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Michael Sinclair, vizconde de Tarley, se encontraba frente a la mansión Regmont de Mayfair cuando ya había transcurrido media hora de las dos que lady Regmont dedicaba a recibir visitas. Desmontó antes de que pudiese cambiar de opinión y entregó las riendas de su montura a uno de los lacayos que había fuera; después, subió los escalones de dos en dos hasta llegar a la puerta principal. Contuvo las ganas que tenía de colocarse bien el pañuelo de cuello, que se había atado con un sencillo nudo. Estaba tan nervioso que se había pasado horas intentando decidir qué chaleco conjuntaba mejor con la chaqueta azul oscuro que llevaba y todo porque ella le había dicho en una ocasión que el azul oscuro le favorecía.

En cuestión de segundos, lo hicieron pasar al salón en el que había media docena más de visitas. Hester estaba sentada en una butaca, en el centro de su corte, y se la veía tan frágil y bella como siempre.

—Lord Tarley —lo saludó, tendiéndole ambas manos sin levantarse.

Michael atravesó la alfombra oriental con paso firme y besó el dorso de aquellas delicadas manos.

—Lady Regmont. Mi día resplandece sólo por haberlo empezado con su presencia.

Y palidecería cuando se fuese, igual que si saliera del sol para adentrarse en las sombras. Michael estaba convencido de que Hester estaba hecha para él, de hecho, lo creía con tanta certeza que ni una sola vez se había planteado la posibilidad de casarse con otra. De joven, pensaba que sería perfecto que los dos hermanos Sinclair se casasen con las dos hermanas Sheffield y viviesen juntos y felices. Sin embargo, Hadley tenía grandes planes para sus hijas y, dado que Michael era tan sólo el hijo segundo, su posición social no era lo bastante elevada como para que el padre de Hester lo tuviese en cuenta.

Nunca había tenido la más mínima posibilidad de casarse con ella.

Y, para empeorar las cosas, Hester, al igual que su hermana, ni siquiera pudo disfrutar de una Temporada como es debido. La comprometieron casi al mismo tiempo que se presentaba en sociedad.

—Pensaba que se había olvidado de mí —dijo ella—. Hacía una eternidad que no me visitaba.

—Jamás podría olvidarme de usted.

Aunque había noches en que deseaba que tal hazaña fuese posible.

Hester miró por encima del hombro de Michael y un lacayo se apresuró a colocar una butaca adamascada junto a su señora. El resto de los invitados respondieron al breve saludo que les hizo Michael con amplias sonrisas.

Él tomó asiento y, con la mirada, devoró ávidamente el rostro de Hester. Ésta llevaba la melena rubia recogida tal como dictaba la moda, con unos rizos sueltos en la frente y otros colgándole por encima de las orejas, e iba ataviada con un precioso vestido rosa y con un camafeo sujeto alrededor del cuello por una amplia cinta negra.

—He venido a decirle que Jessica está en buenas manos. Alistair Caulfield aceptó cuidar de ella durante su viaje. Él ha vivido en Jamaica los últimos años y sabe moverse entre la buena sociedad del lugar.

—¿El señor Caulfield, dice? —Hester frunció el cejo—. No estoy segura de que a mi hermana le cayese demasiado bien.

—Me temo que el sentimiento puede ser mutuo. En las pocas ocasiones en que los vi juntos, era obvio que los dos se incomodaban. Sin embargo, ahora ambos son personas adultas y Jessica necesita ayuda en un ámbito en que Caulfield es un experto. Además, ella quiere vender la plantación y la propiedad de él linda con «Calipso», así que lo más probable es que eso la ayude a concluir sus asuntos con rapidez, de modo que pueda volver pronto con usted.

—Milord —los preciosos ojos verdes de Hester resplandecieron con ternura—, es usted muy astuto. Adoro esa característica en un hombre.

Esas últimas palabras hicieron que Michael sintiese una punzada en el pecho. Adoración era una minúscula parte de lo que él sentía por ella.

—El mérito no es todo mío. La verdad es que Caulfield prácticamente se ofreció voluntario. Lo único que hice yo fue pedírselo en el momento oportuno y saber aprovecharme.

—Es usted como un regalo caído del cielo. —La sonrisa de Hester se desvaneció—. Ya echo terriblemente de menos a mi hermana y sólo hace un día que se ha ido. Sé que parezco una egoísta. Jessica se esforzó mucho por ocultármelo, pero la verdad es que tenía muchas ganas de hacer este viaje. De hecho, estaba impaciente por partir. Supongo que al menos tendría que intentar alegrarme por ella.

—Por eso mismo he venido a verla hoy. Sé lo unidas que están y lo mucho que le está doliendo su ausencia. Quiero que sepa que, hasta que ella vuelva…, estoy a su disposición para cualquier cosa que necesite.

—Usted siempre ha sido muy amable conmigo. —Alargó una mano y, por un instante demasiado breve, le tocó el antebrazo. La melancolía que desprendía el gesto dejó a Michael muy preocupado—. Pero ya tiene usted demasiadas preocupaciones como para que además yo me convierta en una de ellas.

—Usted nunca será una preocupación para mí. Será todo un privilegio poder ayudarla siempre que lo necesite.

—Quizá algún día se arrepienta de haberme hecho este ofrecimiento —se burló ella, animándose de nuevo—. Estoy segura de que pueden ocurrírseme varias formas de torturarlo.

Aunque la frase fue inocente, la reacción de Michael al escucharla no lo fue tanto.

—Adelante, no se contenga —la retó con voz ronca—. Estoy ansioso por demostrarle que estoy más que preparado para el desafío.

Un delicado rubor rosado tiñó las pálidas mejillas de Hester.

—Milady —los interrumpió el mayordomo, acercándose con una bandeja de plata en la que había una cajita con una lazada. Parecía un regalo.

Una de las invitadas de Hester, la marquesa de Grayson, bromeó diciendo que tenía un admirador secreto y lo celoso que se pondría Regmont.

De todos era sabido que su marido era muy posesivo. De hecho, estaba tan pendiente de ella que rozaba el mal gusto.

Hester leyó primero la pequeña tarjeta que acompañaba el regalo y después la dejó en el reposabrazos de la butaca. Michael se dio cuenta de que le temblaban las manos al abrir la cajita y descubrir un broche de piedras preciosas que era sin duda muy caro.

Al ver la tristeza que empañaba los ojos de ella, Michael desvió la vista hacia la tarjeta, que sólo estaba parcialmente doblada. No pudo leer entero su contenido, pero el «perdóname» lo leyó sin ninguna dificultad. Apretó la mandíbula para contener la avalancha de preguntas que se le amontonaron en los labios.

—¿Y bien? —preguntó lady Bencott—. No nos tengas en ascuas. ¿Qué es y quién te lo ha mandado?

Hester depositó la cajita en la expectante palma de la condesa.

—Regmont, por supuesto.

Mientras el broche iba de mano en mano, recibiendo la aprobación de todas las invitadas, Michael pensó que la sonrisa de la joven se veía muy forzada y estaba demasiado pálida como para que él no se preocupase.

Se puso en pie y se disculpó, incapaz de seguir allí teniendo el presentimiento de que algo iba muy mal en el mundo de Hester y consciente de que él carecía del derecho de hacer nada para evitarlo.

La tarde estaba ya muy avanzada y Jessica todavía tenía que hacer acto de presencia en cubierta.

Lo único que evitó que Alistair se pusiese a pasear de un lado a otro fue su fuerza de voluntad. Si ella decidía evitarlo durante la travesía, cortejarla sería mucho más difícil, pero él no era de los que se rendían fácilmente. Tenía intención de iniciar una relación con Jessica durante el viaje e iba a conseguirlo. Tenía que haber alguna manera de poder entablar, como mínimo, amistad con ella. Lo único que tenía que hacer era encontrar la llave que abría el tesoro que en realidad era aquella mujer. La noche anterior pensó que el mejor modo de enfocar las cosas era siendo absolutamente sincero, pero quizá la había malinterpretado.

Se sujetó a la borda y miró el mar. No le pasó por alto que en aquel preciso instante el agua tenía el mismo color azul grisáceo de los ojos de ella.

Dios santo, Jessica quitaba el aliento.

Recordó el instante en que entró en el camarote para cenar; el aire se alteró a su alrededor y Alistair sintió su presencia. El peso y el calor de la mirada de Jessica viajó hasta rozarle la espalda como si lo estuviese acariciando físicamente. Él se había encargado de que ella lo encontrase de aquella manera; de pie, sin la chaqueta y ocupado en otra cosa. Quería que lo viese como el hombre que era ahora; educado y de mundo. Sofisticado. Esa presentación estaba destinada a ser el disparo de salida de un lento y perfectamente estudiado cortejo.

Sin embargo, lo que en realidad pasó fue que Jessica lo impactó con la misma fuerza con que él había querido impresionarla. Se quedó allí de pie, con el pelo rubio recogido, la piel tan pálida y perfecta como si fuese de porcelana, el cuerpo, antes delgado por la juventud, ahora lleno de curvas por la madurez… Los pechos llenos y turgentes, la cintura delicada, unas piernas largas que él deseaba sentir alrededor de la cintura.

Había algo en ella que apelaba a los instintos más primarios de Alistair.

Quería cautivarla. Poseerla.

Por un segundo, el rostro de Jessica la traicionó y dejó al descubierto lo que sintió al descubrir quién era él en realidad. Igual que siete años atrás, se sentía atraída. Alistair podía utilizarlo en su favor, si lo hacía con mucho cuidado.

—Buenas tardes, señor Caulfield.

Maldición. Incluso el sonido de su voz conseguía que su mente lujuriosa empezase a conjurar imágenes. Era una voz tan precisa y contenida como su actitud. Alistair quería convertir esa contención en algo más ronco. Más suave. Quería oírla decir su nombre en medio de gemidos de placer.

Respiró hondo y se volvió hacia ella.

—Hola, lady Tarley. Parece descansada. ¿Ha dormido bien?

—Sí, gracias.

No sólo estaba descansada, estaba impresionantemente hermosa. Llevaba un vestido azul oscuro y una pequeña sombrilla y semejaba una aparición en medio de la cubierta del barco. Alistair no podía apartar la mirada de ella, pero estaba seguro de que el resto de la tripulación también se habían quedado embobados mirándola. Jessica era perfecta.

Se acercó a él en la borda y apoyó una mano enguantada en la madera, mientras dejaba la vista perdida en el mar que se extendía ante ellos.

—Siempre me ha encantado navegar —dijo apresuradamente—. Hay algo liberador y al mismo tiempo relajante en saber que no tienes ningún obstáculo delante. La verdad es que no me gustaría perderme sola en el océano, pero en un barco tan magnífico como éste y con toda su tripulación, sólo puedo sentir alegría. Lord y lady Masterson deben de sentirse muy orgullosos de usted.

Al oír el título de su padre, Alistair reaccionó como siempre, poniéndose a la defensiva. Intentó quitarse de encima esa sensación moviendo los hombros hacia atrás.

—Orgullo no es la palabra que yo utilizaría, pero le aseguro que están al corriente de mis quehaceres.

Jessica lo miró. Los nervios que había delatado al hablar tan rápido se hicieron también evidentes cuando se mordió el labio inferior.

Aunque ninguno de los dos había hecho referencia a aquella noche de tiempo atrás, en los bosques de Pennington, el recuerdo pesaba entre los dos y, al ignorarlo, se volvía cada vez más omnipresente.

Alistair quería hablar de ello. Dios, qué ganas tenía de hablar de ello. Tenía tantas cosas que preguntarle a Jessica. Pero en vez de eso recondujo la conversación hacia un tema con el que los dos se pudieran sentir cómodos.

—Coincido con usted, el mar abierto es como una hoja en blanco. Las posibilidades y los misterios que ofrece son infinitos.

—Sí —contestó ella con una sonrisa preciosa.

—¿Cómo está su familia?

—Muy bien. Mi hermano está en Oxford. Mi padre está muy satisfecho por ello, evidentemente. Y mi hermana se ha convertido en una anfitriona de gran renombre. Le será de mucha ayuda cuando vuelva usted a Inglaterra.

—¿Se casó con el conde de Regmont, no?

—Sí. Yo los presenté la víspera de mi boda y se enamoraron a primera vista. Cometieron la vulgaridad de casarse por amor.

—Fue una noche para recordar —no pudo resistir la tentación de añadir él.

—¿Y su familia? —Un leve rubor le tiñó las mejillas—. ¿Cómo están?

—Como siempre. Mi hermano Albert, aunque ahora se llama lord Baybury, todavía tiene que engendrar un heredero, algo que perturba enormemente a mi padre. Tiene miedo de que algún día sea yo el que tenga que heredar el ducado y que su peor pesadilla se haga realidad.

Ella lo reprendió con la mirada.

—Qué tontería. A todo el mundo le resulta difícil afrontar los problemas para concebir. Seguro que lady Baybury también lo está pasando mal.

La comprensión con que Jessica habló sin duda procedía de un lugar muy profundo, lo que hizo que Alistair recordase que ella había estado seis años casada sin tener hijos.

Se apresuró a cambiar de tema.

—No recuerdo en qué época del año la llevó Tarley a Jamaica, pero ahora hará mucho calor. De vez en cuando, hay una pequeña tormenta durante la tarde, pero en seguida sale el sol. A la mayoría de la gente le parece encantador, espero que a usted también.

Ella le sonrió de un modo que no pretendía ser seductor, pero que a él se lo pareció.

—Navega por conversaciones peliagudas con sumo aplomo.

—Una cualidad necesaria a la hora de hacer negocios. —La miró a los ojos—. ¿Está sorprendida? ¿Impresionada?

—¿Le gustaría que lo estuviese?

—Por supuesto.

—¿Por qué? —Arqueó una ceja perfecta.

—Usted es el epítome de la aristocracia. Si alguien recibe su aprobación, el resto creerá que es digno de ella.

—Me concede más importancia de la que merezco —replicó ella, cambiando de expresión.

Alistair se volvió un poco, se apoyó en la barandilla y la miró.

—Entonces, permítame que le diga que me haría muy feliz ganarme su estima.

Jessica movió la sombrilla y ocultó el rostro tras ella.

—De momento está haciendo un trabajo excelente.

—Gracias. Sin embargo, no me culpe si me esfuerzo un poco más.

—Ya se está esforzando bastante.

Se lo dijo en un tono de voz tan recatado que Alistair volvió a sonreír.

Esa vez fue ella la que cambió de tema.

—¿El mar alrededor de la isla es tan cristalino como recuerdo?

—Transparente como el cristal. Desde la orilla pueden verse nadar los peces. Y hay varios lugares en la costa donde el mar es tan poco profundo que uno puede ir caminando hasta el coral.

—Tendré que buscar uno de esos lugares.

—Yo la llevaré.

Esa frase consiguió que Jessica levantase el parasol.

—No me dirá que su obligación para con Michael llega hasta ese extremo.

—Le aseguro que nada me gustaría más.

En cuanto las palabras salieron de su boca, Alistair supo que el tono ronco de su voz había sido demasiado revelador. Pero no podía hacer nada para cambiarlo. Y menos ahora, con la imagen de ella jugando en la orilla, con la falda levantada y los tobillos al descubierto. Quizá incluso las pantorrillas…

—Creo que por hoy ya he tomado bastante el sol —anunció Jessica, dando un paso hacia atrás—. Ha sido muy agradable hablar con usted, señor Caulfield.

Alistair se irguió.

—Estaré por aquí las próximas semanas —bromeó—, lo digo por si le apetece volver a compartir el sol conmigo.

—Lo tendré en cuenta —contestó ella por encima del hombro, mientras se iba.

La suave insinuación que tiñó la voz de Jessica llenó a Alistair de satisfacción. Era una victoria pequeña, pero hacía mucho tiempo que había aprendido que tenía que conformarse con lo que ella le diese, por insignificante que fuese.