16
—Lamento molestarlo, lord Tarley.
Michael se detuvo con un pie en el primer escalón del Club para Caballeros Remington’s y cuando giró la cabeza vio a un cochero de pie en la acera, con el sombrero en las manos.
—¿Sí?
—Mi señora le suplica que hable con ella un segundo, si es tan amable.
Miró por encima del hombre y se fijó en el carruaje que estaba detenido allí cerca, con las cortinas echadas. Se le aceleró el pulso de emoción. Supuso que la ocupante podía ser una debutante con demasiado atrevimiento, pero él deseaba que fuese Hester.
Asintió para dar su conformidad y se acercó al vehículo. Se detuvo delante de la puerta.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—Michael. Entra, por favor.
Estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo. Subió al coche y ocupó la banqueta opuesta a la de Hester. El perfume de ella había invadido el interior y, aunque por las cortinas se colaba el suficiente sol como para que pudiesen verse, la sensación de intimidad era abrumadora.
Aunque seguramente sólo existía en la mente de Michael.
Al menos eso creía hasta que vio el pañuelo que ella tenía en su regazo. Años atrás, Hester le había dado uno como muestra de su afecto; cuando jugaban a las princesas y a los caballeros y él desempeñaba el papel de príncipe valiente. Miles de años atrás. En otra vida.
—¿Has venido para darme algo tuyo y que me traiga suerte durante la batalla? —le preguntó, obligándose a utilizar un tono frívolo.
Ella se lo quedó mirando largo rato. Se la veía muy frágil con aquella pelliza verde con ribetes de un color que Michael no lograba discernir con aquella luz. Hester suspiró.
—No puedo hacerte cambiar de opinión, ¿no?
Su tono apesadumbrado impulsó a Michael a echarse hacia adelante. Y de repente se dio cuenta de qué era lo que había hecho cambiar a Hester; el peso de la infelicidad oprimía su carácter jovial.
—¿Por qué te preocupa tanto un simple combate de boxeo?
Nerviosa, ella abrió y cerró las manos sobre su regazo.
—Tanto si ganas como si pierdes, no va a terminar bien.
—Hester…
—Probablemente Regmont empiece el combate relajado —continuó ella sin mostrar ninguna emoción—, pero a medida que vaya haciéndose evidente que dominas la técnica del boxeo, se irá concentrando más. Si no puede derrotarte, quizá sucumba a su temperamento. Si eso sucede, ve con cuidado, porque se olvidará de las reglas y peleará para ganar. No jugará limpio.
A Michael, oír un disparo no lo habría sobresaltado tanto.
—Jamás le diría esto a otra persona —siguió Hester con la cabeza bien alta, subrayando su postura ya de por sí digna—, pero sospecho que tú eres muy metódico en el cuadrilátero, que eres capaz de mantener la cabeza en su sitio, por lo que seguirás las normas y tengo miedo de que eso te impida anticipar los golpes más dañinos de Regmont.
—¿Lo has visto sucumbir a su temperamento delante de alguien? —No tenía derecho a preguntárselo, pero ya no podía seguir conteniendo la pregunta—. ¿Te maltrata, Hester?
—Preocúpate por ti —lo riñó ella y consiguió esbozar una sonrisa que no alivió en absoluto las sospechas de Michael—. Tú eres el que va a pelear con él.
Y Michael se moría de ganas de que empezase el combate, ahora mucho más que antes, cuando sólo estaba impaciente.
Hester alargó la mano con el pañuelo, pero la apartó cuando él fue a cogerlo.
—Si quieres esto, primero tienes que prometerme que vendrás a verme.
—Extorsión —contestó Michael con la voz ronca, al comprender que ella estaba esquivando su anterior pregunta.
Le hervía la sangre. ¿Hester creía que él iba a ser metódico durante el combate, que iba a mantener la calma?
—Coacción —lo corrigió ella—. Sólo para asegurarme de que no resultas malherido.
Michael apretó la mandíbula al comprender que no podía hacer nada. No podía interceder de ninguna manera. Lo que un hombre hiciera con su esposa era asunto suyo. El único recurso que tenía a su alcance ya lo había puesto en marcha una semana atrás; un combate de boxeo durante el cual podría pegarle a Regmont hasta cansarse.
—Te prometo que iré a verte.
—Antes de que termine la semana —insistió ella, con sus ojos verdes entrecerrados a modo de amenaza.
—Sí. —Michael cogió el pañuelo como si le perteneciese por derecho. Llevaba una «H» bordada en un extremo, lo que hacía que el regalo fuese todavía más personal—. Gracias.
—Ten cuidado. Por favor.
Él asintió y salió del carruaje. El vehículo arrancó antes de que hubiese llegado al primer escalón del Remington’s.
—No te dejes engañar por su tamaño.
Michael estaba saltando sobre los pies y se volvió hacia la voz que acababa de hablarle. Se encontró con el conde de Westfield, un noble soltero que sufría las mismas presiones para contraer matrimonio que él. Westfield era agradable y muy atractivo, lo que hacía que gustase tanto a hombres como a mujeres.
—Nada en él me engaña.
—Interesante —señaló Westfield, metiéndose en el cuadrilátero, delimitado por unas líneas blancas pintadas en el suelo de madera—. Haces que me alegre mucho de haber apostado por ti.
—¿Has apostado por mí? —Michael escudriñó la estancia con la mirada; estaba a rebosar de espectadores.
—Sí, he sido uno de los pocos que lo ha hecho. —El conde esbozó una de aquellas sonrisas que cautivaban a las mujeres—. La corta estatura de Regmont hace que sea rápido y ágil. Y nunca he visto a nadie con tanta resistencia, por eso gana tan a menudo, porque aguanta mucho más que cualquiera. Y por eso los demás han apostado en su favor; porque confían en que tú te cansarás antes que él.
—Me gusta creer que esa teoría también tiene en cuenta la cantidad de golpes que recibirá Regmont y la frecuencia.
Westfield negó con la cabeza.
—Para algunos hombres, yo, por ejemplo, perder es un incordio que sencillamente preferimos evitar. Para otros, como Regmont, es algo que los hace inhumanos. Su orgullo le dará fuerzas hasta que esté convencido de que se ha resarcido del mal que le has causado.
—Es sólo un deporte, Westfield.
—No lo es, a juzgar por el modo en que le estás mirando. Es evidente que tienes un ajuste de cuentas pendiente con él. No me importa. Lo único que quiero es ganar mi apuesta.
En otro momento, Michael quizá le habría sonreído, pero ahora estaba furioso. A pesar de todo, él siempre había sabido aceptar un buen consejo cuando se lo daban. Y también sabía que, a juzgar por la sonrisa de Regmont, éste estaba convencido de que iba a ganar.
Aunque Michael estaba seguro de que el dolor físico era lo mínimo que se merecía el conde, decidió que la humillación sería un castigo más duradero.
Esquivó unos cuantos golpes de Regmont y dejó que le diese algunos y luego canalizó todo el amor no correspondido que sentía por Hester y todo el odio que sentía hacia su indigno marido en un único puñetazo.
Regmont se desplomó inconsciente en el suelo tras un único minuto de combate.
—Me resulta muy difícil concentrarme si me estás mirando.
Jessica levantó la vista hacia Alistair, que estaba sentado en la cubierta, con la espalda recostada en una caja. Se había quitado la chaqueta y tenía una pierna extendida delante de él y la otra con la rodilla levantada para apoyar en ella los papeles en los que estaba trabajando. Era la misma postura que le había visto adoptar cuando leía o trabajaba en la cama y siempre conseguía despertar su admiración.
—No me hagas caso —dijo él.
Una petición imposible y mucho menos con lo guapo que estaba en mangas de camisa, con aquellos pantalones hechos a medida que hacían resaltar sus musculosas piernas, y con sus botas Hessian recién lustradas. El viento le alborotaba el pelo del modo en que ella querría hacerlo con los dedos.
Para Jessica hacía un día precioso. Ligeramente nublado, con el suficiente frío para que hubiese cogido un chal, pero no tanto como para que no fuese agradable estar en cubierta.
Había salido a tomar el aire y una hora más tarde Alistair había ido a hacerle compañía con una de sus carpetas. Se había sentado a unos metros de distancia, pero levantaba la vista a menudo y la miraba con inexplicable intensidad.
Jess se rió por lo bajo y volvió a concentrarse en su costura.
—¿Acaso la impecable lady Tarley acaba de reírse de mí? —le preguntó él, con una ceja enarcada.
—Una dama no se ríe de nadie.
Pensó que era bonito que Alistair se esforzase tanto para estar con ella cuando tenía tantos asuntos de los que ocuparse.
Se había convertido en su amigo, en alguien con quien lo compartía casi todo. Era un milagro que, en su vida, hubiese encontrado a dos hombres dispuestos a quererla tal como era. No por su actitud externa, conseguida a base de una rígida educación, sino por la mujer que se escondía debajo y que ellos habían conseguido hacer salir a la luz.
—Quizá las otras damas no lo hagan —dijo él en voz baja, para que sólo pudiese oírle ella—, pero tú haces un sinfín de ruidos deliciosos.
Jess se excitó con esa frase tan sencilla y provocativa. Hacía una semana que no practicaban sexo y, ya que había terminado su menstruación, tenía tantas ganas que le resultaban casi insoportables.
—¿Quién es ahora la que está mirando? —la provocó Alistair, sin apartar la vista de sus papeles.
—Porque estás demasiado lejos como para que pueda hacer nada más.
Él levantó la cabeza de golpe.
Ella sonrió y se puso en pie.
—Disfrute del resto de la tarde, señor Caulfield. Creo que me retiraré a mi camarote para dormir un rato antes de la cena.
Volvió a su habitación, donde encontró a Beth ocupadísima aireando sus vestidos.
—Que Dios proteja al señor Caulfield —dijo la joven, deteniéndose—. Tiene usted una mirada peligrosa.
—¿De verdad?
—Ya sabe que sí. —Beth sonrió—. Hacía años que no la veía tan feliz. Empiezo a sentir lástima por el hombre.
—Me dijiste que él sabía proteger su corazón.
—A veces me equivoco, milady. Pocas, pero ha pasado.
La sonrisa de Jess se ensanchó sólo de pensarlo. Era un alivio oír la opinión de Beth. Lo único que ensombrecía su felicidad era la posibilidad de que aquello no fuese a durar y de que ella no fuese capaz de conservar el interés de un hombre como Alistair Caulfield durante mucho tiempo.
Jess creía no estar a su altura y sabía que había mujeres que lo estaban más. Mujeres que podían darle cosas que ella no podía; experiencia en la cama, un espíritu tan aventurero como el suyo, hijos…
Se quitó el chal y se le desvaneció la sonrisa. Los dos eran jóvenes. A pesar de que ya había conseguido muchas cosas en la vida, Alistair todavía tardaría años en sentir la necesidad de casarse y procrear. Era imposible que él supiese que se acabaría sintiendo de ese modo, pero ella sí lo sabía. Y le correspondía por tanto hacer lo correcto en su relación.
Sus reconocibles y decididos golpes resonaron en la puerta. Beth se rió y guardó el vestido que había estado aireando en el baúl y a continuación fue a abrir con una sonrisa.
—Buenas tardes, señor Caulfield.
Ella se quedó de espaldas, con los ojos cerrados para disfrutar de la educada respuesta que él le daría a su doncella.
—¿Necesita algo más, señora? —le preguntó Beth.
—No, gracias. Disfruta de la tarde.
La puerta apenas se había cerrado cuando Jessica oyó que algo caía al suelo. Un segundo más tarde, se encontró pegada a la mampara, con un hombre de casi dos metros completamente excitado, contra su cuerpo. Contenta ante su inesperada fogosidad, le rodeó la cintura con los brazos y le devolvió el beso con el mismo fervor.
—Eres mala —la acusó él, deslizando la boca por su mandíbula—. Estás intentando que me vuelva loco.
—No tengo ni idea de qué estás hablando.
Alistair le mordió la oreja y Jess se arqueó, riéndose. Deslizó la vista hacia la carpeta que él había lanzado al suelo y se quedó quieta.
—Cuando ya no estés indispuesta —dijo Alistair con voz ronca y cargada de sexualidad—, voy a hacerte pagar por haber provocado a un hombre que lleva una semana sin estar dentro de ti.
—Ya no estoy indispuesta —contestó como si nada, porque estaba fascinada con los dibujos que sobresalían de la carpeta—. Desde hace dos días.
—¿Disculpa? —Alistair se apartó.
—¿Qué es esto? —Se escurrió de entre sus brazos y se agachó para coger los papeles.
—Dos días —repitió él.
Jessica apartó la cubierta de cuero negro y se quedó sin aliento.
—Dios mío, Alistair… Son impresionantes.
—Lo que es impresionante es lo poco que me deseas.
—No seas ridículo. Una mujer tendría que estar muerta para no desearte. —Se quedó mirando el retrato que había dibujado a lápiz. Era un dibujo de ella en cubierta, pocos minutos antes, lo que explicaba que la hubiese estado mirando tanto—. ¿Es así como me ves?
—Así es como eres. Maldita sea, Jess. Llevo una semana muriéndome por ti. Y tú tenías que saberlo. Es imposible que no te hayas fijado en la erección que tengo desde hace días.
Ella deslizó los dedos por el dibujo. Alistair la había hecho hermosa, había suavizado sus facciones y le había llenado los ojos de ternura. Nunca se había visto tan guapa.
—Sí —contestó distraída—. Es imposible ignorar un apéndice de ese tamaño cuando te toca la espalda, como hace tu miembro cuando te acuestas conmigo.
—No bromees —le dijo enfadado—. Explícate.
—¿De verdad tengo este aspecto?
—Sí, siempre que me miras. Si no me contestas, Jess, no me hago responsable de mis actos.
—No digas tonterías. Quería demostrarte que deseo tu compañía con independencia de los múltiples orgasmos que tan hábilmente consigues provocarme. —Sujetó la carpeta en la mano y soltó el aliento. Miró los otros dibujos que él había hecho de ella y se quedó asombrada por el talento de Alistair—. No supongo ningún misterio para ti, ¿no? Lo que siento por ti es más que evidente, cualquiera puede verlo reflejado en mi rostro.
—No hace falta que lo digas como si fuese algo malo —masculló él, acercándose—. Estoy seguro de que yo te miro de la misma manera.
Jess se volvió hacia él.
—No, tú no me miras así. Tú me miras como un felino que está a punto de abalanzarse sobre su presa. Yo me derrito al mirarte y tú te afilas como una navaja.
—Soy un hombre muy sexual —se defendió él—. Eso no significa que no tenga sentimientos. Me gusta creer que eres capaz de ver cómo me siento, aunque no esté reflejado en mi rostro.
—Sí, lo soy.
Pasó los dibujos, deteniéndose cada vez que veía un retrato suyo de una época pasada. Había uno en el que era mucho más joven y el papel tenía un tono amarillento de tan viejo que era, pero lo que de verdad le llamó la atención fue la lujuria que desprendía la escena. En el dibujo, ella tenía los ojos abiertos, las pupilas dilatadas y los labios entreabiertos, como si estuviese conteniendo la respiración. Era la representación de una joven que se moría por estar con el hombre que tenía al lado.
—Alistair…
—La noche en el jardín.
—¿Cómo es posible que tengas este dibujo en tu poder y que dudes del deseo que siento por ti?
Él le quitó la carpeta y los dibujos de las manos y los lanzó sobre la mesa.
—Te juro que terminarás por volverme loco. ¿Me has negado lo único que sé hacer para sentirme unido a ti para así demostrarme la profundidad de tus sentimientos?
Ella esbozó una sonrisa.
—Eres un hombre de sangre caliente. Para ti el sexo es como comer o dormir.
La insaciabilidad de Alistair había quedado clara durante los primeros días de su aventura y la había ayudado a entender cómo había sido físicamente capaz de prostituirse. Para él, el sexo era tan necesario para su salud como lavarse los dientes, y emocionalmente también tenía la misma importancia. Eso no significaba que Jessica no sintiese que la quería cuando compartían la cama, pero sabía que Alistair utilizaba el acto sexual para conseguir un fin que ella todavía no había logrado descifrar.
Él decía que la decisión de vender su cuerpo había sido fruto de la necesidad y Jessica le creía, pero no por los motivos que Alistair aducía. A pesar de lo joven y de lo fogoso que era durante su juventud, aunque necesitase dinero, eso no explicaba que hubiese decidido vender su cuerpo como si fuese un objeto. Jessica sospechaba que esa decisión la había tomado por algo que le había sucedido.
Quizá fuera por Masterson, o por el padre ausente al que nunca había conocido, o quizá se debiese a otra cosa, pero fuera cual fuese el motivo, Alistair había llegado a la conclusión de que sólo valía lo que los demás estuviesen dispuestos a pagar por él.
Jessica quería contrarrestar esa creencia, quería demostrarle que lo valoraba por cosas que iban más allá de lo físico, pero al parecer, Alistair todavía no estaba preparado para eso. A pesar de que no dejaba de insistir en que ambos compartiesen sus pensamientos más íntimos y sus recuerdos más dolorosos con el otro, seguía necesitando que ella lo tocase para sentir que lo quería.
Alistair la hizo retroceder hasta la mampara y le colocó uno de sus poderosos muslos entre las piernas para retenerla allí. Apoyó una mano en la madera al lado de la cabeza de ella y la miró.
—Estás agotando mi paciencia.
—No es ésa mi intención —dijo ella, sincera, mientras su cuerpo respondía ante la agresiva sensualidad de él—. Tus dibujos me han emocionado y tu talento me parece tan puro que incluso me duele el corazón.
Él le dio un beso en la frente.
—¿Te duele alguna otra parte del cuerpo? —le preguntó con la voz ronca y cambiando ligeramente de postura, para que su rodilla quedase encima del sexo de Jessica.
Jess cerró los ojos un instante y se regodeó en la sensación de tener el fuerte cuerpo de Alistair y su adorado aroma pegados a ella. El deseo de él se le metió en los poros, convirtiéndola en una mujer descarada y capaz de deslizar una mano entre las piernas de él y colocarla encima de su pene.
Alistair se estremeció con violencia y respiró entre los dientes.
—Dios.
—Te deseo desde la primera vez que te vi —confesó Jessica, humedeciéndose los labios—. Y cada hora que pasa te deseo más.
Los ojos azules de él se habían vuelto oscuros de pasión.
—Pues tómame cada hora.
Ella lo acarició por encima de los pantalones y notó que su propio cuerpo se relajaba y se humedecía, expectante.
—El sexo es algo innato en ti, lo exudas como si fuese una fragancia sumamente adictiva. Pero ¿cómo puedo distinguirme yo de las otras mujeres que te han deseado si sólo te demuestro que necesito tu cuerpo?
—¿Qué otras mujeres?
Eso la hizo sonreír, pero las facciones de él no se suavizaron.
—Tócame —le suplicó Jessica, sintiendo como si, sin querer, hubiese provocado un distanciamiento entre los dos.
—Todavía no.
Que Alistair se negase a tocarla le resultó inesperadamente excitante. Ella estaba tan acostumbrada a que él llevase la voz cantante en la cama que su falta de participación hizo que lo desease todavía más.
—¿Por qué?
—Deberías arder de deseo tanto como yo. Tanto como ardo yo cada minuto que no estoy dentro de ti.
Jessica echó la cabeza hacia atrás y le besó la tensa mandíbula. Sintió el calor en su piel.
—Quieres castigarme.
Alistair le sujetó el rostro entre las manos.
—No. Tú has sido la que ha utilizado el sexo como cuña entre los dos. Tenemos que devolverlo a su lugar.
Jess tiró de la camisa de él para sacársela de los pantalones y le tocó la piel de la espalda.
—Te estás olvidando de que he sido yo la que te ha atraído hasta aquí para seducirte.
—Al parecer, crees que soy increíblemente obtuso.
—¡No creo tal cosa! —replicó ella—. De hecho, creo que tienes una mente excepcional.
—¿Ah, sí? —Le acarició el labio inferior con el pulgar y la leve caricia hizo que Jessica se muriese por sentir sus manos en el resto del cuerpo—. Te has pasado días enseñándome a hacer el amor y, sin embargo, pareces empeñada en creer que no he aprendido la lección.
Ella apretó los dedos contra los rígidos músculos de la espalda de él.
—La primera vez que te poseí —susurró Alistair, apoyando la frente en la suya—, comprendí la diferencia que había entre lo que creía que sabía sobre el sexo y lo que me faltaba por aprender. Ahora ni siquiera recuerdo cómo fui capaz de hacerlo sin ti o de intentarlo.
Jessica se puso de puntillas y lo abrazó para ver si así lograba transmitirle la emoción que sentía.
—Te necesito. —Apretó la cara contra la garganta de él—. Has hecho que te necesite.
—No puedo creer que antes pensase que un orgasmo era algo estrictamente personal. —Alistair apartó el muslo que tenía entre las piernas de Jessica.
Ella se quejó y su sexo echó de menos la presión que él ejercía.
—Por favor…
Alistair le levantó la falda, le cogió las nalgas con fuerza y apretó hasta casi hacerle daño. Había ocasiones en que estaba juguetón en la cama y otras en las que era muy cariñoso, pero cuando más excitaba a Jessica era cuando se comportaba con tanta ferocidad.
Con dedos temblorosos, ella intentó desabrocharle los botones de los pantalones. Por fin consiguió liberar su erección y se quedó sin aliento en cuanto la tuvo en las manos. Lo acarició con ganas; las palabras y los dibujos de Alistair la habían excitado mucho, igual que el hecho de que hubiese tardado tan poco en abandonar la cubierta y seguirla.
Tenía el don de hacer que se sintiera especial y deseable y también a salvo y segura. Le daba la libertad que necesitaba para ser quien quisiera ser. Con él podía mostrarse tan atrevida como desease.
Alistair la observó por entre sus espesas pestañas. Movió las caderas y deslizó su miembro entre los dedos de Jessica. El sexo de ella se humedeció, celoso de sus manos.
Como si lo supiese, Alistair deslizó una mano desde atrás por entre las piernas de ella y la metió dentro de su ropa interior para separarle los labios.
—Estás excitada.
—No puedo evitarlo.
—Y yo no quiero que lo evites.
Sin previa advertencia, la cogió por la parte trasera de los muslos y la levantó del suelo. La erección se escapó de entre las manos de Jessica y ésta se quejó.
Entonces notó la punta del miembro de él acariciando la entrada de su sexo y gimió de placer. Le rodeó los hombros con los brazos y, con la boca, buscó aquel punto detrás de la oreja que avivaba tanto su pasión.
—Presta atención —le ordenó, cuando empezó a deslizarse en su interior.
Jessica apoyó de nuevo la cabeza en la mampara y gimió sin poderlo remediar. Alistair la hizo descender encima de su pene con acuciante lentitud, asegurándose de que notaba cada centímetro.
—Dios —masculló ella, intentando moverse a pesar de que él se lo impedía.
En aquella postura apenas podía recibirlo, pero él siguió penetrándola sin darle tregua, llenándola hasta que a Jessica le costó incluso respirar. Y cuando Alistair por fin llegó al final, ella ya no podía contener la necesidad de moverse y de buscar su propio placer. Que ambos estuviesen completamente vestidos, excepto por la parte en la que estaban unidos, resultaba increíblemente erótico. La armadura de Jessica nunca había supuesto ningún impedimento para él.
Alistair la retuvo y la aprisionó con su cuerpo contra la mampara. Le cogió una muñeca y le levantó la mano para colocarla encima de su corazón. Jessica notó cómo latía desbocado bajo su palma. El pecho de él subía y bajaba a un ritmo considerable.
—Apenas he hecho ningún esfuerzo. Pesas menos que una pluma. Dime, Jess, ¿por qué se me ha acelerado el corazón? ¿Por el sexo animal que todavía no hemos empezado a tener? ¿O porque me late así siempre que estoy contigo?
Ella enredó los dedos de la mano que tenía libre en el pelo de Alistair y le acarició una mejilla con la suya. Quería decirle algo, cualquier cosa, pero tenía un nudo en la garganta.
—Si pudiera —siguió él—, me quedaría así para siempre, dentro de ti, prisionero dentro de tu cuerpo, formando parte de ti, sin moverme lo más mínimo. Cuando hacemos el amor, lucho contra mí mismo para no alcanzar el orgasmo. No quiero eyacular; no quiero que termine. No importa lo mucho que lo intente ni lo mucho que dure, nunca es suficiente. Me pongo furioso cuando noto que ya no puedo aguantar más. ¿Por qué, Jess? Si lo único que me interesase fuera saciar mi naturaleza lujuriosa, igual que tengo que dormir o que comer, ¿por qué insistiría en negármelo?
Jessica giró la cabeza y, atrapando la boca de él con la suya, lo besó con desesperación.
—Dime que lo entiendes —le pidió él, moviendo los labios debajo de los suyos—. Dime que tú también lo sientes.
—Yo te siento a ti —susurró Jess, embriagada por el ardor de Alistair como si fuese un vino exquisito—. Tú lo eres todo para mí.
Él la sujetó con fuerza y se dirigió con ella hacia la cama.