29

No hubo ninguna razón especial para que trajera la llave inglesa a la escuela. Ni siquiera ahora, después de todo lo ocurrido sabría precisar la razón más importante. El estómago me dolía siempre, y solía sospechar que la gente quería pelearse conmigo, aun cuando no era así. Tenía miedo de caer desmayado durante los ejercicios de educación física y, al recobrar el sentido, encontrar a todos mis compañeros alrededor de mí, riendo y señalándome… o masturbándose en corro encima de mí. No dormía muy bien por las noches. Poco tiempo antes había tenido una serie de sueños condenadamente extraños y estaba asustado porque bastantes de ellos eran sueños húmedos, aunque no del estilo que hace que te despiertes con las sábanas manchadas. En uno yo caminaba por el sótano de un viejo castillo que parecía sacado de una película de la Universal. Había un ataúd con la tapa levantada, y cuando miraba en su interior veía a mi padre con las manos cruzadas sobre el pecho. Estaba vestido con su uniforme de media gala de la marina y tenía una estaca clavada en el escroto. De pronto abría los ojos y me miraba. Sus dientes eran colmillos. En otro sueño, mi madre estaba aplicándome una lavativa, y yo le suplicaba que se apresurara porque Joe estaba fuera, esperándome. Sin embargo Joe estaba allí, mirando por encima del hombro de mamá, y tenía las manos puestas en sus pechos mientras ella manipulaba el pequeño bulbo de goma roja que bombeaba jabonaduras en mi ano. Tuve otros, una serie interminable, pero prefiero no explicarlos ahora. Eran típicos sueños estilo Napoleón XIV.

Encontré la llave inglesa en el garaje, en una vieja caja de herramientas. No era muy grande, y su mango, oxidado, parecía muy adecuado para mi mano, y su peso el justo para la fuerza de mi muñeca. Cuando la descubrí era invierno, y yo solía llevar cada día a la escuela un jersey muy holgado y largo. Una tía mía me envía dos cada año, uno por Navidad y otro por mi cumpleaños. Los confecciona ella y me llegan por debajo de las caderas. Así pues, empecé a llevar permanentemente la llave inglesa en el bolsillo trasero del pantalón. Iba a todas partes con ella. Si alguien se dio cuenta alguna vez, no dijo nada. Tener la llave en el bolsillo me ayudó a equilibrarme durante un tiempo, pero no mucho. Algunos días volvía a casa sintiéndome como una cuerda de guitarra tensada cinco octavas por encima de su posición adecuada. Esos días decía «hola» a mamá, subía a mi habitación y echaba a llorar o reír descontroladamente sobre la almohada hasta que creía que mis tripas iban a reventar. Aquello me asustaba. Cuando uno hace cosas así, está a punto para el manicomio. El día en que casi maté al señor Carlson fue el 3 de marzo. Llovía, y las últimas nieves desaparecían convertidas en sucios regatos de agua. Supongo que no debo entrar en detalles sobre lo sucedido, pues la mayoría de vosotros estaba allí y fue testigo de ello. Yo llevaba la llave inglesa en el bolsillo trasero del pantalón. Carlson me hizo salir a la pizarra para solucionar un problema; siempre he odiado tener que hacerlo, porque soy muy malo en química. Cada vez que tenía que salir al encerado, empezaba a sudar como un loco. El problema trataba de la relación peso/esfuerzo en un plano inclinado, no recuerdo qué exactamente, pero me hice un lío. Recuerdo que pensé que Carlson tenía muy mala leche al hacerme salir allí, delante de todos, para ponerme nervioso con una tontería sobre planos inclinados que, en realidad, era un problema de física. Probablemente se le había olvidado explicarlo en la última clase. Y entonces empezó a burlarse de mí. Me preguntó si sabía cuántos eran dos y dos, si había oído hablar alguna vez de la división con parciales, un invento maravilloso, dijo, «ja, ja, vaya un cerebro tenemos aquí». Cuando me equivoqué por tercera vez, Carlson comentó: «Vaya, esto es magnífico, Charlie, magnífico». Su voz me parecía idéntica a la de Dicky Cable, hasta el punto de que di media vuelta para ver si era él. Se le parecía tanto que, de manera inconsciente, me llevé la mano al bolsillo trasero, donde guardaba la llave inglesa. Tenía el estómago hecho un nudo y temí comenzar a vomitar y dejar el suelo perdido con las galletas que había comido un rato antes. Golpeé el bolsillo de atrás del pantalón con la mano, y la llave inglesa cayó al suelo con un estruendo.

El señor Carlson posó la vista en el objeto.

—Vaya, ¿qué es eso? —preguntó, inclinándose para recogerla.

—No la toque —ordené.

Me agaché rápidamente y la recogí.

—Déjame ver eso, Charlie —insistió, tendiendo la mano hacia mí.

Me sentí como si fuera en doce direcciones distintas a la vez. Una parte de mi mente gritaba… gritaba de verdad, chillaba como un niño en un cuarto oscuro lleno de hombres del saco horribles, sonrientes.

—No —dije.

Y todos me miraban.

—Si no me la das a mí, tendrás que dársela más tarde al señor Denver. Tú decides —afirmó el señor Carlson.

Y entonces me sucedió algo muy curioso… En cada uno de nosotros debe de existir una línea muy clara, como la que separa el lado iluminado de un planeta del lado de sombras. Creo que esa línea se denomina el «terminador». Es una palabra magnífica para describir qué me ocurría, porque en un instante me sentía absolutamente excitado, y al instante siguiente estaba más frío que un témpano.

—Yo sí te daré a ti, maldito —repliqué, haciendo sonar la parte superior de la herramienta en la palma de mi mano—. ¿Dónde quieres que te la dé?

Carlson me miró con los labios apretados. Con esas gruesas gafas de montura de carey que llevaba, parecía una especie de insecto enorme y estúpido. La idea me hizo sonreír. Golpeé de nuevo el extremo de la llave inglesa en la palma de la mano.

—Está bien, Charlie. Dame eso y sube inmediatamente al despacho. Yo iré cuando termine la clase.

—¡Una mierda! —exclamé, y eché la llave hacia atrás.

El metal chocó contra la capa de encerado que cubría la pared e hizo saltar unos fragmentos. El extremo de la llave quedó manchado de tiza amarilla. El señor Carlson, por su parte, dio un salto como si yo hubiese golpeado a su madre, en lugar de aquel maldito encerado, aquella máquina de tortura. Aquello demostró cuál era el carácter de Carlson, os lo aseguro. Por eso propiné otro golpe contra el encerado. Y otro.

—¡Charlie!

—Es un placer… golpear tu carne… en el fango del Misisipí —canturreaba mientras, siguiendo el compás, descargaba golpes sobre la pizarra.

A cada golpe que pegaba, el señor Carlson daba un brinco. Cada vez que el señor Carlson daba un brinco, yo me sentía un poco mejor. Análisis transaccional, amigo. Estúdialo. El Bombardero Loco, ese pobre desgraciado de Waterbury, Connecticut, debió ser el norteamericano mejor adaptado del último cuarto de siglo.

—Charlie, me ocuparé de que te expul…

Me volví y comencé a golpear la bandeja de las tizas. Ya había practicado un buen agujero en el encerado; no resultaba una superficie demasiado dura, sobre todo cuando le tomabas la medida. Tizas y borradores cayeron al suelo levantando nubes de polvo. Yo estaba a punto de descubrir que puedes tomar la medida a todo el mundo si cuentas con un palo suficientemente grande, cuando el señor Carlson me agarró.

Me volví hacia él y le asesté un golpe, sólo uno. Enseguida comenzó a manar mucha sangre. Se desplomó, y las gafas de montura de carey saltaron al suelo y se deslizaron tres metros. Creo que eso rompió el hechizo; la visión de aquellas gafas resbalando por el suelo cubierto de polvo de tiza, dejando su rostro desnudo y sin defensas, con el aspecto que debía tener mientras dormía. Dejé caer la llave inglesa y salí de la clase sin volver la mirada atrás. Subí a las oficinas y expliqué cuanto acababa de suceder.

Jerry Kesserling me recogió en el coche patrulla, y una ambulancia condujo al señor Carlson al Hospital de Maine, donde las radiografías mostraron que tenía una fractura en la parte superior del lóbulo frontal. Según me enteré, tuvieron que extraerle del cerebro cuatro astillas de hueso; unas decenas más y podrían haberlas pegado con cola de carpintero para formar la palabra IDIOTA, y regalársela en su aniversario con mis mejores deseos.

Luego vinieron las charlas; con mi padre, el pobre Tom Denver, Don Grace y todas las combinaciones y permutaciones posibles de los tres citados. Mantuve charlas con todo el mundo, excepto con el señor Fazio, el conserje. Durante esas civilizadas conversaciones mi padre demostró una calma admirable —mi madre se encontraba totalmente alterada y recibía un tratamiento con tranquilizantes—, aunque de vez en cuando me dirigía una mirada helada, especulativa, que me hizo comprender que, al final, él y yo hablaríamos en privado. Me habría matado con sus propias manos sin el menor remordimiento. Estoy seguro de que en otra época menos complicada lo habría hecho.

También hubo una conmovedora escena en que pedí disculpas a un señor Carlson envuelto en vendajes y con los ojos morados, y a su esposa, que me miraba con absoluto odio («yo… trastornado… no sabía qué hacía…, lo siento más de lo que puedo expresar con palabras…»), pero nadie se disculpó conmigo por haber sido objeto de burlas en la clase de química mientras sudaba ante el encerado con todos aquellos números que semejaban signos púnicos del siglo V. No recibí ninguna disculpa de Dicky Cable o Dana Collette; ni de la amistosa Cosa Que Crujía, que, mientras regresábamos a casa desde el hospital, me dijo con los labios apretados que quería verme en el garaje cuando me hubiera cambiado de ropa. Reflexioné sobre esto último mientras me quitaba la chaqueta y mis mejores pantalones para enfundarme unos tejanos y una vieja camisa de franela. Pensé en no ir, en largarme directamente a la carretera. Pensé en bajar al garaje y aceptar, sencillamente, lo que allí me aguardaba. Sin embargo algo dentro de mí se rebeló ante tal posibilidad. Me habían expulsado temporalmente de la escuela, me habían tenido cinco horas encerrado en la comisaría, hasta que mi padre y mi histérica madre («¿Por qué lo has hecho, Charlie? ¿Por qué? ¿Por qué?») pagaron la fianza. Las acusaciones habían sido retiradas por acuerdo conjunto de la escuela, la policía y el señor Carlson (no de su esposa, pues ésta habría deseado que me condenaran a un mínimo de diez años).

Fuera como fuese, pensé que mi padre y yo temamos una deuda pendiente. Por eso bajé al garaje.

Es un recinto húmedo que apesta a aceite, pero está muy bien ordenado. Es el rincón favorito de mi padre, quien lo mantiene en perfecto orden de revista; un lugar para cada cosa, y cada cosa en su lugar. La segadora de césped apoyada contra la pared, las herramientas de jardinería y ornamentación colgadas de sus correspondientes clavos; las tapas de los botes de clavos fijadas a las vigas del techo para poder abrirlos a la altura de los ojos; pilas de revistas atrasadas atadas con cordeles, Argosy, Bluebook, True, Saturday Evening Post, y la furgoneta aparcada en su lugar exacto, de cara a la salida.

Mi padre ya estaba allí, de pie, con sus pantalones caqui descoloridos y una camisa de caza. Por primera vez me percaté que empezaba a envejecer. Siempre había tenido el vientre liso como una tabla, pero ahora le sobresalía un poco. Demasiadas cervezas en el bar de Gogan. Parecía tener más venillas en la nariz, formando pequeños deltas púrpura bajo la piel, y las arrugas en torno a su boca y sus ojos se habían acentuado.

—¿Qué está haciendo tu madre? —preguntó.

—Duerme —respondí.

Esos días mamá dormía casi todo el tiempo con la ayuda de una receta de Librium. Cuando tomaba tranquilizantes, su respiración era áspera y seca, y su aliento olía como a sueños rancios.

—Bien —dijo mi padre, asintiendo con la cabeza—, tú te lo has buscado, ¿verdad? —Empezó a quitarse el cinturón—. Ahora voy a darte una buena paliza —añadió.

—No —repliqué—. No lo harás. Se detuvo un instante con el cinturón a medio sacar.

—¿Qué?

—Si te acercas con eso en la mano, te lo quitaré —advertí con voz trémula—. Lo haré por esa vez que me arrojaste al suelo cuando era pequeño y luego mentiste a mamá diciendo que me había tirado yo solo. Lo haré por cada vez que me cruzaste la cara de un bofetón por hacer algo mal, sin concederme una segunda oportunidad. Lo haré por esa salida de caza cuando aseguraste que cortarías la nariz a mamá si la encontrabas con otro hombre.

Mi padre había palidecido. Su voz temblaba cuando exclamó:

—¡Cobarde mequetrefe! ¿Acaso crees que puedes echarme la culpa de todo? ¡Explica esos cuentos a ese maricón de psiquiatra, al tipo de la pipa! ¡Pero a mí no me vengas con esas historias!

—Apestas —repuse—. Has jodido tu matrimonio y también a tu único hijo. Ven e intenta pegarme si te atreves. Me han expulsado de la escuela. Tu esposa está convirtiéndose en una adicta a las pastillas. Y tú no eres más que un bebedor empedernido. —Mi voz era ya un puro grito—. Ven aquí e inténtalo, imbécil de mierda.

—Será mejor que calles, Charlie —amenazó—, pues de lo contrario no sólo te castigaré, sino que tal vez desee matarte.

—Adelante, inténtalo —repliqué a voz en grito—. Llevo trece años deseando acabar contigo. Te odio, cerdo.

Entonces se acercó a mí como un personaje de una película de esclavos, con un extremo del cinturón de la marina enrollado en la muñeca y el otro, el de la hebilla, balanceándose en el aire. Lo lanzó contra mí, y lo esquivé. Me dio en el hombro, y la hebilla golpeó el techo de la furgoneta con un sonoro «clanc», dejando una marca en la pintura. Observé que se mordía la lengua y tenía los ojos casi desorbitados, como el día en que rompí las contravidrieras. De pronto me pregunté si ése sería su aspecto cuando hacía el amor (o lo que pasaba por tal) con mi madre, si eso era lo que ésta contemplaba cuando estaba inmovilizada debajo de él. El pensamiento me dejó paralizado con un estallido de asco tal que olvidé protegerme del siguiente golpe.

La hebilla me recorrió el rostro de arriba abajo, desgarrándome la mejilla y abriendo en ella un largo y profundo surco. Sangraba a borbotones. Tuve la sensación de que la mitad de la cara y el cuello recibían un baño de agua tibia.

—¡Oh, Señor! —exclamó—. ¡Oh, Señor, Charlie…!

Tenía el ojo de ese lado cerrado por las salpicaduras de la sangre, pero le vi venir hacia mí. Avanzando un paso, agarré el extremo del cinturón y tiré de él. No esperaba tal maniobra y perdió el equilibrio; cuando quiso dar unos pasos apresurados para recuperarlo, le puse la zancadilla y cayó al suelo de cemento manchado de grasa. Quizá había olvidado que yo ya no tenía cuatro años, que ya no tenía nueve años ni estaba encogido en una tienda de campaña, con la necesidad imperiosa de orinar, mientras él soltaba aquellas risotadas con sus amigos. Quizá había olvidado, o no había sabido nunca, que los niños crecen recordando cada golpe y cada palabra burlona o desdeñosa, que los niños crecen y quieren devorar vivos a sus padres. Un breve gemido áspero escapó de su boca cuando se desplomó en el suelo. Abrió las manos para amortiguar el golpe, y al instante me apoderé del cinturón. Lo doblé y lo descargué sobre su gran trasero caqui en un sonoro latigazo que, probablemente, no le hizo mucho daño; sin embargo profirió un grito de sorpresa, y yo sonreí. Me dolió la mejilla al hacerlo. Realmente me había destrozado aquel lado de la cara.

Se puso en pie cautelosamente.

—Deja eso, Charlie —masculló—. Iremos al médico para que te dé unos puntos en la herida.

—Será mejor que saludes a los marines que pasen a tu lado, si tu propio hijo puede derribarte en una pelea —repliqué.

Aquello le enfureció, y se precipitó hacia mí, pero yo le crucé la cara con el cinturón. Se llevó las manos al rostro. Dejé caer el cinto y le asesté un puñetazo en el estómago con toda la fuerza de que fui capaz. Soltó un profundo jadeo y se dobló hacia adelante. Tenía el vientre blando, más aún de lo que había supuesto. De pronto no supe si sentir asco o pena. Me pasó por la cabeza la idea de que el hombre a quien realmente quería hacer daño estaba perfectamente a salvo, fuera de mi alcance, protegido tras una coraza de años y años que jamás podría franquear. Se incorporó de nuevo, pálido y mareado. Tenía una señal roja en la frente, en el lugar donde le había golpeado con el cinturón.

—Está bien —dijo, dando media vuelta. Cogió un rastrillo de púas duras que colgaba de la pared—. Si así lo quieres…

También yo tendí la mano hacia un lado para agarrar un hacha pequeña que sostuve en alto.

—Así lo quiero —respondí—. Da un paso y te corto la cabeza, si puedo.

Y así permanecimos, frente a frente, tratando de adivinar si hablábamos en serio. Luego él dejó el rastrillo, y yo solté el hacha. No hubo amor en el gesto, ni en la mirada que nos cruzamos. Él no dijo: «Si hubieras tenido el valor de hacer algo así cinco años atrás, nada de esto habría sucedido, hijo… Vamos, te llevaré al bar de Gogan y pediré que te sirvan una cerveza en la trastienda». Y yo no dije que lo lamentaba. Había sucedido porque yo ya era lo bastante fuerte. Lo ocurrido minutos antes no cambiaba nada. Ahora desearía haberle matado a él, si tenía que matar a alguien. Su cuerpo tendido en el suelo, entre mis pies, habría sido un caso clásico de desplazamiento de impulsos agresivos.

—Vamos —dijo—, a ver si te curan esa herida.

—Iré yo solo.

—No. Te llevaré yo.

Y así lo hizo. Acudimos al servicio de urgencias de Brunswick, y el médico me dio seis puntos en la mejilla. Conté que había tropezado con un tronco y me había cortado con una reja para la chimenea que mi padre estaba limpiando. A mamá le explicamos lo mismo. Y ahí terminó todo. No hemos vuelto a discutir ni hablar del tema. Jamás ha vuelto a decirme qué debo hacer. Seguimos viviendo en la misma casa, pero evitamos cruzarnos en el camino del otro, como un par de gatos viejos. Sospecho que él estaría muy bien sin mí… La segunda semana de abril me admitieron de nuevo en la escuela con la advertencia de que mi caso continuaba en estudio y tendría que entrevistarme con el señor Grace diariamente. Se portaban como si estuvieran haciéndome un favor. ¡Un favor…! Era como si me hubieran arrojado otra vez al gabinete del doctor Caligari.

Las cosas no tardaron en empeorar; las miradas que la gente me lanzaba por los pasillos, los comentarios que suponía se hacían sobre mí en las salas de profesores, el hecho de que nadie, excepto Joe, quisiera hablar conmigo… Por otro lado, yo no me mostraba muy colaborador con Grace.

Sí, chicos, las cosas se torcieron muy pronto, y desde entonces van de mal en peor. Sin embargo siempre he sido muy astuto y no olvido las lecciones que he aprendido. Desde luego, me sé al dedillo la lección de que uno puede tomar la medida a cualquiera si tiene un palo lo suficientemente grande. Mi padre agarró ese rastrillo con la intención, presumiblemente, de trepanarme el cráneo, pero cuando yo agarré el hacha se arredró.

Nunca he vuelto a ver esa llave inglesa, pero no importa. No he vuelto a necesitarla porque no era un palo lo bastante grande. Hace diez años descubrí que mi padre guardaba una pistola en su escritorio. A finales de abril empecé a traerla a la escuela.