22
Yo tenía doce años cuando mi madre me compró el traje de pana. Para entonces papá ya me había dejado por imposible, y mi existencia era responsabilidad exclusiva de mi madre. Acudía a la iglesia los domingos y a las lecturas bíblicas los jueves por la tarde con el traje y una de mis tres pajaritas con cierre automático. Absolutamente a la antigua. Sin embargo jamás habría pensado que me obligaría a ponérmelo para asistir a aquella maldita fiesta de cumpleaños. Intenté todo. Razoné con ella, amenacé con no ir, incluso le mentí diciendo que la fiesta se había anulado porque Carol tenía la varicela. Una llamada a la madre de Carol aclaró que no era así. Nada dio resultado. Mamá me dejaba vestir como quisiera la mayor parte del tiempo, pero cuando se le metía una idea en la cabeza, no había manera de quitársela. Escuchad esto: un año, por Navidad, el hermano de mi padre le regaló un enorme rompecabezas rarísimo. Creo que tío Tom se había confabulado en eso con mi padre. Mamá realizaba muchos rompecabezas —yo la ayudaba—, y los dos hombres consideraban tal afición una pérdida de tiempo. Así pues, mi tío le envió un rompecabezas de quinientas piezas que tenía un único arándano en la esquina inferior derecha; el resto era blanco, sin más dibujos ni tonos de color. Mi padre se desternilló de risa al verlo. «Vamos a ver si eres capaz de hacer éste, madre», dijo. Siempre la llamaba «madre» cuando creía que le había hecho una buena jugada, y ella siempre se enfadaba. El día de Navidad por la tarde, mamá se sentó y volcó las piezas en la mesa de su dormitorio (para entonces, dormían en habitaciones separadas). Los días 26 y 27 de diciembre, papá y yo tomamos comidas preparadas para almorzar y cenar, y en la mañana del 28 el rompecabezas estaba terminado. Mamá le sacó una fotografía Polaroid para enviarla a tío Tom, que vive en Wisconsin. Luego recogió el rompecabezas y lo guardó en la buhardilla. Eso fue hace dos años, y por lo que sé todavía sigue allí. Mi madre era una persona agradable, culta y con buen sentido del humor. Trata bien a los animales y los mendigos que tocan el acordeón, pero no la incordies, o te lanzará una coz… generalmente dirigida a la entrepierna.
Yo empezaba a irritarla. De hecho le repetí mis argumentos por cuarta vez, pero poco podía hacer ya. La pajarita me rodeaba ya el cuello de la camisa como una araña rosa con patas de metal ocultas, la americana me quedaba demasiado estrecha, y mamá me había obligado a ponerme los zapatos de punta redondeada, que eran los de lucir el domingo. Mi padre no estaba; había ido al bar de Gogan para recordar viejos tiempos con algunos amigos; de haberse encontrado en casa, habría dicho que mi aspecto era de «perfecto orden de revista». Yo no quería pasar por idiota.
—Escucha, mamá…
—No quiero oír una palabra más, Charlie.
Yo tampoco quería oír una palabra más, pero era yo quien se jugaba el título de Huevón del Año, no ella. Por eso me vi forzado a refunfuñar:
—Lo único que intento explicarte es que nadie acudirá a la fiesta con traje, mamá. Esta mañana he telefoneado a Joe McKennedy y me ha comentado que pensaba llevar…
—Calla ya —interrumpió sin levantar la voz. Obedecí. Cuando mi madre dice «calla», habla en serio—. Calla, o no te dejaré salir.
Yo sabía qué significaba eso. «No salir» abarcaría mucho más que la fiesta de Carol Granger. Probablemente se refería al cine, el parque de atracciones de Harlow y las clases de natación del mes siguiente. Mamá es tranquila, pero tiene un pronto terrible cuando se la desobedece. Me acordé del rompecabezas, que se titulaba «El último arándano del huerto». Aquel juego que la había puesto de tan mal humor llevaba dos años encerrado en la buhardilla. Como alguno ya sabrá, en aquella época yo sentía cierta atracción por Carol. Le había comprado un pañuelo con sus iniciales y lo había envuelto yo mismo. Mamá se había ofrecido a hacerlo, pero no la dejé. Además, no se trataba de ninguna baratija de medio dólar. Era una preciosidad que costaba cincuenta y nueve centavos en la tienda Lewiston J. C. Penney y tenía una puntilla alrededor.
—Está bien —gruñí—. Está bien, está bien.
—Y no vuelvas a intentar engañarme —me advirtió con expresión ceñuda—. Tu padre todavía es muy capaz de propinarte una buena paliza.
—No lo sabré yo… —repliqué—. Cada vez que estamos juntos en la misma habitación me lo recuerda.
—Charlie…
—He de irme ya, mamá —interrumpí, dando por zanjada la conversación—. Hasta luego.
—¡No te ensucies! —exclamó cuando yo casi estaba en la puerta—. ¡No te manches los pantalones de helado! ¡Acuérdate de dar las gracias cuando te vayas! ¡Saluda a la señora Granger!
No contesté a ninguna de esas órdenes, considerando que hacerlo sería darle nuevos ánimos para continuar. Me limité a hundir aún más en el bolsillo la mano en que no llevaba el paquete y bajar la cabeza.
—¡Pórtate como un caballero! ¡Señor!
—¡Y no empieces a comer hasta que lo haya hecho Carol!
¡Dios santo!
Me apresuré a desaparecer de su vista antes de que decidiera echar a correr detrás de mí para comprobar si me había meado encima.
Pero no era un día para sentirme mal. El cielo estaba despejado, el sol calentaba lo suficiente y soplaba una ligera brisa que hacía más agradable el camino. Estábamos en vacaciones de verano, y quizá Carol mostraría incluso cierto interés por mí. Naturalmente yo no sabía qué haría si Carol, en efecto, lo mostraba; quizá llevarla en el asiento posterior de mi bicicleta. En cualquier caso, ya me ocuparía de cómo cruzar ese puente si llegaba a él. Tal vez sobreestimaba las cualidades negativas del traje de pana. Si a Carol le gustaba algún actor que los usara, yo le encantaría.
Entonces vi a Joe y empecé a sentirme de nuevo como un estúpido. Llevaba unos tejanos blancos muy gastados y una camiseta. Observé que me miraba de arriba abajo y fruncí el entrecejo. Mi chaqueta tenía botones de cobre con figuras en relieve, absolutamente pasados de moda.
—Vaya traje —dijo—. Pareces ese tipo del programa de Lawrence Belch, el del acordeón.
—Myron Floren —dije—. Exacto. Me ofreció un chicle y retiré el envoltorio.
—Idea de mi madre.
Me llevé el chicle a la boca. Era un BlackJack. No lo hay mejor. Me lo pasé por la lengua e hice globos con él. Volvía a sentirme mejor. Joe era un amigo, el único que había tenido. Nunca parecía tenerme miedo ni le molestaban mis extrañas costumbres (por ejemplo, cuando me viene una buena idea a la cabeza, tengo tendencia a hacer las muecas más espantosas sin siquiera darme cuenta; ¿no pronunció el señor Grace una conferencia acerca de cosas así en una clase?). Yo superaba a Joe en el terreno intelectual, pero él me aventajaba mucho en cuestión de trabar amistades. La mayoría de los chicos no concede ningún valor al cerebro; un tipo con un cociente intelectual alto que no sabe jugar al béisbol, o al menos acabar tercero en una paja en grupo, es un cero a la izquierda. En cambio a Joe le gustaba mi modo de pensar. Nunca lo dijo, pero sé que era así. Y como Joe caía bien a todo el mundo, sus amigos toleraban mi presencia. No puedo decir que adorara a Joe McKennedy, pero sí algo parecido. Era como una droga para mí.
Caminábamos mascando los BlackJack, cuando una mano se posó en mi hombro de pronto. A punto estuve de tragarme el chicle. Trastabillé y me volví. Era Dicky Cable. Dicky era un chico bajo y robusto que siempre me recordaba, en cierto modo, a una segadora de césped, una gran Briggs & Stratton con el tubo de escape abierto. Tenía una gran sonrisa cuadrada que exhibía unos dientes grandes, blancos y cuadrados que encajaban en las encías como los dientes de un engranaje. Parecían mascar y roer entre sus labios como las cuchillas de una segadora cuando giran a tal velocidad que parecen no moverse. Tenía aspecto de comer niños. Por lo que yo sabía, así era.
—¡Hijo de perra, qué guapo vas! —Dicky hizo un guiño de complicidad a Joe—. ¡Hijo de perra, estás más guapo que una mierda de búho!
Y me dio una palmada en la espalda. Me sentí muy pequeño. Le tenía miedo; creo que sospeché que tendría que pegarme con él antes de que terminara el día, y que probablemente me echaría atrás.
—Déjame la espalda en paz —dije. Pero él no estaba dispuesto a dejarla en paz. Continuó dándome palmadas hasta que llegamos a casa de Carol. Mis peores temores se vieron confirmados en el instante en que crucé la puerta. Nadie iba bien vestido. Carol se hallaba en medio de la habitación y estaba realmente guapísima, radiante. Se la veía bonita y relajada, con una leve pátina de sofisticación en su adolescencia apenas iniciada. Probablemente aún lloraba, y le daban pataletas y se encerraba en el baño; seguramente todavía escuchaba discos de los Beatles y tenía una foto de David Cassidy, que aquel año estaba magnífico, en una esquina del espejo. Sin embargo no ofrecía en absoluto esa impresión, lo que me dolió y me hizo sentirme como un enano. Ataviada con un vestido marrón, reía entre un grupo de chicos, gesticulando.
Dicky y Joe se acercaron para entregarle sus regalos, y ella rió y les dio las gracias. Dios santo, qué guapa estaba.
Decidí marcharme. No quería que me viera con la pajarita y el traje de pana con botones metálicos. No deseaba verla hablar con Dicky Cable, que a mí me recordaba una segadora humana pero que por lo visto a ella le caía muy bien. Como Lamont Cranston, me limitaría a nublar unas pocas mentes y escurrir el bulto. Tenía un dólar en el bolsillo, una propina por haber limpiado de hierbajos el jardín de la señora Katzent el día anterior, de modo que podría entrar en algún cine de Brunswick si alguien me subía a su coche; allí, sentado en la oscuridad, podría administrarme una buena dosis de autocompasión. Sin embargo antes de que pudiera marcharme, la señora Granger me vio. No era mi día. Imaginad una falda plisada y una blusa de gasa translúcida sobre un tanque Sherman con dos tórrelas de cañones. Su cabello parecía un huracán, recogido en sendos moños a ambos lados de la cabeza y sostenidos de algún modo por un gran lazo de satén de un venenoso color amarillo.
—¡Charlie Decker! —cloqueó.
Y abrió unos brazos que parecían dos grandes rebanadas de pan. Por poco salgo corriendo presa del pánico. Era un alud a punto de desplomarse. Era todos los monstruos que han creado los japoneses reunidos en uno; era Ghidra, Mothra, Godzilla, Rodan y Tukan el Terrible cargando a través del salón de los Granger. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que todo el mundo se volvió para mirarme…
La señora Granger depositó un beso baboso en mi mejilla y graznó:
—¡Pero qué guapo estás!
Y por un instante temí que añadiera: «Estás más guapo que una mierda de buho».
Bien, no os torturaré con los detalles. ¿De qué serviría? Ya os habréis hecho una idea. Tres horas de puro infierno. Dicky se acercaba siempre que tenía oportunidad con un «¡Pero qué guapo estás!». Un par de chicos se aproximó para preguntarme quién había muerto. El único que permaneció a mi lado fue Joe, pero incluso eso me molestó un poco. Le oí decir a más de un chico que me dejara en paz, lo que no me gustó mucho. Me hizo sentirme el tonto del pueblo.
Creo que la única que no reparó en mi presencia fue Carol. Me hubiera molestado que me preguntara si quería bailar cuando pusieron los discos, pero más me molestó que no lo hiciera. Yo no hubiera podido bailar, pero la intención era lo que contaba. De modo que deambulé por allí mientras los Beatles cantaban The Ballad of John and Yoko y Let It Be, mientras los Adreizi Brothers cantaban Hey, Mr. Sun en su soberbio estilo desentonado. Ofrecí mi mejor impresión de maceta ambulante. Entretanto, la fiesta continuaba. Pareció que duraría eternamente, que los años pasarían como hojas arrastradas por el viento, que los coches se convertirían en montones de chatarra, que las casas se habrían derrumbado, que los padres se habrían transformado en polvo, que las naciones habrían vivido períodos de auge y decadencia. Tuve la sensación de que aún seguiríamos allí cuando el arcángel Gabriel apareciera sobre nosotros con la trompeta del juicio en una mano y un matasuegras en la otra. Se sirvieron helado y un gran pastel con la frase FELIZ CUMPLEAÑOS, CAROL en azúcar verde y rojo, y hubo más baile. Un par de chicos propuso jugar a hacer rodar la botella, pero la señora Granger lanzó una gran carcajada y dijo:
—No, ah, no. ¡Oh, no!
Por fin Carol dio unas palmadas y anunció que saldríamos todos al jardín para jugar a seguir al rey, ese juego que se basa en la cuestión más candente del momento; ¿estás preparado para la sociedad del mañana?
Todo el mundo salió al exterior. Vi a los invitados correr de un lado para otro pasándoselo bien, o haciendo lo que se entiende por pasárselo bien cuando se forma parte de un grupo de jóvenes recién llegados a la pubertad. Yo me entretuve un minuto antes de salir, pensando que Carol tardaría un segundo en hacerlo, pero ella fue de las primeras en dirigirse al jardín. Crucé la puerta y me quedé en el porche, observando la escena. Joe permaneció a mi lado, sentado en la barandilla del porche con una pierna colgando y la otra apoyada en el suelo, y ambos contemplamos el ambiente de la fiesta. No sé cómo se las arreglaba para estar siempre donde yo me colocaba, sentado sobre cualquier cosa, observando.
—Carol es una presumida —dijo finalmente.
—No. Sólo está muy ocupada. Hay mucha gente.
—Una mierda —replicó Joe. Permanecimos en silencio unos instantes. Luego alguien exclamó:
—¡Eh, Joe!
—Si juegas, te ensuciarás el traje y a tu madre le dará un ataque —afirmó Joe.
—O dos —añadí.
—¡Vamos, Joe!
Esta vez le llamó Carol. Se había puesto unos pantalones de algodón, probablemente diseñados por Edith Head, y se la veía alegre y bonita. Joe me miró. Se empeñaba en cuidar de mí, y de pronto me sentí más aterrorizado que nunca desde aquella noche en que desperté en la tienda de campaña durante la cacería con mi padre. Cuando llevas un rato bajo la protección de alguien, empiezas a detestar esa situación; además, temía que Joe me odiara algún día por ello. En aquel instante, con mis doce años, no tenía muy claras tales ideas, pero las intuía.
—Ve —le animé.
—¿Estás seguro de que no prefieres…?
—Sí, sí. De todos modos debo regresar pronto a casa.
Le observé alejarse, un poco dolido porque no se había ofrecido a acompañarme, pero aliviado también. A continuación me dispuse a cruzar el césped en dirección a la calle. Dicky se fijó en mí.
—¿Te vas ya, guapito?
Debería haberle respondido algo ocurrente, pero sólo fui capaz de decirle que se callara. Me cerró el paso como si hubiera estado esperando esa oportunidad, con su gran sonrisa de cortadora de césped. Olía a verdor y reciedumbre, como las lianas de la selva.
—¿Cómo has dicho, guapito?
Todas las emociones de la tarde se acumularon en mi interior, y me sentí furioso, realmente furioso. Habría escupido al mismísimo Hitler. Así de furioso me sentía.
—He dicho que te calles. Apártate de mi camino.
(En la clase, Carol Granger se cubrió los ojos con las manos… pero no me pidió que dejara el tema. Se lo agradecí en silencio y la respeté por esa actitud). Todos me miraban, pero nadie decía nada. La señora Granger se hallaba en el interior de la casa, cantando Swanee a voz en grito.
—Quizá piensas que puedes hacerme callar —replicó Dicky, mesándose el cabello engominado.
Le aparté a un lado de un empellón. Estaba fuera de mis casillas. Era la primera vez que me sentía así. Era otro yo, otra persona, quien impulsaba mis actos. Yo me limitaba a seguir sus iniciativas, nada más.
Dicky se abalanzó sobre mí, asestándome un puñetazo en el hombro que casi me paralizó los músculos del brazo. ¡Qué daño me hizo! Era como si me hubiese golpeado una bola de nieve dura.
Le agarré, porque nunca he sabido boxear, y le empujé hacia atrás. Su gran sonrisa humeaba, exhalaba el aliento hacia mi rostro. Con un rápido movimiento de pies, me pasó un brazo en torno al cuello como si se dispusiera a darme un beso, al tiempo que descargaba una y otra vez el otro puño sobre mi espalda, pero fue como si alguien golpeara en una puerta muy lejana. Tropezamos con una figura de piedra que representaba un flamenco y caímos sobre el césped.
Dicky era fuerte, pero yo estaba desesperado. De pronto golpear a Dicky Cable se convirtió en mi única misión en la vida. Era como si hubiera venido a la Tierra para eso. Recordé el pasaje de la Biblia sobre la lucha de Jacob con el ángel y solté una risita demente ante el rostro de Dicky. Lo tenía debajo y me esforzaba por mantenerlo en aquella posición. De pronto se escurrió de debajo de mi cuerpo —era un tipo terriblemente escurridizo— y me golpeó en el cuello con un brazo.
Emití un breve grito y quedé tendido de bruces. En un abrir y cerrar de ojos, Dicky se sentó a horcajadas sobre mi espalda. Intenté darme la vuelta, pero no lo conseguí. No lo conseguí. Dicky se disponía a sacudirme porque era incapaz de quitármelo de encima. Todo resultaba horrible y carente de sentido. Me pregunté dónde estaba Carol; contemplando la escena, probablemente. Todos debían estar mirando. Noté que el traje de pana se desgarraba bajo las axilas y que los botones metálicos con figuras grabadas saltaban uno tras otro a medida que me arrastraba por la tierra. Pero no logré darme la vuelta. Dicky reía. Me agarró por la cabeza y la golpeó contra el suelo como si de una pelota se tratara.
—¡Eh, guapito! —Pam. Estrellitas y el sabor de la hierba en la boca. Ahora era yo la segadora de césped—. ¡Eh, guapito, eres una monada!
Me cogió por el cabello y me hundió el rostro en el césped. Empecé a gritar.
—¡Estás hecho un auténtico dandi! —exclamaba Dicky entre risas mientras seguía aplastándome la cabeza contra el suelo—. ¡Tienes un aspecto estupendo!
De pronto desapareció de encima de mí porque Joe le había arrancado de su posición.
—¡Basta ya, maldita sea! —vociferaba Joe—. ¿No ves que ya es suficiente?
Me puse en pie, llorando. Tenía el cabello sucio de tierra. La cabeza no me dolía lo suficiente para justificar las lágrimas, pero allí estaban. No podía contenerlas. Todos los presentes tenían ese curioso aire perruno que adoptan los chicos cuando se han excedido, y noté que evitaban mirarme. Fijaban la vista en las puntas de sus pies como si quisieran asegurarse de que aún estaban allí. Miraban la valla cerrada con una cadena como para cerciorarse de que nadie la robaba. Algunos miraban hacia la piscina del jardín vecino por si alguien estaba ahogándose y necesitaba un rápido rescate.
Carol se hallaba en primera fila y se disponía a avanzar un paso. Entonces miró alrededor para comprobar si alguien estaba dispuesto a seguirla, pero no encontró a nadie. Dicky Cable se pasaba un peine por el cabello. No se había ensuciado en absoluto. Carol movió los pies con gesto nervioso; el viento le agitaba la blusa.
La señora Granger había dejado de cantar Swanee. Se encontraba en el porche, boquiabierta.
Joe se acercó y me puso una mano en el hombro.
—¡Eh, Charlie! ¿Qué tal si nos vamos?
Intenté apartarle con un brazo y sólo conseguí caer tendido al suelo.
—¡Déjame en paz! —espeté con voz ronca y furiosa. Más que gritar, estaba sollozando. En el traje de pana sólo quedaba un botón, que colgaba de la americana sujeto apenas por un hilo. Los pantalones estaban húmedos y manchados de hierba. Empecé a gatear sobre el césped aplastado, llorando todavía, en busca de los botones que habían saltado. La cara me ardía.
Dicky murmuraba una rápida letanía que no entendí al tiempo que se pasaba el peine por el cabello nuevamente. Reconozco que le admiro por ello. Al menos no ponía cara de cocodrilo llorón después de lo sucedido.
La señora Granger se acercó a mí caminando como un pato.
—Charlie… Charlie, cariño…
—¡Cállate, vieja gorda! —exclamé. No veía nada. Todo aparecía borroso ante mis ojos, y todos los rostros parecían abalanzarse sobre mí. Las manos tendidas hacia mí semejaban garras. No alcanzaba a ver lo suficiente para encontrar el resto de los botones.
—¡Vieja gorda! —repetí antes de salir corriendo.
Me detuve tras una casa desocupada de la calle Willow y decidí sentarme ante ella hasta que se hubieran secado las lágrimas. Bajo la nariz tenía una capa de mucosidad seca. Desdoblé el pañuelo, me limpié y me soné la nariz. Se acercó un gato callejero e intenté acariciarlo. El animal rehuyó mi mano. Yo sabía exactamente cómo debía sentirse. El traje había quedado realmente maltrecho, pero no me importaba. Ni siquiera me preocupaba qué diría mi madre; probablemente más adelante llamaría a la madre de Dicky para protestar por la conducta de su hijo. En cambio, sí me preocupaba mi padre. Le imaginé sentado, observándome detenidamente con cara de póquer y antes de preguntar: «¿Cómo ha quedado el otro chico?».
E imaginé mis mentiras.
Permanecí sentado alrededor de una hora; planeé acercarme a la autopista y poner el dedo, a la espera de que alguien me sacara de la ciudad para nunca volver. Finalmente regresé a casa.