Prólogo

Había algo irresistiblemente excitante en observar a un par de hombres atléticos luchando el uno contra el otro. La crueldad y la violencia dominaban la naturaleza animal y tomaban el control, y sus cuerpos desprendían tal poder que despertaban los instintos más primitivos de cualquier mujer.

Y lady Jessica Sheffield no era una excepción; ella no era inmune a tal visión, como se suponía que tenía que serlo una dama.

Jessica no podía apartar la vista de los dos hombres que estaban peleando con tanto empeño en el prado que bajaba hasta la otra orilla del diminuto lago. Uno de ellos no tardaría en convertirse en su cuñado; el segundo era amigo del primero, un caradura cuyos encantos habían evitado que se le criticase y censurase tanto como merecía.

—Me gustaría revolcarme en la hierba como ellos —suspiró su hermana.

Hester también los estaba mirando, sentada a la sombra del viejo roble. Una brisa muy agradable se coló por entre las ramas y agitó las briznas de hierba que cubrían el impresionante prado de la mansión Pennington. La casa se elevaba plácidamente, cobijada tras la colina repleta de árboles; su fachada de piedra dorada con las ventanas del mismo color resplandecía con los rayos del sol y ofrecía serenidad a todo el que la visitaba.

Jess volvió a centrar su atención en el bordado y lamentó tener que reñir a su hermana por algo de lo que ella también era culpable.

—A las mujeres sólo nos está permitido jugar cuando somos pequeñas. De nada sirve desear cosas imposibles.

—¿Por qué los hombres pueden comportarse como niños toda la vida mientras que a nosotras nos hacen envejecer cuando todavía somos jóvenes?

—El mundo es de los hombres —contestó Jess en voz baja.

Por debajo del ala del sombrero de paja, miró de reojo a los dos que seguían revolcándose en la hierba. Una orden dada a voces desde lejos los detuvo de repente y Jessica irguió la espalda. Los cuatro se volvieron al unísono en la misma dirección y ella vio a su prometido acercándose a los dos jóvenes. La tensión que la había invadido abandonó su cuerpo poco a poco, dejándola abatida, igual que una ola después de romper en la orilla. No por primera vez, se preguntó si algún día perdería la aprensión que experimentaba siempre que presentía un desacuerdo, o si estaba tan acostumbrada a temer la ira de un hombre que jamás podría deshacerse de ese instinto.

Alto y vestido con suma elegancia, Benedict Reginald Sinclair, vizconde de Tarley y futuro conde de Pennington, atravesó el prado, consciente del poder que emanaba de él a cada paso que daba.

A Jessica, la arrogancia inherente de la aristocracia la tranquilizaba y asustaba a partes iguales. Algunos hombres se conformaban con saber que eran importantes, otros necesitaban demostrarlo constantemente.

—¿Y qué papel se supone que tiene la mujer en el mundo? —le preguntó Hester con una expresión tan obstinada que la hizo parecer más joven de los dieciséis años que tenía. Impaciente, se apartó un rizo del mismo color que el pelo de su hermana de la mejilla—. ¿Servir a los hombres?

—Crearlos —contestó Jessica, tras devolverle el breve saludo a Tarley.

Al día siguiente iban a casarse en la capilla de la familia Sinclair, ante un selecto grupo de miembros de la buena sociedad. Jessica estaba impaciente por que llegara el momento por muchos motivos, aunque sin duda el más importante era que por fin se libraría de los impredecibles e injustificables ataques de ira de su padre.

Era consciente de que el marqués de Hadley estaba sometido a mucha presión y que tenía derecho a inculcarle a su hija la importancia de cumplir con las normas sociales, pero eso no justificaba que la castigase con tanta severidad cada vez que ella erraba en su cumplimiento.

—Ésas son las palabras de padre —se burló Hester.

—Y la opinión de la gran mayoría del mundo. Y tú y yo lo sabemos mejor que nadie, ¿no?

Las fallidas tentativas de su madre para darle a Hadley un hijo varón habían acabado costándole la vida. El marqués se había visto entonces obligado a buscar otra esposa, que le dio otra hija, aunque cinco años más tarde la mujer dio a luz por fin al ansiado heredero.

—A mí me parece que Tarley no se casa contigo sólo para que le des hijos —señaló Hester—. De hecho, creo que le gustas.

—Seré afortunada si es así. Pero la verdad es que no me habría pedido matrimonio si yo hubiese carecido del linaje adecuado.

Jess observó que Benedict reñía a su hermano por haberse estado peleando. Michael Sinclair parecía arrepentido, pero Alistair Caulfield ni lo más mínimo. Su postura, sin ser desafiante, desprendía demasiado orgullo como para que estuviese sintiendo el menor remordimiento.

Los tres hombres constituían un grupo de lo más atractivo; los hermanos Sinclair, con el pelo color chocolate y su físico imponente, y Caulfield, del que se decía que era la viva imagen de Mefistófeles, con el pelo negro como la noche y un rostro perfecto.

—Dime que serás feliz con él —le susurró Hester, inclinándose hacia adelante.

Los iris de la muchacha eran del mismo verde que la hierba que tenían bajo los pies y brillaban de preocupación. Hester había heredado el color de ojos de su madre, junto con su tez pálida. Jess tenía en cambio los ojos grises de su padre. Era lo único que éste le había dado. Una circunstancia que a ella no le parecía nada lamentable.

—Eso pretendo.

Nada podía garantizarlo, pero ¿de qué serviría preocupar a su hermana si no podía hacer nada para evitarlo? Tarley había sido elegido por su padre, y Jess no tendría más remedio que acostumbrarse a él, pasara lo que pasase.

—No quiero que ninguna de nosotras dos se vaya de este mundo con la misma resignación que mamá —insistió Hester—. La vida está hecha para saborearla y para disfrutarla.

Jess se volvió en el banco de mármol en el que estaba sentada y, con cuidado, guardó el tambor de bordado en la bolsa que tenía junto a ella. Rezó para que Hester conservase siempre aquella naturaleza tan dulce y optimista.

—Tarley y yo nos respetamos el uno al otro. Siempre he disfrutado de su compañía y de sus conversaciones. Es un hombre inteligente y considerado, paciente y educado. Y es enormemente atractivo. Un detalle que sin duda ninguna mujer puede pasar por alto.

La sonrisa de Hester iluminó el lugar con mucha más eficacia de lo que lo habría hecho el sol.

—Sí, sí, lo es. Espero que padre también elija a un hombre tan apuesto para mí.

—¿Piensas en algún caballero en particular?

—No, la verdad es que no. Todavía estoy buscando a alguien que tenga la combinación de características que me gusta. —Hester desvió la vista hacia los tres hombres que ahora estaban hablando seriamente—. Me gustaría casarme con alguien con el estatus de Tarley pero que tuviese la personalidad jovial del señor Sinclair y el aspecto del señor Caulfield. Aunque me parece que Alistair Caulfield es el hombre más guapo de toda Inglaterra, o del mundo entero, así que creo que en ese sentido tendré que conformarme con menos.

—A mí me parece que él todavía es demasiado joven para que puedas hacer tal afirmación —dijo Jess, observando el sujeto en cuestión.

—Tonterías. Es muy maduro para su edad, lo dice todo el mundo.

—Es un malcriado al que nunca han educado con mano firme. Es distinto.

A diferencia de Jess, que había crecido rodeada de restricciones, Caulfield nunca las había sufrido. Sus tres hermanos mayores desempeñaban sus respectivos papeles de heredero, militar y clérigo a la perfección, lo que lo había dejado a él sin ninguna ocupación, y si a eso se le sumaban los mimos exagerados de su madre, el resultado era que el joven nunca había aprendido a ser responsable.

Alistair era famoso por los riesgos que corría y porque nunca se amedrentaba ante un desafío. Desde que Jess lo conocía, Alistair Caulfield era más impetuoso con cada año que pasaba.

—Dos años de diferencia no es nada —dijo Hester.

—Quizá no cuando comparas treinta con treinta y dos. Pero ¿y si comparas dieciséis con dieciocho? Es toda una vida.

Jess vio a la madre de Benedict acercándose hacia ella apresurada y comprendió que el respiro que se había tomado de los preparativos de la boda había terminado. Se puso en pie.

—Sea como sea, es mejor que te fijes en otro. Es poco probable que el señor Caulfield haga nada bueno con su vida. Su lamentable estatus social como cuarto hijo lo convierte prácticamente en prescindible. Es una lástima que haya decidido no aprovechar la reputación de su familia y que sólo sea un vividor, pero es mejor que pague él y no tú las consecuencias de dicha decisión.

—He oído decir que su padre le ha dado un barco y una plantación de caña de azúcar.

—Es muy probable que Masterson lo haya hecho con la esperanza de que su hijo lleve sus malas costumbres a costas distantes.

Hester suspiró.

—A veces me gustaría poder viajar muy, muy lejos. ¿Soy la única que desea tal imposible?

«En absoluto», quiso decir Jess. De vez en cuando, ella también soñaba con escapar, pero su papel estaba estrictamente definido.

En ese sentido, salía mucho peor parada que una mujer de clase baja. Era la hija del marqués de Hadley y la futura esposa del vizconde Tarley. Si a ninguno de los dos les apetecía viajar, ella jamás tendría la oportunidad de hacerlo. Sin embargo, sería injusto que le confesase sus deseos a su impresionable hermana pequeña.

—Dios mediante —optó por decir—, algún día tendrás un esposo que se desvivirá por hacer realidad todos tus deseos. Te lo mereces.

Jess soltó la correa de su querida mascota, Temperance, y le indicó a su doncella que le cogiese la bolsa de la labor. Cuando pasó junto a su hermana, se detuvo y le dio un beso en la frente.

—Esta noche, durante la cena, fíjate en lord Regmont. No es muy guapo, pero es encantador y acaba de volver de su Grand Tour. Serás una de las primeras bellezas que conozca desde su regreso.

—Todavía faltan dos años para mi presentación en sociedad. Tendrá que esperarme todo ese tiempo —se quejó Hester, molesta.

—Por ti vale la pena esperar y cualquier hombre con dos dedos de frente se dará cuenta.

—Lo dices como si yo pudiese hacer algo al respecto. Aun en el caso de que le resultase fascinante, tendría que esperar igualmente.

Jess le guiñó un ojo y bajó la voz para contestarle:

—Regmont es amigo de Tarley. Estoy convencida de que, llegado el momento, Benedict hablaría a favor de él ante nuestro padre.

—¿De verdad? —Hester levantó los hombros con el vigor propio de la juventud—. Tienes que presentarnos.

—Por supuesto. —Jess se despidió—. Mantente alejada de los inútiles hasta entonces.

Su hermana se tapó los ojos con un gesto muy dramático, aunque Jess estaba convencida de que volvería a mirar babeante a los tres hombres en cuanto pudiese.

Ella haría lo mismo.

—Tarley está muy tenso —comentó Michael Sinclair sacudiéndose el polvo, sin dejar de mirar la espalda de su hermano mientras éste se alejaba.

—¿Y qué esperabas? —Alistair Caulfield cogió la chaqueta del suelo y le quitó las briznas de hierba que se le habían pegado—. Mañana le ponen la soga al cuello.

—Pero se la pone el Diamante de la Temporada. No es un verdugo nada desagradable. Mi madre dice que ni Helena de Troya empequeñecería su belleza.

—Y ninguna estatua de mármol rivalizaría con su frialdad.

Michael lo miró atónito.

—¿Disculpa?

A través del lago que los separaba, Alistair miró cómo lady Jessica Sheffield cruzaba el prado hacia la mansión, con su perrita detrás. Su perfecta silueta estaba cubierta desde el cuello hasta los tobillos por un delicado vestido de seda estampado con flores, que se le pegaba al cuerpo con la brisa. Lady Jessica tenía la cara ladeada y se la protegía con un sombrero, así que no podía verla, pero Alistair se sabía sus facciones de memoria. Se sentía irresistiblemente atraído por ella. Igual que muchos hombres.

El pelo de lady Jessica era un milagro de la naturaleza. Él nunca había visto unos mechones tan largos y espesos en ninguna otra rubia. Su cabellera era tan pálida que parecía de plata y las vetas más oscuras eran del color del oro oscuro, añadiéndole una riqueza que dejaba sin aliento. Antes de su presentación en sociedad, llevaba el pelo suelto en algunas ocasiones, pero ahora se lo peinaba tan tirante como su actitud. Para ser tan joven, lady Jessica se comportaba con la frialdad y el distanciamiento propios de una mujer mucho mayor.

—Tiene el pelo muy rubio y su piel parece de seda —murmuró—. Y esos ojos grises…

—¿Sí?

Alistar detectó la burla en el tono de su amigo y le siguió el juego.

—Reflejan a la perfección su personalidad —añadió al instante—. Es la Princesa del Hielo. A tu hermano más le vale dejarla embarazada cuanto antes o se le congelará la polla en el intento.

—Y a ti más te vale morderte la lengua —le advirtió Michael, intentando alisarse su melena castaña con ambas manos— o tendré que ofenderme por tus palabras. Lady Jessica pronto será mi cuñada.

Alistair asintió sin prestar demasiada atención y volvió a fijarse en aquella joven de físico y estatus social perfectos. Estaba fascinado con ella y buscaba ansioso alguna grieta en aquel inmaculado exterior de porcelana. No dejaba de preguntarse cómo una mujer tan joven podía soportar tanta presión; la misma a la que lo habían sometido a él y contra la que se había rebelado.

—Discúlpame.

Michael lo observó un segundo.

—¿Acaso has discutido alguna vez con ella? Me ha parecido notar algo en tu tono de voz que lo sugería.

—Quizá sí esté un poco resentido —reconoció él a regañadientes—, porque la otra noche no me saludó. A diferencia de su hermana, lady Hester, que fue muy simpática, lady Jessica me ignoró por completo.

—Sí, Hester es un encanto —comentó Michael con el mismo tono de admiración que había empleado él para hablar de lady Jessica.

Alistair se percató y enarcó las cejas inquisitivamente. Michael se sonrojó y retomó la conversación.

—Lo más probable es que lady Jessica no te oyese.

Él se encogió de hombros y se puso la chaqueta.

—Estaba justo a su lado.

—¿El izquierdo? Lady Jessica es sorda de ese oído.

Alistair tardó unos segundos en asimilar esa información y poder contestar. Nunca se habría imaginado que lady Jessica pudiese tener alguna imperfección, aunque se sintió aliviado al comprobar que así era. Eso la hacía más mortal y la alejaba de su imagen de diosa griega.

—No lo sabía.

—La mayoría de las veces nadie se da cuenta. Lady Jessica sólo tiene problemas cuando hay mucho ruido a su alrededor o si hay mucha gente.

—Ahora entiendo por qué la ha elegido Tarley. Tener una esposa que no puede oír los rumores puede ser una bendición.

Michael se rió por lo bajo y echó a andar hacia la casa.

—Es una dama muy reservada —explicó—, tal como se espera de la futura condesa de Pennington. Tarley está convencido de que es mucho más complicada de lo que aparenta.

—Hum…

—Veo que no terminas de estar de acuerdo con mi hermano, pero a pesar de tu gran atractivo, no tienes tanta experiencia con las mujeres como él.

—¿Eso crees? —le preguntó Alistair con una mueca.

—Teniendo en cuenta que te lleva diez años, sí, eso creo. —Michael le pasó un brazo por los hombros—. Mi consejo es que asumas que, dada su madurez, Tarley es perfectamente capaz de discernir si su prometida tiene cualidades ocultas.

—Nunca me ha gustado darles la razón a los demás.

—Lo sé, amigo mío. Sin embargo, me temo que no tienes más remedio que admitir que, si no nos hubiesen interrumpido, hubieras perdido la pelea. Unos segundos más y me habría proclamado vencedor.

Alistair le dio un codazo en las costillas.

—Si tu hermano no te hubiese salvado, ahora mismo estarías suplicando clemencia.

—¡Ja! La victoria será para el primero que llegue a…

Y Alistair echó a correr antes de que Michael terminase la frase.

Al cabo de unas horas estaría casada.

La oscuridad de la noche iba adquiriendo los tonos grises que precedían al alba cuando Jessica se abrigó bien con el chal que llevaba alrededor de los hombros y, con Temperance pegada a sus pies, se adentró en el bosque que rodeaba la mansión Pennington. Las ágiles patas de la perrita faldera hacían resonar la grava del camino y el familiar sonido tranquilizó a su dueña.

—¿Es necesario que seas tan maniática? —riñó a su mascota y el vaho de su aliento se condensó en el aire frío. Jessica añoró la cama en la que todavía no se había acostado—. Tendrías que poder hacerlo en cualquier parte.

Temperance la miró con una cara que ella interpretó como de exasperación.

—Está bien —dijo resignada e incapaz de resistir aquella mirada—. Iremos un poco más lejos.

Doblaron un recodo y Temperance se detuvo y olfateó. Aparentemente satisfecha con el lugar, le dio la espalda a su ama y se fue detrás de un árbol.

Jess sonrió al ver que buscaba cierta intimidad y, dándole también la espalda, observó los alrededores, decidiendo que los exploraría a la luz del día.

A diferencia de otras propiedades donde los jardines y los bosques estaban invadidos por obeliscos o reproducciones de estatuas y templos griegos, así como alguna que otra pagoda, en la mansión Pennington se valoraba el lenguaje sin artificios de la naturaleza. En algunos recovecos del camino una persona podía sentirse a kilómetros de distancia de la civilización y sus habitantes.

Jessica nunca habría dicho que le gustase tanto esa sensación, pero le gustaba, en especial después de haber perdido tantas horas relacionándose con personas a las que sólo les importaba el título del hombre con el que iba a casarse.

—Cuando salga el sol, vendré a pasear por aquí —dijo por encima del hombro—, ataviada con la ropa adecuada.

Temperance terminó lo que estaba haciendo y salió de su escondite. La perrita retomó el camino hacia la casa y tiró de la correa con notable impaciencia, teniendo en cuenta el tiempo que le había llevado elegir el lugar adecuado para hacer sus necesidades. Jess se dispuso a seguirla cuando un ruido proveniente de la izquierda alertó a la mascota, que levantó las orejas y la cola y tensó el lomo, expectante.

A Jess se le aceleró el corazón. Sería catastrófico que se encontrasen con un jabalí salvaje o con un zorro. Se moriría si a Temperance le ocurriese algo malo; aquel animal era la única criatura que no la juzgaba cuando no lograba cumplir con todo lo que se esperaba de ella.

Apareció una ardilla en medio del camino y Jess sintió tal alivio que incluso se rió por lo bajo. Pero la perrita no se relajó, sino que se precipitó hacia adelante, arrancándole la correa de la mano.

—Maldita sea. ¡Temperance!

En un abrir y cerrar de ojos, su mascota y la peluda criatura desaparecieron de su vista. Los sonidos de la persecución, el crujir de las hojas y los ladridos se perdieron en la distancia.

Jess levantó las manos, resignada, y abandonó el camino de grava para adentrarse en el follaje. Estaba tan concentrada siguiendo las pisadas de Temperance que casi se dio de bruces con una glorieta. Giró hacia la derecha para esquivarla cuando la risa profunda de una mujer irrumpió en medio del silencio de la noche.

Jess se detuvo de repente, asustada.

—Date prisa, Lucius —urgió una voz femenina sin aliento—, o Trent se percatará de mi ausencia.

Wilhelmina, lady Trent.

Jessica se quedó inmóvil, sin atreverse apenas a respirar.

Oyó el lento crujir de la madera.

—Ten paciencia, cariño. —La conocida voz de un hombre se unió a la de la mujer, con el mismo tono seductor de ésta—. Deja que te demuestre que valgo lo que me has pagado.

La glorieta volvió a crujir, esta vez con más fuerza. El sonido se hizo más rítmico y estridente y lady Trent gimió.

Alistair Lucius Caulfield in flagrante delicto con la condesa de Trent. Dios santo. La mujer prácticamente le doblaba la edad. Sí, era hermosa, pero podía ser su madre.

Que hubiese llamado a Alistair por su segundo nombre era inquietante. Y probablemente revelador… Dejando a un lado lo obvio, quizá tenían una relación más íntima de lo que parecía. ¿Era posible que el crápula de Caulfield sintiese afecto por la bella condesa hasta el punto de que ella lo llamara con un nombre distinto al que utilizaba el resto del mundo?

—Tú —gimió la condesa— vales todo lo que te he pagado y más.

Dios santo. Quizá no tenían ninguna relación íntima y lo único que existía entre ellos era… una relación comercial. Un negocio. Un hombre que proporcionaba sus servicios sexuales a cambio…

Cruzando los dedos para poder irse de allí sin ser vista, Jess dio un paso hacia atrás, pero un ligero movimiento proveniente de la glorieta la detuvo de nuevo en seco. Entrecerró los ojos e intentó enfocar la vista a pesar de la poca luz que había. Por desgracia, ella estaba iluminada por el único rayo de luna que brillaba esa noche, mientras que el interior de la glorieta estaba completamente a oscuras gracias a la cúpula formada por las copas de los árboles.

Vio una mano aferrando uno de los postes de madera de la glorieta y otra más arriba. Las manos de un hombre que se apoyaba para empujar. A juzgar por la altura a la que estaban, Jess dedujo que Alistair estaba de pie.

—Lucius… Por Dios santo, no pares ahora.

Lady Trent estaba atrapada entre Caulfield y el poste de madera. Lo que significaba que él estaba de cara a Jess.

Unos ojos brillaron en medio de la oscuridad y parpadearon.

La había visto. De hecho, la estaba mirando.

Ella deseó con todas sus fuerzas que se la tragase la tierra. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo se suponía que tenía que actuar una cuando la pillaban en semejante situación?

—¡Lucius!, maldito seas. —La madera se quejó de las acometidas que recibía—. Tener tu miembro dentro de mí es delicioso, pero es mucho mejor cuando te mueves.

Jess se llevó una mano a la garganta. A pesar del frío, tenía la frente perlada de sudor. El horror que debería sentir por estar viendo a un hombre practicar el acto sexual brillaba por su ausencia. Porque aquel hombre era Caulfield y éste la tenía cautivada. La fascinación que Jessica sentía por él era de lo más extraña; por una parte envidiaba su libertad y por otra la horrorizaba que no le importase lo más mínimo la opinión de la gente.

Tenía que irse de allí antes de que la viese lady Trent. Dio un pequeño paso hacia adelante…

—Espera… —dijo Caulfield, con la voz más ronca que antes.

Jessica se quedó helada.

—¡No puedo! —se quejó lady Trent sin aliento.

Pero no era a ella a quien él se había dirigido.

Había soltado una mano y la tenía extendida hacia Jess. La petición la dejó completamente petrificada.

Pasó un largo momento durante el cual su mirada siguió fija en las rutilantes pupilas de Alistair. A éste se le aceleró la respiración de manera audible.

Entonces, vio que volvía a sujetarse del poste y que empezaba a moverse.

Al principio lo hizo despacio, hacia adelante y hacia atrás; después, sus movimientos se tornaron frenéticos y mantuvieron un ritmo creciente. La madera se quejó al mismo compás y el sonido envolvió a Jess. No podía ver nada más que las dos manos y la ardiente mirada de él, pero los sonidos que oía llenaron su mente de imágenes.

Caulfield no dejó de mirarla ni un segundo, a pesar de que estaba follando con tanto vigor que Jessica se preguntó cómo podía la condesa sentir placer con unos movimientos tan violentos. Lady Trent decía incoherencias; entre grito y grito soltaba palabras malsonantes para halagar a su amante.

Jess se quedó hipnotizada al descubrir esa vertiente hasta entonces desconocida para ella del acto sexual. Sabía básicamente en qué consistía, su madrastra se lo había explicado.

«No pongas cara de dolor y no llores cuando entre dentro de ti. Intenta relajarte; así te hará menos daño. No hagas ningún tipo de sonido. Y nunca te quejes».

Sin embargo, Jess había visto la mirada de muchas mujeres cuando hablaban del tema, las confidencias que compartían, ocultas tras sus abanicos, e intuía que el sexo consistía en algo más. Y ahora tenía la prueba de ello. Todos y cada uno de los gemidos de placer de lady Trent se repetían dentro de Jessica y recorrían sus sentidos igual que una piedra rebotando por la superficie del agua. Su cuerpo reaccionó instintivamente; se notaba la piel más sensible y tenía la respiración entrecortada.

Empezó a temblar bajo el peso de la mirada de Caulfield. A pesar de que quería huir de aquella desconcertante sensación de intimidad, era incapaz de moverse. Le resultaba imposible. Era como si él estuviese mirando en su interior, como si hubiese penetrado la armadura que las manos de su padre habían forjado sobre ella.

Las invisibles esposas que la retenían la liberaron sólo cuando Caulfield se liberó a su vez. El rugido de placer que salió de sus labios cuando alcanzó el orgasmo tuvo el efecto de una fusta espoleando el costado de Jessica.

Echó a correr, aferrando el chal con ambas manos por encima de los pechos, que no dejaban de temblarle. Cuando Temperance salió de unos arbustos para ir a su encuentro, Jess suspiró aliviada. Cogió a la perrita en brazos y corrió hacia el camino de grava que conducía a la mansión.

—¡Jessica!

Al oír su nombre cuando estaba ya a salvo en la parte trasera del jardín, el corazón se le aceleró de nuevo al pensar que la habían descubierto. Se dio media vuelta, con la falda de seda azul ondeando a su alrededor, y buscó con la vista a su interlocutor, temiendo que fuese Alistair Caulfield para pedirle que fuese discreta, o algo mucho peor, su padre.

—Jessica. Dios, te he estado buscando por todas partes.

Se sintió muy aliviada al ver que era Benedict quien se acercaba a ella desde la casa, pero el alivio pronto se convirtió en suspicacia. Su prometido avanzaba entre los árboles con paso firme y decidido. Jessica tuvo un escalofrío. ¿Estaba enfadado?

—¿Sucede algo? —le preguntó con cautela en cuanto lo tuvo cerca. Sabía que algo tenía que haber pasado para que él fuese a buscarla a esas horas.

—Llevas mucho rato fuera. Hace media hora, tu doncella me ha dicho que habías llevado a Temperance a pasear y cuando se lo he preguntado ya hacía quince minutos que te habías marchado.

Jessica bajó la vista para que Benedict no creyera que lo estaba desafiando.

—Me disculpo por haberte preocupado.

—No hace falta que te disculpes —le dijo él, serio—. Sólo quería hablar contigo a solas. Hoy vamos a casarnos y quería disipar cualquier inquietud que pudieses tener.

Jess parpadeó y lo miró atónita, sorprendida por que su futuro esposo tuviese tal consideración con ella.

—Milord…

—Benedict —la corrigió él, cogiéndole la mano—. Estás helada. ¿Dónde has estado?

La preocupación que tiñó su tono de voz era innegable. Jessica no sabía cómo responder. La reacción de Benedict era completamente opuesta a la que su padre habría tenido.

La había pillado con la guardia baja y Jessica se sentía tan confusa que empezó a hablar sin pensar lo que estaba diciendo. Mientras le contaba cómo Temperance se había escapado para perseguir una ardilla, estudiaba el rostro de su futuro esposo con más detenimiento que en mucho tiempo.

Benedict se había convertido en el eje de su vida, en una obligación que ella había aceptado sin cuestionárselo. En la medida de lo posible, Jessica se había hecho a la idea de que, inevitablemente, iba a compartir su vida con aquel hombre. Pero ahora se sentía inquieta. Seguía alterada por el modo en que Caulfield la había utilizado para incrementar su placer.

—Habría salido a pasear contigo si me lo hubieses pedido —le dijo Benedict cuando ella terminó su explicación, apretándole ligeramente la mano—. En el futuro, me gustaría que lo hicieras.

Envalentonada por la ternura que le estaba demostrando su prometido y gracias también probablemente a los efectos del vino que había bebido durante la cena, Jess se atrevió a continuar:

Temperance y yo hemos encontrado algo más entre los árboles.

—¿Ah, sí?

Y le habló a Benedict de lo que había visto en la glorieta; lo hizo en voz baja y tropezándose con las palabras, pues carecía del vocabulario y de la madurez necesarios. No le contó que la relación entre la condesa y Caulfield se basaba en un intercambio económico y también omitió la identidad de los sujetos.

Benedict permaneció inmóvil durante su relato y, cuando ella terminó, se aclaró la garganta y dijo:

—Maldita sea, me horroriza que te hayas visto expuesta a una conducta tan desagradable la noche antes de nuestra boda.

—A ellos dos no les parecía en absoluto desagradable.

—¡Jessica…! —exclamó él, sonrojado.

—Antes has dicho que querías disipar las dudas o los nervios que tuviese —lo interrumpió ella, antes de perder el valor—. Me gustaría ser sincera contigo, pero tengo miedo de abusar de tu paciencia.

—Si eso llegase a suceder, te lo haría saber.

—¿Cómo?

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Benedict, confuso.

Jess tragó saliva.

—¿Cómo me lo harías saber? ¿Hablarías conmigo? ¿Me castigarías y me quitarías algún privilegio? ¿O harías algo más… drástico?

Él se tensó.

—Yo jamás te pondría la mano encima, ni a ti ni a ninguna mujer. Y jamás te castigaría por haber sido sincera conmigo. La verdad es que presiento que seré mucho más indulgente contigo que con el resto de la gente que me rodea. Tú eres muy importante para mí, Jessica. He esperado impaciente a que llegase el día de hacerte mía.

—¿Por qué?

—Eres una mujer muy bella —contestó Benedict con timidez.

Jessica se quedó atónita y, acto seguido, la embargó un inesperado sentimiento de esperanza.

—Milord, ¿te enfadarías si te dijese que rezo con todas mis fuerzas para que la vertiente física de nuestro matrimonio sea… agradable? Para los dos.

Él se aflojó el elegante nudo del pañuelo, demostrando así que el tema lo incomodaba.

—Yo siempre he tenido intención de que lo fuese. Y lo será si confías en mí.

—Benedict. —Jess inhaló el aroma que emanaba de él, a tabaco y oporto. A pesar de que era obvio que Benedict jamás había esperado tener esa conversación con su futura esposa, le había contestado con la misma franqueza con que la estaba mirando. Con cada segundo que pasaba, a Jessica más le gustaba su prometido—. Te estás tomando todo esto muy bien. No puedo evitar preguntarme hasta qué punto puedo seguir planteándote dudas.

—Habla con absoluta libertad, por favor —le pidió él—. Quiero que vayas al altar libre de cualquier duda o inquietud.

Jess dijo, casi sin tomar aire:

—Me gustaría ir contigo a la glorieta que hay junto al lago. Ahora.

A Benedict se le aceleró la respiración y su rostro se endureció. La mano con que estaba sujetando la de ella se cerró con fuerza.

—¿Por qué?

—Te he hecho enfadar. —Jessica apartó la mirada e intentó retroceder—. Perdóname. Y, por favor, no dudes de mi inocencia. Es tarde y no sé qué me pasa.

Benedict le levantó la mano y se la llevó al pecho, tirando de ella para que volviese a acercarse.

—Mírame, Jessica.

Ella lo hizo y casi se mareó de alivio al ver su mirada. Benedict ya no la observaba incómodo ni preocupado.

—Apenas unas cuantas horas nos separan del lecho matrimonial —le recordó él, con una voz mucho más ronca de lo que Jessica le había oído nunca—. Soy consciente de que la escena que has presenciado entre los árboles ha despertado en ti unos sentimientos que todavía no comprendes y ni te imaginas cómo me está afectando saber que estás fascinada por dicha reacción y que no sientes asco, como les sucedería a algunas mujeres. Pero vas a ser mi esposa y mereces que te respete.

—¿Y en la glorieta no me respetarías?

Benedict se quedó perplejo un segundo y después echó la cabeza hacia atrás y se rió. El sonido gutural y sonoro se extendió por el jardín. Jess observó embobada cómo el rostro de su prometido se transformaba al reír, volviéndolo más cercano y, si eso fuese posible, más atractivo.

Benedict la acercó más a él y le dio un beso en la frente.

—Eres un tesoro.

—Por lo que tengo entendido —susurró Jessica, apoyándose en él—, las relaciones matrimoniales son por obligación, mientras que las extramatrimoniales son por placer. ¿Tengo algún defecto si te digo que prefiero que me trates como si fuese tu amante y no tu esposa? Al menos en la cama.

—No tienes ningún defecto. Eres tan perfecta como cualquier otra mujer que haya visto o haya podido conocer.

Ella distaba mucho de ser perfecta, como atestiguaban las cicatrices que tenía en la parte trasera de los muslos, pero no había tenido más remedio que aprender a ocultar sus defectos.

¿Cómo había sabido Caulfield que aceptaría su petición de que se quedase a observarlo? ¿Cómo había descubierto ese aspecto de su personalidad que hasta entonces incluso ella desconocía?

Pero ahora eso ya no importaba y Jessica se sentía profundamente aliviada de que a Benedict no le pareciese mal su recién descubierta sexualidad y que ella no le resultase indeseable. La comprensión de su prometido la dotó de un coraje inusual.

—¿Crees que es posible que quieras tener ese tipo de relación conmigo?

—Es más que posible.

Los labios de él cubrieron los de ella, silenciando cualquier palabra de alivio o de agradecimiento que Jessica hubiese podido decirle. Fue un beso de prueba, tierno y cuidadoso, pero al mismo tiempo tranquilo y reafirmante. Ella se sujetó de las solapas de la chaqueta de él y le costó recuperar el aliento que le estaba arrebatando.

Benedict le deslizó la lengua por la comisura de los labios e insistió seductor hasta que los abrió. Y cuando entró en su boca, a Jessica se le derritieron las rodillas. Él la estrechó contra su cuerpo y le dio pruebas del deseo que sentía, apretando su erección contra su cadera. Le acarició la piel con los dedos y su caricia delató lo excitado que estaba. Cuando se apartó, Benedict apoyó la frente en la de ella y le dijo con la respiración entrecortada:

—Que Dios me ayude. A pesar de tu inocencia, me has seducido sin remedio.

La cogió en brazos y la llevó con paso apresurado hasta la glorieta.

Consciente de la tensión que se palpaba en el ambiente, Temperance los acompañó en silencio. Una vez llegaron a su destino, la perrita se quedó fuera y, con una calma inusual en ella, miró salir el sol.