25
Cariño:
Te confieso que he pensado en ti todo el día, en las cosas que te haría y que seguro que te gustarían. Espero que te estés cuidando.
Aqueronte ladró desde su almohada, junto a los pies de Jessica. Ella se detuvo con la pluma suspendida encima del papel y luego se inclinó para mirar al cachorro.
—¿Qué te pasa?
El perro le respondió con un gemido de desaprobación y luego se acercó a la puerta de la galería. Allí empezó a dar saltos y a girar sobre sí mismo en círculos. Cuando vio que Jess cogía el chal para sacarlo y que pudiese hacer sus necesidades, el animal volvió a dejar caer las orejas y a gruñir. Luego gimió y se hizo pipí en el suelo de madera.
—Aqueronte.
El tono de ella era de resignación. El cachorro gimió del mismo modo.
Jess cogió una toalla que había junto al aguamanil y se encaminó hacia la puerta. A medida que iba acercándose, oyó una voz masculina gritando furiosa. Soltó la toalla sobre el pequeño charco y giró el pomo. Sin la barrera de la madera, los gritos se hicieron más claros e identificó de dónde venían: de los aposentos de Hester.
—No me extraña que estuvieses nervioso —le dijo a Aqueronte en voz baja, mientras lanzaba el chal encima de la silla más cercana—. Quédate aquí.
Recorrió el pasillo sin hacer ruido. La voz de Regmont subía de volumen con cada paso que daba. Se le encogió el estómago y se notó las manos húmedas de sudor. Reconoció el miedo y luchó para seguir respirando tranquila.
—¡Me has humillado! Todas estas semanas…, el combate con Tarley… ¡No permitiré que me pongas los cuernos!
Las respuestas de Hester eran ininteligibles, pero el modo tan rápido en que las ofrecía sugerían que estaba enfadada… o asustada. Y cuando Jessica oyó que se rompía algo, corrió hacia la puerta y la abrió.
Dios santo…
Su hermana estaba en camisón y pálida como un muerto, con los labios apretados, los ojos abiertos como platos y el rostro desfigurado por un terror que Jessica conocía demasiado bien.
Hester ya tenía un morado en la frente.
Regmont estaba de espaldas a la puerta, con los puños cerrados a los costados. Iba vestido como si acabase de llegar y apestaba a licor y a tabaco. Una mesilla estaba patas arriba y la urna que la decoraba se había roto al caer al suelo.
Cuando Regmont empezó a avanzar, Jess gritó su nombre.
Él se detuvo y tensó la espalda.
—Vete de aquí, lady Tarley. Esto no es asunto tuyo.
—Creo que el que debería irse eres tú, milord —contestó ella, temblando—. Tu esposa está embarazada y el médico ha dicho que se abstenga de emociones fuertes.
—¿El niño es mío? —le gritó a Hester—. ¿Con cuántos hombres te has acostado?
—Vete, Jess —le suplicó Hester—. De prisa.
Ella negó con la cabeza.
—No.
—¡No puedes ser siempre mi salvadora!
—Regmont. —A Jess se le quebró la voz—. Vete, por favor.
Entonces él se dio media vuelta para mirarla y a Jessica se le paró el corazón. Tenía los ojos inyectados en sangre, rebosantes de la misma malevolencia que caracterizaba los del padre de ellas cuando estaba decidido a emplear los puños contra alguien que no pudiera devolverle los golpes.
—¡Ésta es mi casa! —le gritó—. Y tú…, tú has venido aquí con tus comportamientos de puta y has mancillado mi buen nombre. Y ahora tu hermana pretende hacer lo mismo. ¡No voy a permitirlo!
Jessica no podía oír nada excepto el sonido de su propia sangre agolpándose en los oídos, pero entendió que Regmont estaba amenazándola con enseñarla a comportarse como era debido. La habitación le dio vueltas. Ya había pasado por eso antes. Había oído esas mismas palabras. Tantas, tantas veces…
El miedo se fue tan rápido como había venido y la dejó extrañamente calmada. Ya no era una niña asustada. Alistair le había enseñado que era más fuerte de lo que ella creía. Y cuando él fuese a buscarla, algo que haría en cuanto pudiese avisarlo, Regmont pagaría por sus actos de esa noche.
—Golpearme a mí —le dijo— será el peor error de toda tu vida.
Regmont se rió y echó el brazo hacia atrás.
Michael saltó a lomos de su caballo y vio que Alistair hacía lo mismo. Una aguda sensación de desesperanza se apoderó de él. Quería recuperar su pañuelo, maldita fuera. Quería a Hester. Y deseaba la muerte de Regmont con tanto fervor que lo asustaba.
—¡Di algo! —le exigió a Alistair, que no había dicho nada desde que él había retado a Regmont.
—Eres un idiota.
—Dios.
—Lo matarás en el duelo. Y entonces ¿qué? —Alistair espoleó a su montura para alejarse del club—. Tendrás que huir del país para que no te juzguen. Tu familia sufrirá si no estás. Hester te odiará por haberle arrebatado a su marido. Jessica se pondrá furiosa conmigo porque no sé cómo me he visto metido en todo esto. ¿Y entonces te sentirás mejor?
—¡No te imaginas cómo es! ¡No sabes cómo me siento al ver que ella necesita que la cuiden y que yo no puedo hacerlo!
—¿Que no lo sé? —le preguntó Alistair en voz baja, mirando a su alrededor.
—No. No lo sabes. Tú envidiabas la suerte de mi hermano, pero al menos sabías que él sentía algo por Jessica y que se preocupaba por su bienestar. Él la hizo feliz. Tú no tenías que pasarte cada minuto de cada día preguntándote si le estaba levantando la mano. Si ella estaba muerta de miedo o malherida o…
Alistair tiró tan fuerte de las riendas de su caballo que el animal relinchó para quejarse. Los cascos resonaron en los adoquines como explosiones en medio de la oscuridad. El animal se movió nervioso y giró completamente sobre sí mismo.
—¿Qué has dicho?
—Le pega. Sé que le pega. Yo mismo he podido ver muestras de ello y mi madre también.
—Maldito seas. —La furia de Alistair era inconfundible—. ¿Y has dejado que se fuese? ¿Y si ha vuelto a casa?
—¿Y qué puedo hacer? —La furia de Michael también estaba a punto de estallar—. Ella es su esposa. No puedo hacer nada.
—¡Jessica está allí! Lo que más teme en este mundo es la ira de un hombre.
—¿De qué diablos…?
—Hadley las maltrataba —le explicó él, haciendo girar a su caballo—. Las castigaba tanto como quería y del modo más doloroso posible.
A Michael se le revolvieron las entrañas.
—Dios.
Alistair espoleó a su montura para ponerla al galope, agachándose sobre la crin del animal. Cabalgó peligrosamente por las calles de la ciudad y Michael lo siguió.
Jess vio que Regmont levantaba el brazo y se preparó para recibir el golpe, negándose a retroceder.
Pero antes de que éste llegase, un golpe escalofriante resonó en todo el dormitorio. Jessica observó, atónita y confusa, cómo su cuñado ponía los ojos en blanco y se desplomaba inconsciente en el suelo.
Sorprendida, se echó para atrás. La herida que Regmont tenía en la cabeza sangraba profusamente y la sangre brillaba a la luz de las velas. El ruido de una barra de hierro cayendo al suelo llamó su atención y vio que el atizador del fuego había caído… de entre los dedos de Hester.
—Jess…
Levantó la vista. Su hermana se dobló sobre sí misma y empezó a retorcerse de dolor. Había sangre alrededor de los pies de Hester y no paraba de resbalarle por las piernas, formando un charco que no cejaba de crecer. No…
Oyó unos pasos acercándose.
—¡Jessica!
Ella lo llamó a gritos y saltó por encima de Regmont para ir a ayudar a su hermana.
Alistair apareció seguido de Michael. Ambos se detuvieron en seco al ver el cuerpo de Regmont.
Jessica cogió a Hester justo antes de que a su hermana le fallasen las piernas. Juntas, se arrodillaron en el suelo.
—¿Está muerto? —preguntó Jess, paseando de un lado a otro del salón del piso de abajo. Aqueronte estaba tumbado bajo la mesa que había entre dos butacas y se quejaba.
—No. —Alistair se acercó a ella con una copa de coñac—. Toma. Bebe esto.
Jessica miró el líquido ámbar ansiosa por sentir el estupor que acompañaba a la bebida. Tenía la garganta seca y las manos temblorosas, síntomas que se aliviarían con un trago. Pero lo rechazó. No iba a volver a caer. Había dejado el pasado atrás. Y después de esa noche, estaba decidida a que siguiera allí.
Escudriñó la habitación con la mirada. Aquel color amarillo tan alegre le parecía absurdo, teniendo en cuenta la situación de la pareja que vivía en aquella casa.
—Lo ha golpeado con el atizador —murmuró, todavía intentando asimilar la gravedad de lo acontecido y que hubiese podido estar tan ciega ante los signos del maltrato.
—Bien hecho —dijo Michael con vehemencia.
Alistair dejó la copa de coñac y se acercó a Jessica por detrás. La cogió por los hombros y le masajeó los músculos.
—El médico se está ocupando primero de tu hermana, pero dice que Regmont necesitará puntos.
A Jess se le rompió el corazón.
—Antes ya estaba deprimida. Pero ahora que ha perdido al bebé…
Michael cogió la copa de coñac de encima de la mesa y la vació de un trago. Tenía el pelo hecho un desastre de las veces que se había pasado las manos por la cabeza y en su mirada podía verse su tormento.
Por fin Jessica podía ver con sus propios ojos el amor que Michael sentía por su hermana y el sentimiento de culpabilidad la corroyó como el ácido. Ella había empujado a Hester hacia Regmont cuando tenía delante de sus narices a un hombre más que digno de su hermana.
Miró a Alistair por encima del hombro.
—Cuando estemos casados, me gustaría que Hester se quedase a vivir con nosotros durante todo el tiempo que necesite. No creo que deba quedarse en esta casa más de lo estrictamente necesario.
—Por supuesto.
Los preciosos ojos de él estaban llenos de amor y comprensión.
Jessica respiró hondo para inhalar su aroma a sándalo y a almizcle con toques de verbena, y hacerlo la tranquilizó. Puso las manos encima de las de él y dio gracias por tenerlo. Era como un faro en medio del caos y la daba la fuerza que necesitaba para poder estar al lado de Hester.
—Mientras tanto —dijo Michael—, las dos deberías vivir conmigo. Tú has pasado más años que yo en esa casa, Jessica, y los sirvientes están acostumbrados a atender tus necesidades. A Hester el entorno le resultará familiar. Y mi madre reside allí ahora y también puede ser de gran ayuda.
El disparo de una pistola quebró el silencio, seguido de un grito desgarrador. A Jessica se le revolvió el estómago. Echó a correr hacia la escalera antes de ser consciente de ello. Michael la adelantó en el primer escalón, pero Alistair se quedó con ella y la cogió del brazo antes de que llegaran al dormitorio de Hester.
El doctor Lyon estaba en el pasillo, con la cara descompuesta. Señaló la puerta del dormitorio de Hester.
—Su señoría ha entrado en el dormitorio de su esposa y ha echado el cerrojo.
Al otro lado de la puerta, Hester seguía gritando.
El pánico hizo que a Jessica se le doblaran las rodillas, pero Alistair la mantuvo en pie. Michael cogió el picaporte y empujó la madera con el hombro. El marco se quejó, pero el cerrojo aguantó el embate.
El médico empezó a hablar precipitadamente, su voz iba subiendo de volumen con cada palabra:
—Estaba inconsciente cuando he empezado a coserle los puntos. Y entonces se ha despertado… Se ha puesto furioso… Me ha preguntado por lady Regmont. Le he dicho que bajase la voz, que se calmase. Le he explicado que su esposa estaba descansando porque había perdido al bebé. Se ha vuelto loco… Ha salido corriendo del dormitorio… He intentado seguirlo, pero…
Michael volvió a embestir la puerta. El pestillo se rompió, pero no cedió. Alistair fue a ayudarlo. Le dieron una patada a la puerta al mismo tiempo y la abrieron con un gran estruendo. Entraron, seguidos por el médico y Jessica pisándoles los talones, pero Alistair giró sobre sí mismo y la cogió por la cintura para sacarla al pasillo.
—No entres aquí —le ordenó.
—¡Hester! —gritó ella, intentando mirar hacia el interior del dormitorio por encima del hombro de Alistair.
Él la abrazó con fuerza y la pegó a su torso.
—Ha sido Regmont.
En cuanto Jessica entendió lo que eso significaba, sintió que la fuerza abandonaba sus extremidades.
—Dios santo. Hester.
Hester se acurrucó junto a ella y se apretó contra su hermana. A pesar de que estaba tapada por la colcha y de que se había metido en la cama con Jessica en el dormitorio de invitados, seguía teniendo frío.
Su hermana le acarició el pelo, susurrando palabras de consuelo. Era como si fuesen niñas de nuevo y Jess le estuviese enseñando a Hester lo que era sentirse amada y a salvo. Algo que Hester sólo había sentido con ella.
Le dolía todo el cuerpo. Era un dolor profundo que le había succionado toda la fuerza. Su hijo había muerto. Su marido también. Y lo único que podía sentir Hester era que ella también estaba muerta. La sorprendía notar que el aire se deslizaba entre sus labios. Había creído que esos gestos propios de la vida ya estaban lejos de su alcance.
—Al final era Edward —susurró.
Su hermana mayor se quedó en silencio.
—Cuando entró en mi dormitorio, era el hombre al que había llegado a odiar y temer. Tenía los ojos desorbitados y blandía una pistola. Sentí tal alivio al verlo… Pensé: «Por fin va a terminar mi dolor». Creí que se apiadaría de mí y me liberaría de todo esto.
Jessica la estrechó entre sus brazos.
—No pienses más en ello.
Hester intentó tragar, pero tenía la boca seca.
—Le supliqué: «Mátame. Toma mi vida. El bebé ya no está… Por favor. Deja que me vaya». Y entonces se convirtió en Edward. Pude verlo en sus ojos. Eran tan sombríos. Vio lo que había hecho cuando estaba fuera de sí.
—Hester. Chist… Necesitas des… descansar.
El tartamudeo de Jessica resonó dentro de su hermana.
—Pero Edward no me liberó de mi agonía. Fue egoísta hasta el final y sólo pensó en sí mismo. Y, sin embargo, lo echo de menos. Echo de menos al hombre que era. El hombre con el que me casé. Te acuerdas de él, ¿no, Jess? —Echó la cabeza hacia atrás y miró a su hermana—. ¿Te acuerdas de cómo era hace tanto tiempo?
Jess asintió, tenía los ojos y la nariz rojos de tanto llorar.
—¿Qué significa? —le preguntó Hester bajando de nuevo la barbilla—. ¿Que soy feliz porque se ha ido, pero que al mismo tiempo estoy triste?
Se produjo un largo silencio hasta que Jessica volvió a hablar.
—Supongo. Quizá lo que echas de menos es la promesa de lo que podría haber sido y al mismo tiempo estás agradecida de que se haya acabado.
—Puede. —Hester se acercó un poco más a ella en busca del calor que desprendía su cuerpo—. ¿Y qué…, qué hago ahora? ¿Cómo sigo…, cómo sigo adelante?
—Un día detrás de otro. Te levantas por la mañana, comes, te bañas y mientras estés tan triste, hablas sólo con la gente que te apetezca. Con el paso del tiempo te dolerá menos. Y luego un poco menos. Y así irás avanzando. —Jessica le pasó los dedos por el pelo—. Hasta que una mañana te despertarás y te darás cuenta de que el dolor es tan sólo un recuerdo. Siempre formará parte de ti, pero a la larga dejará de tener el poder de hacerte daño.
A Hester se le llenaron los ojos de lágrimas, que derramó encima del corpiño del vestido de Jess. Ésta se había metido en la cama vestida, ofreciéndole consuelo antes incluso de que Hester supiese que lo necesitaba.
—Supongo que tendría que alegrarme de no estar embarazada del hijo de mi marido muerto —susurró—, pero no puedo. Me duele demasiado.
Un sollozo resonó en el dormitorio, la expresión desgarradora de un dolor demasiado reciente como para hacerle frente. La agonía se abrió pasó por el entumecimiento de Hester y la desgarró por dentro.
—Quería a ese bebé, Jess. Quería a mi bebé…
Ella empezó a acunarla y a murmurar palabras de consuelo sin demasiado sentido, para intentar calmarla.
—Habrá otros. Algún día encontrarás la felicidad que te mereces. Algún día lo tendrás todo y entonces lo que hayas pasado para llegar hasta allí tendrá sentido.
—¡No digas eso! —Hester ni siquiera podía plantearse la posibilidad de volver a quedarse embarazada. Le parecía una traición demasiado grande para el bebé que había perdido. Como si los niños fuesen reemplazables. Intercambiables.
—Pase lo que pase, yo estaré a tu lado. —Jess le dio un beso en la frente—. Lo superaremos juntas. Te quiero.
Hester cerró los ojos, convencida de que su hermana era la única persona que podía decir eso. Porque incluso Dios la había abandonado.
Alistair entró en su casa destrozado. El dolor de Jessica lo sentía como propio y tenía el corazón apesadumbrado de la tristeza y el horror que ensombrecía la vida actual de ella.
Le entregó el sombrero y los guantes al mayordomo.
—Su excelencia lo está esperando en el despacho, milord —anunció Clemmons.
Alistair miró el reloj de pared y vio que era muy tarde. Casi la una de la madrugada.
—¿Cuánto tiempo lleva esperando?
—Casi cuatro horas, milord.
Estaba claro que su madre no era portadora de buenas noticias. Preparándose para lo peor, Alistair entró en su despacho y vio a la duquesa leyendo en un sofá. Tenía los pies debajo de ella y una manta delgada sobre las piernas. El fuego ardía en la chimenea, y un candelabro en la mesa que su madre tenía junto al hombro iluminaba las páginas del libro que estaba leyendo.
—Alistair. —Levantó la vista al oírlo entrar.
—Madre. —Rodeó el escritorio y se quitó el abrigo—. ¿Pasa algo malo?
—Tal vez yo debería preguntarte lo mismo —dijo ella, después de mirarlo.
—He tenido un día larguísimo y una noche interminable. —Se sentó en su silla y suspiró agotado—. ¿Qué necesitas que haga?
—¿Tengo que necesitar que hagas algo?
Alistair se quedó mirándola y vio que tenía arrugas alrededor de los ojos y de los labios, signos que, después de ver a lady Regmont, empezaba a relacionar con tener un matrimonio difícil. Signos que jamás vería en la cara de Jessica, porque él se moriría antes que causarle ninguna clase de dolor.
Al ver que Alistair no le contestaba, Louisa apartó la manta y bajó los pies del asiento. Se cogió las manos encima del regazo y echó los hombros hacia atrás.
—Supongo que me merezco tu suspicacia y que desconfíes de mí. Estaba tan concentrada en lo que yo sentía que me temo que nunca presté demasiada atención a lo que sentías tú. Y lo lamento profundamente. Te he hecho daño durante muchos años.
A él se le aceleró el corazón y la confusión se mezcló con la incredulidad. De pequeño había querido oír esas palabras más que nada en el mundo.
—He venido a decirte —siguió su madre— que deseo que seas feliz. Le hace bien a mi corazón ver que esa mujer te ama y te admira tanto. Porque lo vi. Y también lo sentí. Venera el suelo que pisas.
—Yo siento lo mismo por ella. —Alistair se pasó la mano por el lugar en el pecho que más echaba de menos a Jessica—. Y ni su estima ni su amor disminuirán jamás. Jessica sabe lo peor de mí y me ama a pesar de mis errores. No… Diría que quizá me ama gracias a mis errores; porque ellos son los que me han hecho como soy.
—El amor incondicional es un regalo maravilloso. Es culpa mía no haber sido capaz de dárselo a mi hijo. —Se puso en pie—. Quiero que sepas que apoyaré tu decisión hasta el final. Acogeré a tu esposa en mi corazón igual que has hecho tú.
Él pasó los dedos por la mesa lacada. Dios, estaba exhausto. Quería a Jess a su lado, cerca. Necesitaba abrazarla y encontrar su propia paz con ella.
—Significa mucho para mí que hayas venido, madre. Y que hayas esperado a que regresase. Y que me des tu bendición. Gracias.
Louisa asintió.
—Te quiero, Alistair. Haré todo lo posible para demostrarte cuánto, y espero que algún día ni la desconfianza ni la suspicacia tengan cabida entre nosotros.
—Yo también lo espero.
Su madre rodeó el escritorio y se inclinó para darle un beso en la mejilla.
Alistair le cogió la muñeca antes de que se apartase y la retuvo cerca de él para poder observar su reacción. ¿De verdad había ido a verlo porque se arrepentía de su comportamiento, sin ningún otro plan, sólo para demostrarle su afecto? ¿O ya se había enterado de lo que él todavía no le había contado y le daba su bendición porque creía que así era un riesgo controlado?
—Serás abuela —le dijo despacio.
Louisa se quedó petrificada, sin respirar y entonces sus ojos se llenaron de una alegría incontenible.
—Alistair…
No, su madre no lo sabía. El alivio que sintió al saber que su afecto había sido sincero se extendió por sus venas.
—No gracias a mí. Tal como dedujiste, Jessica es estéril. Pero Emmaline… Al final resulta que Albert cumplió con su deber. Quizá no sea niño y no pueda nombrarlo mi heredero, pero con independencia del sexo del bebé, al menos tendrás la alegría de ser abuela.
Una trémula sonrisa borró la melancolía de los ojos azules de Louisa, iguales a los de él.
Alistair le devolvió la sonrisa.