24
Jess no se movió durante mucho rato, después de oír la ferviente declaración de amor de Alistair y, de repente, se aflojó la tensión que sentía y aquel apremiante anhelo de estar con él se convirtió en una necesidad más dulce y tranquila.
—Alistair.
—Yo también tenía miedo. Así que, ya ves, estamos en paz.
A Jessica le escocían los ojos y tenía tal nudo en la garganta que no podía hablar.
—Seguro que ya lo sabías —murmuró él, llevándose una mano a la boca. Atrapó la punta del dedo índice entre los dientes y tiró del guante.
—Sí, lo sabía —susurró ella—. Pero significa mucho para mí oírtelo decir en voz alta.
—Entonces te lo diré a menudo.
Terminó de quitarse el guante y soltó la prenda de entre los dientes. Cayó encima de su regazo, en medio de los dos.
Para su sorpresa, Jessica descubrió que le resultaba increíblemente erótico ver a Alistair quitarse los guantes. Él dirigió toda su atención a la otra mano y tiró de los dedos uno a uno hasta quitarse el guante con mirada sensual.
Ver cómo mordía la tela blanca había despertado una especie de instinto animal dentro de Jessica. Había algo primitivo en desnudar a alguien con los dientes, y entonces recordó que él le había prometido que utilizaría dicho método para arrancarle el vestido.
El segundo guante también fue a parar al regazo de Alistair y el carruaje giró lentamente.
Jessica levantó una mano y se la ofreció. Los dedos desnudos de Alistair buscaron los botones en la muñeca del guante de ella y se los desabrochó uno a uno. Cuando la piel de Jessica quedó al descubierto, él se la acercó a los labios. Le pasó la lengua por el pulso, dejándola sin aliento. El sexo de Jessica se estremeció de satisfacción.
La tela del guante le acarició todo el brazo cuando Alistair se lo quitó y, cuando llegó al segundo, Jess esperaba ansiosa la caricia. Él le besó el nudillo justo por encima del anillo con el rubí y luego lamió entre sus dedos. Si le hubiese acariciado el sexo con la lengua, no la habría excitado más.
Jessica se atrevió a deslizar entonces una mano por entre las piernas de él y acariciar con suavidad su rígida erección. Alistair gimió desde lo más profundo de su garganta y a ella le recordó el ronroneo de un tigre. Adoraba el modo en que él se movía, sin gestos teatrales, completamente dispuesto a dejarla que llevase las riendas.
—Tardaré más de una vida en saciarme de ti —le dijo Jessica.
Alistair deslizó las manos por debajo del vestido y le sujetó los muslos. Ella también adoraba que hiciese eso. Él siempre empezaba una caricia con un posesivo apretón, como si necesitase aquel breve instante de fiereza para mantener el control.
La miró a los ojos al tiempo que, con las manos, le rodeaba las nalgas para luego meterle los dedos por la ropa interior y descubrirla húmeda y excitada.
—Sí que es verdad que estás empapada —murmuró, separando los labios de su sexo para acariciarle el clítoris—. Y me pones tan duro…
Ella podía notarlo. Y la hacía sentirse muy poderosa saber que era responsable de haber excitado a una criatura tan magnífica y tan sexual hasta ese punto.
Sin los guantes entorpeciendo su camino, Jessica pudo desabrocharle los pantalones con la práctica que había adquirido últimamente. El miembro de Alistair, largo y ancho, cayó pesado sobre sus ansiosas manos. Aquel pene era un instrumento de placer brutal. La ensanchaba hasta el límite de su cuerpo y luego las venas que lo recorrían acariciaban las terminaciones nerviosas de su interior.
Lo sujetó con ambas manos y lo masturbó hasta que notó que Alistair empezaba a perder el control y desnudaba su alma.
Gimió y echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en el respaldo del asiento. Al mismo tiempo, deslizó dos dedos dentro de ella y empezó a moverlos para prepararla para su pene.
Jessica estaba lista. Lo estaba desde que él la había hecho girar por el salón, mirándola como si fuese un oasis en medio de un desierto en el que él llevaba días perdido. Jessica estaba igual de sedienta y se había ido secando con cada día que pasaba sin verlo.
Se puso de rodillas en el asiento y apartó los dedos de Alistair para buscar su miembro. En cuanto la punta tocó la entrada de su sexo, Jessica empezó a temblar. Él la sujetó por las caderas, reteniéndola, pero dejó que ella marcase el ritmo al que quería ir descendiendo sobre su pene.
Jess quería sentir cada centímetro, así que fue muy despacio, un delicado gemido acompañaba cada leve movimiento de caderas mientras se iba empalando.
Levantó una mano y se sujetó en la madera lacada del techo del carruaje, mientras iba bajando despacio sobre él. Sus dedos le dejaron marcas en las caderas.
—Jess. ¡Espera! —Alistair tenía los muslos completamente tensos—. Dame un segundo. Me estás apretando como un guante. No. Por Dios, no te muevas… ¡Ah, Dios!
Alcanzó el orgasmo con un gemido casi animal y apretó los dientes mientras su pene se estremecía dentro de Jessica y eyaculaba todo su semen, impulso tras impulso.
Sólo había llegado a entrar la mitad, pero ella estaba tan lubricada que no pudo seguir retrasándolo y se sentó del todo encima de Alistair.
Estiró los dedos de los pies y clavó las uñas de las manos en la piel y en la madera del techo del carruaje. Alistair se corrió con intensidad y tembló debajo de ella. Jessica lo miró, deleitándose en lo salvaje que era su placer y en lo erótico que le parecía. Él había conocido el sexo en todas sus facetas y ella conseguía darle un orgasmo demoledor sólo con su amor y entusiasmo.
—Jesús. —Alistair la rodeó con los brazos y la echó un poco hacia atrás para poder esconder el rostro en su escote. Se rió sin humor, burlándose de sí mismo—. Te has complicado la vida… y todo por nada.
Ella deslizó los dedos por el pelo de él y recordó que había aprendido a ponerle precio al placer. Literalmente. Sería difícil hacerle desaprender esa lección.
—Daría la vuelta al mundo descalza por esto.
Alistair la miró; tenía el rostro acalorado y los ojos brillantes. El carruaje se balanceó como si estuviese atravesando una calle de adoquines y los sonidos de la ciudad se filtraron hacia el húmedo interior. Él apretó la mandíbula y se movió dentro de ella.
—Tu placer también es el mío, Alistair, mi amor. Yo no sentiría nada si tú no sintieses lo mismo conmigo. Estaría vacía sin ti dentro de mi cuerpo. —Él le dio un beso en la punta de la nariz y sonrió—. Además, todavía estás excitado y sé que tienes mucha resistencia. Y nunca me has dejado insatisfecha.
Alistair se movió con extrema agilidad y levantó a Jessica para colocarla en la banqueta opuesta. Todo cambió y ella de repente se encontró debajo de él, clavada en el asiento con la fuerza de su pene. Tenía la espalda sobre la capa forrada de terciopelo y el torso cubierto por el poderoso cuerpo de Alistair.
Él apoyó una mano en el respaldo y la otra en el reposabrazos que quedaba cerca de la puerta. Mantuvo a Jessica abierta con una rodilla y sujetando una de las piernas de ella contra la parte trasera del carruaje, mientras que la otra pierna le colgaba por el extremo de la banqueta.
Ella estaba completamente expuesta, colocada de tal manera que Alistair tenía el poder; tenía absoluta libertad para hacer con ella lo que quisiera. Con un estudiado movimiento de caderas, la masajeó con el pene. Un placer indescriptible se extendió por el sexo de Jessica y la hizo gemir.
—Tienes que estar callada —susurró él y luego la acarició de ese modo que la hacía estremecerse.
Ella se aferró a él, dolorosamente consciente de que los dos seguían vestidos, excepto por donde estaban unidos. Alistair levantó la pelvis y logró que su pene se deslizase por los temblorosos labios de su sexo. Se detuvo un segundo cuando sólo mantenía la punta dentro de ella y se quedó mirando cómo Jessica se estremecía. Se le oscurecieron los ojos en el momento en que ella le clavó las uñas en la piel. Y después volvió a hundirse en su interior. Jessica se mordió el labio, pero no pudo contener un gemido.
—Chist —la riñó él con los ojos brillantes.
Alistair sabía condenadamente bien lo que estaba haciendo al ir tan despacio. Volvió a levantar las caderas y luego a bajarlas. Esta vez más despacio, un embate más corto.
—Alistair… —Ella se apretó alrededor de su pene, los músculos de su sexo se sentían avariciosos.
—Dios mío, estoy tan bien dentro de ti —suspiró él. Alistair se apoyó entonces encima de ella y le acarició el clítoris, su pene estaba tan metido en su interior que la poseía por completo—. Puedo notar mi semen dentro de ti. Estás empapada. Pero todavía tengo que darte más.
Jessica movía la cabeza de un lado a otro desesperada, estaba loca de deseo y empapada de sudor. Necesitaba que él la poseyera con fuerza, con movimientos bruscos y profundos, que le diese la fricción que anhelaba. Lo que Alistair le estaba dando en cambio eran lentas caricias y movimientos estudiadamente espaciados.
Como si fuese una máquina perfectamente engrasada, incansable, no cejaba de mover las caderas y de acariciarle el sexo con su miembro duro como el acero. Dentro y fuera, un ritmo tan fluido y preciso que rivalizaría con el metrónomo de Maelzel.
Jessica se arqueó para ver si así Alistair aceleraba el ritmo. Estaba tensa como un arco. Él le tapó la boca con la mano para amortiguar los gemidos que ella ya no podía contener.
Con los labios pegados a su oído, murmuró:
—Estamos rodeados por docenas de personas y te estoy follando.
Jessica se estremeció; la pasión que sentía iba a hacerle perder la razón. En alguna parte de su mente oyó las voces de los peatones que había fuera del carruaje, el ruido de las ruedas de los otros carruajes y las risas de sus pasajeros. La amenaza de ser descubiertos era tan real que fue como si alguien echase queroseno a un fuego ardiente. Jess estaba loca de lujuria, Alistair la había reducido a un estado tan primitivo que ya sólo le importaba alcanzar el orgasmo.
—Si pudieras verte como yo —dijo él con voz ronca—, con las piernas abiertas en medio de la banqueta del carruaje y con la falda levantada hasta la cintura, con tu precioso sexo empapado de mi semen y mi miembro dentro de ti…
Jessica lo miró por encima de la mano con que él le tapaba la boca y vio que el amor y la ternura que brillaba en el fondo de sus ojos azules contradecía el mal gusto de su discurso.
El hombre que amaba tenía muchas facetas, algunas eran suaves como una piedra de río y otras ásperas como la arena; algunas eran vulnerables y otras muy depravadas. Jessica no podía imaginarse la vida sin ninguna de ellas. Juntas constituían el todo que la completaba.
Alistair movió las caderas y la tocó en lo más profundo.
—Tu sensualidad es un regalo para mí, Jess. Eres un regalo y lo sé. Sé el nivel de confianza y la cantidad de amor que hace falta para que te entregues a mí de esta manera.
Una última y sensual caricia la llevó hasta el precipicio y se quedó allí colgando, rígida, con la espalda arqueada y sin aliento.
—Y por eso te amo —gimió él, aprovechando la postura de ella para dar el último embate que la llevó al orgasmo—. Te amo tanto… Más de lo que puedo soportar.
Jess se estremeció violentamente debajo de Alistair, su sexo se aferró a su erección y la succionó. Él también tuvo un orgasmo e intentó ocultar su gemido de placer en el hueco del cuello de Jessica. Se aferraron el uno al otro, gimiendo y temblando, buscando la cercanía que no podían encontrar estando vestidos.
Perdidos el uno en el otro en medio de la ciudad.
Mi más sentido pésame a todas las debutantes que creían que iban a poder despertar el interés del magnífico marqués. La antes gélida lady T, ahora viuda y despampanante de rojo, atrajo a lord B hacia ella como las miel a las moscas. Queridos lectores, el calor que desprendían era palpable.
Escandaloso. Infame. Decididamente delicioso…
Michael terminó de leer en voz alta y después bajó el periódico para mirar a Alistair con las cejas en alto.
—¿Qué? —preguntó él, antes de beber una generosa jarra de cerveza.
—No te hagas el tonto. Anoche vi a Jessica. Ese vestido… ¿Qué le has hecho a mi cuñada?
—¿Por qué no te preguntas qué me ha hecho ella a mí? La respuesta a esa pregunta es mucho más difícil, te lo aseguro.
Escudriñó con la mirada el salón principal del club Remington’s para caballeros. A lo largo de su recorrido, se encontró con varios saludos y unas cuantas sonrisas. Ahora por fin comprendía el interés que tanto lo había confundido la semana anterior. Todo el mundo se había enterado del cambio de sus circunstancias antes que él, que todavía se estaba poniendo al día. Todavía estaba leyendo informes.
Esa misma tarde había quedado con la viuda de Albert para comprobar cómo estaba y para ofrecerle cualquier ayuda que pudiese necesitar. Había recibido una suma muy importante en la herencia, pero esa mujer quería a su hermano y seguro que en el futuro necesitaría algo más que dinero y que una propiedad. Necesitaría alguien en quien apoyarse y Alistair se había ofrecido, porque él sabía perfectamente lo doloroso que podía ser hacer algo tan sencillo como levantarse por la mañana o respirar en esos momentos.
A cambio, ella le había dado algo que podía cambiar mucho las cosas. Alistair mantenía ese secreto en su corazón, debatiendo qué hacer con él.
—Tu nombre y el de Jessica, eso es lo único que he oído en todo el día —se quejó Michael.
—El anuncio de nuestro compromiso aparecerá mañana en los periódicos y ocultará todas esas lascivas insinuaciones bajo un manto de respetabilidad. La noticia habría aparecido hoy, pero yo… Anoche llegué tarde.
Alistair había decidido que se quedaría con ese carruaje toda la vida. Jess y él bautizarían otros con su pasión, pero ése se quedaría en sus caballerizas para siempre. Y seguiría acostándose con Jessica dentro de él incluso después de que dejasen de utilizarlo para lo que había sido fabricado inicialmente.
—¿Y qué me dices de tus padres? —le preguntó Michael—. Distaban mucho de parecer eufóricos.
Alistair se encogió de hombros; sentía un poco de remordimientos, pero ni un ápice de responsabilidad.
—Saldrán adelante.
El ruido de las hojas de periódico arrugándose llamó su atención y vio que Michael lo estaba estrujando entre las manos. Se preguntó qué había dicho para provocar tal reacción, pero entonces se dio cuenta de que su amigo estaba mirando detrás de él. Siguió su mirada y se encontró con el conde de Regmont, que entraba en el salón con un par de amigos pisándole los talones.
—¿Deberíamos invitarlo a tomarse una copa con nosotros? —preguntó Alistair, dándole de nuevo la espalda al conde.
—¿Te has vuelto loco? —Michael entrecerró los ojos de un modo peligroso—. Apenas puedo soportar saber que respira.
Alistair levantó las cejas. No podía decirle nada. A pesar de las similitudes entre sus circunstancias, Alistair no podía manifestar su acuerdo con su amigo, porque, en su caso, el hombre que al final se había casado con la mujer que él amaba era precisamente el hermano de Michael.
—¿Puede saberse qué diablos le pasa? —soltó éste, furioso—. Su esposa está en casa, embarazada de su hijo, y él está aquí pasándolo bien como si fuese soltero.
—La gran mayoría de nobles lo hacen.
—La gran mayoría de nobles no están casados con Hester.
—Te sugeriría que te fueras del país una temporada, pero sé que no puedes.
Michael lo miró.
—¿Por eso estuviste tanto tiempo fuera de Inglaterra? ¿Porque Jessica estaba casada con Benedict?
—Sí, básicamente.
—No tenía ni idea. Disimulabas muy bien.
Él movió una mano para quitarle importancia al comentario.
—Digamos que tenía mucha práctica en escondérmelo a mí mismo. Me convencí de que sólo me gustaba y me dije que podría olvidarla fácilmente estando con otras. Supongo que, al final, engañarme fue mejor para todos. Si en esa época hubiese sabido que Jessica me afectaría tan profundamente y que me pondría por completo del revés, lo más seguro es que hubiese salido huyendo.
—La verdad es que pareces distinto —contestó Michael, mirándolo—. Menos nervioso. Más calmado. Tranquilo, quizá.
—Maldita sea, baja la voz si vas a decir esas cosas.
Una risa estridente captó la atención de Michael y volvió a mirar por encima del hombro de Alistair.
—Discúlpame un momento.
Alistair suspiró y negó con la cabeza antes de tomar otro trago. A decir verdad, él tampoco entendía a Regmont. El único motivo por el que él estaba en Remington’s era porque Jessica no estaba esperándolo en casa.
—Lord Baybury.
Levantó la cabeza y se topó con la sonrisa de Lucien Remington.
—Remington, ¿cómo está?
—Muy bien. ¿Puedo hacerle compañía un segundo?
—Por supuesto.
—No le robaré demasiado tiempo. Si no estoy en casa dentro de una hora, mi esposa vendrá a buscarme en persona. —El propietario del club sonrió y ocupó la silla que estaba al lado de la que Michael había dejado vacía—. Discúlpeme por el atrevimiento. Tal como quizá sepa, estoy al corriente de muchas de las cosas que les acontecen a los miembros de mi club.
—Es lógico.
—Sí. —Los ojos de Remington, famosos por ser del color de las amatistas, brillaron con humor—. Por ejemplo, sé que usted y yo tenemos mucho más en común de lo que parece a primera vista. Y gracias a esa afinidad comprendo lo difícil que puede resultarle su situación actual.
Alistair se quedó callado. Remington era el hijo bastardo de un duque. Y, aunque era el hijo mayor, el título y las propiedades los heredaría su hermano pequeño, porque era legítimo.
—Maldición —masculló Alistair al comprender que Remington le estaba diciendo que sabía que era un bastardo, un secreto que sólo conocían su madre, Masterson y Jessica.
Había oído rumores acerca de las fichas que tenía Remington de sus clientes, pero nunca se había imaginado que contuviesen tanta información. Lo que hizo que se preguntase si el hombre sabía quién era su padre…
—Si alguna vez necesita ayuda o alguien con quien hablar —se ofreció Remington como si no acabase de sacudir los cimientos del mundo de Alistair—, estaré encantado de ayudarlo.
—¿Los bastardos tenemos que ayudarnos entre nosotros? —preguntó él, absteniéndose de formular una pregunta cuya respuesta no estaba seguro de querer averiguar.
—Algo así.
—Gracias.
Había hombres a los que valía la pena tener de tu parte y Lucien Remington era de uno de ellos.
Se oyeron unos gritos provenientes del bar. Remington se puso en pie al instante.
—Si me disculpa, milord, tengo que ocuparme de un problema que acaba de empeorar drásticamente.
Alistair miró detrás de él y vio a los escandalosos amigos de Regmont.
—Un momento, por favor, Remington. En cuanto a ese problema… Teniendo en cuenta que la esposa de lord Regmont va a convertirse pronto en mi cuñada, ¿es lógico asumir que él es también mi problema?
—Sí.
Remington le hizo una exagerada inclinación de cabeza y se fue.
Alistair se puso en pie y fue en busca de Michael, al que encontró apoyado despreocupadamente en la barra del bar, cerca del grupo de Regmont pero sin formar parte de él. Se le acercó.
—Vámonos.
—Todavía no.
Michael se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó la pitillera de plata en la que guardaba los puros. Cerca de ellos, Regmont se rió y empezó a quejarse de las advertencias de Remington de que si no bajaban el tono los echaría del salón.
—Esto no acabará bien.
Alistair podía notar cómo el mal ambiente se hacía más denso a su alrededor, igual que las nubes de una tormenta. Regmont estaba lo suficientemente borracho como para comportarse con atrevimiento y con estupidez, y era evidente que Michael tenía ganas de pelea.
Lord Taylor, uno de los amigos del conde, se tambaleó hacia atrás y le dio un golpe a Michael, al que se le cayó la pitillera y el pañuelo de la mano. Ambos objetos se precipitaron al suelo y los caros habanos rodaron por todas partes.
—¡Ten cuidado! —exclamó Michael, agachándose para recoger sus cosas.
Regmont le hizo un comentario cortante a Taylor y luego se agachó para ayudar a Michael. Cogió un puro y después el pañuelo y se quedó inmóvil mirándolo, de golpe sobrio.
Michael tendió la mano para que se lo devolviese.
—Gracias.
El conde pasó los dedos por el monograma que había bordado en una esquina del pañuelo.
—Un monograma interesante.
Alistair lo miró de cerca y contuvo una maldición al distinguir una «H» bordada con hilo rojo.
—Por favor, Regmont, si eres tan amable —le pidió Michael.
—Creo que no. —El conde miró a Michael a los ojos y después a Alistair y, acto seguido, se guardó el pañuelo en el bolsillo—. Me parece que esto me pertenece.
La tensión de Michael era palpable. Alistair le puso una mano en el hombro y se lo apretó en señal de advertencia. El conde apestaba tanto a alcohol que su aliento incluso podía emborrachar a otros, y él reconocía la mirada que se insinuaba en aquellos ojos inyectados en sangre; el demonio que habitaba dentro de Regmont había tomado las riendas e iba a llevarlo a un lugar muy peligroso.
Michael se puso en pie.
—Quiero que me lo devuelvas, Regmont.
—Ven a buscarlo.
Michael cerró los puños, pero Remington se metió entre los dos. El propietario del club era muy alto y estaba muy fuerte y era perfectamente capaz de defenderse solo, pero además estaba rodeado por tres de sus hombres.
—Pueden llevar esta pelea al piso de abajo si lo desean, caballeros —les advirtió, haciendo referencia a los cuadriláteros de boxeo de la planta inferior—, o pueden irse a cualquier otra parte, pero aquí no toleraré que haya violencia.
—O podemos retarnos en duelo —dijo Michael—. Nombra a tus padrinos, Regmont.
—Maldita sea —masculló Alistair.
—Taylor y Blackthorne.
Michael asintió.
—Baybury y Merrick irán a verlos mañana para terminar de concretar los detalles.
—Estoy impaciente —contestó Regmont, enseñándole los dientes.
—No tanto como yo.