18
Sylvia Ragan rompió finalmente el silencio. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada estentórea y prolongada. Varios chicos, entre ellos yo, dimos un brinco. Ted Jones no; seguía absorto en sus pensamientos.
—¿Sabéis qué me gustaría hacer cuando todo esto haya terminado? —preguntó.
—¿Qué? —dijo Pocilga. Pareció sorprenderse de haber hablado de nuevo. Sandra Cross me observaba con expresión muy seria. Tenía los tobillos cruzados como hacen las buenas chicas cuando quieren frustrar a los chicos que desean mirar bajo sus vestidos.
—Me gustaría publicar esto en una revista policíaca. «Sesenta minutos de terror con el perturbado de Placerville». Lo encargaría a alguien que escribiera bien, como Joe McKennedy o Phil Franks…, o quizá a ti, Charlie. ¿Qué te parece?
Sylvia soltó una carcajada, y Pocilga se unió a ella dubitativamente. Creo que Pocilga estaba fascinado por la ausencia de miedo de Sylvia, o quizá por su evidente sexualidad. Desde luego, Sylvia no tenía cruzados los tobillos.
Fuera, en el césped, acababan de llegar otros dos coches de policía. Los bomberos se retiraban ya, y la alarma de incendios había enmudecido minutos antes. De pronto el señor Grace se separó de la multitud y se encaminó hacia la entrada principal. Una leve brisa agitaba la parte inferior de su americana.
—Más compañía —anunció Corky. Me levanté, me acerqué al intercomunicador y lo conecté de nuevo en «hablar-escuchar». Luego volví a sentarme, sudando un poco. En el próximo asalto me enfrentaría con el señor Grace, que no era precisamente un peso ligero. Unos minutos después el hueco «clic» anunció que la línea estaba abierta.
—¿Charlie? —dijo el señor Grace con voz tranquila, modulada, segura.
—¿Cómo está, fullero? —repliqué.
—Bien, gracias, Charlie. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
—Aquí, chupándome el dedo —respondí. Risitas de los chicos.
—Charlie, ya hablamos en otra ocasión de buscar ayuda para ti. Ahora has cometido un acto antisocial, ¿estás de acuerdo?
—¿Según qué normas?
—Según las normas de la sociedad, Charlie. Primero lo del señor Carlson, ahora esto. ¿Nos dejarás ayudarte?
Estuve a punto de preguntarle si mis compañeros no formaban parte de la sociedad, pues allí dentro nadie parecía demasiado afectado por lo sucedido con la señora Underwood, pero no podía hacerlo. Hubiera sido transgredir una serie de normas que apenas comenzaba a comprender.
—Charlie, Charlie —continuó el señor Grace, como si estuviera muy apenado—. Ahora depende de ti que puedas salir de ésta.
Su voz no me gustaba. Llevé la mano a la pistola como si eso pudiera infundirme ánimos. Me desagradaba hablar con el señor Grace. Siempre encontraba la manera de confundirte, de hacerte sentir inseguro. Me había entrevistado con él muchas veces después de golpear al señor Carlson con la llave inglesa y sabía que realmente podía hacerte dudar.
—¿Señor Grace?
—¿Sí, Charlie?
—¿Ha dicho Tom a la policía lo que le ordené?
—¿Te refieres al señor Denver?
—Como quiera. ¿Se lo ha…?
—Sí. Ha transmitido tu mensaje.
—¿Han decidido ya cómo van a dominarme?
—No lo sé, Charlie. Me interesa más saber si has decidido cómo vas a dominarte tú mismo.
¡Ah!, ya estaba intentando confundirme, como había hecho después de lo sucedido con el señor Carlson. Sin embargo en aquella ocasión yo me había visto obligado a reunirme con él; ahora, en cambio, podía desconectar el intercomunicador en el momento en que quisiera, aunque no me sentía capaz de hacerlo, y él lo sabía. Además me observaban mis compañeros, evaluándome.
—¿Qué? ¿Sudando un poco? —pregunté.
—¿Y tú?
—Bah. Sois todos iguales —repuse con una nota de amargura en la voz.
—¿De veras? En tal caso, todos queremos ayudarte.
Era un hueso más duro de roer que el pobre Tom Denver, no cabía duda. Evoqué la imagen de Don Grace, un maldito hijo de puta bajito, siempre pulcro y aseado, calvo y con grandes patillas en forma de costilla de cordero, como para compensar; solía usar chaquetas de tweed con coderas de ante y siempre llevaba en la boca una pipa llena de un tabaco importado de Copenhague que olía a mierda de vaca. Un jodementes, un opresor de cabezas en posesión de un puñado de instrumentos inquisitivos. Para eso están los psiquiatras, amigos y compañeros míos; su trabajo consiste en joder al perturbado mental, preñarle de cordura y parlotear mucho. Estudian en la universidad para aprenderlo, y todos los cursos y asignaturas son variaciones sobre un mismo tema: fastidiar a los psicóticos por diversión y dinero, sobre todo por dinero. Y si algún día te encuentras tendido en el gran diván del psicoanalista donde tantos te han precedido, recuerda esto: cuando se consigue la cordura a presión, el hijo siempre se parece al padre. Además la tasa de suicidios es muy elevada. Consiguen que uno se sienta muy solo y con ganas de llorar; le impulsan a arrojarlo todo por la borda con la mera promesa de que le dejarán en paz durante un rato. ¿Qué tenemos?
¿Qué tenemos en realidad? Mentes como obesos aterrorizados que mendigan las miradas que se alzan en las terminales de autobús o los restaurantes y luego se desvían, desinteresadas. Mientras yacemos despiertos, nos imaginamos con sombreros blancos de diferentes formas. No existe virginidad capaz de soportar las estudiadas manipulaciones de la psiquiatría moderna. Pero quizá no importaba. Tal vez ahora todas aquellas putas y picapleitos malintencionados seguirían mi juego.
—Déjanos ayudarte, Charlie —decía el señor Grace.
—Si os dejara, os estaría ayudando a vosotros —afirmé como si la idea acabara de pasar por mi cabeza—. Y me niego a hacerlo.
—¿Por qué Charlie?
—¿Señor Grace?
—¿Sí, Charlie?
—La próxima vez que me haga una pregunta, mataré a alguien aquí abajo.
Oí al señor Grace tomar aire, como si acabaran de comunicarle que su hijo había sufrido un accidente de tráfico. Aquel sonido delataba falta de confianza, y me sentí estupendamente. En el aula todos me miraban con gran tensión. Ted Jones levantó la cabeza despacio, como si acabara de despertar. Aprecié en sus ojos la familiar nube oscura del odio. Anne Lasky tenía los suyos abiertos como platos, con expresión asustada. Los dedos de Sylvia Ragan ejecutaban un lento y vago paso de ballet mientras hurgaban en el bolso en busca de otro cigarrillo. Y Sandra Cross me miraba muy seria, como si yo fuera un médico o un sacerdote.
El señor Grace volvió a hablar.
—¡Cuidado! —interrumpí al instante—. Piense muy bien lo que va a decir. Ya no estamos jugando a su juego. Entiéndalo bien. Ahora usted juega al mío. Sólo afirmaciones. Tenga mucho cuidado.
El señor Grace no hizo el menor comentario sobre mi metáfora de los juegos. En ese instante empecé a creer que le tenía.
—Charlie…
¿No sonaba como una súplica?
—Muy bien. ¿Cree que podrá conservar su empleo después de esto, señor Grace?
—Charlie, por el amor de Dios…
—Así está muchísimo mejor.
—Déjales salir, Charlie. Sálvate. Por favor.
—Habla demasiado deprisa. Muy pronto formulará una pregunta, y eso significará el fin para alguien.
—Charlie…
—¿Dónde cumplió el servicio militar?
—¿Qué…?
Un súbito silbido al interrumpir la frase.
—Has estado a punto de matar a alguien —dije—. Cuidado, Don. Puedo llamarte Don, ¿no? Claro. Mide tus palabras. Don.
Ya casi le tenía.
Iba a romperle en pedazos.
En aquel instante me pareció que quizá podría acabar con todos.
—Creo que será mejor que me retire de momento, Charlie.
—Si te largas antes de que yo te lo ordene, mataré a alguien. Lo que vas a hacer es sentarte y responder a mis preguntas.
La primera muestra de desesperación, tan bien disimulada como el sudor del sobaco en el baile de fin de curso.
—De verdad, Charlie, no debo. No puedo asumir la responsabilidad de…
—¡Responsabilidad! —exclamé—. ¡Dios mío, llevas hablando de responsabilidad desde que te dejaron suelto en la escuela! ¡Y ahora quieres escurrir el bulto la primera vez que quedas con el culo al aire! ¡Pero soy yo quien conduce este trasto, y por Dios que vas a empujar el carro! O haré lo que he dicho. ¿Lo entiendes? ¿Lo has entendido?
—No estoy dispuesto a participar en un juego de salón cuando las prendas son vidas humanas, Charlie.
—Muchas felicidades —repliqué—. Acabas de describir la psiquiatría moderna. Ésa debería ser la definición del manual, Don. Te diré algo; mearás por la ventana si te lo ordeno. Y que Dios te ayude si te pillo en una mentira. Eso significaría la muerte de alguien… ¿Estás preparado para desnudar tu alma, Don?
El señor Grace respiraba entrecortadamente. Deseaba preguntarme si hablaba en serio, pero temía que respondiera con el arma, en lugar de con la boca. Quería tender la mano y desconectar el intercomunicador, pero sabía que podría oír el eco del disparo en el edificio vacío, tronando como una bola de boliche que sube por una larga pista desde el infierno.
—Está bien —dije.
Me desabroché los puños de la camisa. En el exterior los policías, Tom Denver y el señor Johnson paseaban inquietos, a la espera del regreso de su charlatán jodementes de la chaqueta de tweed. Interpreta mis sueños, Sigmund, rocíalos con el semen de los símbolos y hazlos crecer. Demuéstrame cuan diferentes somos de, por ejemplo, los perros rabiosos o los tigres viejos llenos de mala sangre. Enséñame al hombre que se oculta entre mis sueños húmedos. Ellos tenían todas las razones para mostrarse confiados, aunque no lo parecían. En el sentido simbólico, el señor Grace era pionero del mundo occidental. Un opresor con un compás. Le oía respirar entrecortadamente por la cajita enrejada colocada encima de mi cabeza. Me pregunté si había analizado algún buen sueño últimamente. Me pregunté cómo sería el suyo cuando la noche llegara finalmente.
—Está bien, Don. Vamos allá.