20

—¡Vaya, tío! —exclamó Richard Keene desde el fondo del aula con voz cansina y apagada.

De pronto se oyó una vocecilla que reflejaba felicidad:

—¡Creo que ha sido magnífico!

Volví la cabeza hacia el lugar de donde había surgido la voz. Era una chica llamada Grace Stanner, una muchacha menuda que parecía una muñeca holandesa. Era bonita, de esa clase que atrae a los alumnos de los primeros cursos, que todavía se peinan el cabello hacia atrás y llevan calcetines blancos. Muchos revoloteaban siempre alrededor de ella en el vestíbulo, como abejas zumbonas. La chica llevaba jerséis ajustados y falditas cortas. Cuando caminaba, todo el mundo se quedaba mirándola; como Chuck Berry ha afirmado en su profunda sabiduría, «es magnífico ver a alguien llevarse los aplausos». Por lo que sabía, su madre no era precisamente una joya, sino una especie de mariposa de bar, entre profesional y aficionada, que pasaba la mayor parte del tiempo en Danny’s, el bar de South Main, a casi un kilómetro de lo que aquí, en Placerville, llaman «el rincón». Denny’s no tiene nada que ver con el Caesar’s Palace. En las ciudades pequeñas siempre hay mentes estrechas dispuestas a pensar que, de tal madre, tal hija.

Grace Stanner llevaba una rebeca rosa y una falda de color verde oscuro que le llegaba a los muslos. Tenía el rostro encendido, como el de un elfo. Había levantado un puño cerrado hasta la altura del hombro en un gesto inconsciente. Aquel momento tenía algo de cristalino, de punzante. Noté que mi garganta se ponía tensa.

—¡Adelante, Charlie! ¡Jódeles a todos!

Muchas cabezas se volvieron a un lado y otro y muchas bocas se abrieron, pero a mí no me sorprendía demasiado lo sucedido. Ya he explicado que esto es como la bola de una ruleta, ¿verdad? Claro que sí. En cierto modo —de muchos modos—, todavía seguía girando. La locura es sólo cuestión de medida, y hay mucha gente, aparte de mí, que siente el impulso de hacer rodar cabezas. Esa gente gusta de ver películas de miedo y acude a los combates de lucha que se celebran en el pabellón de Portland. Quizá lo que Grace había dicho tenía el sabor característico de esas cosas, pero la admiré por expresarlo en voz alta, sin reprimirse; el precio de la sinceridad siempre es muy elevado. La muchacha había asimilado perfectamente los fundamentos. Además era bonita y delicada.

Irma Bates se volvió hacia ella con el rostro contraído de indignación. De pronto tuve la sensación de que lo que estaba ocurriéndole a Irma debía de ser casi catastrófico.

—¡Tienes una boca llena de mierda!

—¡Anda y que te jodan! —replicó Grace con una sonrisa. Luego, como si lo hubiera pensado mejor, añadió—: ¡Guarra!

Irma se quedó boquiabierta, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas. Observé cómo se movía su garganta, probándolas, rechazándolas, probando otras nuevas, buscando palabras soeces que hicieran aparecer arrugas en el rostro de Grace, que le hicieran caer los pechos diez centímetros sobre el vientre, que le hicieran surgir venas varicosas en aquellos muslos apretados y que le hicieran encanecer de golpe. Seguro que tales palabras existían en algún rincón y sólo se trataba de encontrarlas. Por eso Irma siguió esforzándose por evocarlas; con la mandíbula inferior caída y la frente prominente (ambas profusamente salpicadas de espinillas), parecía un sapo.

Finalmente lanzó su andanada:

—¡Golfa! ¡Deberían matarte a tiros, como harán con él!

Buscó más insultos. Lo anterior no bastaba para expresar el horror y la indignación que le había provocado aquel desgarrón en el tejido de su universo.

—¡Deberían matar a todas las busconas! ¡A las busconas y a sus hijas!

En la clase se hizo el silencio. Un pozo de silencio. Un imaginario foco iluminaba a Irma y Grace. Hasta las últimas palabras de Irma, Grace había sonreído ligeramente. De pronto su sonrisa se había borrado.

—¿Cómo? —preguntó sin levantar la voz—. ¿Cómo has dicho?

—¡Golfa! ¡Buscona!

Grace se puso en pie, como si se dispusiera a recitar un poema.

—¡Mi madre trabaja en una lavandería, gorda de mierda! ¡Y será mejor que retires lo que acabas de decir!

Irma miró a ambos lados con aire de triunfal desesperación. Tenía el cuello reluciente y resbaladizo de sudor; el sudor nervioso de la adolescente maldita que pasa los viernes por la noche en casa, viendo viejas películas por televisión y viendo pasar las horas; de ésa para quien el teléfono permanece eternamente mudo y para quien la voz de su madre es la voz de Thor; de ésa que se depila interminablemente la sombra de bigote sobre el labio superior; de ésa que ve una película de Robert Redford con las amigas y otro día vuelve sola al cine para contemplar de nuevo al actor, sentada ante la pantalla con las manos apretadas y sudorosas en el regazo; de ésa que se agita ante una carta larga, escrita a John Travolta y rara vez enviada, que garabatea bajo la luz parpadeante y opresiva de la lámpara de la mesa de estudio; de ésa para quien el tiempo se ha convertido en un lento y soñoliento trineo que conduce al fracaso, que sólo lleva a habitaciones vacías y el olor de viejos sudores. Sí, aquel cuello estaba reluciente y resbaladizo de sudor. No os engañaría, como tampoco me engañaría a mí mismo.

Irma abrió la boca y aulló:

—¡Hija de puta!

—Muy bien —repuso Grace, que había empezado a avanzar por el pasillo hacia Irma, con las manos tendidas delante del cuerpo como la ayudante de un hipnotizador en pleno espectáculo. Tenía las uñas muy largas, pintadas de color perla—. Voy a arrancarte los ojos, cerda.

—¡Hija de puta! ¡Hija de puta! —canturreaba Irma.

Grace sonrió. Sus ojos destellaban con un aire élfíco. No caminaba deprisa, pero tampoco se hacía la remolona. No. Avanzaba con paso normal, resuelta. Era bonita, más de lo que había advertido hasta entonces. Era como si se hubiera convertido en un camafeo de sí misma.

—Muy bien, Irma —dijo—. Allá voy. Te arrancaré los ojos.

Irma, repentinamente consciente de lo que sucedía, se encogió en su asiento. No así la pistola, pero coloqué la mano encima.

—¡Basta! —intervine.

Grace se detuvo y me dirigió una mirada inquisitiva. Irma se mostró aliviada y también complacida, como si yo hubiera adoptado de pronto el aspecto de un dios justiciero.

—Una hija de puta —comentó al resto de la clase—. La señora Stanner deja abiertas las puertas de su casa cada noche, cuando vuelve de la taberna. Y ella le sirve de ayudante en prácticas.

Dirigió una sonrisa enfermiza a Grace; una sonrisa que pretendía reflejar una compasión superficial y mordaz, pero que sólo traducía su propio terror, vacío y penoso. Grace seguía mirándome con aire inquisitivo.

—¿Irma? —pregunté educadamente—. ¿Te importaría escucharme, Irma?

Y cuando me miró, comprendí lo que sucedía. Sus ojos poseían un brillo reluciente pero opaco. Su rostro mostraba unas mejillas encendidas pero una frente cerúlea. Parecía un disfraz aprobado para la noche de Halloween. Irma estaba a punto de estallar. Todo cuanto estaba ocurriendo había ofendido a la especie de murciélago albino que pudiera tener por alma. Estaba a punto de ascender directamente al cielo o caer en picado al infierno.

—Bien —dije cuando ambas fijaron en mí la mirada—, bien, hemos de mantener el orden aquí. Seguro que lo entendéis. Sin orden, ¿qué tenemos? La selva. Y para conservar el orden, nada mejor que resolver nuestras diferencias de una manera civilizada.

—¡Escuchad, escuchad! —exclamó Harmon Jackson.

Me puse en pie, me acerqué al encerado y tomé un pedazo de tiza del estante. Luego dibujé un gran círculo sobre el suelo, de unos dos metros de diámetro. Mientras lo hacía, continué pendiente de Ted Jones. Finalmente volví al escritorio y tomé asiento. Señalé el círculo con un gesto.

—Chicas, por favor.

Grace se adelantó rápidamente, preciosa y perfecta. Sus rasgos eran suaves y hermosos. Irma permaneció sentada, como petrificada.

—Irma —murmuré—, vamos, Irma. Acabas de lanzar graves acusaciones, ¿sabes?

Irma se mostró un tanto sorprendida, como si el concepto «acusaciones» hubiera hecho estallar toda una nueva línea de pensamientos en su cabeza. Asintiendo, se levantó del pupitre al tiempo que se cubría la boca con una mano en un gesto de timidez, como queriendo ocultar una leve sonrisa coqueta. Avanzó lentamente por el pasillo hasta el círculo y se situó lo más lejos posible de Grace, con la mirada fija en el suelo, recatadamente, y las manos unidas a la altura de las caderas. Parecía un participante de un programa de artistas noveles que se dispone a cantar Granada.

De pronto recordé algo; su padre vendía coches, ¿verdad?

—Muy bien —dije—. Ahora, como se ha insinuado en la iglesia y la escuela, un solo paso fuera del círculo significa la muerte. ¿Entendido?

Todos lo entendían. No era lo mismo que comprenderlo, pero resultaba suficiente. Cuando uno deja de pensar, el concepto «comprensión» cobra un sabor ligeramente arcaico, como el de una lengua olvidada o un vistazo por una cámara oscura victoriana. A nosotros, los norteamericanos, se nos da mejor entender. Así resulta más fácil leer las vallas publicitarias cuando nos dirigimos a la ciudad por la autopista a más de ochenta. Para alcanzar la comprensión las mandíbulas mentales deben abrirse hasta hacer crujir los tendones. En cambio el entendimiento puede adquirirse en cualquier estantería de libros de bolsillo de la nación.

—Bien —dije—, me gustaría que hubiera aquí el mínimo de violencia física posible. Ya hemos visto bastante. Creo que las bocas y las manos serán suficientes, chicas. Yo seré el juez, ¿de acuerdo?

Ambas asintieron.

Me llevé la mano al bolsillo trasero y saqué mi pañuelo rojo. Lo había comprado en la tienda de saldos de Ben Franklin, en el centro de la ciudad, y lo había llevado un par de veces a la escuela, anudado al cuello, hasta que me harté del efecto que producía y desde entonces lo usaba para sonarme la nariz. Burgués hasta la médula, así soy yo.

—Cuando lo deje caer, empezáis. Comenzarás tú, Grace, ya que eres la agraviada.

Grace asintió, radiante. Tenía dos rosas en las mejillas, como siempre decía mi madre de quienes mostraban unos colores subidos en el rostro.

Irma Bates observó con timidez el pañuelo rojo.

—¡Basta! —exclamó Ted Jones—. Has dicho que no harías daño a nadie, Charlie. ¡No sigas! —En sus ojos se advertía un brillo de desesperación—. ¡No sigas!

Sin ninguna razón que pudiera adivinar, Don Lordi soltó una carcajada descontrolada.

—Fue Irma quien empezó, Ted Jones —intervino Sylvia Ragan, acalorada—. Si alguien llamase puta a mi madre…

—Puta. Puta asquerosa —asintió tímidamente Irma.

—¡Le arrancaría los ojos sin pensarlo dos veces!

—¡Estás loca! —espetó Ted con el rostro encendido—. ¡Podríamos detener a Charlie! ¡Si todos nos uniésemos, podríamos reducirle!

—¡Silencio, Ted! —exclamó Dick Keene—, ¿de acuerdo?

Ted miró alrededor y, al ver que nadie le apoyaba cerró la boca. Sus ojos aparecían sombríos y llenos de un odio desbocado. Me alegré de que hubiera una buena distancia entre su pupitre y el escritorio de la señora Underwood. Le dispararía a los pies si era preciso.

—¿Preparadas, chicas?

Grace Stanner me dedicó una sonrisa atrevida.

—Preparada.

Irma asintió. Era una chica corpulenta. Se colocó con las piernas abiertas y la cabeza ligeramente gacha. Su cabello, de un color rubio sucio, formaba grandes rizos que parecían rollos de papel higiénico.

Dejé caer el pañuelo. La competición había empezado.

Grace permaneció quieta y pensativa. Advertí que era consciente de hasta dónde podía llegar aquello y supuse que tal vez se preguntaba hasta dónde estaba dispuesta a llegar. En aquel instante la amé. No… amé a ambas.

—Eres una vacaburra chivata —espetó Grace, mirando a Irma directamente a los ojos—. Apestas. De verdad, tu cuerpo apesta. Eres una guarra.

—Bien —intervine cuando hubo terminado—. Dale una bofetada.

Grace lanzó la mano y la descargó sobre la mejilla de Irma con un ruido seco, como de dos tableros al chocar. El impulso del brazo hizo que la rebeca se le subiera por encima de la cinturilla de la falda.

Corky Herald murmuró «¡uh!».

Soltando un gruñido, Irma echó la cabeza hacia atrás, y su rostro se contrajo. Ya no parecía humilde o tímida. En su carrillo izquierdo se había formado una gran marca rojiza. Grace inclinó la cabeza hacia atrás, exhaló un repentino jadeo entrecortado y permaneció alerta. El cabello se esparcía sobre sus hombros, hermosos y perfectos.

—Irma por la acusación —dije—. Adelante, Irma.

Irma respiraba pesadamente. Tenía los ojos vidriosos, con una expresión ofendida, y una mueca de horror en la boca. En aquel momento parecía la imagen misma de la niña a quien nadie quiere.

—Puta —dijo al fin, aparentemente decidida a continuar utilizando el asalto que mejor resultado le había dado. Su labio inferior se levantó, cayó y volvió a levantarse, como el de un perro—. Puerca puta folladora.

Le dirigí un gesto de asentimiento. Irma sonrió. Era una chica muy robusta. Su brazo, al lanzarlo hacia adelante, era como un muro. Impacto en la mejilla de Grace y el ruido que se produjo fue como un crujido seco.

—¡Oh! —exclamó una voz.

Grace no cayó. La parte izquierda de su rostro enrojeció, pero ella apenas si se tambaleó. Al contrario, sonrió a Irma, que bajó la mirada. Lo veía y casi no podía creerlo; después de todo, Drácula tenía pies de barro.

Eché un rápido vistazo al público. Todos estaban pendientes del espectáculo, hipnotizados. No pensaban en el señor Grace, Tom Denver o Charles Everett Decker. Observaban la escena y quizá veían una parte de sus propias almas reflejadas en un espejo agrietado. Era magnífico. Era como la hierba nueva en primavera.

—¿Alguna contrarréplica, Grace? —pregunté. Tras los labios de Grace asomaron unos pequeños dientes de marfil.

—Nunca has tenido una cita. Eres repulsiva, hueles mal. Por eso sólo piensas en lo que hacen los demás, y todo lo vuelves sucio en tu mente. Eres una cucaracha.

Le dirigí un gesto.

Irma esquivó el golpe de Grace, cuya mano apenas le rozó el rostro. Sin embargo aquélla empezó a llorar con una súbita y tierna desesperación.

—Déjame en paz —gruñó—. No quiero seguir, Charlie. ¡Déjame en paz!

—Retira lo que has dicho de mi madre —ordenó Grace con voz inflexible.

—¡Tu madre es una chupapollas! —exclamó Irma con el rostro contraído. Sus rizos, como rollos de papel higiénico, se bamboleaban.

—Bien, continúa, Irma —indiqué. Pero Irma lloraba histéricamente.

—Señor… —gimoteó. Alzó los brazos y se cubrió el rostro con terrible lentitud—. Señor, querría estar muerta…

—Di que lo lamentas —insistió Grace Con aire torvo—. Retíralo.

—¡Y tú también eres una chupapollas! —replicó Irma detrás de la barricada que formaban sus brazos.

—Está bien —intervine—. Dale otra vez, Irma. Es la última oportunidad.

Esta vez Irma se impulsó con los pies. Observé que los ojos de Grace se convertían en dos rendijas y que los músculos del cuello se le tensaban como cuerdas. Encajó en el ángulo de la mandíbula la mayor parte de la fuerza del golpe, y su cabeza sólo se movió ligeramente. Con todo, aquel costado de su rostro quedó completamente rojo, como el efecto de una quemadura solar.

Todo el cuerpo de Irma se estremecía y agitaba con sus sollozos, que parecían surgir de un profundo pozo de su interior que jamás había sido explotado hasta entonces.

—No tienes nada —replicó entonces Grace—. No eres nada; sólo una cerda gorda y apestosa.

—¡Vamos, dale! —animó Bill Sawyer al tiempo que descargaba los puños sobre el pupitre—. ¡Continúa hasta el final!

—Ni siquiera tienes amigas —añadió Grace, respirando profundamente—. ¿Por qué te molestas en seguir viviendo?

Irma lanzó un gemido agudo y débil.

—Ya está —informó Grace.

—Muy bien —asentí—. Ahora golpéala.

Grace se preparó; Irma soltó un chillido y cayó de rodillas.

—¡No me pegues! ¡No me golpees más! ¡No me golpees…!

—Di que lo lamentas.

—No puedo —gimoteó Irma—. ¿No sabes que no puedo?

—Claro que puedes. Será mejor para ti.

Por un instante sólo se oyó el vago zumbido del reloj de pared. Luego Irma alzó la vista, y la mano de Grace cayó con sorprendente rapidez, produciendo una breve palmada, casi femenina, en la mejilla de Irma. Sonó como un disparo de calibre 22. Irma se apoyó pesadamente sobre una mano, y los rizos le cubrieron el rostro. Tras inspirar profunda y entrecortadamente, exclamó:

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Lo retiro!

Grace retrocedió un paso con la boca entreabierta y húmeda, la respiración acelerada. Levantó las manos, con las palmas vueltas hacia arriba en un curioso gesto parecido al vuelo de la gaviota, y luego se apartó el cabello de las mejillas. Irma la miró, silenciosa e incrédula. Luchó por incorporarse de nuevo sobre las rodillas, y por un instante pensé que se disponía a ofrecer una plegaria a Grace. Por último, rompió a llorar de nuevo.

La otra se volvió hacia la clase, luego hacia mí. La suave tela de su rebeca se ajustaba a sus exuberantes pechos.

—Mi madre folla —anunció—, y yo la quiero mucho.

El aplauso surgió de algún lugar al fondo del aula, quizá de Mike Gavin o Nancy Caskin. Se inició allí, y enseguida todos lo secundaron, todos excepto Ted Jones y Susan Brooks, que parecía demasiado apabullada para aplaudir y contemplaba a Grace Stanner con mirada radiante.

Irma continuó arrodillada, con el rostro entre las manos. Cuando la ovación cesó (yo había mirado a Sandra Cross, que batía palmas con gran lentitud, como en un sueño), indiqué:

—Levántate, Irma.

Ella me observó titubeando, con el rostro contraído, sombrío y crispado, como si acabara de despertar de una pesadilla.

—Déjala en paz —intervino Ted, enfatizando cada palabra.

—Calla —ordenó Harmon Jackson—. Charlie está haciéndolo muy bien.

Ted se volvió en su asiento hacia él, pero Harmon no bajó la mirada como habría hecho en cualquier otro lugar y momento. Ambos formaban parte del Consejo Estudiantil, donde Ted, naturalmente, siempre había ejercido el poder.

—Levántate, Irma —indiqué con tono amable.

—¿Vas a matarme? —susurró ella.

—Has dicho que lo sentías.

—Ella me ha obligado a hacerlo.

—Pero apuesto a que es verdad.

Irma me miró con expresión estúpida por debajo del revoltijo de rizos como rollos de papel higiénico.

—Siempre lamento todo —reconoció—. Por eso me resulta tan difícil decirlo.

—¿La perdonas? —pregunté a Grace.

—¿Eh? —Grace me miró un poco aturdida—. ¡Ah! Sí, claro.

De pronto volvió a su pupitre y se sentó, con la vista fija en sus manos y el entrecejo fruncido.

—¿Irma? —dije.

—¿Qué?

La pobre muchacha me miraba con aire perruno, atemorizado, lastimero.

—¿Quieres decir algo?

—No lo sé.

Se incorporó poco a poco. Las manos le colgaban a los costados con gesto extraño, como si no supiera qué hacer con ellas.

—Creo que sí quieres.

—Te sentirás mejor cuando lo hayas soltado, Irma —intervino Tanis Gannon—. A mí siempre me pasa.

—Dejadla en paz, por el amor de Dios —dijo Dick Keene desde el fondo de la clase.

—No quiero que me dejen en paz —exclamó de pronto Irma—. Quiero hablar. —Se echó el cabello hacia atrás con gesto desafiante. Sus manos no parecían en absoluto alas de gaviota—. No soy bonita, no gusto a nadie y nunca he tenido una cita. Todo lo que ella ha dicho es verdad. Ya está.

Las palabras habían brotado muy deprisa, y mientras las pronunciaba su rostro se había contraído, como si estuviera tragando una medicina desagradable.

—Cuida tu aspecto un poco más —aconsejó Tanis. Luego, un tanto avergonzada, aunque resuelta, añadió—: Ya sabes, lávate, depílate las piernas y, hum, las axilas. Ofrece un buen aspecto. Yo no soy una belleza despampanante, pero no me quedo en casa todos los fines de semana. Tú también puedes hacerlo.

—¡No sé cómo!

Algunos chicos se mostraron incómodos mientras las chicas tomaban la iniciativa. Todas trataban con amabilidad a las demás. Se disponían a intercambiar esas confesiones femeninas que todos los varones parecen conocer y temer.

—Bueno… —Tanis se interrumpió e hizo un gesto con la cabeza—. Vuelve aquí y siéntate.

—¿Secretos ahora? —inquirió Pat Fitzgerald con una risita.

—Exacto.

Irma Bates regresó apresuradamente al fondo del aula, donde ella, Tanis, Anne Lasky y Susan Brooks iniciaron una especie de maquinación. Entretanto, Sylvia cuchicheaba con Grace, y Pocilga devoraba a ambas con la vista. Ted Jones fruncía el entrecejo con la mirada perdida. George Yannick grababa algo en la superficie del pupitre mientras fumaba un cigarrillo; parecía un carpintero atareado. Casi todos los demás contemplaban por las ventanas a los policías que dirigían el tráfico y conferenciaban en pequeños grupos, con aspecto desesperado. Distinguí a Don Grace, al bueno de Tom Denver y a Jerry Kesserling, el policía municipal.

De pronto sonó un estentóreo timbrazo que nos sobresaltó a todos. También los policías del exterior dieron un respingo al oírlo, y dos sacaron las armas.

—Timbre de cambio de clase —anunció Harmon.

Observé el reloj de la pared. Eran las 9.50. A las 9.05 me hallaba sentado en mi pupitre, junto a la ventana, observando a la ardilla. La ardilla ya no estaba, el pobre Tom Denver estaba perdido, y la señora Underwood había desaparecido definitivamente. Pensé en ello y decidí que también yo estaba perdido.