28

Frank Philbrick fue puntual. «Clic», y empezó a hablar por el intercomunidador. Su respiración no era tan pesada como antes. Quizá quería mantenerme apaciguado. O tal vez había reflexionado sobre mi consejo al respecto y decidido seguirlo. Cosas más raras se han visto.

—¿Decker?

—Aquí estoy.

—Escucha, ese disparo perdido que penetró antes por la ventana no fue intencionado. Un agente de Lewiston…

—No nos preocupemos por esos detalles, Frank —interrumpí—. Nos has avergonzado, a mí y a todos los presentes aquí dentro, que han visto muy bien lo sucedido. Si tienes un mínimo de integridad, y estoy seguro de que así es, también tú estarás avergonzado de ello.

Un silencio. Quizá el policía trataba de recobrar la calma.

—Está bien. ¿Qué quieres?

—No mucho. Todo el mundo saldrá de aquí a la una en punto, dentro de exactamente… —Eché un vistazo al reloj de la pared—. Dentro de cincuenta y siete minutos según el reloj de la clase. Saldrán sin un rasguño, lo garantizo.

—¿Por qué no ahora mismo?

Observé a mis compañeros. El ambiente era tenso, casi solemne, como si entre nosotros se hubiera firmado un pacto con la sangre de alguien.

—Tenemos que tratar de un último asunto aquí dentro —dije cuidadosamente—. Hemos de terminar lo que hemos empezado.

—¿Qué significa eso?

—No te importa; todos sabemos de qué se trata.

No hubo un solo par de ojos que expresara incertidumbre. Todos entendían muy bien a qué me había referido, y eso era magnífico, pues nos ahorraría tiempo y esfuerzo. Me sentía agotado.

—Ahora, Philbrick, escucha atentamente para que no haya malentendidos. Voy a explicarte el último acto de esta pequeña comedia. Dentro de tres minutos, se bajarán todas las persianas del aula.

—No harás eso, Decker —exclamó el policía con voz severa y seca.

Dejé salir el aire entre los labios con un silbido. Qué hombre más sorprendente. No me extrañaba que le hubieran encargado aquellos anuncios sobre seguridad vial.

—¿Cuándo se te meterá en la cabeza que aquí mando yo? —repliqué—. Alguien bajará las persiana, no seré yo, Philbrick, de modo que si disparáis a quien lo haga, ya puedes colgarte la chapa en el culo y despedirte de ambos.

Ninguna respuesta.

—Quien calla otorga —añadí, tratando de aparentar alegría—. Tampoco yo podré ver qué hacéis, pero no pretendas pasarte de listo, ya que si lo haces algunos de los aquí presentes lo pagarán. Si todo el mundo permanece tranquilo hasta que llegue la una, el asunto terminará satisfactoriamente, y tú seguirás siendo un valiente policía. ¿Qué me respondes?

Un prolongado silencio.

—¡Que me cuelguen si no estás loco! —espetó finalmente.

—¿Qué me respondes?

—¿Cómo sé que no cambiarás de idea, Decker? ¿Y si luego decides esperar hasta las dos? ¿O hasta las tres?

—¿Qué me respondes? —insistí, inexorable. Un nuevo silencio.

—Está bien. Pero si haces daño a alguno de esos chicos…

—Ya lo sé, me quitarás el carnet de estudiante. A la mierda, Frank.

Le imaginé intentando encontrar una frase fuerte, rotunda y ocurrente que resumiera su posición para la posteridad, algo como «jódete, Decker», o «a tomar por el culo, Decker», pero no se atrevió a soltarla. Después de todo, allí dentro había niñas que no debían oír semejantes cosas.

—A la una —repitió.

El intercomunicador quedó desconectado de nuevo. Un momento después el policía saltó por la puerta principal y atravesó el césped hasta situarse tras los coches.

—¿Qué asquerosas fantasías masturbatorias se te han ocurrido, Charlie? —preguntó Ted, sonriendo todavía.

—¿Por qué no te quedas calladito, Ted? —intervino Harmon Jackson con tono distante.

—¿Algún voluntario para bajar las persianas? —pregunté. Varias manos se alzaron. Señalé a Melvin Thomas y añadí—: Hazlo lentamente. Es probable que estén nerviosos ahí fuera.

Melvin bajó despacio las persianas hasta el alféizar, y el aula quedó sumida en la penumbra. Unas sombras sin contorno definido se adueñaron de los rincones, como murciélagos hambrientos. El ambiente no me gustaba. Las sombras me ponían muy nervioso.

Señalé a Tanis Gamón, cuyo pupitre se hallaba en la fila más próxima a la puerta.

—¿Te importaría encender las luces, Tanis?

Me dedicó una tímida sonrisa antes de dirigirse hacia los interruptores. Un momento después los fríos fluorescentes arrojaron su luz, que no era mucho mejor que las sombras. Añoré el sol y la visión del cielo azul, pero no dije nada. No había nada que decir. Tanis regresó a su pupitre y se alisó cuidadosamente la falda por detrás de los muslos al tiempo que se sentaba.

—Utilizando la oportuna frase de Ted —afirmé entonces—, sólo queda una fantasía masturbatoria antes de volver al asunto central. O, si así lo preferís, podemos decir que nos quedan dos mitades de un todo. Se trata de la historia del señor Carlson, nuestro último profesor de física y química; la historia que el viejo Tom Denver logró ocultar a los periódicos, pero que, como suele decirse, permanece en nuestros corazones. Y se trata también de lo que sucedió entre mi padre y yo cuando fui castigado con la expulsión temporal.

Observé a mis compañeros mientras un dolor sordo y espantoso me laceraba la nuca. Todo el asunto había escapado de mis manos en algún momento. Me acordé de Mickey Mouse como aprendiz de brujo en la vieja película de Disney, Fantasía. Yo había dotado de vida a todas las escobas, pero ¿dónde se había metido el viejo mago amable, capaz de decir «abracadabra» al revés para detenerlas?

Estúpido, estúpido.

Ante mis ojos se arremolinaron innumerables imágenes, fragmentos de sueños y fragmentos de realidad. Resultaba imposible separar unos de otros. La locura empieza cuando uno no puede ver ya las suturas que mantienen unido el mundo. Por un instante creí que todavía existía la posibilidad de despertar en mi cama, sano y salvo, y aún —al menos— medio cuerdo, sin haber dado (o al menos, todavía no) el paso irrevocable; entonces todos los personajes de aquella especial pesadilla se retirarían a las cavernas de mi subconsciente. Sin embargo no habría apostado gran cosa a que así fuera.

Las manos morenas de Pat Fitzgerald manoseaban el avión de papel, moviendo los dedos, con la tristeza de la muerte.

Entonces empecé a hablar.