regresado a la realidad. Los ojos le brillaban de nuevo, pero esta vez reflejaban confusión.

—Creo que lo mejor será que me convierta en una especie de combinación de juez y fiscal —anuncié—. Los demás seréis testigos, y por supuesto tú serás el defensor, Ted.

Éste lanzó una carcajada.

—¡Oh, Señor! —exclamó—. ¡Charlie! ¿Quién te crees que eres? Estás más loco que un cencerro.

—¿Tienes algo que decir? —pregunté.

—Conmigo no te valen trucos, Charlie. No pienso decir una maldita palabra. Guardaré mi declaración para cuando hayamos salido de aquí. —Su mirada barrió al resto de la clase con aire acusador y desconfiado—. Y tendré mucho que contar.

—¿Sabes qué les pasa a los soplones? —dije con voz dura, a lo James Cagney. Levanté la pistola, la apunté a su cabeza y grité—: ¡Bang!

Ted lanzó un chillido.

Anne Lasky rió alegremente.

—¡Cállate! —exclamó Ted.

—¡No me digas que me calle! —replicó ella—. ¿De qué tienes tanto miedo?

—¿De que…?

Ted abrió la boca. Los ojos casi se le salían de las órbitas. En aquel momento sentí lástima de él. En la Biblia se afirma que la serpiente tentó a Eva con la manzana. ¿Qué habría sucedido si Ted se hubiera visto obligado a comerla?

Ted se levantó del asiento, temblando.

—¿De qué tengo…? ¿De qué tengo…? —Señaló con un dedo trémulo a Anne, que no se encogió—. ¡Maldita golfa estúpida! ¡Charlie tiene una pistola! ¡Está loco! ¡Ha matado a dos personas! ¡Las ha matado! ¡Y nos retiene aquí como rehenes!

—A mí no —terció Irma—. Yo habría podido salir.

—Hemos aprendido algunas cosas muy interesantes sobre nosotros mismos, Ted —intervino Susan con frialdad—. No creo que hayas servido de gran ayuda, cerrándote en ti mismo y adoptando ese aire de superioridad. ¿No comprendes que ésta podría ser la experiencia más significativa de nuestras vidas?

—Es un asesino —insistió Ted con voz tensa—. Ha matado a dos personas. Esto no es la televisión. Esas personas no van a levantarse y regresar a los camerinos para esperar la siguiente toma. Están muertas de verdad. Y él las ha asesinado.

—¡Asesino de almas! —masculló de pronto Pocilga.

—¿Qué pretendes? —preguntó Dick Keene—. Todo esto ha removido la mierda de tu estricta vidita, ¿no es cierto? Pensabas que nadie se enteraría de que jodiste con Sandy, ¿verdad?, ni de lo de tu madre. ¿Has pensado alguna vez en hacerlo con ella? Te crees una especie de caballero. Yo te diré lo que eres: un pajillero.

—¡Testigo! ¡Testigo! —exclamó alegremente Grace, agitando la mano—. Ted Jones compra revistas de chicas desnudas. Le he visto hacerlo en el bazar de Ronnie.

—¡Niega eso, Ted! —retó Harmon con una sonrisa perversa.

Ted se revolvió como un oso atado a un poste para diversión de los lugareños.

—¡Yo no me masturbo! —declaró a voz en grito.

—Ya —murmuró Corky, asqueado.

—Apuesto a que en la cama apestas —apuntó Sylvia. Mirando a Sandra, agregó—: ¿Apesta en la cama?

—No lo hicimos en la cama —respondió Sandra—. Estábamos en un coche. Y todo terminó tan deprisa…

—Sí, me lo figuraba.

—Muy bien —intervino Ted poniéndose en pie. Sudaba—. Me marcho. Estáis todos locos. Les contaré… —Se interrumpió y, con una extraña y conmovedora falta de coherencia, añadió—: No pretendía decir lo que antes comenté de mi madre. —Tragó saliva—. Puedes disparar contra mí, Charlie, pero no podrás detenerme. Voy a salir.

Dejé la pistola sobre el cuaderno del escritorio.

—No tengo intención de disparar contra ti, Ted, pero déjame recordarte que aún no has cumplido con tu deber.

—Es cierto —dijo Dick.

Y cuando Ted había dado ya dos pasos hacia la puerta, Dick se levantó de su asiento, avanzó presuroso y le agarró por el cuello. En el rostro de Ted se reflejó una absoluta sorpresa.

—¡Eh, Dick! —murmuró.

—Se acabó eso de «¡eh, Dick!», hijo de perra.

Ted intentó propinarle un codazo en el vientre, pero sus brazos fueron inmovilizados rápidamente hacia atrás, uno por Pat y el otro por George Yannick. Sandra Cross se levantó lentamente de su pupitre y se acercó a él recatada y tímida. Ted tenía los ojos desorbitados, como si estuviera medio loco. Saboreé lo que se avecinaba como se saborean los truenos antes de una tormenta de verano… y el pedrisco que a veces la acompaña.

Sandra se detuvo delante de él. Una expresión de devoción burlona, taimada, cruzó su rostro y desapareció de inmediato. Tendió una mano y agarró a Ted por el cuello de la camisa. Los músculos de la garganta de Ted se hincharon al intentar apartarse de ella. Dick, Pat y George le mantenían inmovilizado. Sandra introdujo lentamente la mano por el cuello de la camisa caqui y empezó a abrirla, desgarrando los botones uno por uno. En el aula sólo se oía el leve tic tic de éstos al caer al suelo y echar a rodar. Ted no llevaba camiseta. Su carne era lisa, y Sandra se inclinó como si fuera a besarla. Ted le escupió en la cara. Pocilga sonrió por encima del hombro de Sandra, el mugriento bufón de la corte con la amante del rey.

—Podría sacarte los ojos —amenazó a Ted—. ¿Te das cuenta? Podría sacártelos, ¡pop!, como si fueran aceitunas.

—¡Soltadme! Charlie, haz que me…

—¡Es un copión! —declaró Sarah Pasterne—. Siempre mira mis hojas de respuestas en los exámenes de francés. ¡Siempre!

Sandra permanecía frente a él, ahora con la mirada baja y una sonrisa dulce que apenas le curvaba las comisuras de los labios. El índice y el corazón de su mano derecha tocaron ligeramente el resbaladizo salivazo que rodaba por su mejilla.

—Mira —susurró Billy Sawyer—, aquí tengo algo para ti, guapito.

Se acercó de puntillas a Ted por detrás y le tiró del cabello.

Ted lanzó un grito.

—Y también miente respecto a las vueltas que corre en clase de gimnasia —explicó Don con voz ronca—. En realidad dejaste el fútbol porque no tenías narices para jugar, ¿verdad?

—Por favor —suplicó Ted—, por favor, Charlie.

En su rostro había aparecido una sonrisa extraña, y los ojos le brillaban con las lágrimas. Sylvia se había sumado al pequeño círculo que lo rodeaba. Debió de ser ella quien le arañó la cara, aunque no llegué a verlo.

Se movían alrededor de Ted en una especie de danza lenta que resultaba casi hermosa. Los dedos pinchaban y estiraban, se formulaban preguntas, se lanzaban acusaciones. Irma Bates le introdujo una regla por la parte trasera de los pantalones. De repente su camisa se desgarró por la mitad, y los dos retales volaron hacia el fondo del aula. Ted respiraba con profundos y agudos estertores. Anne Lasky empezó a frotarle el puente de la nariz con una goma de borrar. Corky se escurrió hasta su pupitre como un ratón, encontró una botella de tinta y se la arrojó sobre el cabello. Un montón de manos se alzaron como pájaros y le embadurnaron enérgicamente.

Ted rompió a llorar y proferir frases extrañas, inconexas.

—¿Hermano del alma? —exclamó Pat Fitzgerald, que, sonriente, golpeaba levemente los hombros desnudos de Ted con un cuaderno—. ¿Ser mi hermano del alma? ¿Un poco de ventaja? ¿Un poco de almuerzo gratis? ¿Sí? ¿Eh? ¿Eh? ¿Hermanos? ¿Ser hermanos del alma?

—Aquí tienes tu medalla, héroe —dijo Dick, al tiempo que levantaba la rodilla para golpearle en la entrepierna.

Ted lanzó un grito. Volvió la vista hacia mí. Sus ojos semejaban los de un caballo que se ha roto una pata al intentar saltar una valla alta.

—Por favor… por favooor, Charlie…, por favooor…

Y entonces Nancy Caskin le metió en la boca un puñado de hojas de cuaderno. Ted intentó escupirlas, pero Sandra volvió a embutírselas en la boca.

—Esto te enseñará a no escupir —afirmó con tono de reproche.

Harmon se arrodilló y le quitó un zapato. Restregó la suela contra el cabello entintado de Ted y luego la estampó en su pecho, dejando una enorme y grotesca huella en él.

—¡Prueba uno! —graznó.

Titubeante, casi con timidez, Carol se subió sobre el pie desnudo de Ted y le clavó el tacón del zapato. Se oyó un crujido, y Ted rompió a llorar a lágrima viva. Parecía suplicar detrás de la mordaza de papel, pero no había manera de saberlo con seguridad. Pocilga se adelantó como una araña y, de pronto, le mordió la nariz. Se produjo un repentino silencio. Advertí que había vuelto el cañón de la pistola, que ahora apuntaba hacia mi cabeza, pero, naturalmente, aquello no habría sido jugar limpio. Descargué el arma y la coloqué con cuidado en el cajón superior, sobre la guía del curso de la señora Underwood. Estaba completamente seguro de que todo aquello no entraba en absoluto en el plan de clase para el día.

Todos sonreían a Ted, que había perdido ya su aspecto humano. En un abrir y cerrar de ojos todos parecían dioses, jóvenes, sabios y dorados. Ted no parecía un dios. La tinta le corría por las mejillas en gruesas lágrimas de color azul oscuro. Le sangraba el puente de la nariz, y un ojo le brillaba de forma extraña, sin mirar a ninguna parte. Entre sus dientes sobresalía la masa de papel. Resollaba.

La hemos armado buena de verdad, pensé. Ahora sí nos hemos lanzado de lleno. La clase se abalanzó sobre Ted.