12

Jess paseó por la cubierta cogida del brazo de Beth. La brisa del mar soplaba con fuerza e hinchaba las velas al mismo tiempo que propulsaba el navío rumbo a su destino. Aunque para su doncella el barco no iba lo bastante rápido.

—Estoy cansada de ver el mar y de este barco —se quejó la chica—. Y todavía nos faltan semanas.

—Oh, no hay para tanto.

Beth la miró con una sonrisa pícara.

—Usted tiene una distracción de lo más atractiva que la ayuda a pasar el rato.

Jess intentó poner cara inocente.

—Jamás lo reconoceré.

Gracias a su relación con Alistair, Jessica por fin había comprendido lo que sentían las jovencitas cuando se enamoraban en la adolescencia. Ella no lo había experimentado hasta entonces. Pensaba en Alistair con alarmante regularidad, tanto cuando estaba despierta como cuando dormía.

—Recuérdame cómo era tu novio de Jamaica —le dijo a la joven para ver si así el objeto de su fascinación le daba un respiro.

—Ah…, mi Harry. Es un hombre muy dulce y fogoso. Y ésa es la mejor combinación, si me permite que se lo diga.

Jess se rió.

—¡Eres una descarada!

—A veces —reconoció Beth sin avergonzarse.

—¿Dulce y fogoso dices? Nadie me dijo que buscase esas cualidades en un hombre.

—Algo debieron de contarle si ha conseguido atrapar al hombre más guapo que he visto nunca —contraatacó la doncella—. Claro que cuanto más guapo es el hombre, más difícil lo tiene la mujer.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

—Porque reciben un trato distinto. En algunos aspectos se espera más de ellos y en otros menos. Se les perdonan cosas que a los demás no se les perdonarían y se los valora más por otras. —Beth la miró—. No es mi intención faltarle al respeto, señora, pero debe tenerlo presente.

Jess asintió. Lo tenía presente.

—En resumen —concluyó la joven—, son hombres que tienen más libertad que el resto y que sufren menos consecuencias. Se los perdona más veces de las que merecen. Y, por desgracia, las mujeres somos incapaces de dejar de quererlos. A mí, si me diesen a elegir entre un hombre guapo y encantador y uno dulce y fogoso, escogería el dulce. Sé que sería mucho más feliz.

—Eres una mujer muy sabia, Beth.

—He aprendido a base de errores —contestó ella, quitándose importancia—. Pero también estoy agradecida por ellos. Aunque si le digo la verdad, probablemente haría una excepción para el señor Caulfield. Están los hombres guapos y luego están los hombres que te ponen la piel de gallina. Y éstos son un caso especial.

—Sí, el señor Caulfield causa ese efecto, ¿a que sí?

Lo que hacía que le resultase extremadamente difícil resistirlo y también evitar las consecuencias que sin duda conllevaría tener una aventura con él. Jessica todavía no había logrado encontrar ningún motivo que lo justificase. Arriesgarlo todo por unas meras horas de placer le parecía una frivolidad.

—No tiene de qué preocuparse. Está completamente a salvo.

Jessica se sentía de todo menos a salvo, así que miró intrigada a la doncella.

—¿En qué sentido?

—Es demasiado pronto para usted. Todavía está de luto. Cuando el corazón está sanando, buscamos a alguien que nos haga olvidar que nos duele. Pero un día ya no queremos olvidar y dejamos que esa persona se vaya. Cuando llegue ese momento, usted se despedirá del señor Caulfield sintiéndose agradecida de haberlo conocido y sin ningún remordimiento. Así es como las mujeres sobrevivimos a la pérdida de nuestros hombres.

—¿De verdad?

Jess no sabía que existiera la posibilidad de tener una relación más íntima con Alistair sin sentir nada más profundo por él. La idea la sorprendía… y aliviaba.

—Bueno… la persona cuyo corazón está sanando no siente dolor porque durante el proceso dicho corazón crea un caparazón. Para protegerse hasta que esté listo para volver a amar. —Le apretó el brazo a Jess y continuó—: Y yo no me preocuparía demasiado por el señor Caulfield, señora. Hay algo extraño en él. Según mi experiencia, ese tipo de hombres hace años que llevan un caparazón. Y se han acostumbrado tanto a vivir así que no tienen intención de quitárselo.

Un niño cruzó corriendo la popa. La imagen fue tan inesperada que Jess se olvidó de lo que iba a decir. El niño no parecía tener más de once años, con sus mejillas todavía infantiles y una mata de rizos rubios. Iba corriendo hacia el timonel cuando alguien le puso la zancadilla. El niño tropezó y se cayó llorando en la cubierta.

Horrorizada ante ese comportamiento tan cruel, Jess se puso todavía más furiosa cuando el marino que había hecho tropezar al niño lo levantó por las orejas y empezó a reñirlo con un lenguaje tan soez que ruborizaba.

El niño se asustó ante tal muestra de violencia, pero tuvo la valentía de mantener la cabeza erguida.

En ese instante, Jess recordó lo que se sentía al estar en aquella situación. Mentalmente volvió a la época en que el pánico convivía en su interior con la certeza de que iba a recibir otro golpe. Porque siempre había otro. La furia enfermiza que dominaba a hombres como su padre, o como el marinero que tenía delante, se retroalimentaba e iba en aumento hasta que el agotamiento físico les impedía seguir abusando de sus víctimas.

Incapaz de mirar hacia el otro lado, se soltó del brazo de Beth y se encaminó hacia ellos.

—¡Usted, señor!

El marinero estaba tan ocupado riñendo al niño que no la oyó. Jessica volvió a llamarlo más alto y consiguió que otro miembro de la tripulación le prestase atención y le diese un codazo a su compañero para que le hiciese caso.

Se detuvo ante ellos.

—Señor, no puedo tolerar que trate así a un niño. Hay modos mejores de enseñar disciplina.

El hombre la miró con ojos fríos y oscuros.

—Esto no es asunto suyo.

—Cuida tus modales con mi señora —lo riñó Beth, consiguiendo que el tipo las mirase peor.

Jess conocía perfectamente esa mirada. A aquel hombre le ardía la sangre de odio y necesitaba desahogarse. La triste realidad era que había muchos como su padre, hombres que carecían de la inteligencia o de la fuerza de voluntad necesaria para encontrar otros métodos menos nocivos para relajarse. Lo único que sabían hacer para desprenderse de su odio era soltarlo sobre los demás y tenían la mente tan dañada que además disfrutaban haciéndolo.

—Usted no sabe cómo se maneja un barco, señora —dijo burlón—. Y hasta que no lo sepa, más le vale dejar que yo me ocupe de aprenderle al niño cómo sobrevivir en uno.

Otros tripulantes fueron rodeándolos, aumentando la ansiedad de Jessica.

—Enseñarle —lo corrigió ella, luchando por controlar los nervios que le tensaban los hombros y el cuello—. Si eso es lo que quería decir, no depende de dónde se haga. Y, en cualquier caso, lo está haciendo mal.

El marinero se puso las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones sin dejar de sonreír entre la barba rojiza que le cubría el rostro. A Jessica le puso los pelos de punta.

—Cuando a un marino se le dice que vaya a buscar algo, ¡más le vale no olvidar lo que le han pedido ni que tiene que ir a buscarlo!

—¡Es sólo un niño! —exclamó ella, notando que se le quebraba la voz y fue como si le diesen un latigazo. Dio un paso hacia atrás sin darse cuenta.

Algo se rompió en su interior al darse cuenta de que la calma que tanto le había costado conseguir, y de la que se sentía tan orgullosa, se alteraba con tanta facilidad. Se había convencido de que si de adulta se encontraba con algún individuo violento, sería capaz de controlar la situación, a diferencia de cuando era pequeña. Creía que sería más fuerte y que podría decir las palabras cortantes que se había imaginado de niña. Y, sin embargo, allí estaba, con un nudo en la garganta y la espalda completamente rígida, temblando de tensión.

—Ante todo, el niño es un marino. —El hombre cogió al pequeño del pelo y tiró con fuerza. El niño chocó contra el torso de su agresor y gritó asustado—. Y tiene que aprender a ganarse el pan y a no entrometerse.

Jessica se tragó su miedo.

—A juzgar por lo que he visto, diría que ha sido su pie el que se ha entrometido en su camino.

—Lady Tarley.

Al oír la voz de Alistair, Jessica se dio media vuelta.

Los marinos que había allí parados le abrieron paso a medida que él iba acercándose y el silencio aumentaba con cada paso suyo. Sólo con su presencia, Alistair Caulfield inspiraba respeto. Los puños cerrados de Jessica se relajaron, aunque volvió a apretarlos al notar su creciente frustración. No tendría que hacerle falta que viniese otra persona a solucionar sus problemas, pero al parecer así era y eso la hacía sentir débil e indefensa.

—¿Sí, señor Caulfield?

Él la miró directamente a la cara.

—¿Desea que la ayude?

Jess pensó la respuesta durante un segundo y luego dijo:

—¿Podríamos hablar en privado?

—Por supuesto. —Alistair fulminó a los presentes con la mirada—. Volved al trabajo.

Los marinos se dispersaron al instante.

Señaló al hombre que había hecho enfadar tanto a Jess.

—¡Tú!

El marinero se quitó el gorro de lana.

—¿Sí, señor Caulfield?

El cambio que se produjo en Alistair fue sorprendente. El azul de sus ojos se heló por completo e incluso Jess se asustó. Recordaba haberle visto esa mirada en su juventud, cuando ese azul hielo le servía para seducir a mujeres y apostar con hombres.

—Replantéate seriamente tu comportamiento con nuestro joven marino —le advirtió cortante—. Yo no tolero el maltrato de niños en mi barco.

Una potente oleada de admiración y placer inundó a Jess. Seguro que Alistair había presenciado lo sucedido mientras se acercaba, y que él tuviese aquella opinión al respecto significaba mucho para ella.

Le tendió una mano al niño.

—¿Quieres desayunar con nosotros?

El niño abrió mucho los ojos, como si eso le diese más miedo que recibir una paliza. Negó con la cabeza con vehemencia y se acercó a los demás hombres.

Jessica se sintió confusa; estaba convencida de que el crío suspiraría aliviado y agradecido. Pero luego lo comprendió. Una de las lecciones que más le había costado aprender de pequeña era que posponer lo inevitable sólo servía para que al final recibiese peor castigo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas que no derramó, tanto por el niño que tenía delante como por la niña que ella había sido. Lo más probable era que con su comportamiento sólo hubiese conseguido empeorar la situación del pequeño.

Sin esperar a Alistair, giró sobre sus talones y corrió hacia el pasadizo. Cuando notó una mano en su espalda se le nublaron los ojos. Dejó que él la acompañase y le dio las gracias por conducirla hasta el piso inferior y encerrarse con ella.

El camarote de Alistair. A pesar de lo distraída que estaba y de que tenía los ojos llenos de lágrimas, lo supo en cuanto lo olió. La exquisita fragancia que lo identificaba impregnaba el lugar y la reconfortó.

Tenía unas dimensiones similares a las de su camarote y los mismos muebles, pero estando en los dominios de él, Jessica se sentía distinta, más alerta, consciente de la inevitable atracción entre ambos.

Respiró con el aliento entrecortado y se apretó las manos, que no dejaban de temblarle. A pesar de lo que había creído, todavía no se había librado de su padre. Y ahora sabía que jamás lo lograría.

—¿Jessica? —Alistair se colocó delante de ella y soltó el aliento—. Maldita sea… No llores.

Ella intentó apartarse, pero él la cogió y la abrazó, pegándola a su cuerpo de los pies a la cabeza. La mejilla de Jessica descansó sobre la sedosa superficie de su chaqueta. Podía oír el corazón de él latiendo con fuerza.

—Háblame —le pidió Alistair.

—Ese… ese hombre me resulta ofensivo en todos los sentidos. Es malo y no tiene ningún pudor en demostrarlo. Conozco a la gente de su calaña. Es un animal. Te convendría deshacerte de él.

Cuando ella terminó de hablar, se hizo un largo silencio, durante el cual la respiración de Alistair fue demasiado alta y regular como para ser natural. Jessica lo conocía lo bastante bien como para saber que estaba analizando las implicaciones de lo que había dicho y especulando acerca del origen de esos pensamientos.

Él le acarició la espalda.

—Tengo intención de hablar con el capitán Smith. Ese hombre será despedido en cuanto lleguemos a puerto.

Jessica se irguió, apartándose un poco. Alistair hacía que tuviese ganas de apoyarse en él y no sólo físicamente. Y eso era muy peligroso.

—Jess… —Que la llamase por ese apodo tan familiar confundió sus sentimientos todavía más—. Quizá te haría bien hablar del motivo por el que estás tan alterada.

—¿Contigo? —se burló, dirigiendo hacia él la rabia que sentía, para así defenderse. Alistair la afectaba demasiado, en su presencia se sentía demasiado expuesta—. ¿Quieres que desnude mi alma ante un extraño?

Él aceptó el insulto con tanta elegancia que Jessica se avergonzó de habérselo dicho.

—Tal vez yo sea tu mejor opción —le dijo calmado—. Soy una persona imparcial sobre la que, además, posees cierta información delicada sobre su pasado. En el caso de que me sintiese tentado de divulgar lo que vayas a contarme, cosa que sabes que no haría jamás, estoy demasiado lejos de tu círculo de amistades como para que pudiese afectarte.

—No se me ocurre nada de lo que me apetezca menos hablar. —Se acercó a la puerta.

Alistair le bloqueó el paso y se cruzó de brazos.

Estar encerrada empeoró su ya inestable humor.

—¿Pretendes retenerme?

Él la retó en silencio con una suave sonrisa. A diferencia de la mueca de desprecio del marino, la mirada de Alistair la hizo sentir poderosa.

—Ahora te sientes muy vulnerable —le dijo—. Y mientras sigas sintiéndote así te quedarás conmigo.

A Jessica no le pasó por alto el paralelismo entre esa frase y lo que Beth le había dicho antes. Alistair había querido decir otra cosa, pero el significado seguía siendo el mismo. Gracias a la experiencia de su doncella, ahora comprendía por qué se sentía tan atraída hacia la tentación que Alistair representaba. Pero seguía sin entender qué sacaría él de todo eso.

—¿Y a ti qué te importa?

—Tú eres mi amante, Jess.

—Todavía no.

—A estas alturas, el sexo es una mera formalidad —contestó en voz baja e íntima—. Nosotros dos siempre hemos sido inevitables. Y yo no soy un hombre que se conforme con quedarse sólo con una parte de lo que quiere. Yo tengo que tenerlo todo. Lo bueno y lo malo.

—¿Quieres que vomite toda la historia? —Pronunció las palabras furiosa, porque de repente tenía muchas ganas de contárselo—. ¿Acaso eso no me equipararía a ese marinero? ¿Obligando a otra persona a soportar el peso de mis desgracias?

Alistair dio un paso hacia ella.

—A diferencia de ese niño, yo puedo soportarlo. Mejor dicho, quiero soportarlo. No hay nada de ti que no quiera.

—¿Por qué?

—Porque te deseo sin restricciones y es así como te quiero. De todas las maneras.

Jess sintió la necesidad de caminar arriba y abajo, pero se contuvo gracias a años de práctica. Las damas no pasean nerviosas. Las damas no revelan ninguna emoción excepto serenidad. Las mujeres existen para hacer que las cargas de un hombre sean más llevaderas, no para añadirle otras.

Sin embargo, Alistair, la criatura más masculina que conocía, era la única persona con la que se sentía lo bastante cómoda como para desvelarle los secretos más oscuros de su alma. Jessica sabía, sin ninguna duda, que, a diferencia de otros, él no pensaría mal de ella. No la trataría de un modo distinto. Él sabía lo que era la oscuridad. Había vivido dentro de ella, le había rendido pleitesía y había salido victorioso y más fuerte de la experiencia.

A Jessica seguía sorprendiéndola lo decidido que era, lo imparable que podía llegar a ser y lo dispuesto que estaba a caer en desgracia ante los ojos de la sociedad si con ello conseguía lo que se proponía.

De joven, su sensualidad innata y su excesivo atractivo físico lo pusieron en manos de personas lascivas de baja moral que lo utilizaron. Alistair, consciente de que dependía de sí mismo para tener un futuro, se aprovechó como pudo de esas insostenibles circunstancias. Pero ¿a qué precio?

—Jessica, ¿qué piensas cuando me miras así?

Se había quedado mirándolo hipnotizada por su belleza oscura y por el aura que lo rodeaba. Ella no tenía la experiencia necesaria para detectar eso a lo que había hecho referencia Beth, pero seguía siendo una mujer con todos los instintos propios de su género. La sensualidad que exudaba Alistair por todos los poros era adictiva. Cuando no estaba con él se moría de ganas de estarlo. Los sentimientos que había desarrollado hacia ese hombre a lo largo de las últimas semanas la asustaban, porque era consciente de que entre ellos dos no podía existir nada permanente.

Su mundo no era el de él y el de él no era el suyo. Eran dos viajeros que compartían viaje durante un breve período de tiempo, pero sus caminos volverían a separarse. Jessica no se quedaría en las Antillas para siempre y él no podría soportar la alta sociedad londinense durante mucho tiempo, a pesar de que ahora afirmase lo contrario. El deseo que sentía hacia ella no era lo único que no conocía límites para Alistair. Era un hombre atrevido y vibrante y muy poderoso. La buena sociedad, a cuya imagen y semejanza ella había sido moldeada, no tardaría en aburrirlo y exasperarlo.

No, Jessica no tenía la experiencia de Beth… pero Alistair sí. Él también le había dicho que su aventura iba a durar un tiempo limitado. Que empezaría y terminaría con rapidez y que, cuando se separasen, entre ellos sólo habría cariño y gratitud.

Jessica tenía que confiar en que tanto Beth como Alistair sabían lo que decían.

—Te admiro —le dijo.

Aunque él no pareció impresionado por el comentario, notó que se tensaba.

—¿A pesar de todo lo que sabes de mí?

—Sí.

Se produjo un silencio cargado de significado.

—De las personas que conocen mi pasado, tú eres sin duda la única capaz de decir eso.

—Y sin embargo tú no dudaste en ser sincero conmigo. Confiaste en mí y en que supiese mantener la mente abierta.

—Tenía mis dudas —confesó, con la mandíbula apretada—, pero sí, estaba convencido de que no me echarías en cara los errores de mi pasado.

El vacío que hasta entonces había sentido Jessica en el pecho se llenó de un sentimiento cálido y tierno.

—Yo no habría creído eso de mí misma.

Carecía de las palabras para explicarle cómo se estaba sintiendo. Victoriosa; en cierta manera lo completamente opuesto a lo que había sentido al abandonar la cubierta, y le parecía imposible que un sentimiento pudiese suceder al otro con tanta rapidez.

Seguía siendo ella misma.

Sin duda su cuerpo había resultado herido y sus emociones podían ceder rápidamente ante el miedo, pero su mente seguía intacta. Jessica era capaz de no juzgar a Alistair a pesar de las estrictas normas que le habían inculcado. Los esfuerzos de su padre habían sido en vano, porque ella no pensaba como él. Había lugares en su interior a los que su padre no había logrado acceder.

La libertad inherente a esa revelación la sacudió profundamente. Y era Alistair quien había hecho posible ese descubrimiento. Sin él, quizá no lo habría averiguado nunca. Nunca antes se le había presentado la oportunidad de aceptar algo que en principio era inaceptable. El mundo de Jessica no le habría permitido tomar esa decisión.

Alistair siguió quieto como una estatua, con su atractivo rostro impasible mientras el mundo de ella se tambaleaba bajo sus pies.

Jessica lo observó y lo comprendió; él todavía no había asumido las consecuencias de las decisiones que había tomado. No con la misma libertad que asumía las de ella.

Con lentitud, Jessica se desató el lazo del sombrero y se lo quitó para dejarlo luego con cuidado encima de una silla. De camino a la puerta, rozó a Alistair con la falda, pero aunque él se volvió para mirarla, no la detuvo. Jessica sabía que la seguiría si salía del camarote y se sintió muy afortunada por ello.

Echó el cerrojo de latón y oyó que Alistair se quedaba sin respiración.

Jess se acercó a la cama y se sentó despacio en el extremo de la misma.

La mirada hambrienta que le lanzó él la hizo temblar de emoción y de deseo. Pero Alistair disimuló de inmediato y volvió a mirarla con seriedad.

—Según los términos de nuestra apuesta —dijo él, cogiéndose las manos detrás de la espalda—, me veo en la obligación de recordarte que es muy inapropiado que te encierres en mi camarote.

En el rostro de Jessica apareció una sonrisa radiante. Hasta ese momento no había surgido la oportunidad de poner en práctica el intercambio de papeles que habían acordado.

—¿Te parece que me importa lo más mínimo lo que es o no apropiado?

—¿Has pensado en las consecuencias?

Las manos de él encima de ella. La boca. Sus seductoras técnicas amatorias dedicadas a darle placer. Jessica necesitaba compartir esa intimidad con él. Sentía mucho cariño y gratitud por los cambios que Alistair había llevado a su vida.

—Oh, sí que he pensado en ellas.

A él se le oscurecieron los ojos al oír su respiración entrecortada.

—Debería enumerártelas, sólo para estar seguros.

—No. —Jessica se puso las manos sobre las rodillas—. Nada de juegos ni de apuestas, por favor. Ahora no.

—Dime por qué has decidido rendirte ahora.

—¿Y por qué no?

—¿Por qué ahora? Hace días que te invité a que vinieses a mi camarote y has ignorado mi invitación hasta este momento. Y hace sólo un instante has intentado irte. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? ¿Es porque tienes ganas de olvidar? ¿Acaso crees que acostarte conmigo tendrá el mismo efecto que el clarete? Tengo que advertirte que yo no soy de tan buena cosecha.

—No quiero olvidar nada. A decir verdad, espero recordar cada segundo de lo que suceda aquí hoy.

Alistair no mostró ninguna emoción, sin embargo, el aire alrededor de él pareció extrañamente turbulento.

—Me siento muy unida a ti —continuó Jessica—, pero no lo bastante. Me ayudaría mucho que nos desnudásemos.

—No quiero que estés alterada, ni tampoco ebria.

—No lo estoy. Ya no. —Su cautela decía mucho de sus intenciones. Si Alistair quisiese sólo sexo, no le preocuparían los motivos por los que ella se lo estaba ofreciendo—. ¿No te basta con que te desee? ¿Tiene que haber algo más?

—Ahora no voy a ser capaz de detenerme como hice la otra noche. Es mediodía. Pasarán las horas y alguien se dará cuenta de que no estás. Como mínimo tu doncella y mi ayuda de cámara sabrán qué estás haciendo. Quizá incluso alguien más, si no vamos con cuidado y nos oyen.

Jess lo pensó con calma.

—Estás intentando disuadirme. Quizá lo que pasa es que has cambiado de opinión.

Jessica sabía que ése no era el caso y mucho menos con el modo tan indecente en que la estaba mirando, pero no lograba comprender su razonamiento.

—Llevo tanto tiempo deseándote… —dijo él con voz ronca—. No me acuerdo de cómo era estar sin este deseo quemándome por dentro. Pero tienes que saber lo que haces. Necesito que sepas quién eres, dónde estás y quién soy yo. Piensa en cómo cambiarán las cosas una vez hayamos cruzado esta línea. Piensa en el aspecto que tendrás cuando abandones este camarote, desarreglada y con cara de haber estado echando un polvo. Piensa en cómo te sentarás delante de mí a la mesa durante la hora de la cena, rodeada por hombres que en cuanto te vean sabrán que te he follado como nunca.

La crudeza de esa descripción afectó a Jessica físicamente y le sorprendió notar que se excitaba. Se sonrojó. El hombre que tenía delante no sería un amante tierno y delicado. Ese hombre era famoso por su carácter mordaz, por poseer una lengua capaz de seducir a mujeres y de destrozar a los hombres con la misma destreza. Un hombre dispuesto a todo para conseguir lo que quería.

Y la quería a ella. Jessica se aferró a esa idea y ganó confianza en sí misma.

Alistair se le acercó.

—Tienes que saber por qué estás aquí, Jessica —volvió a decirle, sin ceder lo más mínimo—. Yo puedo esperar hasta que estés lista.

—No quiero esperar más. —Se puso en pie y señaló una silla—. Siéntate, señor Caulfield. Ha llegado el momento de que te haga mío.