22

Se está muriendo de hambre —dijo el doctor Lyon con sus pálidos ojos azules ocultos tras los cristales de las gafas—. Está demasiado delgada para cualquier mujer, pero en su estado es extremadamente peligroso.

—Desde que llegué come más, claro que de eso hace sólo dos días.

A Jess se le encogió el estómago de miedo. ¿Dónde diablos estaba Regmont? Todavía no lo había visto. Una de dos, o tenía un horario muy extraño, o hacía tres días que no aparecía por casa.

—No come lo suficiente ni de lejos. —El médico puso sus esqueléticos brazos en jarras. Para estar tan preocupado por el estado de Hester, él también parecía estar sumamente delgado—. A partir de ahora, tiene que hacer reposo y quedarse en cama tanto como sea posible, y comer pequeñas porciones de comida varias veces al día. Cada día. Y nada de emociones fuertes en su estado. Tiene el corazón delicado a causa de su debilidad.

—No lo entiendo. ¿Qué tiene? Hace meses que no deja de empeorar.

—Nunca he tenido oportunidad de examinar a lady Regmont como es debido. Ella siempre se muestra muy reticente. Excesivamente, en mi opinión. Pero al margen de eso, creo que tiene tendencia a la melancolía. Y la mente afecta al cuerpo mucho más de lo que pensamos.

A Jess le tembló el labio inferior, pero contuvo las lágrimas que amenazaban con derramarse.

La vida era demasiado frágil. Demasiado preciosa. Demasiado corta.

El médico cobró sus servicios y se fue de la casa.

Jess volvió al dormitorio de su hermana y se sentó en la cama para observar a Hester. La piel, que antes había sido resplandeciente, ahora tenía un color enfermizo.

Hester sonrió levemente.

—Estás muy seria. No es para tanto. Sólo estoy cansada porque he tenido unas náuseas matutinas muy fuertes, pero ahora ya ha pasado.

—Escúchame bien —le dijo Jessica, enfadada y en voz muy baja—, ya tengo cubierto el cupo de cuidar a gente moribunda.

—Sólo has cuidado a uno —le recordó su hermana.

—Ya son demasiados. Si crees que voy a volver a hacerlo, estás muy equivocada. —Le cogió la mano para suavizar la dureza de sus palabras—. Mi sobrino o mi sobrina está luchando con uñas y dientes para crecer dentro de ti, así que vas a ayudarlo, maldita sea.

—Jess… —A Hester se le llenaron los ojos de lágrimas—. Yo no soy tan fuerte como tú.

—¿Fuerte? Yo no soy fuerte. Bebo demasiado porque así puedo olvidar. He echado al hombre que amo de mi lado porque tengo un miedo atroz de que si no lo hago, él terminará echándome a mí del suyo y no podré soportarlo. En el barco de Alistair había un hombre que maltrataba a un niño y cuando me enfrenté a él pensé que iba a desmayarme, o a vomitar, o a hacerme pipí encima. Soy débil y tengo muchos defectos y soy absolutamente incapaz de ver cómo te echas a perder. Así que no pienso escuchar ninguna excusa más. Te comerás todo lo que te traiga y te beberás todo lo que te diga y dentro de unos meses, las dos recibiremos nuestra recompensa y tendremos a un niño al que querer y malcriar a nuestro antojo.

—Como tú digas —accedió Hester, mirándola enfadada y desafiante.

Jess se tomó aquella muestra de mal genio como una buena señal. Y también aprendió la lección que había recibido aquel día: la vida y la felicidad son demasiado buenas como para echarlas a perder.

Le daría a Alistair el tiempo que necesitaba para asumir su cambio de circunstancias, pero no lo dejaría escapar sin luchar. Si tenía que encerrarlos a él, a su madre y a Masterson en la misma habitación para que hablasen, lo haría.

Plantó un beso en la frente de Hester y se fue a hablar con la cocinera.

Michael entró en el despacho de Alistair y se lo encontró mirando unos proyectos sobre posibles sistemas nuevos de irrigación. Se detuvo un instante para asimilar los cambios que había sufrido su amigo de la infancia durante el tiempo que había estado lejos de casa.

—Tienes un aspecto horrible —le dijo, al ver la sombra de la barba del día anterior y el mal estado de su camisa—. ¿Y por qué estás aquí y no en la mansión Masterson?

Alistair levantó la cabeza.

—Por nada del mundo viviría bajo el mismo techo que mi padre.

—Sabía que dirías eso.

—Entonces, ¿por qué me lo has preguntado?

—Para hacerte enfadar.

Con un gemido que sonó peligrosamente parecido a un gruñido, Alistair se apartó de la mesa y se pasó una mano por el pelo. Michael sabía por experiencia lo abrumadores que iban a ser esos primeros meses para su amigo. Ya había transcurrido un año y medio de la muerte de Benedict y sólo ahora él empezaba a tener la sensación de que volvía a recuperar su vida.

—Ya estoy bastante enfadado sin tu ayuda.

—¿Y para qué están los amigos si no? —Michael levantó una mano antes de que Alistair pudiese contestar—. Tendrás problemas mucho más graves cuando salgas de tu escondite y reaparezcas en público. La buena sociedad te ha declarado mi sustituto como el soltero más codiciado de Londres, por lo que te estaré eternamente agradecido.

Alistair se desplomó en la butaca de piel de detrás del escritorio. La decoración de la estancia tenía un aire náutico, no muy obvio, pero presente de todos modos. Se detectaba en los colores elegidos, el azul y el blanco, y en el diseño de los muebles de nogal, rematados con detalles de cobre. El despacho hacía juego con el hombre que lo utilizaba, famoso por ser un aventurero y un trotamundos, lo que no encajaba en absoluto con la frase que Alistair dijo a continuación.

—Yo no estoy soltero.

—No estás casado —le señaló Michael, escueto—. Eso te convierte en soltero.

—Yo no lo veo así.

—¿Todavía sigues empeñado en estar con Jessica?

—Ya estoy con Jessica. —Miró a su amigo con un gesto claramente insolente—. El resto es mera formalidad.

—Espero que no estés insinuando que te has tomado libertades con ella.

La idea no le sentaba demasiado bien a Michael. Jessica era la viuda de su hermano. Formaba parte de su familia y, además, era su amiga. Había querido a Benedict y lo había hecho muy feliz y, cuando éste enfermó de tuberculosis, estuvo a su lado hasta el final. Abandonó por completo la vida social para estar junto a su marido, para cuidarlo y hacerle compañía. A cambio de todo ese cariño, Michael la protegería y defendería sus intereses durante el resto de su vida.

Alistair tamborileó el reposabrazos con los dedos y entrecerró los ojos para estudiar a su amigo.

—Mi relación con Jess no es asunto tuyo.

—Si tus intenciones son honorables, entonces, ¿por qué no has anunciado vuestro compromiso?

—Si la decisión sólo dependiese de mí, ya estaríamos casados y viviendo bajo el mismo techo. Jessica es la responsable del retraso, por razones que no logro comprender. Se comporta como si creyese que existe algo capaz de hacer desaparecer lo que siento por ella.

—¿Como por ejemplo?

—Como por ejemplo la necesidad de Masterson de tener un heredero, combinada con una joven debutante capaz de dárselo. O que mi madre sea infeliz por culpa de la decisión que he tomado. O que de repente me dé un ataque y me entren unas ganas incontenibles de tener hijos.

—Todos ellos son argumentos razonables.

—Desde que tengo uso de razón estoy locamente enamorado de ella. Hasta ahora, el amor que siento por Jess ha vencido a todo lo demás y eso no va a cambiar en el futuro.

—Ha vencido a todo lo demás excepto a más mujeres de las que soy capaz de contar —le recordó Michael.

—Tendrías que contratar a un profesor para que te diese clases de matemáticas.

—No me hacía falta verlas —continuó su amigo—. Eran muy pocas las noches que no volvías apestando a sexo o al perfume de una mujer.

Para sorpresa de Michael, el hombre más libertino que conocía se sonrojó delante de él.

—Y de las que viste —dijo Alistair, todavía avergonzado—, ¿qué recuerdas de ellas?

—Lo siento, amigo. Tus amigas no me interesaban tanto como a ti. Y si no me falla la memoria, nunca te vi más de una vez con la misma.

—Vaya… ¿No te diste cuenta de que todas eran rubias, con la piel pálida y los ojos claros? Jamás logré encontrar a una que los tuviese grises como el color de una tormenta, pero me conformaba con eso. Yo nunca he sido capaz de contentarme con la réplica de algo inimitable. No hay nada como el objeto original —murmuró para sí mismo, con la cabeza claramente en otra parte—. Y cuando un hombre tiene la suerte de conseguir una mujer así, lo único que lo hace feliz es cuidarla y protegerla; convertirla en el centro de su hogar y de su existencia.

Michael frunció el cejo e hizo memoria. Soltó el aliento al comprender lo lejos que se remontaba la fascinación que Alistair sentía por Jessica. Quizá tan lejos como la suya con Hester.

—Maldita sea.

Alguien llamó a la puerta del despacho y Alistair arqueó una inquisitiva ceja.

El mayordomo dijo:

—Discúlpeme, milord, su excelencia la duquesa de Masterson ha venido a verlo.

Alistair suspiró resignado y asintió.

—Hágala pasar.

Michael se apoyó en los brazos del sofá para levantarse.

—Quédate —le pidió Alistair.

—¿Disculpa? —Su amigo levantó ambas cejas.

—Por favor.

Michael volvió a sentarse, sólo para levantarse segundos más tarde, cuando entró la madre de Alistair. Le sonrió, igual que hacían todos los hombres al encontrarse delante de una mujer bella. A diferencia de sus hermanos, su amigo se parecía mucho a ella. Los dos tenían el pelo negro y los ojos azules. Ambos poseían una elegancia y una sensualidad innatas, tanto en el porte como en su carácter, y un agudo sentido del humor capaz de seducir y de herir de muerte con la misma fiabilidad.

—Lord Tarley —lo saludó la duquesa con voz melodiosa—. Tiene buen aspecto y está demasiado guapo para la salud mental de cualquier mujer.

Michael le besó el dorso de las manos enguantadas.

—Excelencia, verla siempre es un gran placer.

—¿Asistirá al baile de máscaras de Treadmore?

—No me lo perdería por nada del mundo.

—Excelente. ¿Sería tan amable de acompañar a mi hijo hasta allí para que no se pierda?

Michael miró a Alistair de reojo y sonrió al ver que éste tenía ambas manos apoyadas en el escritorio y que los estaba fulminando con la mirada.

—No tengo tiempo para tales tonterías —dijo.

—Pues búscalo —contestó su madre—. La gente empieza a hablar.

—Que hablen.

—Llevas años ausente del país. Quieren verte.

—Entonces —dijo él—, un baile de máscaras no es el lugar más adecuado.

—Alistair Lucius Caulfield…

—Dios santo. ¿Cuándo es este maldito evento?

—El miércoles, por lo que tienes tiempo de sobra para organizar tu agenda y poder tomarte una noche libre.

—La primera de muchas —masculló él—, si te sales con la tuya.

—Me siento muy orgullosa de ti. ¿Es un crimen que quiera presumir de hijo?

Michael se cruzó de brazos y sonrió. Era muy agradable, e inusitado, ver a Alistair ceder ante otra persona.

—Iré —dijo finalmente, pero levantó una mano cuando su madre sonrió victoriosa— sólo si mi prometida también está invitada. Ella hará que sea soportable.

—¿Tu prometida…? —La duquesa se dejó caer despacio en la butaca que Michael tenía al lado. Una expresión de felicidad se extendió por su rostro—. Oh, Alistair. ¿Quién es ella?

—Jessica Sinclair. Lady Tarley.

—Tarley —repitió la mujer, mirando a Michael.

Éste se sujetó de los reposabrazos de la butaca, intentando contener la rabia.

—Mi cuñada.

—Sí, por supuesto. —La duquesa carraspeó levemente—. ¿No es… mayor que tú?

—Sólo un poco. Dos años no es una diferencia digna de mención.

—Estuvo casada con Tarley durante un tiempo considerable, ¿no?

—Varios años. Fue un matrimonio feliz en todos los sentidos.

Su madre asintió como si estuviese aturdida. Y la furia de Michael aumentó. A la duquesa no le importaba lo más mínimo si había sido o no un matrimonio feliz y el maldito Alistair lo sabía.

—Es una chica preciosa.

—Es la mujer más hermosa del mundo —dijo él, observando a su madre con la mirada de un halcón—. Estoy impaciente por que os conozcáis y os hagáis amigas, pero Jessica es algo reticente. Tiene miedo de que la juzgues por algo que no tiene nada que ver con su capacidad para hacerme feliz. Yo le he asegurado que no tiene de qué preocuparse.

—Por supuesto. —A la mujer le costó tragar.

—Quizá podrías escribirle una carta. Estoy convencido de que eso la tranquilizaría.

—Me esforzaré por encontrar las palabras exactas —dijo su madre, poniéndose en pie.

Ellos dos también se levantaron. Michael fue a servirse una copa de coñac mientras Alistair acompañaba fuera a su excelencia. Verse abocado a la bebida a esa hora del día puso al primero de todavía peor humor. Cuando eran jóvenes, Alistair siempre lo arrastraba a una aventura tras otra y lo hacía cometer locuras y, al parecer, su influencia seguía siendo cuestionable.

En cuanto oyó que volvía a entrar en el despacho, Michael se le encaró.

—Por Dios, eres un canalla, Baybury. Un completo imbécil.

—Pues tú te has vuelto loco si crees que conseguirás nada esgrimiendo mi título. —Caminó hacia él con calma y arrogancia—. Además, si te sorprende el modo en que he manejado la situación, es que llevas años sin recordar mis defectos.

—¡No hacía falta que me pidieses que me quedase para hacer eso! Ha sido muy incómodo, tanto para mí como para su excelencia.

—Sí hacía falta, maldita sea. —Alistair se acercó al mueble donde guardaba el licor y se sirvió una copa—. Tu presencia ha obligado a mi madre a contenerse. Ahora tendrá tiempo de sobra para pensar en lo que le he dicho y no dirá nada que ambos pudiésemos llegar a lamentar. Espero que, cuando lo asimile del todo, sea capaz de anteponer mi felicidad a otras consideraciones.

—Siempre has sido un insensato, pero esto…, esto afecta a más gente.

Alistair vació la copa de un trago y apoyó la cadera en el mueble.

—¿Me estás diciendo que hay algo que no estarías dispuesto a hacer para estar con lady Regmont?

Michael se quedó petrificado y apretó los dedos alrededor de la copa que sostenía en la mano. Teniendo en cuenta el impulso asesino que experimentaba siempre que veía a Regmont, no podía contestar a esa pregunta.

Alistair sonrió y dejó su copa encima de la mesa.

—Entiendo —dijo—. Tengo que hacer algunos recados. ¿Te gustaría acompañarme?

—Y por qué no —masculló Michael acabándose la bebida—. Podemos terminar el día en el manicomio, o esposados en la cárcel. Contigo no hay ni un minuto de aburrimiento, Baybury.

—Ah…, otra vez el título. Debes de estar muy enfadado.

—Y a ti más te vale ir acostumbrándote a ese nombre que tanto odias. En el baile de máscaras lo oirás cientos de veces.

Alistair le pasó un brazo por los hombros y juntos se encaminaron hacia la puerta.

—Cuando lo oiga acompañado del nombre de Jessica, me encantará. Hasta entonces, sencillamente tendré que asegurarme de que estés de buen humor.

—Dios, necesito otra copa.

—Esta tonalidad de rojo es impresionante —dijo Hester desde la cama, donde estaba sentada.

Rodeada por montones de almohadas parecía muy pequeña y muy joven, a pesar de que la decoración del dormitorio era sin duda adulta. De hecho, a Jessica los aposentos de su hermana la habían sorprendido mucho. A diferencia del resto de la casa, que estaba decorada en tonos alegres, el dormitorio y el vestidor de Hester exhibían solamente grises y azules, con algún que otro toque de blanco. El resultado final era muy espectacular, pero al mismo tiempo bastante sombrío. No era en absoluto lo que Jess esperaba encontrar.

—Muy atrevido —señaló lady Pennington por encima de su taza de té.

Jess volvió a centrar su atención en la seda roja y no pudo evitar pensar en lo que significaría para Alistair; le demostraría que él la había hecho cambiar, que la había vuelto más atrevida y que la había ayudado a encontrar una paz que Jessica nunca había creído posible.

—No sé cuándo podré ponerme un vestido confeccionado con esa tela.

—Póntelo en privado —sugirió Hester.

Jess miró a Elspeth y se mordió el labio inferior, preguntándose cómo afectaría a su suegra oír esa conversación. En los últimos años había sido como una madre para ella. ¿Le reprocharía que quisiera seguir adelante con su vida?

—Mi querida niña —dijo la mujer como si le hubiese leído el pensamiento—. No te preocupes por mí. Benedict te quería. Él habría deseado que fueras lo más feliz posible y yo te deseo lo mismo.

A Jess le escocieron los ojos y apartó la vista rápidamente.

—Gracias.

—Soy yo la que tiene que dártelas —contestó la condesa—. A pesar de lo corta que fue la vida de mi hijo, tú llenaste sus últimos años de una inmensa alegría. Y por eso siempre estaré en deuda contigo.

Un movimiento proveniente de la cama llamó la atención de Jess. Hester se había inclinado hacia adelante para pasar las manos por el suntuoso tejido.

La modista ensalzaba las virtudes de la tela en un tono de lo más escandaloso, lo que encajaba a la perfección con la reacción que provocaría cualquier mujer que fuese vista llevando un vestido confeccionado con ella.

—Tal vez podrías hacerte con esta tela sólo el corpiño —sugirió Hester—. Y combinarlo con una falda de seda beige o incluso con una de damasco. O podrías utilizarla sólo para las mangas. O para los complementos.

—No —murmuró Jess, cruzándose de brazos—. Todo el vestido tiene que ser de esta tela. Con el cuerpo drapeado y un escote bajo en la espalda.

¡C’est magnifique! —exclamó la modista, sonriendo de oreja a oreja y chasqueando los dedos en dirección a sus dos ayudantes para que empezaran a tomarle medidas a Jessica.

Una doncella con cofia blanca las interrumpió e hizo una reverencia.

—Lady Tarley, ha llegado un paquete para usted. ¿Quiere que se lo traiga aquí?

—¿Hay algún motivo por el que tenga que verlo precisamente ahora? —preguntó ella, confusa—. ¿No puede dejarlo en mi habitación?

—Viene con unas instrucciones muy específicas y dice que tenemos que entregárselo de inmediato.

—Qué intrigante. Sí, tráigalo aquí.

—¿Qué puede ser? —preguntó Hester—. ¿Tienes alguna idea?

—Ninguna. —Aunque rezó para que fuera de Alistair, fuera lo que fuese.

Sólo llevaban unos días separados y ya estaba desesperada por verlo. De no ser por el precario estado de salud de Hester y porque tenía que estar constantemente encima de ella para que comiese, a esas alturas ya lo habría dejado todo para estar con él.

Unos segundos más tarde, reapareció la doncella con una cesta en la mano. La dejó en el suelo y la cesta se balanceó hacia delante y atrás. Un pequeño gemido proveniente de su interior hizo que Jess se acercase.

—¿Qué es? —preguntó lady Pennington, dejando la taza de té a un lado.

Jessica se agachó y levantó la tapa de la cesta, suspiró al ver el cachorro que había en su interior.

—Oh —exclamó, enamorándose del perro al instante.

Se agachó para cogerlo y se rió encantada al notar su pequeño y peludo cuerpo en las manos.

—Dios santo —exclamó Hester—. Es un perro.

Eso sólo consiguió que Jess se riese con más ganas. Se sentó sobre los talones y colocó al perrito encima de su regazo para poder mirar la medalla que le colgaba del collar de piel roja.

Aqueronte, decía en un lado y Jess sintió una punzada en el pecho. En el otro lado sencillamente ponía: Con todo mi amor, ALC.

—¿Quién te ha mandado esta criatura? —preguntó la condesa.

—Supongo que ha sido Baybury —contestó Hester, embobada.

Jess cogió la carta que colgaba de una cinta negra en el asa de la cesta. El sello lacrado no dejaba lugar a dudas acerca de quién era Alistair ahora, pero Jessica desechó ese pensamiento, completamente decidida a luchar por él.

Mi querida y obstinada Jess:

Espero que el pequeño amigo que acompaña esta carta te haga feliz. Y rezo para que te recuerde a todas horas al hombre que te lo ha regalado. Le he encargado que cuide de ti y que te proteja, porque sé que se enamorará de ti tan locamente como yo.

Su excelencia me ha exigido que asista al baile de máscaras que organiza Treadmore dentro de cinco días. Le he dicho que sólo iré si mi prometida también está presente. Soy capaz de meterme en el mismo infierno para verte.

Dale por favor recuerdos a tu hermana y dile que espero que se recupere muy pronto. Puedo entender que enfermase durante tu ausencia: en mí, no verte está teniendo el mismo efecto.

Tuyo para siempre,

Alistair

Un dibujo acompañaba la carta, un retrato de ella en la glorieta que Alistair había construido en la isla. En el dibujo, Jessica tenía la mirada perdida y parecía pensativa. Tenía los labios hinchados de los besos de él, y el pelo suelto le caía sobre los hombros. Apoyaba la cabeza en una mano y estaba cubierta únicamente por una camisa translúcida.

Ese día, Alistair no llevaba consigo sus utensilios de dibujo, lo que significaba que había guardado aquella imagen tan íntima de ella en su memoria y que la había dibujado luego.

—¡No llores, Jess! —le dijo Hester, alarmada al ver las lágrimas resbalándole por las mejillas.

—¿Va todo bien, querida? —le preguntó la condesa, levantándose para acercarse a ella—. ¿Echas de menos a tu Temperance?

Jess abrazó a Aqueronte y la carta que lo acompañaba contra su pecho.

—No, aunque pensar en ella me recuerda lo efímera que es la vida. Benedict era el hombre más sano y robusto que he conocido nunca. Alistair acaba de perder a sus tres hermanos. Hester y yo perdimos a nuestra madre. No podemos permitirnos el lujo de dejar escapar la felicidad. Tenemos que luchar para conseguirla y aferrarnos a ella con uñas y dientes.

Elspeth se arrodilló a su lado y le tendió las manos para que le dejase a Aqueronte.

—Eres una criatura adorable —le susurró al perro cuando Jess se lo entregó.

Mientras, ella se puso en pie y volvió a mirar la pieza de seda roja.

—Ahora ya tengo una ocasión para ponerme el vestido.

—Que Dios ayude a ese pobre hombre —dijo Hester con sus ojos verdes resplandecientes de picardía.

—Ya es demasiado tarde para él. —Jess levantó los brazos para que pudieran tomarle medidas—. Lo he atrapado… para siempre.