18

Hester se detuvo en la entrada de su dormitorio y se quedó mirando a su marido, que se había quedado dormido. A lo largo de la última semana, Edward había visitado bastante su cama en busca de consuelo para su tormento. Ella había tratado de aliviarlo, había intentado decirle que al cabo de unos días nadie se acordaría del combate de boxeo, que no lo habían humillado ni tampoco se había convertido en el hazmerreír. Pero nada de lo que hacía o decía servía para aplacar su angustia.

Estaba exhausta por el esfuerzo y se ponía enferma al pensar en lo débil que era su esposo… y en lo débil que era ella por seguir con él. Pero a pesar de todo lo malo que había sucedido entre los dos, Hester seguía siendo incapaz de desearle ningún mal.

El mayor fracaso de su vida era no haber sido capaz de salvar de sí mismo al hombre que una vez había amado. Hester ni siquiera había podido salvar su amor por él, que se había marchitado y estaba a punto de morir. Por mucho que le doliese, ya no podía permitirse el lujo del malgastar su energía y su cariño con un hombre que no sabía valorar sus esfuerzos.

Ahora tenía que pensar en su hijo, aquel ser diminuto que dentro de un tiempo requeriría toda su atención y su afecto. El valor que no había sido capaz de encontrar dentro de sí misma, lo había hallado en el bebé que crecía en su interior.

Enderezó los hombros y se dirigió hacia la cama.

Regmont tenía potencial para ser un hombre maravilloso. Era muy atractivo y sumamente encantador, además de ingenioso y brillante en todo lo que se proponía. Las mujeres lo deseaban y los hombres lo respetaban.

Sin embargo, él era incapaz de reconocer ninguna de esas cualidades en sí mismo. Por desgracia, lo único que Edward oía en su cabeza eran los comentarios despectivos y humillantes de su padre, que por sí solos podían borrar cualquier elogio que recibiese de otra persona. Estaba convencido de que no merecía ser amado y reaccionaba a esos sentimientos del único modo que le habían enseñado: recurriendo a la violencia.

Pero Hester ya no podía seguir justificándolo. Era completamente obsesivo con ella, tenía que controlarlo todo, desde la ropa que se ponía hasta lo que comía, y además la manipulaba. Él culpaba al alcohol de sus ataques de ira, a pesar de que no dejaba de beber en exceso, y si no era por el alcohol, decía que era por ella.

Si Edward no podía aceptar su parte de culpa, entonces era muy poco probable que cambiase. Y Hester tenía que tomar las medidas necesarias para proteger a su bebé.

En cuanto se acercó a la cama, él se movió y alzó uno de sus musculosos brazos, buscándola en su lado de la cama. Al notar que no estaba, levantó la cabeza de la almohada y, cuando la vio, esbozó una lenta sonrisa medio dormido.

Un leve estremecimiento recorrió el cuerpo de Hester. Despeinado y desnudo, su belleza dorada era más que innegable. El rostro de un ángel escondía los demonios que lo carcomían por dentro.

Edward se tumbó de espaldas y se incorporó para apoyarse en el cabezal de madera. La sábana se arremolinó en sus caderas, dejándole el torso y el estómago al descubierto.

—Puedo oírte pensar desde aquí —murmuró—. ¿Qué pensamientos te tienen tan ocupada?

—Tengo algo que decirte.

Él deslizó las piernas hasta el lateral de la cama y se puso en pie sin el menor pudor, mostrándose gloriosamente desnudo.

—Te prestaré toda mi atención… dentro de un instante.

Le dio un beso en la mejilla de camino al biombo que había en un extremo del dormitorio, detrás del cual se ocultaba el orinal. Cuando regresó, ella dijo:

—Estoy embarazada.

Edward se detuvo tan de repente que se tambaleó.

—Hester. Dios mío… —susurró, pálido y con los ojos abiertos de par en par.

Ella no sabía qué reacción estaba esperando, pero sin duda no era aquella estupefacción.

—Espero que estés contento.

A él le costaba respirar.

—Por supuesto que lo estoy. Discúlpame, me has pillado desprevenido. Empezaba a pensar que quizá eras estéril, como tu hermana.

—¿Es por eso por lo que estás tan enfadado conmigo?

Cuánto más furioso se pondría si supiera todo lo que ella había hecho a lo largo de los últimos años para evitar el embarazo… Tenía miedo sólo de pensarlo.

—¿Enfadado? —Se sonrojó—. No empieces una discusión. Hoy no.

—Yo nunca empiezo nada —contestó ella con voz neutra—. Odio discutir y tú lo sabes. En mi infancia tuve suficientes discusiones como para toda la vida.

Los ojos azules de Edward se entrecerraron peligrosamente.

—Si no te conociera tan bien, diría que estás intentando provocarme.

—¿Diciéndote la verdad? —El miedo aceleró el corazón de Hester, pero se negó a ceder—. Sólo estamos hablando, Edward.

—No pareces muy contenta de estar embarazada.

—Lo estaré en cuanto sepa que el niño está bien.

—¿Sucede algo malo? —Él reaccionó y se sentó en la silla en la que había dejado el batín la noche anterior—. ¿Te ha visto el médico?

—Vomito por las mañanas, lo que es bastante habitual, según me han dicho. De momento va todo bien. —Resistió las ganas de erguir la cabeza porque sabía que esa postura tan desafiante lo pondría de peor humor—. Sin embargo, tengo que cuidarme y evitar que me pase nada malo.

—Por supuesto. —El temblor del músculo de la mandíbula advirtió a Hester.

—Y tengo que comer más.

—Te lo digo a todas horas.

—Sí, pero es difícil tener hambre cuando estás dolorida. —Edward apretó los labios hasta que se le quedaron blancos y Hester se obligó a seguir como si no lo hubiese visto—. Teniendo en cuenta todo esto, me gustaría adelantar mi partida al campo. Tú puedes reunirte allí conmigo cuando termine la Temporada.

—Eres mi esposa —sentenció furioso, atándose el cinturón del batín con un nudo—. Tu lugar está a mi lado.

—Lo entiendo. Pero ahora tenemos que pensar en el bebé.

—¡No me gusta tu tono, ni tampoco que insinúes que represento un peligro para mi propio hijo!

—Tú no. —Una mentira piadosa—. El alcohol que bebes.

—No beberé. —Se cruzó de brazos—. Por si no te has dado cuenta, hace casi tres semanas que no tomo ni una gota.

Edward se había mantenido sobrio durante períodos más largos de tiempo, pero al final siempre sucedía algo que volvía a empujarlo a la bebida.

—¿Acaso no crees que cualquier precaución es poca a la hora de proteger a nuestro hijo?

—Te quedarás aquí —decretó, dirigiéndose a la puerta que comunicaba los dos dormitorios—. Y no quiero volver a oírte decir esta tontería de que te quieres ir.

—Edward, por favor…

El portazo puso punto final a la conversación.

—¡Estás guapísimo! —exclamó Elspeth, mientras bajaba la escalera hacia el vestíbulo—. ¿Qué debutante será la afortunada que tendrá el placer de tu visita?

Michael dejó de tocarse el impecable nudo del pañuelo y observó a su madre a través del reflejo del espejo que tenía delante.

—Buenas tardes, madre.

Ella arqueó una ceja al ver que su hijo cogía el sombrero de encima del mueble y no le decía nada más. El sol de la tarde se colaba por la ventana del balcón del piso de arriba y se reflejaba en el suelo de mármol. Aquella luz indirecta le sentaba bien a su madre, cuyo vestido de estampado floral la hacía parecer más joven.

—Lady Regmont me ha ayudado a preparar una lista con las mejores debutantes —continuó la condesa con una sonrisa—. Es una mujer muy perspicaz e influyente y tiene muchas ganas de verte casado.

Michael se puso tenso. La chaqueta azul hecha a medida le quedó de repente demasiado estrecha.

—Me alegra oír que os lleváis tan bien. Supuse que sería así.

—Sí, no pensé que fuéramos a congeniar tanto. Esa pobre niña lleva demasiados años sin una madre y, ahora que Jessica no está, puedo mimarla como si fuese mi propia hija.

A Michael le habría gustado que lo fuese por haber contraído matrimonio con él, pero el destino tenía otros planes.

—Y ahora que está embarazada —siguió Elspeth la mar de contenta—, también puedo disfrutar de esa alegría. Y prepararme para cuando lo esté tu futura esposa, sea quien sea.

Michael respiró entre dientes y se sujetó del mueble para contener el dolor. Si le hubiese atravesado en el pecho con el atizador del fuego le habría dolido menos.

Se dio media vuelta y la miró.

—Guarda las uñas, madre. Ya me has herido mortalmente.

Ella retrocedió, pálida.

—Michael…

—¿Por qué? —le preguntó él con amargura—. Los dos sabemos que jamás podré tenerla. No tienes por qué hacerme más daño.

—Lo siento. —La mujer bajó los hombros y envejeció ante los ojos de su hijo—. Yo…

—¿Tú, qué?

—Tengo miedo de que el amor que sientes por ella te impida avanzar.

—Conozco mis responsabilidades. Y cumpliré con ellas.

—Pero quiero que seas feliz. —Dio un paso hacia él—. Lo deseo tanto. Creía que si lo sabías…

—¿Me desharía de estos sentimientos tan inconvenientes y seguiría con mi vida como si nada? —Se rió sin humor—. Ojalá fuera tan sencillo.

—Quiero ayudarte —suspiró su madre—. Pero no sé cómo.

—Ya te dije cómo. —Se puso el sombrero—. Cuida de Hester. Dale todo el apoyo que necesite.

—Me temo que no puedo hacer nada por esa chica, Michael. Y tú tampoco.

Él la miró.

—Regmont —dijo entre dientes, notando el ácido que corría por sus venas.

—Hester reacciona de un modo extraño siempre que oye su nombre… He visto esa mirada antes y nunca augura nada bueno. Pero ¿qué podemos hacer?

—Podemos ofrecerle nuestra amistad. —Se acercó a la puerta, que el mayordomo abrió con suma rapidez—. Y rezar.

A Hester se le aceleró la respiración al entrar en la estancia. Michael estaba de pie, esperándola, y sus ojos negros ardieron en cuanto la vio. Ella dejó que su evidente interés la hiciese entrar en calor y se abriese paso hasta los lugares más recónditos de su helado corazón.

—Has esperado hasta el final de la semana para cumplir la promesa de venir a verme —lo acusó.

La sonrisa que Michael le ofreció estaba levemente teñida de tristeza.

—Mi madre me sugirió que esperase.

—Ah. —Hester se sentó en un sofá que estaba delante de él—. Es una mujer muy sabia.

—Le gustas.

—El sentimiento es mutuo. —Se alisó la falda y parecía muy nerviosa—. ¿Cómo estás?

—A punto de volverme loco de la necesidad que tengo de hacerte esa misma pregunta. La última vez que te vi me dijiste varias cosas y temo haber empeorado tu situación… Sin querer, haberte causado… —Se pasó una mano por la cara—. Dios.

—Estoy bien, Michael.

—¿De verdad? —Bajó la mano a su regazo y aguzó la mirada—. Tendría que haberle dejado ganar. Fui demasiado arrogante, estaba demasiado enfadado… y no pude. Tendría que haber pensado en ti.

El corazón de Hester latió más fuerte y a un ritmo estable, igual que si Michael lo hubiese revivido. A decir verdad, hacía años que no se sentía tan viva como cuando estaba con él.

—Así que estabas pensando en mí…

Michael se tensó un segundo y luego se sonrojó.

—Aunque le prometieras a mi hermana que cuidarías de mí —continuó Hester—, dudo que Jessica esperase que lo llevases tan lejos. Pero me emociona que lo hayas hecho.

—¿Necesitas a alguien que te proteja? —le preguntó Michael en voz baja, inclinándose hacia ella.

—En algún lugar hay una princesa en apuros esperando que la rescates, noble caballero.

—Dios. —Se puso en pie con un movimiento violento y grácil al mismo tiempo. Contenido, a pesar de la frustración que sentía—. Odio hablar con acertijos.

Ella asintió y le hizo una señal a la doncella para que sirviese el té en la mesilla que tenía delante. Después de que la joven se fuera, Hester volvió a hablar.

—No has contestado a mi pregunta acerca de cómo estás.

Michael suspiró exasperado y volvió a sentarse.

—Tan bien como cabe esperar, teniendo en cuenta las circunstancias. Nunca me había fijado en la cantidad de obligaciones que tenía Benedict. Y llevaba el peso sobre sus hombros con suma elegancia. Todavía no logro entender cómo lo hacía. Seguro que sus días tenían más horas que los míos.

—Tenía una esposa que lo ayudaba.

—Dios santo, si alguien más me dice que una esposa aliviaría mi carga, no me hago responsable de mi respuesta.

Hester se rió suavemente, aliviada —y horrorizada de que así fuese— de que buscar esposa no tuviese ninguna prioridad en la lista de tareas de Michael.

—¿No crees que si tuvieras esposa ella te ayudaría?

—Apenas consigo sobrevivir al día a día. No tengo ni la menor idea de dónde sacaría tiempo para cuidar de una esposa.

—Quiero que encuentres una que te quiera mucho. No será difícil. Es muy fácil enamorarse de ti.

—Ojalá lo dijeras por experiencia —susurró él, despacio.

—Así es.

Los hermosos labios de Michael esbozaron una mueca.

—Por supuesto —contestó irónico.

—Más de lo que yo misma creía —confesó—. Fui una tonta.

—Hester… —La sorpresa se reflejó en el rostro de Michael para terminar convirtiéndolo en la viva imagen de la desesperación.

¿Cómo había podido Hester no darse cuenta de que él estaba enamorado de ella? El atractivo de Regmont y la telaraña de sensualidad que éste tejió a su alrededor la cegaron. Cuando se casaron, Hester estaba desesperada por consumar la unión y excitada más allá de la cordura por culpa de las caricias clandestinas, de los besos apasionados y de la promesa de una pasión sin límites.

—Encontraremos a alguien que te ame con locura —le dijo, emocionada—. Alguien cuya única preocupación sea hacerte feliz y darte placer.

—Terminará odiándome.

—No. —Ella empezó a preparar el té; cogió unas cuantas hojas con la cuchara y las puso en la tetera llena de agua caliente—. Tú no tardarás en sentir lo mismo que ella. No podrás evitarlo. Y entonces seréis felices para siempre, tal como te mereces.

—¿Y qué pasará contigo?

Hester dejó reposar el té y se echó hacia atrás con una mano en el estómago.

—Yo tengo mi propio motivo de alegría en camino.

La sonrisa de Michael fue sincera, aunque algo melancólica.

—No podría alegrarme más por ti.

—Gracias. Será mejor que intentemos acortar la lista que le ayudé a hacer a tu madre. —Se puso en pie y él con ella. Hester se acercó al escritorio que había junto a la ventana, lo abrió y sacó una hoja de papel. Luego se sentó en la silla de madera y destapó el tintero—. Dime qué atributos te parecen deseables en una mujer y yo los iré anotando.

—Preferiría que me arrancasen los dientes.

Ella recurrió a su expresión más temible.

—Maldita sea. No me mires así, Hester, por favor. Creía que yo te gustaba.

—¿Color de pelo?

—Que no sea rubia.

—¿Color de los ojos?

—Que no los tenga verdes.

—Michael…

Él se cruzó de brazos y arqueó una ceja.

—Al menos, tengo que darle una oportunidad a la pobre chica. Si no, no sería justo.

Hester se rió brevemente. Al otro lado de la ventana se oían las fustas de los carruajes y los relinchos de los caballos propios de la tarde. Casi todos los días, ella se sentaba junto a la ventana y observaba al mundo seguir con su rutina. Pensar que había casas en las que la gente era feliz y vidas completamente distintas a la suya la reconfortaba. Sin embargo, en aquel preciso instante la hacía feliz centrar toda su atención en su propia vida y en el hombre tan vibrante que formaba parte de ella, aunque fuese sólo por un instante.

—¿Alta o baja?

—No tengo ninguna preferencia.

—¿Delgada o voluptuosa?

—Lo único que pido es que sea proporcionada.

—¿Algún talento en particular? —le preguntó, mirándolo al ver que se acercaba.

Michael se movía con tanta elegancia y seguridad en sí mismo que Hester no podía evitar contemplarlo.

Se detuvo junto a ella y apoyó una mano en el escritorio.

—¿Como por ejemplo?

—¿Cantar? ¿Tocar el piano?

—La verdad es que no me importan esas cosas. Lo que a ti te parezca bien.

Hester lo miró y se percató de lo bien vestido que iba.

—El azul te favorece, milord. Sinceramente, puedo afirmar que ningún otro caballero lo luce mejor que tú.

—Vaya, gracias, milady —contestó con los ojos brillantes.

El placer que se reflejó en el rostro de Michael dejó a Hester atónita y petrificada durante un instante. Un instante lleno de posibilidades imposibles. Intentó encontrar la fuerza de voluntad necesaria para romper la tensión y al final dio con una excusa horrible, que pronunció con la voz ronca.

—Soy una anfitriona desastrosa. El té se está enfriando.

—No me importa —murmuró él—. Estoy disfrutando de la compañía.

—Bailé mi primer vals contigo —dijo Hester, recordándolo.

—Me temo que mis pies todavía no se han recuperado.

Ella abrió la boca y fingió que se ofendía.

—¡Seguí tus pasos a la perfección!

Michael sonrió.

—¿No te acuerdas? —insistió Hester.

Ella había querido que fuese su primera pareja de baile porque confiaba en él y a su lado se sentía a salvo. Sabía que Michael probablemente le tomaría el pelo, pero con buena intención, y que se aseguraría de que aquella primera y, en principio, horrible experiencia fuese divertida.

Él la guió muy bien y la distrajo tanto que lo único que notó fue que se deslizaba triunfante por el salón. Hacía años que no se sentía tan bien.

—Como si pudiera olvidar uno de los momentos en que has estado entre mis brazos —dijo Michael en voz baja.

Aferrándose a esos recuerdos, Hester se puso en pie tan de prisa que volcó la silla, cogió a Michael por las solapas y posó los labios sobre los suyos. El beso fue breve y casto, una muestra de gratitud porque le había recordado a la joven atrevida que era antes.

Se apartó sonrojada.

—Lo siento.

Él estaba petrificado, con los ojos negros en llamas.

—Yo no.

Hester se pasó la mano por el pelo con dedos temblorosos y se acercó a la mesita donde tenían el té. Tomó aire despacio para intentar calmar los latidos de su descontrolado corazón. Oyó que Michael ponía bien la silla y de repente vio a Regmont de pie en el umbral.

El corazón le dejó de latir de golpe.

—Milord —lo saludó sin aliento.

Michael se quedó helado al oír el miedo en la voz de Hester con tanta claridad como si lo hubiese gritado. Giró sobre sus talones, dispuesto a enfrentarse a quien fuera que la estuviese amenazando y se encontró cara a cara con el hombre que avivaba su furia y su ira.

Midió a su oponente con la vista y se percató de que el conde tenía los puños cerrados y la mandíbula apretada. A pesar de que nunca había llegado a conocer a Regmont demasiado bien, Michael estaba convencido de que el hombre había cambiado mucho en los últimos años. De joven había sido un tipo engreído, cuya única virtud redentora era la adoración y el cariño con que miraba y trataba a su esposa. Pero ahora no había ni rastro de esa ternura en sus ojos. Sólo una frialdad calculada y mucha desconfianza.

—Regmont. —A Michael lo sorprendió sonar tan relajado cuando en realidad lo que quería hacer era cruzar el salón y darle un paliza al culpable de la infelicidad de Hester.

—Tarley. ¿Qué estás haciendo aquí?

Él se encogió de hombros. No sabía qué había visto Regmont exactamente y prefería ser cauto, para ahorrarle un mayor sufrimiento a Hester.

—Mi madre me ha pedido que viniese. Me ha dicho que si no colaboraba con lo de buscarme una esposa, terminaría casado con una mujer a la que no podría soportar.

Regmont miró a Hester.

—Sí, me han dicho que lady Pennington ha empezado a visitarte a menudo.

Ella palideció y lo miró asustada. Tragó saliva antes de hablar.

—Si mi hermana estuviese aquí, se habría dirigido a ella. Pero dado que Jessica no está, he estado ayudando a la condesa a conocer mejor a las debutantes de esta Temporada.

—Es muy amable de tu parte, cariño.

—Dios santo —dijo Michael volviendo a su butaca—, no las animes, por favor.

El conde los acompañó con el té y se sentó al lado de Hester. Ella respiró hondo y empezó a servirlo.

Primero a Regmont, quien bebió un sorbo y dejó su taza.

—Casi está frío.

Hester se encogió visiblemente.

—Es culpa mía —dijo Michael—. Esta mañana me he quemado la lengua cuando tomaba el café y todavía me duele. Lady Regmont ha tenido la amabilidad de adaptar el té a mis necesidades.

El conde giró sobre su asiento y quedó con las rodillas apuntando a su esposa.

—¿Y qué habéis estado haciendo mientras esperabais a que el té se enfriase?

Hester echó los hombros hacia atrás y miró a su marido con una sonrisa tan fría como la bebida de la que se estaba quejando.

—He escrito la lista de características que tiene que cumplir la esposa de Tarley.

Edward miró hacia el escritorio, se puso en pie y, de un par de zancadas, cruzó el salón. Levantó la hoja de papel y leyó las pocas anotaciones que había en ella. Después miró a Michael levantando ambas cejas.

—¿Sólo castañas y pelirrojas?

Como respuesta, él movió una mano con desdén.

Regmont se rió y dejó de estar tenso y el ambiente también se relajó.

—Las pelirrojas son unas fierecillas, ¿sabes, Tarley? Pregúntaselo a Grayson o a Merrick.

—Me gustan las mujeres con carácter.

«Como tu esposa antes de que tú la maltratases…»

—Lady Regmont sabrá guiarte en la dirección adecuada.

Michael le dio la espalda para que no viese el odio, la rabia y la desesperanza que ya no podía disimular. Si Benedict estuviese todavía con ellos, Michael se llevaría a Hester muy lejos de aquel horror. Podrían fugarse a las Antillas, o al Continente, o a América. A cualquier parte del mundo que ella quisiera. Pero ahora él estaba encadenado a Inglaterra.

Los dos estaban atrapados en unas vidas que no deseaban.

Y ninguno de ellos podía escapar.