23
En el exterior de la escuela parecía celebrarse una verdadera convención policial. Coches patrulla azules, vehículos blancos del Departamento de Policía de Lewiston, otros blancos y negros de Brunswick y dos más de Auburn. Los agentes responsables de aquella exposición automovilística avanzaban de un lado a otro agachados tras los vehículos. Aparecieron más periodistas con cámaras equipadas con teleobjetivos que apoyaban como cobras sobre el techo de sus coches. Se habían instalado vallas para detener el tráfico en la carretera a ambos lados de la escuela, junto a una doble hilera de esos recipientes de queroseno que producen tanto hollín y siempre me recuerdan esas bombas de los anarquistas que salen en los tebeos. Los empleados del Departamento de Obras Públicas municipal habían colocado un rótulo con la palabra DESVIACIÓN. Supongo que no tenían en el almacén nada más apropiado, como MARCHA LENTA. LOCO SUELTO, por ejemplo. Don Grace y el bueno de Tom Denver charlaban animadamente con un tipo enorme, fornido, que vestía uniforme de la policía del estado. Don parecía casi enfadado. El tipo fornido le escuchaba, moviendo la cabeza en gesto de negación. Supuse que era el capitán Frank Philbrick, de la policía del estado de Maine. Me pregunté si sabría que estaba ofreciéndome un blanco perfecto.
Carol Granger rompió el silencio con voz temblorosa y expresión avergonzada. Yo no había contado aquella historia para avergonzarla.
—Yo era apenas una niña, Charlie.
—Ya lo sé —repliqué con una sonrisa—. Aquel día estabas muy bonita. Desde luego, no parecías ninguna niña.
—Y me gustaba Dicky Cable.
—¿Incluso después de la fiesta?
Carol se azoró aún más.
—Más que nunca. Asistí con él a la fiesta campestre de octavo curso. Lo encontraba muy… muy osado, supongo, e impetuoso. En esa fiesta campestre intentó… intentó propasarse, ¿entendéis?, y yo me dejé… un poco. Ésa fue la única vez que salí con él. Ahora ni siquiera sé por dónde anda.
—Está en el cementerio de Placerville —explicó Dick Keene con voz neutra. La noticia me sorprendió desagradablemente. Era como si acabara de ver el fantasma de la señora Underwood. Todavía habría sido capaz de señalar los lugares donde Dicky me había golpeado. Pensar que estaba muerto me provocó un terror extraño, casi nebuloso. Al mismo tiempo percibí en el rostro de Carol un reflejo de lo que yo sentía. «Intentó propasarse y yo me dejé… un poco». ¿Qué significa eso para una estudiante destacada como Carol? Quizá Dicky la había besado. Tal vez incluso la había llevado a un prado apartado y explorado el territorio virgen de sus pechos florecientes. En la fiesta campestre de octavo curso. Dios nos valga. Dicky había sido osado e impetuoso.
—¿Qué le sucedió? —preguntó Don Lordi.
Dick habló lentamente:
—Le atropello un camión. Resulta curioso. Se sacó el carnet de conducir en octubre pasado y llevaba el coche como un loco, como un auténtico chalado. Supongo que quería demostrar a todo el mundo que tenía… pelotas, ¿entendéis? Conducía de tal manera que casi nadie quería subir al coche con él. Tenía un Pontiac de 1966, y se encargaba de todos los arreglos. Lo pintó de verde botella y hasta dibujó un as de espadas en la portezuela del copiloto.
—Sí —confirmó Melvin—. Vi ese coche varias veces en el parque de atracciones de Harlow.
—Le acopló sin ayuda un cambio de marchas Hearst —continuó Dick—. Carburador de cuatro cilindros, leva de culata y carburante a inyección. El coche ronroneaba. Zumbaba a noventa en segunda. Yo le acompañaba una noche en que tomó a ciento treinta la calle Stackpole en Harlow. Llegamos a las curvas de Brisset y empezamos a derrapar. Lo pasé fatal. Tienes razón, Charlie, cuando sonreía, Dicky tenía un aire extraño. No sé si se parecía realmente a una segadora de césped, pero desde luego tenía un aspecto muy extraño. Mientras derrapábamos, no dejaba de sonreír. Y repetía una y otra vez: «Puedo dominarlo, puedo dominarlo». Y lo consiguió; entonces le hice detenerse y volví a casa caminando. Tenía las piernas como si fueran de goma.
»Un par de meses después le atropello un camión de reparto en Lewiston mientras cruzaba la calle Lisbon. Randy Milliken, que iba con él, dijo que Dick no estaba bebido o colocado. La culpa fue del camionero. Le condenaron a tres meses de prisión, pero Dick está muerto. Es curioso.
Carol parecía aturdida. Estaba muy pálida. Temí que se desmayara y, para desviar su atención hacia otras cosas, pregunté:
—¿Se enfadó conmigo tu madre, Carol?
—¿Eh?
Ella miró alrededor con aquel aire desconcertado que solía adoptar y que resultaba tan gracioso.
—La llamé vieja. Vieja gorda, creo recordar.
—¿Eh? —Carol arrugó la nariz; creo que luego sonrió agradecida al darse cuenta de mi maniobra—. Desde luego, se enfadó y mucho. Pensó que toda la culpa de la pelea era exclusivamente tuya.
—Tu madre y la mía acudían juntas a un club, ¿verdad?
—¿Al Club de Lectura y Bridge? En efecto. —No había cruzado las piernas, y sus rodillas estaban algo separadas. Echó a reír—. Seré sincera, Charlie; tu madre no me caía bien, aunque únicamente la había visto un par de veces y sólo habíamos intercambiado unos saludos. Mi madre siempre hablaba de lo inteligente que era la señora Decker, de lo bien que captaba el sentido de las novelas de Henry James y cosas así. Y del espléndido caballerete que eras tú.
—Ya sé, más guapo que una mierda de búho —asentí con gesto serio—. Mi madre también decía cosas parecidas de ti, ¿sabes?
—¿De verdad?
—Es cierto.
De pronto me asaltó una idea que me produjo el mismo efecto que un puñetazo en la nariz.
¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes, con lo que me gustaba dar vueltas a las cosas? Eché a reír, repentinamente complacido y con cierta amargura. Luego añadí:
—Apuesto a que ahora entiendo por qué esa insistencia en que llevara el traje. Ya sabes, trataban de hacer de casamenteras. «¿No formarían una parejita estupenda?». «Hay que pensar en una descendencia inteligente». Las mejores familias juegan a eso, Carol. ¿Quieres casarte conmigo?
Carol me miró boquiabierta.
—¿Acaso pretendían…? —Pareció incapaz de terminar la frase.
—Eso creo.
Ella sonrió y se le escapó una risita. Después lanzó una franca carcajada. Lo consideré una ligera falta de respeto hacia los muertos, pero lo dejé correr, aunque, a decir verdad, la señora Underwood nunca estaba lejos de mis pensamientos. Después de todo, casi pisaba su cuerpo.
—Ese tipo grandullón viene hacia aquí —anunció Bill Sawyer.
Así era. Frank Philbrick avanzaba hacia el edificio de la escuela con la vista fija al frente. Deseé que los fotógrafos de prensa le tomaran el lado bueno; quién sabe, quizá querría utilizar algún retrato para las postales navideñas de aquel año. Entró por la puerta principal, oí sus pasos procedentes del fondo del vestíbulo, amortiguados, como si provinieran de otro mundo, y le oí subir a continuación hacia el despacho. Tuve el extraño pensamiento de que sólo allí dentro era una persona real. Todo cuanto había al otro lado de las ventanas era pura televisión. El espectáculo eran ellos, no yo. Mis compañeros pensaban lo mismo. Lo leía en sus rostros.
Un silencio.
Clic. El intercomunicador.
—¿Decker?
—¿Sí, señor?
El tipo respiraba pesadamente. Le oía aspirar y exhalar, como si fuera un enorme animal sudoroso. Nunca me ha gustado ese sonido. Mi padre hace lo mismo cuando habla por teléfono; te llega su profundo jadeo, hasta el punto de que casi se puede percibir el olor a whisky y Pall Mall de su aliento. Siempre me ha parecido un acto antihigiénico y un tanto homosexual.
—En menuda situación nos has metido, Decker.
—Supongo que así es, señor.
—No nos entusiasma la idea de tener que disparar contra ti.
—A mí tampoco, señor. Y no le aconsejo que lo intente.
Un profundo jadeo.
—Bueno, salgamos de una vez de dudas. ¿Cuál es tu precio?
—¿Precio? —repetí—. ¿Precio?
Por un instante tuve la impresión de que me había tomado por una interesante pieza de mobiliario parlante, una silla Morris, quizá, equipada para suministrar al presunto comprador toda la información pertinente. Al principio encontré la idea divertida. Luego me enfureció.
—El precio por dejarles en libertad. ¿Qué quieres? ¿Salir por televisión? De acuerdo. ¿Hacer alguna declaración para los periódicos? Concedido. —Un bufido, otro y otro—. Bien, hagámoslo y terminemos de una vez, antes de que esto se convierta en una ensalada de tiros. Sólo tienes que decirnos qué quieres.
—Le quiero a usted —respondí. El jadeo se interrumpió. Luego se reanudó. Empezaba a crisparme los nervios.
—Tendrás que explicarme eso —replicó el policía.
—Desde luego, señor. Podemos hacer un trato. ¿Le gustaría hacer un trato? ¿Intenta proponerme eso?
No hubo respuesta. Sólo unos jadeos. Philbrick salía en el noticiario de las seis cada víspera de una fiesta importante para leer un mensaje del estilo «por favor, conduzca con prudencia» con cierta ineptitud tosca que resultaba fascinante y casi cautivadora. Durante el diálogo con él había notado algo familiar en su voz, algo que tenía cierto tufo a deja vu. Por fin comprendí de qué se trataba. Era ese jadeo. Incluso por televisión, sonaba como un toro dispuesto a montar un buen ejemplar de vaca.
—¿Cuál es el trato?
—Antes dígame una cosa —repuse—. ¿Alguien ahí fuera piensa que tal vez decidiré comprobar cuánta gente soy capaz de matar aquí abajo? ¿Quizá Don Grace?
—Esa mierda de tío —murmuró Sylvia antes de llevarse una mano a la boca.
—¿Quién ha dicho eso? —rugió Philbrick. Sylvia palideció.
—Yo —contesté—. Tengo ciertas tendencias transexuales, señor. —Pensé que no sabría a qué me refería y estaría demasiado preocupado para preguntarlo—. ¿Podría responder a mi pregunta?
—En efecto, hay gente que te considera capaz de cualquier cosa que te pase por la cabeza.
Al fondo del aula alguien rió entre dientes. Creo que el intercomunicador no lo captó.
—Muy bien, pues. El trato es éste; usted será el héroe. Baje aquí, desarmado, entre con las manos en alto, y dejaré salir a todo el mundo. Luego le volaré su jodida cabeza, señor. ¿Le parece un buen trato? ¿Compra?
Jadeos.
—Tienes una boca muy sucia, muchacho. Ahí abajo hay chicas, chicas muy jóvenes.
Irma Bates miró alrededor, sorprendida, como si alguien acabara de llamarla por su nombre.
—El trato —insistí—. El trato.
—No —dijo Philbrick—. Podrías matarme y seguir reteniendo a los rehenes. —Más jadeos—. Pero bajaré, si quieres. Quizá podríamos encontrar alguna solución.
—Amigo —dije con tono paciente—, si deja usted de hablar por ese micrófono y no le veo salir en un plazo de quince segundos, alguien probará el sabor del plomo aquí abajo.
Nadie pareció especialmente preocupado por la perspectiva de probar el sabor del plomo. Más jadeos.
—Tus oportunidades de salir de ésta con vida se reducen cada vez más.
—Frank, señor mío, nadie sale con vida de ésta. Hasta mi padre lo sabe.
—¿Abandonarás esa clase?
—No.
—Si lo prefieres así… —No parecía inquieto—. Tienes ahí a un chico llamado Jones. Quiero hablar con él.
Me pareció bien.
—Tu turno, Ted —dije—. Es tu gran oportunidad. No la desaproveches. Chicos, Ted va a jugarse las pelotas ante vuestros ojos.
Ted miraba fijamente el enrejado negro del intercomunicador.
—Soy Ted Jones, señor. —En su voz, el «señor» sonaba mejor.
—¿Se encuentra todo el mundo bien ahí abajo, Jones?
—Sí, señor.
—¿Cómo juzga la estabilidad de Decker?
—Creo que está dispuesto a todo, señor —contestó Ted, mirándome directamente a los ojos.
En los suyos se apreciaba un destello fiero. Carol se mostró súbitamente irritada. Abrió la boca para protestar y luego, recordando quizá sus futuras responsabilidades como oradora de fin de curso y faro del mundo occidental, cerró la boca con gesto brusco.
—Gracias, señor Jones.
Ted pareció absurdamente complacido por recibir el tratamiento de «señor».
—¿Decker?
—Aquí estoy.
—Nos veremos —afirmó el policía con un nuevo jadeo.
—Será mejor que le vea pronto —repuse—, en quince segundos. —A continuación, como si acabara de ocurrírseme algo, añadí—: ¿Philbrick?
—¿Sí?
—Tiene usted una costumbre asquerosa, ¿sabe? Ya me había percatado al ver esos anuncios de seguridad vial que presenta en televisión. Jadea usted en los oídos de los demás. Su respiración suena como la de un caballo en celo, Philbrick. Es una costumbre repugnante. Tendría que cuidar más esas cosas.
Philbrick chasqueó la lengua y resopló, pensativo.
—Jódete, chico —masculló por fin, antes de desconectar el intercomunicador. Exactamente doce segundos después apareció por la puerta principal, caminando con aire impasible. Cuando llegó hasta los coches estacionados en el césped, conferenció con los demás agentes. Philbrick gesticulaba de una forma exagerada.
En la clase nadie habló. Pat Fitzgerald se mordía una uña con gesto reflexivo. Pocilga había sacado otro lápiz y lo estudiaba con atención, y Sandra Cross me miraba fijamente; parecía existir una especie de niebla entre ambos que la hacía resplandecer.
—¿Y el sexo? —inquirió Carol de pronto. Cuando todos se volvieron para mirarla, se ruborizó.
—Yo, varón —exclamó Melvin, y al fondo de la clase sonaron un par de carcajadas masculinas.
—¿A qué te refieres? —pregunté. Carol tenía aspecto de desear haberse cosido la boca para no hablar.
—Creía que cuando alguien empieza a portarse… bueno, ya sabes… de manera extraña… —Se interrumpió, turbada.
Susan Brooks se apresuró a tomar la palabra.
—Es cierto —afirmó—. Y todos vosotros deberíais dejar de sonreír. Todo el mundo piensa que el sexo es sucio. Y eso es sólo la mitad de la canción por lo que a nosotros respecta. A nosotros nos preocupa.
Susan miró a Carol con aire protector.
—Eso quería decir yo —asintió la segunda—. ¿Eres… bueno, has tenido alguna experiencia desagradable?
—Nada, desde que dejé de acostarme con mamá —respondí suavemente. Una expresión de absoluto asombro se apoderó de su rostro, y luego comprendió que estaba burlándome. Pocilga soltó una risita cargada de tristeza y continuó observando su lápiz.
—No, en serio —insistió Carol.
—Bueno —dije con el entrecejo fruncido—, hablaré de mi vida sexual si tú hablas antes de la tuya.
—¡Oh…!
Se mostró sorprendida de nuevo, pero agradablemente en esta ocasión. Grace Stanner echó a reír.
—Te ha pillado, Carol —bromeó. Yo siempre había tenido la impresión de que esas dos chicas no simpatizaban, pero Grace reía desenfadadamente, como si se hubiera borrado alguna desigualdad sabida pero nunca mencionada.
—¡Bravo, bravo! —exclamó Corky Herald, sonriendo.
Carol se había ruborizado por completo.
—Lamento haberlo preguntado.
—Vamos —animó Don Lordi—, no te dolerá.
—Se enteraría todo el mundo —explicó Carol—. Ya sé cómo los chi… cómo la gente comenta esas cosas.
—Secretos —se burló Mike Gavin con un ronco susurro—, contad más secretos.
Todo el mundo rió.
—No sois justos —protestó Susan Brooks.
—Es cierto —asentí—. Dejémoslo.
—¡Oh!… No importa —replicó Carol—. Hablaré. Os contaré algo.
Ahora fui yo quien se sorprendió. Todos la miraron con expectación. No sé qué esperaban oír en realidad; un caso terrible de envidia de pene, quizá, o diez noches con una vela. Sospeché que se llevarían un chasco; nada de látigos, cadenas o sudores nocturnos. Una virgen provinciana, inteligente, bonita y que quizá un día se largaría de Placerville y conocería una vida intensa. A veces las chicas como ella cambian en la universidad. Algunas descubren el existencialismo, la destrucción de las estructuras sociales y las pipas de hachís. Otras se limitan a integrarse en fraternidades femeninas de estudiantes y continuar el mismo dulce sueño que iniciaron en la escuela secundaria, un sueño tan corriente entre las bonitas vírgenes de ciudad pequeña que casi podría recortarse de un patrón de revista, como una blusa sin mangas o una faldita de deporte. Los chicos y chicas del estilo de Carol tienen un pero: si llevan dentro una fibra torcida, aparece; si no la llevan, uno puede descifrarlos con la misma facilidad con que resolvería una raíz cuadrada. Las chicas como Carol tienen un novio formal y gustan de un poquito de besuqueo (pero, como dicen The Tubes, «No me toques ahí»), nada exagerado. Uno esperaría más, pero lo siento, eso es todo. Las muchachas de esa clase son como las cenas preparadas para ver la televisión. Está bien, no me explayaré más en este tema. Esas chicas son un tanto obtusas.
Y Carol Granger ofrecía esa imagen. Salía en serio con Buck Thorne (el perfecto hombre norteamericano). Buck era el central de los Galgos de Placerville, que habían logrado un récord de victorias en la temporada de otoño, hecho que el entrenador, Bob Stoneham, se encargaba de repetirnos en las frecuentes asambleas para potenciar el espíritu competitivo. Thorne era un patán bonachón que pesaba sus buenos cien kilos; no era la cosa más brillante que camina a dos patas, aunque sí buen material para la escuela, desde luego, y probablemente a Carol no le costaba demasiado mantenerle a raya. He advertido que las chicas bonitas son también las mejores domadoras de leones. Además, siempre he tenido la sensación de que para Buck Thorne no hay nada más sensual que una entrada del repartidor de juego por el centro de la línea contraria.
—Soy virgen —declaró Carol, desafiante, sacándome de mis pensamientos. Cruzó las piernas como para demostrarlo simbólicamente y luego, bruscamente, volvió a descruzarlas—. Y no creo que sea tan terrible. Ser virgen es como ser buen estudiante.
—¿De veras? —preguntó Grace Stanner, titubeante.
—Es preciso esforzarse por serlo —aclaró Carol—. A eso me refiero; hay que esforzarse por serlo.
La idea parecía agradarle. A mí me produjo un escalofrío.
—¿Te refieres a que Buck nunca…?
—¡Oh!, antes lo deseaba, y supongo que aún lo desea, pero yo se lo dejé muy claro desde el principio. Y no soy frígida, ni puritana, es sólo que… —Se interrumpió, buscando el modo de terminar la frase.
—Que no quieres quedarte embarazada —dije yo.
—¡No! —replicó ella, casi desdeñosa—. Lo sé todo respecto a eso.
Comprendí un tanto sorprendido que estaba enfadada y molesta por serlo. La irritación es una emoción muy difícil de dominar para una adolescente programada. Carol añadió:
—No vivo de libros todo el tiempo. He leído todo acerca del control de natalidad en… —Se mordió el labio al comprender la contradicción en que acababa de caer.
—Bien —dije, dando unos golpecitos con la empuñadura de la pistola sobre el cuaderno del escritorio—. Esto es grave, Carol, muy grave. Creo que una chica debería saber por qué es virgen, ¿no te parece?
—¡Yo sé por qué!
—¡Ah! —asentí, cortés.
Varias chicas la observaban con interés.
—Porque…
Silencio. Se oía el silbato de Jerry Kesserling, que dirigía el tráfico.
—Porque…
Carol echó un vistazo alrededor. Varias muchachas fruncieron el entrecejo y bajaron la vista hacia sus pupitres. En ese momento hubiera dado casa y hacienda, como dicen los viejos labradores, por saber cuántas vírgenes había entre nosotros.
—¡No tenéis por qué mirarme! ¡No os he pedido que me mirarais! ¡No pienso seguir hablando de esto! ¡No tengo por qué hacerlo! —Me miró con acritud—. La gente te machaca, te agobia si les dejas, como ha dicho antes Pocilga. Todos quieren rebajarte y ensuciarte. Mira qué están haciendo contigo, Charlie.
Yo creía que no me habían hecho nada hasta entonces, pero mantuve la boca cerrada.
—El año pasado, poco antes de Navidad, paseaba por la calle Congress, en Portland, en compañía de Donna Taylor. Estábamos haciendo unas compras navideñas. Acababa de adquirir un pañuelo para mi hermana en Porteus-Mitchell, e íbamos charlando y riendo. Tonterías. Lanzábamos risitas. Eran aproximadamente las cuatro, y empezaba a oscurecer. Nevaba. Las luces de colores estaban encendidas, y los escaparates exhibían paquetes y adornos… muy bonitos… Y había un Santa Claus del Ejército de Salvación que tocaba la campana y sonreía en la esquina de la librería Jones. Me sentía muy bien; ya sabéis, el espíritu de la Navidad, y esas cosas. Estaba pensando que, en cuanto llegara a casa, me prepararía un chocolate caliente con nata batida por encima. Y entonces se acercó un coche y el conductor sacó la cabeza por la ventanilla y exclamó: «¡Eh, coñito!».
Anne Lasky dio un respingo. Debo reconocer que la palabra sonaba muy curiosa en boca de alguien como Carol Granger.
—Exactamente eso —confirmó agriamente—. Todo se rompió, todo se vino abajo. Como cuando muerdes una manzana que parece sana y encuentras el agujero de un gusano. «¡Eh, coñito!». Como si no hubiera allí nada más, como si yo no fuera una persona, sino sólo un… un… —En su boca se formó una mueca temblorosa—. Y también eso es como ser una buena estudiante. Intentan meterte cosas en la cabeza hasta que está llena del todo. Es otro agujero, nada más. Nada mas.
Sandra Cross tenía los ojos casi cerrados, como si estuviera soñando.
—¿Sabéis? —dijo—. Me siento rara. Creo que…
Deseé saltar y decirle que callara, que no se involucrara en aquel desfile de locos, pero no podía.
Repito, no podía. Si yo no respetaba mis propias reglas, ¿quién lo haría?
—Creo que eso explica todo —concluyó Sandra.
—O cerebro, o coño —afirmó Carol con titubeante buen humor—. No hay margen para mucho más, ¿no?
—A veces me siento muy vacía —admitió Sandra.
—Yo… —empezó a decir Carol. De pronto se volvió hacia Sandra, sorprendida—. ¿De veras?
—Sí. —La chica miró pensativa por los cristales rotos—. Me gusta tender la ropa en los días de viento, y a veces me parece que sólo soy eso, una sábana colgada del tendedero. Y trato de interesarme por diversas cosas… la política, la escuela… El semestre pasado participé en el Consejo Estudiantil… pero resulta terriblemente insulso. Y por aquí no hay minorías o cosas así por las que luchar o…, bueno, ya me entendéis, cosas importantes. Por eso dejé que Ted me lo hiciera.
Observé atentamente a Ted, que contemplaba a Sandra con expresión severa. Empezó a caer sobre mí una gran negrura. Noté que la garganta se me cerraba.
—Y no fue para tanto —continuó Sandra—. No sé por qué arman tanto alboroto con eso. Es…
Sandra me miró con los ojos muy abiertos, pero apenas alcancé a verla. En cambio veía muy bien a Ted. Le tenía perfectamente enfocado. De hecho, parecía estar rodeado por un extraño fulgor dorado que resaltaba sobre la oscuridad recién formada ante mí como un halo, como un aura sobrenatural.
Levanté la pistola con mucho cuidado. Por un instante pensé en las cavidades internas de mi cuerpo, en los mecanismos vivientes que funcionan sin cesar en la interminable oscuridad. Me disponía a disparar contra él, pero ellos dispararon antes contra mí.