21
Llegaron tres coches más de la policía estatal, además de un grupo de ciudadanos de Placerville. Los policías intentaron alejarlos con más o menos éxito. El señor Frankel, propietario de la joyería que llevaba su nombre, acudió en su flamante Pontiac Firebird y charló largo rato con Jerry Kesserling. Mientras hablaba, se ajustaba una y otra vez las gafas de montura de concha en la nariz. Jerry intentaba en vano desembarazarse de él. El señor Frankel era el segundo administrador municipal de Placerville y amigo íntimo de Norman Jones, el padre de Ted.
—Mi madre me compró un anillo en su tienda —explicó Sarah Pasterne mientras miraba a Ted con el rabillo del ojo—. Me dejó el dedo verde el primer día.
—Mi madre dice que es un estafador —añadió Tanis.
—¡Eh! —jadeó Pocilga—. ¡Ahí está mi madre!
Todos miramos. En efecto, allí estaba la señora Dano, hablando con un agente estatal; la enagua le sobresalía un centímetro por debajo del dobladillo del vestido. Era una de esas mujeres cuyas manos resultan más expresivas que sus palabras. Sus manos revoloteaban y se agitaban como banderas y, por alguna razón, me recordaron los sábados de otoño en el campo de rugby; agarrando… driblando… ¡falta en el placaje! Supongo que, en este caso, debería decirse «falta en el uso de las manos». Todos la conocíamos de vista, así como por su fama; estaba al frente de la Asociación de Padres y Profesores y era miembro del consejo directivo del Club de Madres. Si se asistía a una cena celebrada con el fin de recaudar fondos para el viaje de fin de curso, o al espectáculo de danza Sadie Hawkins en el gimnasio, o a la excursión de turno, no era extraño encontrar en la puerta a la señora Dano, siempre con la mano tendida, sonriendo como si no existiera el mañana y recogiendo chismes como los sapos capturan moscas.
Pocilga se rebulló inquieto en el pupitre, como si necesitara ir al baño.
—¡Eh, Pocilga, tu madre te llama! —anunció Jack Goldman desde el fondo del aula.
—Déjala que llame —murmuró Pocilga. Éste tenía una hermana mayor, Lilly Dano, que estaba en último curso cuando nosotros estudiábamos primero. Era muy parecida a su hermano pequeño, lo que no la convertía precisamente en candidata al título de Reina de las Adolescentes. Un alumno de segundo, de nariz ganchuda, llamado La Follet St. Armand, empezó a rondarla y poco después la dejó con una tripa como un globo. La Follet se alistó en la marina, donde cabe suponer le enseñaron la diferencia entre el fusil y la espada; cuál sirve para luchar, cuál para divertirse. La señora Dano no apareció en las reuniones de la Asociación de Padres y Profesores durante los dos meses siguientes. Lilly fue enviada a casa de una tía en Boxford, Massachusetts, y poco después su madre reanudó sus actividades, con una sonrisa más expresiva que nunca. Una historia típica de una ciudad pequeña, amigos míos.
—Debe estar muy preocupada por ti —intervino Carol Granger.
—¿A quién le importa eso? —murmuró Pocilga con aire de indiferencia. Sylvia Ragan le sonrió. Pocilga se ruborizó.
Nadie habló durante un rato. Contemplamos a la gente que se apiñaba al otro lado de las barreras de tráfico, de un amarillo brillante, que se habían instalado. Entre la multitud distinguí a otros progenitores. No vi a los padres de Sandra, y tampoco al grandullón de Joe McKennedy.
Una unidad móvil de la WGAN-TV se detuvo ante la escuela, y uno de sus ocupantes bajó del vehículo, se colocó la credencial en la solapa e intercambió unas palabras con un policía. El agente señaló hacia la avenida. El hombre de la credencial regresó a la unidad móvil, y dos tipos se apearon y procedieron a descargar el equipo de cámaras.
—¿Alguien tiene un transistor? —pregunté. Tres manos se levantaron. El receptor de Corky era el más potente, un Sony que guardaba en la cartera. Disponía de seis bandas, incluido el audio de televisión y la onda corta. Lo depositó sobre el escritorio y lo encendió. En ese instante se iniciaba el noticiario de las diez:
«Empezamos esta edición con la noticia de un alumno de último curso de la Escuela Secundaria de Placerville, Charles Everett Decker…».
—¡Everett! —exclamó alguien con una risita.
—Cállate —atajó Ted.
Pat Fitzgerald le sacó la lengua.
«Al parecer ha sufrido un ataque de locura y en este momento retiene a veintitrés compañeros de clase como rehenes en un aula de dicha escuela. Se sabe que una persona, Peter Vance, de treinta y siete años, profesor de historia de Placerville, ha resultado muerto. Se teme que otra profesora, la señora Jean Underwood, haya muerto también. Decker ha utilizado el sistema de intercomunicadores de la escuela para hablar en dos ocasiones con los responsables del centro. La lista de los rehenes es la siguiente…».
El locutor leyó la lista de asistencia, como yo la había recitado antes para Tom Denver.
—¡He salido por la radio! —exclamó Nancy Caskin, parpadeando y sonriendo, cuando llegaron a su nombre.
Melvin Thomas lanzó un silbido. Nancy se sonrojó y le ordenó que callara.
«… y George Yannick. Frank Philbrick, jefe de la policía del estado de Maine, ha pedido a todos los amigos y familiares de los rehenes que permanezcan alejados del escenario de los hechos. Se considera a Decker una persona peligrosa, y el jefe Philbrick ha hecho hincapié en que nadie sabe qué podría hacerle estallar. “Hemos de pensar que el chico aún se halla en un estado de suma agitación y puede actuar con gran violencia”, ha declarado el jefe Philbrick».
—¿Quieres tocar mi arma? —pregunté a Sylvia.
—¿Tienes puesto el seguro? —replicó ella al instante.
Toda la clase prorrumpió en carcajadas. Anne Lasky rió cubriéndose la boca con las manos, intensamente ruborizada. Ted Jones, nuestro aguafiestas particular, la miró con expresión ceñuda.
«… Grace, psiquiatra y tutor escolar de Placerville, habló con Decker por el intercomunicador hace apenas unos minutos. Grace ha explicado a los periodistas que Decker le amenazó con matar a alguien en el aula si no abandonaba inmediatamente el despacho desde donde hablaba».
—¡Mentiroso! —exclamó Grace Stanner con voz musical.
Irma dio un pequeño respingo.
—¿Quién se cree que es? —preguntó Melvin, irritado—. ¿Acaso piensa que las cosas quedarán así?
«… también ha afirmado que considera a Decker un chico con personalidad esquizofrénica, posiblemente en un grado que sobrepasa los límites de la racionalidad. Grace ha finalizado sus apresuradas declaraciones asegurando: “En este momento, Charles Decker puede cometer cualquier barbaridad”. La policía de las ciudades vecinas de…».
—¡Vaya mierda de tipo! —exclamó Sylvia—. ¡Cuando salgamos de aquí ya me encargaré de contar a esos periodistas lo que sucedió realmente con Grace! Voy a…
—Calla y escucha —interrumpió Dick Keene.
«… y Lewiston han acudido al lugar de los hechos. En este momento, según el jefe Philbrick, la situación es de espera. Decker ha amenazado con matar si se lanzan gases lacrimógenos, y estando en juego la vida de veinticuatro niños…».
—«Niños» —repitió Pocilga—. Niños esto, niños lo otro. Te han apuñalado por la espalda, Charlie. Niños. Ja. Mierda. ¿Qué se habrán figurado que ocurre aquí? Yo…
—Está diciendo algo sobre… —interrumpió Corky.
—No importa. Apaga eso —ordené—. Parece más interesante lo que dice Pocilga.
Clavé en él mi mirada más acerada. Pocilga señaló a Irma con el pulgar.
—¡Y ésa se cree que la vida la trata mal! ¡A ella! ¡Ja!
Soltó una risotada repentina y descontrolada. Sin que yo pudiera adivinar la razón, sacó un lápiz del bolsillo de su camisa y lo contempló. Era un lápiz púrpura.
—Un lápiz Be-Bop —prosiguió Pocilga—. Supongo que son los más baratos. No hay manera de afilarlos porque la mina siempre se rompe. Desde que empecé primero de básica, cada año, a principios de septiembre, mamá vuelve a casa del supermercado con una caja de plástico que contiene doscientos lápices Be-Bop. Y os juro que los gasto todos cada curso.
Partió en dos el lapicero púrpura y se quedó mirando los pedazos que sostenía entre los dedos. A decir verdad, pensé que realmente parecían los lápices más baratos del mundo. Yo siempre he utilizado los Eberhard Faber.
—De mamá —continuó Pocilga—. Es un regalo de mamá. Doscientos lápices Be-Bop en una caja de plástico. ¿Sabéis a qué se dedica? ¿Además de esas cenas de mierda donde te dan un gran plato de hamburguesas con guarnición y un vaso de papel con zumo de naranja lleno de zanahoria rallada? ¿Lo sabéis? Mamá se dedica a participar en concursos. Es su pasatiempo favorito. Centenares de concursos y sorteos, continuamente. Se suscribe a todas las revistas femeninas y participa en los sorteos y las encuestas. Ya sabéis, «explique por qué le gusta lavar la vajilla con tal producto, en aproximadamente veinticinco palabras». Mi hermana tuvo una vez un gatito, y mamá no dejó que se lo quedara.
—¿Te refieres a la hermana que se quedó embarazada? —preguntó Corky.
—No dejó que se lo quedara —repitió Pocilga—. Y como nadie lo quería, lo ahogó en la bañera. Lilly le suplicó que al menos lo llevara al veterinario para que lo mataran allí, pero mamá aseguró que eso costaría cuatro dólares y no merecía la pena gastar ese dinero en un gatito que no valía nada.
—¡Oh, pobrecito! —musitó Susan Brooks.
—Lo juro por Dios, lo hizo allí mismo, en la bañera. Y todos esos malditos lápices. ¿Me comprará algún día una camisa nueva?, ¿eh? Bueno, quizá por mi cumpleaños. Yo le digo: «Mamá, deberías oír lo que dicen de mí los chicos. Mamá, por el amor de Dios», pero ella ni siquiera me da una paga semanal. Asegura que necesita el dinero para comprar sellos y participar en los concursos. Una camisa nueva por mi cumpleaños y un montón de asquerosos lápices Be-Bop en una caja de plástico al empezar el curso. Una vez conseguí un empleo de repartidor de periódicos, pero me obligó a dejarlo. Decía que había mujeres de virtud relajada que se aprovechaban de los chicos cuando los maridos estaban en el trabajo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Sylvia.
—Y los sorteos. Y las cenas de la Asociación de Padres y Profesores. Y los bailes con carabina. Siempre pegándose a todo el mundo. Siempre dando jabón a todo el mundo y repartiendo sonrisas.
Pocilga volvió la vista hacia mí y me dedicó la sonrisa más extraña que había visto en todo el día. Y ya había visto bastantes.
—¿Sabéis qué dijo cuando Lilly tuvo que marcharse? Dijo que tendría que vender el coche, el viejo Dodge que me había regalado mi tío cuando obtuve el carnet. Repliqué que no estaba dispuesto, que el tío Fred me lo había regalado y que pensaba conservarlo. Ella me amenazó con encargarse del asunto si yo me negaba. Los papeles estaban a su nombre, y legalmente el coche le pertenecía. Dijo que no permitiría que yo dejara embarazada a alguna chica en el asiento trasero. Yo. Dejar embarazada a una chica en el asiento trasero.
Blandió una mitad del lápiz que acababa de romper. La mina sobresalía de la madera como un hueso negro.
—Yo. ¡Ja! La última cita que tuve fue la excursión con la clase de octavo de básica. Aseguré a mamá que no vendería el Dodge. Ella dijo que sí lo haría. Terminé vendiéndolo. Yo ya sabía que lo haría. No puedo discutir con ella. Siempre sabe qué replicar. Explicas una razón por la cual no puedes vender el coche, y ella te suelta: «Entonces ¿por qué pasas tanto rato en el baño?». Está absolutamente chiflada. Tú le hablas del coche, y ella te habla del baño. Como si te dedicaras a hacer cochinadas ahí dentro. Es agobiante.
Pocilga echó un vistazo por la ventana. La señora Dano había desaparecido de la vista, y su hijo prosiguió:
—Te agobia, te agobia y te agobia y, al final, siempre te vence. Con lápices Be-Bop que se rompen cada vez que intentas sacarles punta. Es así como te agobia. Y es tan mezquina y estúpida… Ahogó al gatito allí mismo, al pobre gatito, y es tan estúpida que todo el mundo se ríe de ella cuando vuelve la espalda. ¿Y cómo me hace parecer todo eso? Me hace parecer aún más mezquino y estúpido que ella. A su lado, uno se siente como un pequeño gatito que se metió por casualidad en una caja de lápices Be-Bop y llegó a casa por error.
En el aula reinaba un silencio absoluto. Pocilga era el centro de la atención, aunque dudo de que él lo advirtiera. Se mostraba desanimado y resentido, con los puños cerrados en torno a los pedazos del lápiz que acababa de romper. En el exterior un policía estacionó un coche sobre el césped, en paralelo al edificio, y unos pocos agentes se apostaron tras él, presumiblemente para hacer cosas secretas. Iban provistos de armamento antidisturbios.
—No creo que me importara que muriera —murmuró Pocilga con una breve y horrorizada sonrisa—. Ojalá tuviera un arma como la tuya, Charlie. Si la tuviera, creo que la mataría.
—Tú también te has vuelto loco —intervino Ted con voz preocupada—. ¡Dios!, todos os estáis volviendo tan locos como él.
—No seas tan chinche, Ted.
Era Carol Granger quien había hablado. En cierto modo resultaba sorprendente que no apoyara a Ted. Yo sabía que habían salido juntos varias veces antes de que ella se liara con su nuevo novio. Además, los hijos de las familias acomodadas suelen hacer buenas migas. Sin embargo, había sido ella quien le había dejado. Estableciendo una analogía bastante torpe, yo empezaba a sospechar que Ted era para mis compañeros de clase lo que Eisenhower para los esforzados liberales de los cincuenta; aquel estilo, aquella sonrisa, aquel programa, aquellas buenas intenciones… Ike tenía que gustar, pero había en él algo exasperante y un poco viscoso. Habréis advertido que yo tenía cierta fijación con Ted…
¿Por qué no iba a tenerla? Todavía hoy trato de entenderle. A veces parece que todo cuanto sucedió esa larga mañana no fue más que un producto de mi imaginación, de la fantasía de un escritor harto de alcohol. Pero ocurrió de verdad, y en ocasiones tengo la impresión de que el centro de todo ello fue Ted, no yo. Me parece que fue Ted quien transformó a todos en lo que no eran… o en lo que realmente eran. Lo único que sé con seguridad es que Carol le miraba desafiante, no como la tímida futura conferenciante de final de curso que hablaría de los problemas de la raza negra. Carol parecía enfadada y un poco cruel.
Cuando pienso en la administración Eisenhower, me acuerdo del incidente del U-2. Cuando pienso en esa curiosa mañana, recuerdo las manchas de sudor que, poco a poco, se extendían bajo las axilas de la camisa caqui de Ted.
—Cuando finalmente se lo lleven —decía Ted—, no encontrarán en él más que una cabeza hueca.
Ted observaba con desconfianza a Pocilga, que seguía mirando fijamente las mitades de su lápiz Be-Bop, sudoroso, como si los fragmentos que sostenía en las manos fueran las únicas cosas que quedaran en el mundo. Tenía el cuello sucio pero, qué diablos, ¿a quién le preocupaba su cuello?
—Te agobian hasta acabar contigo —murmuraba.
Arrojó los fragmentos de lápiz al suelo, los contempló y por último levantó la vista hacia mí con expresión extraña y apesadumbrada. Me sentí un poco incómodo.
—También a ti te agobiarán hasta acabar contigo, Charlie. Espera y verás.
Se produjo un tenso silencio en el aula. Yo empuñaba con mucha fuerza la pistola. Sin pensar, saqué la caja de la munición y coloqué tres balas en el arma, llenando de nuevo el cargador. La culata estaba sudada. De pronto advertí que la había estado asiendo por el cañón, apuntándolo hacia mí, no hacia los chicos de la clase. Sin embargo nadie había hecho el menor intento de abalanzarse sobre mí. Ted estaba un poco encogido en su pupitre, con las manos aferradas al borde. De pronto pensé que tocarle sería como acariciar un bolso de piel de cocodrilo. Me pregunté si Carol le habría besado o tocado alguna vez. Probablemente sí. La mera idea casi me provocó náuseas.
Susan Brooks rompió a llorar de pronto.
Nadie la miró. Observé a todos, y ellos a mí, Había estado asiendo la pistola por el cañón. Ellos lo sabían, lo habían visto.
Moví los pies, y uno rozó el cuerpo de la señora Underwood. Dirigí la mirada hacia ella. Llevaba una chaqueta de cuadros escoceses sobre un suéter de cachemira marrón. Estaba empezando a hincharse. Probablemente su piel debía de tener el tacto de los bolsos de cocodrilo. El rigor, ya sabéis. En algún momento mi zapatilla había dejado impresa la huella sobre su suéter. Por alguna razón eso me recordó una foto que había visto cierta vez, en que aparecía Ernest Hemingway con un pie apoyado sobre el cuerpo de un león muerto, un fusil en la mano y media docena de porteadores negros sonriendo en segundo plano. De pronto sentí la necesidad de soltar un grito. Yo le había quitado la vida, la había abatido, le había metido una bala en la cabeza y había matado el álgebra.
Susan Brooks había recostado la cabeza sobre el pupitre, como solíamos hacer en el parvulario durante la hora de la siesta. Llevaba un pañuelo azul desvaído en el cabello que la favorecía mucho. El estómago me dolía.
«Decker».
Lancé un grito y apunté la pistola hacia las ventanas. Un policía del estado hablaba ante un altavoz de pilas. En lo alto de la colina próxima, los periodistas preparaban las cámaras.
—¡Decker, sal con las manos en alto!
—Déjame en paz —musité.
Las manos empezaron a temblarme, y el estómago me dolía cada vez más. Siempre he tenido un estómago delicado. A veces sentía náuseas antes de haber desayunado, antes de marcharme hacia la escuela. También las tuve la primera vez que salí con una chica. En cierta ocasión Joe y yo llevamos a un par de muchachas al parque nacional Harrison. Era un cálido y magnífico día de julio, y en el cielo había una ligera neblina muy alta. La chica que me acompañaba se llamaba Annemarie, así, todo junto. Era muy bonita. Llevaba unos pantalones cortos de pana verde oscuro, una blusa de seda con escote en forma de pico y una bolsa playera. Mientras nos dirigíamos hacia Bath, en la radio del coche sonaba un buen rock’n’roll. Brian Wilson, lo recuerdo. Sí, Brian Wilson y los Beach Boys. Joe conducía su viejo Mercury azul; siempre lo llamaba su «Sapo Azul», y luego sonreía. Todas las ventanillas estaban abiertas, y yo tenía el estómago revuelto. Joe charlaba con su chica de surf, un tema muy acorde con la música de los Beach Boys. Era una muchacha muy bonita. Se llamaba Rosalynn y era hermana de Annemarie. Abrí la boca para decir que me encontraba mal y vomité en el suelo del automóvil, salpicando un poco a Annemarie en la pierna. No podéis imaginar qué cara puso. O quizá sí lo imagináis. Todos trataron de quitar importancia al asunto, de tomárselo a broma. «Siempre dejo que los chicos me vomiten encima en nuestra primera cita». Ja, ja. No pude reunir ánimos para nadar en todo el día. Tenía el estómago totalmente revuelto. Annemarie permaneció sentada en su toalla junto a mí casi todo el rato y se quemó con el sol. Las chicas habían portado un almuerzo preparado. Yo sólo pensaba en el Mercury de Joe, aparcado al sol todo el día, y en cómo olería cuando volviéramos. El difunto Lenny Bruce afirmó cierta vez que no hay manera de limpiar un moco de una chaqueta de ante, y yo podría añadir otra de esas grandes verdades de la vida doméstica: no se puede eliminar el olor de vómito de la tapicería de un Mercury azul. Perdura durante semanas, durante meses, durante años incluso. Y realmente apestaba, como había sospechado mientras estábamos en la playa. Todos simularon que no lo notaban. Pero apestaba.
«¡Sal, Decker! ¡No vamos a seguirte el juego por más tiempo!».
—¡Basta! ¡Callaos!
Naturalmente no podían oírme. No querían oírme. Ésa era su jugada.
—Dejadme en paz.
Mi voz sonó casi como un gemido.
—Van a acabar contigo —dijo Pocilga. Era la voz del destino. Intenté pensar en la ardilla, en cómo el césped se extendía hasta el mismo edificio, sin dejar sitio a chorradas. No lo conseguí. Mi mente era como un espantapájaros a merced del viento. Aquel día en la playa había sido caluroso y radiante. Todo el mundo llevaba un transistor, y todos lo tenían sintonizado en una emisora distinta. Joe y Rosalynn habían practicado surf sobre unas olas verde botella.
«Tienes quince minutos, Decker».
—Sal de una vez —me incitó Ted. Sus manos agarraban de nuevo el borde del pupitre—. Sal ahora, mientras todavía tienes una oportunidad.
Sylvia se volvió hacia él.
—¿Qué te propones? ¿Convertirte en una especie de héroe? ¿Por qué? ¿Por qué? Una mierda; no eres más que una mierda de tipo, Ted Jones. Ya les contaré…
—No me digas lo que…
—… a acabar contigo, Charlie, a agobiarte. Espera y…
«¡Decker!».
—Sal ahora, Charlie.
—Por favor, ¿no ves que le pones nervioso…?
«¡Decker!».
—… las cenas de la Asociación de Padres y Profesores y toda esa basura de…
—… a hacerte pedazos si les dejas…
«¡Decker!».
—… aplastarte y acabar contigo, Charlie…
«No queremos vernos forzados a disparar».
—… hasta que estés preparado…
—Déjale en paz, Ted.
—Si supierais lo que todos vosotros…
—Callad.
«Sal fuera».
Apunté la pistola hacia la ventana, empuñándola con ambas manos, y apreté el gatillo cuatro veces. Los estampidos retumbaron en el aula como bolas de boliche. El cristal de la ventana estalló en mil pedazos. Los policías desaparecieron de la vista, mientras las cámaras de televisión se arrojaban al suelo. El grupo de espectadores se dispersó, corriendo en todas direcciones. Las astillas de cristal brillaron y titilaron sobre la hierba verde del exterior como diamantes sobre el terciopelo de un escaparate, como gemas más brillantes que cualquier joya de la tienda del señor Frankel.
No hubo disparos de respuesta. Lo que decía aquel policía era un farol. Ya lo sabía; era mi estómago, mi maldito estómago. ¿Qué otra cosa podían hacer, sino echarse faroles?
Ted Jones no jugaba ningún farol. Ya había recorrido la mitad del pasillo entre su asiento y el escritorio cuando al fin logré volver la pistola hacia él. Quedó paralizado, y noté que estaba seguro de que iba a dispararle. Su mirada se perdió en la oscuridad, más allá de mis ojos.
—Siéntate —ordené.
Ted no se movió. Cada uno de sus músculos parecía petrificado.
—Siéntate.
Empezó a temblar. Pareció empezar por las piernas y continuar luego por el cuerpo hasta extenderse por los brazos y el cuello. El temblor llegó a su boca, que empezó a sollozar en silencio. Luego le subió a la mejilla derecha, que pareció retorcerse en una mueca. Sus ojos, en cambio, seguían clavando la mirada en los míos. He de reconocer ese detalle, y con admiración. Una de las escasas cosas que dice mi padre cuando ha bebido un poco, y con la cual estoy de acuerdo, es que a los muchachos de esta generación les falta coraje. Algunos todavía tratan de iniciar la revolución colocando bombas en los lavabos del gobierno estadounidense, pero ninguno de ellos se atreve a lanzar cócteles molotov al Pentágono. Los ojos de Ted, aunque llenos de oscuridad, me miraban con fijeza.
—Siéntate —repetí.
Ted Jones retrocedió y tomó asiento.
Ninguno de los presentes había gritado. Algunos se habían llevado las manos a los oídos y ahora las apartaban de ellos poco a poco, comprobando el nivel acústico del aire. Me palpé el estómago. Seguía allí. Volvía a estar bajo control.
El hombre del altavoz habló de nuevo, pero esta vez no se dirigía a mí. Recomendaba a la gente que presenciaba el espectáculo desde el otro lado de la avenida que se apresurara a retirarse. Todos le obedecieron. Muchos corrían con la espalda encorvada, como Richard Widmark en alguna película de la Segunda Guerra Mundial.
Una ligera brisa se colaba por las dos ventanas rotas y arrastró un papel que Harmon Jackson tenía sobre el pupitre, arrojándolo al suelo. Harmon se agachó y lo recogió.
—Cuéntanos algo, Charlie —propuso Sandra Cross.
Noté que una sonrisa extraña se formaba en mis labios. Quise entonar el estribillo de una canción popular, una sobre unos ojos azules bonitos, preciosos, pero no logré recordar la letra; probablemente no me habría atrevido de todos modos. Canto muy mal. Así pues, me limité a mirarla, dedicándole una sonrisa misteriosa. Sandra se ruborizó un poco, pero no bajó la mirada. La imaginé casada con algún patán, con cinco trajes de dos botones y papel higiénico de color pastel, muy a la moda, en el cuarto de baño. Me dolió la inexorabilidad de su destino. Tarde o temprano todas descubren que resulta poco sofisticado menear el culo en el grupo de danza de Sadie Hawkins o esconderse en el maletero del coche para entrar sin pagar en el cine al aire libre. Entonces dejan de tomar pizzas e introducir monedas en la máquina tocadiscos del bar de Fat Jimmy. Y dejan de besarse con los chicos en el huerto de los arándanos. Y siempre terminan pareciéndose a las muñequitas recortables de las revistas juveniles. «Doblar por la pestaña A, la pestaña B y la pestaña C. Observa cómo se hace mayor ante tus propios ojos». Por un instante pensé que echaría a llorar, pero evité tal indignidad preguntándome si Sandra también llevaría braguitas blancas ese día. Eran las 10.20. Entonces empecé a hablar.