27
Después de este relato nadie habló, ni siquiera Susan Brooks. Me sentía cansado. Al parecer no quedaba gran cosa que decir. La mayoría de los chicos y chicas miraba de nuevo hacia el exterior, aunque no había nada que ver que no hubiera estado allí una hora antes; en realidad había menos que ver, ya que los curiosos habían sido alejados de la zona. Llegué a la conclusión de que la historia sexual de Sandra había sido mejor que la mía; en la suya había habido un orgasmo.
Ted Jones me miraba con la habitual intensidad (aunque de pronto creí adivinar que la repulsión había cedido paso a un odio radical, lo cual resultaba ligeramente satisfactorio). Sandra Cross seguía ausente en su propio mundo. Pat Fitzgerald se dedicaba a doblar meticulosamente una hoja de papel de ejercicios de matemáticas, dándole la forma de un avión aerodinámicamente defectuoso.
De repente, Irma Bates declaró, desafiante:
—¡Necesito ir al baño!
Dejé escapar un suspiro, cuyo sonido me recordó en gran manera al de Dana Collette aquella noche en Schoodic Point, bajo los escalones.
—Ve, pues.
Irma me observó con incredulidad. Ted parpadeó. Don Lordi soltó una risita sofocada.
—Me matarías si lo hiciera.
Mirándola fijamente, pregunté:
—¿Necesitas ir al baño o no?
—Puedo aguantarme —afirmó ella, malhumorada.
Hinché los carrillos como hace mi padre cuando está irritado.
—Escucha, Irma, ve al baño o deja de bailar en el pupitre. No queremos ver un charco de orina bajo tu asiento.
Corky soltó una carcajada ante mis palabras, y Sarah Pasterne alzó la mirada, sorprendida.
Como si con ello quisiera fastidiarme, Irma se puso en pie y avanzó con paso firme y enérgico hacia la puerta. Al menos yo había conseguido algo: Ted la miraba ahora a ella, en lugar de a mí. Cuando Irma llegó a la puerta, se detuvo con aire dubitativo y puso la mano en el picaporte. Tenía el aspecto de la persona que acaba de recibir una pequeña descarga eléctrica mientras ajustaba la antena del televisor y duda entre intentarlo de nuevo o no.
—¿No me dispararás?
—¿Vas al baño o no? —insistí.
No estaba seguro de si dispararía contra ella. Todavía me sentía molesto (¿o celoso?) por el hecho de que la historia de Sandra hubiera resultado más atractiva que la mía. Tenía la impresión de que, en cierto modo, ellos habían ganado la última mano de la partida. Por un momento se me ocurrió la disparatada idea de que, en lugar de retenerles yo a ellos, la situación era la contraria; salvo en lo que se refería a Ted, naturalmente. Todos nosotros reteníamos a Ted como rehén.
Quizá sí dispararía contra Irma. Desde luego, no tenía nada que perder. Acaso incluso resultaría conveniente. Quizá con ello me libraría de la desquiciada sensación de haber despertado en mitad de un nuevo sueño.
Irma abrió la puerta y salió. No levanté la pistola del cuaderno situado sobre el escritorio. La puerta del aula se cerró, y oímos los pasos de Irma, que avanzaba por el vestíbulo, sin apresurarse. Todos teníamos la vista fija en la puerta, como si algo increíble hubiera asomado su cabeza, hecho un guiño y desaparecido.
Por lo que a mí respecta, experimenté una extraña sensación de alivio; una sensación tan difusa que jamás he podido explicarla.
Los pasos se alejaron hasta hacerse inaudibles.
Silencio. Esperaba que algún otro pidiera ir al baño, o ver a Irma Bates salir presurosa por la puerta principal de la escuela y lanzarse de cabeza hacia la primera página de un centenar de periódicos. Pero no sucedió ninguna de las dos cosas. Pat Fitzgerald sopló sobre las alas de su avión de papel para ver cómo vibraban. El sonido resultó perfectamente audible en toda la clase.
—Deja ya ese maldito juguete —exclamó Billy Sawyer irritado—. No se debe hacer aviones de papel con las hojas de la sala de estudio.
Pat no hizo ademán de lanzar el maldito avión. Billy no añadió ningún comentario más. De nuevo se oyeron pisadas, esta vez acercándose al aula.
Levanté la pistola y apunté con ella hacia la puerta. Ted me sonreía, creo que sin darse cuenta de ello. Observé su rostro; estudié sus finos rasgos, de una belleza convencional; me fijé en su frente, tras la cual quedaban contenidos tantos recuerdos de los días estivales en el club de campo, los bailes, los coches y los pechos de Sandy; aprecié su calma, su sentido de la justicia. Y entonces comprendí de pronto cuál era el meollo del asunto. Quizá aquél era el único asunto que había estado en juego durante toda la mañana. Y algo todavía más importante; supe que la suya era la mirada del halcón, y que su mano era de piedra. Aquel chico podía haber sido mi padre, pero no importaba. Tanto éste como Ted eran personas remotas y olímpicas, verdaderos dioses. Pero mis brazos estaban demasiado cansados para derribar templos. Yo no había sido modelado para ser un Sansón.
Su mirada era franca, directa, temiblemente decidida; era la mirada de un político. Cinco minutos antes el sonido de los pasos no habría significado una mala señal, ¿entendéis? Cinco minutos antes los habría recibido con alivio, habría dejado la pistola sobre el cuaderno del escritorio y habría salido a su encuentro, quizá con una mirada temerosa a la clase que dejaba atrás. En cambio ahora los pasos me asustaban. Temía que Philbrick hubiera decidido aceptar mi oferta, que hubiera acudido para cerrar la línea principal y dejara inconcluso nuestro asunto. Ted Jones mostraba una sonrisa de voracidad, Todos los demás aguardaban con la vista fija en la puerta. Los dedos de Pat se habían quedado inmóviles en el avión de papel. Dick Keene miraba con la boca abierta, y en aquel instante aprecié en él por primera vez el parecido familiar con su hermano Flapper, un caso de cociente intelectual justo en el límite inferior de la normalidad que había conseguido terminar sus estudios en Placerville después de seis largos años. Flapper realizaba en aquellos momentos un curso de posgrado en la prisión estatal de Thomaston y estaba a punto de licenciarse en mantenimiento de lavandería.
Una sombra informe apareció en el cristal, difusa e inconcreta en la superficie rugosa y translúcida. Mantuve la pistola en alto, y preparándome para disparar. Con el rabillo del ojo derecho veía a mis compañeros, que me observaban absortos, fascinados, como el último rollo de las películas de James Bond, donde el número de muertos aumenta de forma considerable.
Un sonido sofocado, una especie de gimoteo, surgió de mi garganta. Se abrió la puerta, y entró Irma Bates. Lanzó una mirada malhumorada alrededor, molesta de encontrar a todo el mundo observándola. George Yannick soltó una risita y murmuró:
—¿Adivina quién viene a cenar?
Nadie rió; era un chiste privado de George. Los demás continuaron mirando fijamente a Irma.
—¿Qué narices estáis mirando? —preguntó ella, enfadada, con la mano todavía en el picaporte—. A veces la gente necesita ir al baño, ¿no?
Cerró la puerta, avanzó hasta su pupitre y se sentó con gesto recatado. Era casi mediodía.