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Por lo que recuerdo, mi padre me ha odiado siempre.
Ésta es una afirmación que todo el mundo hace, y sé que suena falsa. Parece formulada por una persona malhumorada y fantasiosa. Es la clase de arma que siempre utiliza un muchacho cuando su padre no le deja el coche para la importante cita en el cine al aire libre con Peggy Sue, o cuando le advierte que le molerá a palos si suspende el examen de historia universal por segunda vez consecutiva. En estos tiempos luminosos en que todo el mundo considera que la psicología es un don divino para la pobre raza humana y su fijación anal, y en que hasta el presidente de Estados Unidos se toma un tranquilizante antes de la cena, constituye una manera magnífica de liberarse de todos esos sentimientos de culpabilidad del Viejo Testamento que le suben a uno a la garganta como el regusto de una mala comida de que hemos abusado. Si afirmas que tu padre te odiaba cuando eras pequeño, puedes salir y escandalizar al barrio, violar a una chica o quemar el bingo de la esquina y, después, pedir clemencia.
Sin embargo nadie te creerá aunque sea verdad. Eres como el chico que exclamaba: «¡Que viene el lobo!». Y en mi caso es cierto. Bueno, no resulta nada sorprendente después de lo sucedido con Carlson. No creo siquiera que mi padre lo supiera hasta entonces. Aunque se pudiera ahondar en sus motivos, probablemente diría, como mucho, que me odiaba por mi propio bien.
Tiempo de metáfora en el viejo corral; para papá la vida era como un valioso coche antiguo. Por ser precioso e irreemplazable, lo mantienes inmaculado y en perfecto estado. Una vez al año lo presentas en la Exposición de Coches Antiguos de la localidad. Jamás permites que la mínima gota de grasa ensucie la gasolina, que el menor resto de tierra se cuele en el carburador, que se afloje un pequeño tornillo del eje propulsor. Debe ser revisado y engrasado cada mil quinientos kilómetros, y encerado cada domingo, antes del partido transmitido por televisión. El lema de mi padre reza:
«Mantenlo tenso, mantenido a punto». Si un pájaro se caga en el parabrisas, se limpia antes de que pueda secarse.
Ésa era la vida de papá, y yo era la cagada de pájaro en el parabrisas. Papá era un tipo grande y callado, de cabello muy rubio, rostro que se encendía con facilidad y facciones que guardaban una remota —pero no desagradable— semejanza con las de un simio. En verano siempre parecía enfadado, con la cara roja por el sol y una expresión beligerante en los ojos. Cuando yo tenía diez años, le trasladaron a Boston, y sólo le veía los fines de semana; anteriormente había estado destacado en Portland y, por lo que a mí se refería, era como cualquier padre con un trabajo de nueve a cinco, con la diferencia de que su camisa era caqui en lugar de blanca, y la corbata era siempre negra. En la Biblia se afirma que los pecados de los padres recaen sobre los hijos, y quizá sea verdad. Pero puedo añadir que también cayeron sobre mí los pecados de los hijos de otros padres.
A papá le resultaba muy duro ser jefe de reclutamiento, y muchas veces he pensado que habría sido mucho más feliz estando destacado en el mar…, por no hablar de lo feliz que habría sido yo. Para él era como ver valiosos coches antiguos destrozados y oxidados, llenos de fango y abolladuras. Reclutaba a Romeos de escuela secundaria que dejaban tras de sí a Julietas embarazadas. Reclutaba a hombres que ignoraban dónde se metían y otros que sólo sabían de qué huían. Reclutaba a jóvenes hoscos que se veían obligados a escoger entre una reclusión en la marina o una reclusión en el correccional de South Portland. Admitía a asustados contables que habían sido calificados aptos y que hubieran hecho cualquier cosa para no tener que vérselas con los chinos en Vietnam, que precisamente por aquel entonces empezaban su largo menú especial de pene de soldadito norteamericano en salmuera. Y admitía a los expulsados de las escuelas, muchachos de mandíbulas siempre abiertas que debían ser entrenados antes de que supieran escribir sus propios nombres y que tenían un cociente intelectual similar a su talla de casco.
Y allí estaba yo, en la casa, con algunas características aún por desarrollar atribuibles a todo lo anterior. Menudo reto para él. Y debéis saber que no me odiaba sólo por estar allí, sino sobre todo porque no se hallaba a la altura del desafío. Quizá lo habría estado si yo no hubiese sido más el niño de mi mamá que el de mi papá, y si mi madre y yo no lo hubiéramos sabido muy bien. Mi padre me llamaba «el niño de mamá», y quizá lo era. Un día de otoño de 1962 se me ocurrió arrojar piedras contra las sobrevidrieras que papá se disponía a colocar. Era un sábado, a principios de octubre, y papá se dedicaba a la tarea igual que se entregaba a todo, con una precisión metódica que excluía cualquier posibilidad de error o despilfarro.
Primero las sacó del garaje (habían sido pintadas la primavera anterior, de verde, a juego con los marcos) y las apoyó meticulosamente contra las paredes de la casa, cada una junto a la ventana correspondiente. Le recuerdo, alto y bronceado, con su aspecto enfurruñado bajo el tibio sol de octubre, bajo el aire puro de octubre, tan frío como los besos. Octubre es un mes magnífico.
Yo estaba sentado en el último peldaño de la escalera del porche delantero, sin armar alboroto, contemplándole. De vez en cuando un coche pasaba ante la casa, subiendo por la carretera en dirección a Winsor o bajando hacia Harlow o Freeport. Mamá estaba dentro, interpretando al piano una pieza menor, de Bach, creo. Todo lo que tocaba mamá solía sonar a Bach. El viento soplaba a rachas, ora trayendo la música hacia mis oídos, ora llevándola en otra dirección. Cada vez que escucho esa pieza recuerdo ese día. Fuga de Bach para sobrevidrieras en la menor.
Continué sentado, silencioso. Pasó un Ford de 1956 con matrícula de otro estado. Probablemente había venido para cazar perdices y faisanes. Un tordo se posó al pie del olmo que arrojaba sombra sobre las paredes de mi dormitorio por las noches y picoteó entre las hojas caídas en busca de un gusano. Mi madre seguía tocando; la mano derecha ejecutaba la melodía mientras la izquierda marcaba el contrapunto. Mamá interpretaba magníficos boogiewoogies cuando le apetecía, lo que no era a menudo. No le gustaban y probablemente daba igual. Incluso sus boogies sonaban como si los hubiera compuesto Bach. De repente se me ocurrió que sería maravilloso romper todas aquellas contravidrieras; una tras otra, primero los cristales superiores, luego los inferiores. Pensaréis que se trataba de un acto de venganza, consciente o inconsciente, un modo de rebelarme contra el orden y la limpieza impuestos por mi padre, su «todos a fregar la cubierta», pero lo cierto es que no recuerdo haber asociado a mi padre con esa imagen en concreto. El día era claro y hermoso. Yo tenía cuatro años. Era un espléndido día de octubre para romper ventanas.
Me levanté, caminé hasta el borde del camino y empecé a recoger piedras. Llené los bolsillos delanteros de mi pantalón corto hasta que debió parecer que llevaba en ellos huevos de avestruz. Pasó otro coche, y lo saludé agitando la mano. El conductor me respondió. A su lado iba una mujer con un bebé en brazos.
Atravesé el césped, saqué una piedra del bolsillo y la arrojé con toda la fuerza posible contra la sobrevidriera colocada junto a la ventana del salón. Fallé. Saqué otra piedra y esta vez me coloqué mucho más cerca de mi objetivo. Un ligero escalofrío cruzó mi mente, perturbando mis pensamientos por un instante. No podía fallar. Y no lo hice. Rodeé la casa rompiendo contravidrieras. A la del salón siguió la de la sala de música; cuando hube roto ésta, me acerqué para ver a mamá, que continuaba tocando el piano. Llevaba unas braguitas azules, nada más. Al advertir que la observaba, dio un leve brinco y se equivocó de nota; luego me dedicó una gran sonrisa cargada de dulzura y siguió tocando. Ya veis, ni siquiera me había oído romper el cristal.
En cierto modo resultaba curioso: no tenía la menor sensación de estar haciendo algo malo, sino sólo algo divertido. La percepción selectiva de los niños es algo muy extraño. Si las sobrevidrieras hubieran estado colocadas, jamás se me habría ocurrido romperlas. Estaba observando la última contraventana, la del taller, cuando una mano se posó en mi hombro y me obligó a dar la vuelta. Era mi padre. Estaba furioso. Jamás le había visto tan encolerizado. Tenía los ojos como platos y se mordía la lengua como si sufriera un ataque. Me asustó tanto que eché a llorar. Era como si tu madre se sentara a la mesa para desayunar con una máscara de bruja puesta.
—¡Diablo de niño!
Me asió por los tobillos con la mano derecha mientras con la otra me apretaba el brazo izquierdo contra el pecho, y me arrojó al suelo con toda la fuerza de que era capaz. Quedé tendido, sin aliento, contemplando como la alarma y el arrepentimiento aparecían en su rostro y disolvían el estallido de furia. Yo era incapaz de hablar y llorar; notaba un intenso dolor en el pecho y el bajo vientre.
—No quería hacerlo —dijo, arrodillándose junto a mí—. ¿Estás bien? ¿Estás bien, Chuck?
«Chuck» era como me llamaba cuando jugábamos a pelota en el patio trasero. Mis pulmones se agitaron en un jadeo espasmódico y vacilante. Abrí la boca y solté un fuerte grito. El sonido me asustó, y el siguiente grito fue aún más potente. Las lágrimas convirtieron todo en prismas. El sonido del piano se interrumpió.
—No deberías haber roto esas ventanas —dijo mi padre. La furia reemplazaba de nuevo a la alarma—. Ahora, cállate. Pórtate como un hombrecito, por el amor de Dios.
Me agarró de nuevo para ponerme en pie con gesto rudo en el mismo instante en que mi madre aparecía corriendo por la esquina de la casa, todavía cubierta sólo con las braguitas.
—Ha roto todas las contravidrieras —explicó mi padre—. Y ponte algo encima.
—¿Qué sucede? —exclamó ella—. ¡Oh, Charlie! ¿Te has cortado? ¿Dónde? ¡Enséñame dónde!
—No se ha cortado —aseguró papá con voz disgustada—. Tiene miedo de recibir una buena paliza. Y tiene razones para temerlo.
Corrí junto a mi madre y apreté mi rostro contra su vientre, percibiendo la suave y reconfortante seda de sus braguitas y aspirando su aroma dulzón. Notaba la cabeza hinchada y carnosa, como un nabo. Mi voz se había transformado en un entrecortado rebuzno. Cerré los ojos.
—¿Qué estás diciendo? ¿Una paliza? ¡Si está morado! Como le hayas hecho daño. Carl…
—¡Por el amor de Dios! ¡Empezó a llorar en cuanto me vio aparecer!
Las voces llegaban a mí desde arriba, como declaraciones amplificadas de las cimas de las montañas.
—Viene un coche —anunció papá—. Entra a casa, Rita.
—Ven, cariño —dijo mi madre—. Mamá. Sonríe a mamá.
Una sonrisa grande. Me apartó de su vientre y me enjugó las lágrimas de las mejillas. ¿Alguna vez os ha secado las lágrimas vuestra madre? En eso los poetas mediocres tienen razón; es una de las grandes experiencias de la vida, junto con el primer partido de fútbol y el primer sueño húmedo.
—Eso es, cariño. Papá no quería hacerte daño.
—Eran Sam Castinguay y su mujer —afirmó mi padre—. Ahora les has dado carnaza para sus chismorreos. Espero que…
—Vamos, Charlie —murmuró mi madre, asiéndome la mano—. Tomaremos un tazón de chocolate en la salita de costura.
—¡Una mierda, tomará! —replicó mi padre, lacónicamente. Me volví para mirarle. Con los puños cerrados con fuerza, permanecía inmóvil frente a la única contravidriera que había salvado—. Cuando le haya propinado la paliza que se merece, sólo tendrá ganas de vomitar.
—Tú no vas a dar una paliza a nadie —repuso mi madre—. Ya le has dejado medio muerto del susto…
Al instante papá se acercó a ella y, sin preocuparse ya de sus braguitas, Sam o su esposa, la agarró por el hombro y señaló la sobrevidriera de la cocina, hecha añicos.
—¡Mira! ¡Fíjate! ¡El pequeño diablo se ha dedicado a hacer eso, y tú le ofreces chocolate! ¡Ya no es un bebé, Rita! ¡Es hora de que dejes de darle el pecho!
Yo me agarré a la cintura de mamá, quien apartó el hombro de la mano que la agarraba. Por un instante aparecieron en su piel unas marcas blancas que, de inmediato, se tornaron encarnadas.
—Entra en casa —dijo mamá con voz tranquila—. Estás portándote como un estúpido, Carl.
—Voy a…
—¡No me digas qué vas a hacer! —espetó ella repentinamente. Mi padre titubeó—. ¡Ve dentro! ¡Ya has causado suficiente daño! ¡Entra en casa o ve a buscar a alguno de tus amigos y toma una copa! ¡Ve a donde te parezca! ¡Pero sal de mi vista!
—Hay que castigarle —afirmó mi padre reposadamente—. ¿Alguien te enseñó esa palabra en la universidad, o estaban demasiado ocupados llenándote la cabeza con toda esa basura liberal? La próxima vez romperá algo más valioso que unas contravidrieras. Y dentro de poco te romperá el corazón. Destrucción desenfrenada…
—¡Lárgate!
Eché a llorar otra vez y me aparté de ambos. Por un instante quedé entre los dos, tambaleándome. Luego, mi madre me tomó en brazos, diciendo:
—Está bien, cariño.
Mientras tanto yo observaba a mi padre, que había dado media vuelta y se alejaba a grandes zancadas, como un chiquillo enfurruñado. No fue hasta entonces, hasta que hube apreciado con qué dominio y asombrosa facilidad le había despachado mi madre, cuando empecé a atreverme a devolver a mi padre el odio que mostraba hacia mí. Mientras mamá y yo compartíamos un tazón de chocolate en la salita de costura, le conté cómo mi padre me había arrojado al suelo. Le expliqué que papá había mentido. Aquello hizo que me sintiera fuerte, estupendo.