17

—¿Qué sucedió luego? —preguntó Susan Brooks casi sin aliento.

—No gran cosa —respondí—. El asunto quedó olvidado.

Tras haberlo contado, en cierto modo me sorprendió que el suceso no hubiera salido de mi boca hasta entonces. Una vez conocí a un niño, Herk Orville, que se comió un ratón. Yo le reté a que lo hiciera, y él lo tragó. Crudo. Era un pequeño ratón de campo, y cuando lo encontramos no pareció tener herida alguna; quizá sencillamente había muerto de viejo. La madre de Herk estaba tendiendo la ropa mientras jugábamos sentados en la tierra junto al porche posterior. Por casualidad se volvió para mirarnos en el instante en que el ratón se colaba en la boca de Herk, con la cabeza por delante.

La mujer lanzó un grito —¡qué susto puede llevarse uno cuando un adulto lanza un grito!—, echó a correr y metió un dedo a su hijo hasta el fondo de la garganta. Herk vomitó el ratón, la hamburguesa que había tomado para almorzar y una masa pastosa que parecía sopa de tomate. Mi amigo apenas había empezado a preguntar a su madre qué sucedía cuando fue ella quien devolvió. Y allí, entre tanto vómito, el ratón muerto casi parecía un bocado sabroso. Comencé a relatar esa historia a la clase, pero luego consideré que sólo les produciría asco e inquietud, como el tema de los cherokees y las narices de sus mujeres.

—Papá estuvo castigado durante unos días. Nada más. No hubo divorcio ni nada por el estilo.

Carol Granger se disponía a decir algo cuando Ted se puso en pie. Tenía la cara pálida como la nata, salvo por dos círculos encarnados en ambos pómulos. Sonreía. ¿He comentado ya que llevaba un corte de pelo pasado de moda, con fijador? Ted se lanzó a la acción. En la fracción de segundo que tardó en levantarse, tuve la impresión de que el fantasma de James Deán se levantaba, y el corazón me dio un vuelco.

—Voy a quitarte de una vez esa arma, basura —afirmó sonriendo. Tenía una dentadura blanca y perfecta.

Me esforcé para hablar con voz tranquila y creo que lo conseguí.

—Siéntate, Ted.

El muchacho no avanzó, y advertí cuánto le costaba contenerse.

—Me pone enfermo que intentes echar la culpa de todo esto a tus compañeros, ¿sabes?

—¿Acaso he dicho que fuera a…?

—¡Calla! —exclamó con voz aguda, estridente—. ¡Ya has matado a dos personas!

—Eres un chico muy observador —murmuré.

Ted hizo un movimiento nervioso con las manos, apretándolas a la altura de las caderas, y comprendí que mentalmente acababa de agarrarme con la intención de acabar conmigo.

—Deja esa arma, Charlie —insistió, siempre sonriendo—. Deja esa pistola y pelea con los puños.

—¿Por qué te retiraste del equipo de fútbol? —pregunté entonces con tono amistoso. Resultaba difícil mostrarse amistoso, pero dio resultado. Se mostró sorprendido, repentinamente inseguro, como si nadie salvo el entrenador del equipo se hubiera atrevido nunca a preguntarle aquello. De pronto pareció darse cuenta de que era el único de la clase que se hallaba de pie. Era como cuando un tipo advierte que lleva la bragueta abierta e intenta encontrar un modo de subirla sin que se note o cerrarla con naturalidad, como si fuera un acto divino.

—No te importa —respondió—. Deja esa pistola.

Sus palabras sonaban absolutamente melodramáticas, falsas, y él lo sabía.

—¿Tenías miedo por tus pelotas? ¿Temías estropearte esa carita? ¿Era eso?

Irma Bates respiró hondo. Sylvia, en cambio, observaba la escena con cierto interés depredador.

Ted murmuró algo y, de pronto, volvió a sentarse. Al fondo del aula alguien sofocó una risita. Siempre me he preguntado quién fue. ¿Dick Keene? ¿Harmon Jackson?

Observé sus rostros, y lo que encontré en ellos me sorprendió, incluso podría decirse que me conmocionó, porque percibí placer en ellos. Se había producido un enfrentamiento, un intercambio de disparos verbal, por así decirlo, y yo había ganado. ¿Por qué les alegró tanto que así fuera? Es como uno de esos pasatiempos que aparecen en el suplemento dominical del periódico: «¿Por qué se ríe esa gente? Solución en la página 41». Pero yo no tenía ninguna página 41 a mi disposición.

Y es importante saberlo, ¿entendéis? He dado vueltas y vueltas al asunto, he reflexionado sobre ello con todo el cerebro que me queda, y no he encontrado la respuesta. Quizá se debía al propio Ted, tan guapo y valiente, tan lleno de ese machismo natural que mantiene las guerras bien provistas de combatientes. Por tanto se trataba de simple envidia, de puros celos. Era la necesidad de ver a alguien al mismo nivel que ellos, haciendo gárgaras en el mismo coro de escaladores sociales, parafraseando a Dylan. Quítate la máscara, Ted, y siéntate como el resto de nosotros, los chicos del montón.

Ted seguía mirándome, y comprendí perfectamente que estaba casi intacto. Tal vez la próxima vez no sería tan directo. Quizá la próxima vez intentaría atacarme por el flanco. Tal vez sólo era el espíritu gregario. Atacar al individuo.

Pero no lo creí así entonces, ni lo creo ahora, aunque eso explicaría muchas cosas. No, el sutil cambio en la balanza no podía explicarse simplemente como un rugido de emoción de la masa. Las multitudes siempre arremeten contra el extraño, el diferente. Pero el extraño era yo, no Ted. Ted era todo lo contrario, el chico que cualquiera estaría orgulloso de tener en la habitación de juegos con su hija. No, se trataba de algo relacionado con Ted, no con los demás. Tenía que ser algo relacionado con Ted. Empecé a notar unos extraños tentáculos de excitación en el vientre, semejantes a los que debe de sentir un coleccionista de mariposas al ver un ejemplar raro revolotear sobre unos arbustos.

—Yo sé por qué Ted dejó el equipo —dijo una voz furtiva.

Recorrí la clase con la mirada. Era Pocilga. Ted dio un brinco al oír la voz. Empezaba a mostrarse un tanto abatido.

—Pues cuéntalo —repliqué.

—Si abres la boca, te mato —murmuró Ted con premeditada lentitud mientras volvía hacia Pocilga su rostro con la extraña sonrisa.

Pocilga parpadeó, aterrorizado, y se humedeció los labios con la lengua, indeciso. Probablemente era la primera vez en la vida que tenía el hacha en la mano, y no sabía si atreverse a descargarla. Naturalmente casi todos en la clase sospechábamos cómo había conseguido Pocilga aquella información. La señora Daño, que pasaba la vida visitando bazares, revolviendo tiendas y asistiendo a iglesias y cenas escolares, poseía el más agudo olfato de Gates Falls para los cotilleos. Yo presumía además que la señora Daño tenía el récord de escuchas telefónicas clandestinas por las líneas compartidas por varios abonados. Era una mujer capaz de sacar los trapos sucios de cualquiera antes de que alguien tuviera tiempo de decir: «¿Te has enterado de lo último de Sam Delacorte?».

—Yo… —empezó a decir Pocilga. Y apartó la vista de Ted cuando éste apretó los puños en un gesto de impotencia.

—Vamos, cuenta —intervino Sylvia Ragan—. No dejes que el chico de oro te asuste.

Pocilga le dirigió una sonrisa temblorosa y luego explicó apresuradamente:

—La señora Jones es alcohólica y se recluyó en un sanatorio para desintoxicarse. Ted tuvo que ayudar entonces en la casa.

Se produjo un silencio.

—Te mataré, Pocilga —masculló Ted, poniéndose en pie.

Tenía la cara tan pálida como la de un cadáver.

—Vaya, eso no resulta nada agradable —comenté—. Y ya lo dijiste antes. Siéntate.

Ted me dirigió una mirada feroz, y creí que iba a abalanzarse sobre mí. Si lo hubiera hecho, le habría matado. Quizá lo adivinó en la expresión de mi rostro. Siguió sentado.

—Bien —continué—, por fin ha salido el fantasma del armario. ¿Dónde realiza la desintoxicación, Ted?

—Calla —replicó éste con voz apagada. Un mechón engominado le caía sobre la frente. Era la primera vez que le veía tan despeinado.

—¡Ah!, ya ha salido —explicó Pocilga, al tiempo que ofrecía a Ted una sonrisa indulgente.

—Has dicho que matarías a Pocilga —comenté, pensativo.

—Lo haré —murmuró Ted. Tenía los ojos enrojecidos y coléricos.

—En tal caso podrás echar la culpa a tus padres —observé con una sonrisa—. ¿No sería un alivio?

Ted tenía las manos aferradas al pupitre. Las cosas no se desarrollaban a su gusto. Harmon Jackson mostraba una sonrisa aviesa; quizá tenía alguna vieja cuenta pendiente con Ted.

—¿Fue tu padre quien la llevó al sanatorio? —pregunté, de nuevo con tono amigable—. ¿Cómo empezó todo? ¿Llegaba siempre tarde a casa? ¿La cena quemada y todo eso? ¿Tomaba un trago al jerez de cocinar al principio? ¿Fue así?

—Le mataré —susurró una vez más.

Estaba pinchándole —pinchándole hasta el límite— y nadie me pedía que le dejara en paz. Era increíble. Todos observaban a Ted con una especie de turbio interés, como si hubieran esperado desde el primer momento que escondiera algún asunto sórdido tras aquella fachada.

—Debe de ser duro estar casada con un banquero poderoso —añadí—. Míralo de este modo; probablemente tu madre no se percataba de que estaba dándole tanto a la bebida. El alcohol puede dominar a cualquiera. Y no es culpa de nadie, ¿o sí?

—¡Basta! —espetó Ted.

—Fíjate, allí estaba, justo ante tus narices, pero poco a poco quedó fuera de control, ¿me equivoco? Bastante desagradable, ¿no? ¿De verdad perdió el control, Ted? Cuéntanoslo. Desahógate. ¿Iba acaso dando tumbos por la casa?

—¡Basta! ¡Basta!

—¿Se sentaba borracha frente al televisor? ¿Veía bichos en los rincones? ¿O se contenía y no decía nada? ¿Veía bichos? ¿Los veía? ¿Se salía de sus casillas?

—¡Sí, era muy desagradable! —bramó de pronto Ted frente a mí, echando espumarajos por la boca—. ¡Casi tan desagradable como tú, asesino! ¡Asesino!

—¿Le escribías al sanatorio? —pregunté con calma.

—¿Por qué iba a hacerlo? —replicó con furia—. ¿Por qué iba a escribirle? Ella se lo buscó.

—Y tú no pudiste seguir jugando a fútbol.

—¡Cerda borracha! —exclamó Ted Jones. Carol Granger dejó escapar un suspiro, y el embrujo se rompió. Los ojos de Ted parecieron serenarse un poco. Desapareció de ellos la luz roja, y Ted se dio cuenta de lo que había dicho.

—Me las pagarás por esto, Charlie —masculló.

—Quizá. Tal vez tendrás tu oportunidad. —Sonreí—. Una cerda borracha como madre. Desde luego suena muy desagradable, Ted.

Él continuó sentado, mirándome.

El enfrentamiento había terminado. Pudimos, al fin, centrar nuestra atención en otros asuntos, por lo menos de momento. Tuve la sensación de que quizá volveríamos a hablar de Ted. O de que éste volvería a saltar contra mí.

En el exterior la gente se movía de un lado para otro, inquieta.

El reloj emitió un zumbido.

Nadie pronunció palabra durante un largo rato, o durante lo que nos pareció a todos un largo rato. Había muchas cosas en que pensar.