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Nadie dijo nada. Algunos no habían entendido el sentido de mis palabras, si acaso lo tenían; no estaba seguro de que así fuera. Todos seguían mirándome con expectación, como si esperaran una última frase que convirtiera la historia en un buen chiste. Otros se miraban las manos, evidentemente azorados. En cambio Susan Brooks se mostraba radiante y satisfecha. Era magnífico verla. Me sentí como un agricultor que extiende excrementos y cosecha maíz.
Nadie hablaba. El reloj zumbaba con vaga determinación. Bajé la vista hacia la señora Underwood, que tenía los ojos entreabiertos, helados, viscosos. No parecía más importante que una marmota que cierta vez había matado de un disparo con un arma de mi padre. Una mosca se limpiaba las patas sobre el antebrazo de la mujer. La escena me resultó un poco desagradable, y espanté al insecto.
En el exterior, habían llegado cuatro coches policiales más. Otros vehículos estaban estacionados en la carretera, más allá de la barrera policial. Se había congregado una gran multitud. Volví a sentarme, me restregué una mejilla con la mano y observé a Ted. Él levantó los puños hasta la altura de los hombros y, sonriendo, se apretó las manos para hacer crujir los dedos corazón de ambas.
No dijo nada, pero movió los labios, y en ellos leí: «Mierda».
Nadie se enteró de lo que había sucedido, salvo él y yo. Ted parecía a punto de decir algo en voz alta, pero yo preferí mantener el asunto entre nosotros un rato más. Abrí la boca y comencé a hablar de nuevo.