19
—¿Dónde cumpliste el servicio militar?
—En el ejército, Charlie. Esto no nos llevará a nada.
—¿En calidad de qué?
—De médico.
—¿Psiquiatra?
—No.
—¿Cuánto tiempo llevas ejerciendo la psiquiatría?
—Cinco años.
—¿Se lo has comido alguna vez a tu mujer?
—¿Qué…? —Una pausa colérica, aterrorizada—. Yo… no entiendo el sentido de la frase.
—La formularé de otra manera. ¿Has realizado alguna vez prácticas bucogenitales con tu esposa?
—Me niego a responder a eso. No tienes ningún derecho.
—Tengo todos los derechos, y tú, ninguno. Responde o mataré a alguien. Y recuerda, si mientes y lo descubro, mataré a alguien. ¿Has realizado alguna vez…?
—¡No!
—¿Cuánto tiempo llevas ejerciendo la psiquiatría?
—Cinco años.
—¿Por qué?
—¿Qué…? Bien, porque me gusta.
—¿Ha tenido tu esposa alguna vez un lío con otro hombre?
—No.
—¿Con otra mujer?
—¡No!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me quiere.
—¿Te ha hecho tu esposa alguna vez un buen repaso de bajos. Don?
—No sé qué quieres decir con eso.
—¡Lo sabes perfectamente!
—No, Charlie, yo…
—¿Copiaste en algún examen de la facultad?
Una pausa.
—Rotundamente no.
—¿En algún examen de preguntas rápidas?
—No.
Salté rápidamente:
—Entonces ¿cómo puedes decir que tu esposa nunca ha realizado prácticas bucogenitales contigo?
—Yo… Yo nunca… Charlie…
—¿Dónde hiciste el campamento en el servicio militar?
—En Fort… Fort Benning.
—¿Qué año?
—No recuer…
—¡Dime el año o mato a alguien!
—En 1956.
—¿Eras soldado raso?
—Yo…
—¿Eras soldado raso? ¿Eras soldado?
—Era… Era oficial. Primer teni…
—¡No te he preguntado eso! —exclamé.
—Charlie… ¡Charlie, por el amor de Dios, tranquilízate…!
—¿En qué año terminaste el servicio militar?
—En 1960.
—¡Debes servir a tu patria seis años! ¡Estás mintiendo! Voy a matar a…
—¡No! —vociferó—. ¡Estuve en la guardia nacional! ¡En la guardia nacional!
—¿Cuál era el apellido de soltera de tu madre?
—Ga… Gavin.
—¿Por qué?
—¿Por…? No entiendo a qué te…
—¿Por qué su apellido de soltera era Gavin?
—Porque el apellido de su padre era Gavin. Charlie…
—¿En qué año hiciste el campamento?
—En 1957… no 1956.
—Estás mintiendo. Te he pillado, ¿verdad, Don?
—¡No!
—Has dicho primero 57.
—Me he confundido.
—Voy a pegar un tiro a alguien. En el vientre, creo. Sí.
—¡Charlie, por el amor de Dios!
—Que no vuelva a suceder. Eras soldado raso, ¿verdad? En el ejército.
—Sí… no… Era oficial…
—¿Cuál era el segundo nombre de tu padre?
—John. Cha… Charlie, domínate. No…
—¿Se lo has comido alguna vez a tu mujer?
—¡No!
—Mientes. Antes dijiste que no sabías qué significaba eso.
—¡Tú me lo explicaste! —Grace respiraba de forma entrecortada—. Déjame ir, Charlie. Déjame…
—¿A qué confesión religiosa perteneces?
—A la metodista.
—¿Formas parte del coro?
—No.
—¿Acudiste a la escuela dominical?
—Sí.
—¿Cuáles son las tres primeras palabras de la Biblia?
Pausa.
—«En el principio…».
—¿Y la primera línea del salmo veintiuno?
—El… hum… «El Señor es mi pastor, nada me falta».
—¿Y se lo comiste a tu mujer por primera vez en 1956?
—Sí… ¡No! ¡Oh, Charlie, déjame en paz!
—El campamento, ¿qué año?
—En 1956.
—¡Antes has dicho 57! —exclamé—. ¡Ahí está! ¡Voy a volar la cabeza a alguien ahora mismo!
—¡Dije 56, maldita sea!
Vociferaba sin aliento, histérico.
—¿Qué le sucedió a Jonas, Don?
—Se lo tragó una ballena.
—En la Biblia se afirma que era un gran pez, Don. ¿Querías decir eso?
—Sí. Un gran pez. Claro que sí.
Cólera lastimera.
—¿Quién construyó el arca?
—Noé.
—¿Dónde hiciste el campamento?
—En Fort Benning.
Se mostraba más confiado. Terreno familiar. Se sentía más tranquilo.
—¿Se lo has comido alguna vez a tu mujer?
—No.
—¿Qué?
—¡No!
—¿Cuál es el último libro de la Biblia, Don?
—El Apocalipsis.
—¿Quién lo escribió?
—Juan.
—¿Cuál es el segundo nombre de tu padre?
—John.
—¿Alguna vez has tenido una revelación de tu padre, Don?
Una risa extraña, aguda, por parte de Don Grace. Algunos chicos parpadearon incómodos al oírla.
—Hum… no…, Charlie… No puedo decir que tuviera ninguna.
—¿Cuál era el apellido de soltera de tu madre?
—Gavin.
—¿Se cuenta a Cristo entre los mártires?
—Sssí…
Como era metodista, no estaba demasiado seguro.
—¿Cuál fue su martirio?
—La cruz. Morir crucificado.
—¿Qué preguntó Cristo a Dios desde la cruz?
—«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
—¿Don?
—Sí, Charlie.
—¿Qué acabas de decir?
—He dicho: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué…? —Una pausa—. ¡Oh, no, Charlie! ¡Esto no es justo!».
—Has hecho una pregunta.
—¡Me has tendido una trampa!
—Acabas de matar a alguien, Don. Lo siento.
—¡No!
Disparé la pistola contra el suelo. Toda la clase, que había escuchado con una atención tensa, hipnótica, se echó hacia atrás. Varios chicos gritaron. Pocilga volvió a desmayarse y cayó al suelo con un satisfactorio ruido de carne. No sé si el intercomunicador lo captó, pero en realidad no importaba.
El señor Grace estaba llorando, sollozando como un niño.
—Satisfactorio —dije, sin dirigirme a nadie en particular—. Muy satisfactorio.
Las cosas se desarrollaban magníficamente. Le dejé sollozar durante casi un minuto; los policías habían empezado a dirigirse hacia el edificio al oír la detonación, pero Tom Denver, confiando todavía en su psiquiatra, les hizo detenerse, de modo que, por ese lado, todo marchaba bien. El señor Grace parecía un niño pequeño, desvalido y desesperado. Le había hecho joderse con su gran instrumento, como en una de esas experiencias extrañas que se publican en el Penthouse Forum. Le había arrancado la máscara de brujo curandero y le había hecho humano. Pero no se lo eché en cara. Errar es humano, pero perdonar es divino. Estoy realmente convencido de ello.
—¿Señor Grace? —dije al fin.
—Me voy —anunció Grace. Luego, con un tono lloroso y rebelde, añadió—: ¡Y no podrás impedirlo!
—Está bien —asentí, casi con ternura—. El juego ha terminado, señor Grace. Esta vez no hemos jugado de veras. No ha muerto nadie. He disparado contra el suelo.
Un silencio lleno de jadeos. Luego, una voz cansada:
—¿Cómo puedo estar seguro de que lo que dices es cierto, Charlie?
Porque habría habido una estampida, pensé. En lugar de decir eso, hice una señal a Ted.
—Le habla Ted Jones, señor Grace —dijo el muchacho con voz de autómata.
—Sssí, Ted.
—Ha disparado contra el suelo —informó Ted maquinalmente—. Todos estamos bien.
A continuación sonrió y siguió hablando. Le apunté con la pistola y cerró la boca de inmediato.
—Gracias, Ted. Muchas gracias, muchacho.
El señor Grace rompió a sollozar de nuevo. Después de un rato que pareció muy, muy largo, desconectó el intercomunicador. Mucho después apareció en el césped, caminando hacia el grupo de policías apostados allí, con su americana de tweed con coderas de ante, la calva reluciente y las mejillas encendidas. Avanzaba con pasos lentos, como un anciano.
Me sorprendió lo mucho que me gustaba verle andar de aquella manera.