19

¡Lady Tarley!

Jessica alteró el ángulo de la sombrilla y vio a un robusto y diminuto caballero haciéndole señales desde el final de la pasarela.

—Es tu administrador —le explicó Alistair, mientras le colocaba una mano en el codo para que no se cayese—. El señor Reginal Smythe.

—¿Qué opinión tienes de él? —Levantó una mano enguantada para indicarle al hombre que lo había visto entre el bullicio del muelle. El olor a alquitrán y a café se mezclaban y los gritos de las focas competían con los de los marineros que iban cargando cajas y barriles en los estómagos ahora vacíos de los navíos.

—Es un hombre decente. Y muy competente. «Calipso» tiene casi doscientos esclavos y todos están lo suficientemente contentos como para ser productivos. Sin embargo, podría tener una opinión menos anticuada respecto a las mujeres que hacen negocios.

—Me temo que tú eres mucho más progresista que la mayoría de los caballeros.

—Por mi experiencia, sé que las mujeres pueden ser muy astutas e implacables en cuestiones de dinero. Es muy rentable hacer negocios con ellas.

—Y me juego lo que quieras a que ellas te hacen más concesiones a ti de las que le harían a cualquier otro hombre.

Alistair la miró y, aunque le quedaban parcialmente ocultos por el ala del sombrero, ella vio brillar sus ojos azules.

—Tal vez.

Jessica le sonrió. La presencia de Alistair a su lado aumentaba la felicidad que sentía por estar de nuevo en aquella exuberante isla verde que recordaba con tanto cariño. En su memoria había pintado el paisaje con tonos propios de piedras preciosas y le gustaba ver que no había exagerado. Detrás de ella, el océano era tan pálido como una aguamarina. Delante, unas colinas como esmeraldas se extendían hasta el horizonte. Benedict le había dicho en una ocasión que no había ningún lugar en toda la isla que estuviese a más de un par de kilómetros del mar.

«El paraíso», había dicho ella.

«Uno muy lucrativo», había contestado él.

—Señor Caulfield. —El señor Smythe se tocó el ala del sombrero a modo de saludo.

—Señor Smythe.

El administrador miró a Jess.

—Confío en que haya tenido un viaje tranquilo y agradable, milady.

—No podría haber sido mejor —contestó ella, pensando en Alistair y en lo distinta que se sentía en ese momento, comparado con el día en que abordó el barco.

Había empezado la travesía viuda y convencida de que se quedaría sola durante el resto de su vida. Y la terminaba con un amante, un hombre que la había desnudado en cuerpo y alma y al que había revelado secretos de su pasado que sólo Hester conocía.

Los dedos de Alistair le acariciaron el codo.

El señor Smythe asintió y señaló el landó que los estaba esperando allí cerca.

—Me encargaré de que alguien venga a buscar sus baúles, lady Tarley. Buen día, señor Caulfield. Le pediré una cita para hablar con usted esta semana.

Jessica miró a Alistair. Después de esas seis semanas en alta mar, durante las cuales su relación había nacido y florecido, ahora se veían obligados a decirse adiós. Había llegado el momento de que sus caminos se separasen: ella tenía que ir a su casa y él a la suya.

Alistair la miró a los ojos y esperó.

Jess podía ver la pregunta en su mirada; ¿cómo reaccionaría ella cuando tuviesen que enfrentarse de nuevo a las normas de la sociedad?

Su reacción era más intensa de lo que Jessica podía expresar con palabras. Quería que Alistair estuviese a su lado, siempre. En público y en privado. Sentado frente a ella a la hora del almuerzo y a su lado en el palco del teatro. Quería eso y lo tendría, si él aceptaba.

Habló con mucho sentimiento.

—Sé que tiene muchos asuntos que atender, señor Caulfield, pero ¿cree que podría acompañarnos a cenar? Así ya no tendrá que pedir ninguna cita, señor Smythe, y tampoco tendrá que contarme luego los resultados de la reunión.

El administrador parpadeó atónito.

Alistair le sonrió al ver que libraba la primera batalla para tomar posesión de la plantación y ladeó la cabeza para indicarle que se había dado cuenta.

—Será todo un placer, milady.

Jessica se cogió la falda y subió la colina. Las botas le resbalaban de vez en cuando en el suelo empapado por la lluvia, pero Alistair iba tras ella y sabía que la cogería si se caía. Él siempre la cogía, siempre le pedía que se arriesgase porque él siempre iba a estar esperándola con los brazos abiertos al otro lado.

—Es aquí —dijo él, dirigiendo la atención de Jessica hacia la glorieta que había en un claro a la izquierda de donde habían subido.

La estructura era claramente reconocible: una réplica en miniatura de la glorieta que había en la mansión Pennington, a la que habían añadido unas redes en los costados. En el centro, se veía un pequeño entarimado cubierto por sábanas y almohadones.

Jessica se dio media vuelta y miró a Alistair mientras éste llegaba a su lado. Desde donde estaba podía ver los campos de caña de azúcar y el océano a lo lejos.

—¿Alguna vez has visto arder los campos de caña? —le preguntó él.

—No.

—Pues tendremos que remediarlo cuando llegue el momento. Te llevaré a un sitio donde no sople viento y donde no llegue el mal olor. A pesar de la destrucción que representa y de lo peligroso que es, es un espectáculo que no debes perderte.

—Tengo ganas de verlo contigo. —Se volvió hacia él y admiró su perfil—. Quiero verlo todo contigo.

Alistair le devolvió una mirada llena de ardor y sentimiento.

Jessica se acercó a la glorieta.

—¿Es esto lo que te ha tenido ocupado estos días?

Él había empezado a aparecer por las noches con pequeños cortes en las manos y con algún que otro morado en los antebrazos. No importaba lo que ella hiciese para sonsacarle información, Alistair se resistía a contárselo, aunque la animaba a seguir intentándolo por todos los medios que estimase oportunos.

—¿Te gusta? —le preguntó, estudiando su reacción.

—Me siento halagada de que te hayas tomado tantas molestias para seducirme. —Esbozó una media sonrisa—. Y sé que cuando tengo la menstruación tienes que quemar energía de otro modo. Estoy convencida de que necesitas más practicar sexo que comer o beber.

—Sólo contigo. —Alistair entró en la glorieta y dejó en el suelo la cesta que habían traído con ellos—. Y tú sabes por qué. Cuando estoy dentro de ti, sé que no te irás a ninguna parte. Sé que no te quieres ir a ninguna parte.

Jessica le dio la espalda al paisaje y lo miró a él, la vista más espectacular de todas.

—¿Y si también pudieras poseerme por fuera? ¿Convertir tu nombre en el mío y ponerme un anillo en el dedo? ¿Eso te calmaría?

Alistair se quedó inmóvil. Ni siquiera parpadeó.

—¿Disculpa?

—¿Por fin te he asustado? —le preguntó ella en voz baja.

—Tengo miedo de estar soñando. —Alistair salió de su estupefacción y se le acercó.

—Ya te he dicho que te amo. Muchas, muchas veces. De hecho, te lo digo cada día. —Jessica suspiró y rezó pidiendo coraje. No podía contener lo que sentía por Alistair, eran sentimientos demasiado intensos, le oprimían el pecho y hacían que le resultase imposible respirar—. Te amo tanto que sería capaz de apartarme de ti si crees que existe la posibilidad de que algún día quieras ser padre.

A Alistair se le hizo un nudo tan grande en la garganta que le costó tragar.

—Si algún día queremos niños, hay muchos huérfanos a los que podemos malcriar.

El corazón de Jessica latió lleno de esperanza.

Él le tendió una mano y ella colocó la suya encima y permitió que la acompañase hasta la tarima. Alistair le pidió que se sentase y, cuando lo hizo, él apoyó una rodilla en el suelo.

—Alistair… —susurró ella al comprender lo que estaba sucediendo.

—Se suponía que no ibas a adelantarme en esto, Jess —le dijo con ternura y emocionado mientras sacaba algo del bolsillo más pequeño de su chaleco.

No llevaba chaqueta ni pañuelo al cuello. Era escandaloso y completamente inaceptable, pero ¿quién podía verlos allí? Eso había sido lo más difícil de soportar a lo largo de la última semana; comportarse en público como si sólo fuesen conocidos, mientras que en privado compartían pura intimidad.

Era la peor de las torturas tener que ver a las debutantes locales, a las viudas e incluso a alguna que otra mujer casada, prestándole atención a Alistair descaradamente. Jessica había tenido que soportar que bailasen con él o que él tuviese que acompañarlas al comedor. Había visto a chicas jóvenes flirteando con él, chicas capaces de darle la familia que Alistair nunca había tenido y que ella jamás podría darle.

Él nunca les seguía el juego y la buscaba con la mirada en cuanto podía, para comunicarle lo mucho que la deseaba. Jessica intentaba no mirarlo, porque sabía que su expresión la traicionaría y revelaría lo enamorada que estaba de él. Lo desesperadamente que lo amaba. Lo vacía e inhóspita que sería su vida sin su presencia.

La verdad era que Alistair llevaba mucho mejor que Jessica el aspecto público de su relación. Teniendo en cuenta lo celoso que se sentía con respecto a la faceta más íntima de ella, no lo era tanto con su lado más público. Todo lo contrario, parecía gustarle ver cómo Jessica se movía por las aguas de la vida social y admiraba la facilidad con que manejaba sus distintos aspectos: las conversaciones, los bailes y todo lo demás.

Se sentía muy orgulloso de ella y le gustaba verla brillar en su entorno, pues eso hacía que al menos le pareciese que había valido la pena el dolor y la tristeza que ella había sufrido de pequeña para convertirse en la persona que era.

Alistair sacó un anillo. Una ancha alianza de oro coronada por un rubí casi tan grande como el nudillo de Jessica. La piedra color sangre descansaba sobre un lecho cuadrado de diamantes, proclamando a las claras la fortuna del hombre que la había comprado.

El anillo era casi vulgar en cuanto al tamaño y al brillo de sus piedras, lo que hizo sonreír a Jessica. Si casarse con Alistair no bastaba para demostrarle al mundo que había cambiado, seguro que ese anillo lo conseguiría.

—Sí —murmuró él, colocándole el rubí en el dedo—. Me casaré contigo. En cuanto sea posible. Al final de esta semana si soy capaz de organizarlo.

—No. —Jessica le cogió el rostro entre las manos y, con los dedos, le apartó el pelo de la frente—. Lo haremos como se debe hacer. En Inglaterra. Por la Iglesia, con amonestaciones incluidas y con nuestras familias y nuestros amigos presentes. Quiero que todo el mundo, y tú especialmente, sepa que hago esto después de habérmelo pensado mucho. Sé lo que hago, Alistair. Y sé lo que quiero.

—Preferiría que nos casáramos antes de volver.

—No te dejaré —le aseguró, consciente de que ésa era su preocupación.

—No puedes. No dejaré que lo hagas. —Le cogió las muñecas con suavidad y firmeza al mismo tiempo—: Pero habrá mujeres…, en fiestas y en banquetes… Ellas me reconocerán…

—Reconocerán a Lucius —lo interrumpió ella—. A ti no te conocen, no como yo. Y jamás lo harán.

Se inclinó hacia adelante y le dio un beso en el entrecejo, que él tenía arrugado.

—Amor mío —continuó Jessica—. No te crees que alguien pueda quererte incondicionalmente porque hasta ahora nadie te ha querido así. Pero yo sí. ¿Cómo podría no hacerlo? Y con el paso del tiempo te darás cuenta de que el efecto que has tenido en mí es irreversible. Yo he cambiado y soy quien soy ahora gracias a ti y, sin ti, dejaría de existir. No tengo ni idea de cómo voy a sobrevivir los próximos meses hasta que puedas volver a reunirte…

—¿Reunirme? —preguntó él, sorprendido—. ¿A qué te refieres?

—Esta tarde he recibido una carta de Hester. Debió de mandarla justo después de que zarpásemos, quizá incluso el mismo día, por lo que supongo que estaba embarazada antes de que nos fuéramos y que no me lo dijo porque no quería que anulase el viaje.

—¿Tu hermana está embarazada?

—No puedo creerme que Hester piense que no voy a volver en seguida. Tal como te he contado, hace tiempo que no está bien. Necesitará que cuide de ella. Tengo que estar a su lado.

—Yo volveré contigo, evidentemente. Con algo de suerte, quizá pueda tenerlo todo listo para que zarpemos dentro de dos semanas.

—No puedo pedirte que hagas esto. Has venido a esta isla por un motivo.

—Sí. . Y por ese mismo motivo me vuelvo a Inglaterra. Viajé contigo porque no tenía nada que me retuviese en Inglaterra si tú estabas aquí y lo mismo es cierto en sentido contrario.

Jess se quedó tan sorprendida que su mente dejó de funcionar y entonces recordó la primera noche en que habían hablado, en la cubierta del Aqueronte, cuando él le había dicho que volvía a casa por una mujer. Descubrir que ella era esa mujer resultaba abrumador. Y muy romántico.

Alistair debió de darse cuenta de lo que estaba pensando y apretó la mandíbula.

—Te deseaba mucho, eso ya lo sabes. No te diré que fuera amor, pero era algo mucho más profundo que la lujuria. El deseo que sentía por ti me daba esperanzas de que algún día pudiese volver a disfrutar del sexo; pensé que podría volver a pensar en el acto sin tanto distanciamiento y buscando algo más que el mero alivio físico. Tenía que poseerte, Jess, al precio que fuese.

Ella se lo quedó mirando y preguntándose por qué no podía decirle que la amaba. Quizá no fuera así. Quizá no podía. Tal vez lo que tenían sería todo lo que jamás obtendría de él.

Tras pensarlo unos segundos, decidió que fuera lo que fuese lo que Alistair pudiese darle, sería suficiente. El amor que ella sentía bastaría para los dos.

Lo soltó, se apartó de él y se apoyó en los almohadones. Estiró los brazos por encima de la cabeza y se insinuó descaradamente. Si el deseo que Alistair sentía por ella era lo único que podía darle, se quedaría con todo.

Él avanzó a cuatro patas por la tarima y se acercó. Se apoyó en los cojines que Jessica tenía a ambos lados de los hombros, inclinó la cabeza y tomó sus labios, conquistándola con los suyos.

Un cálida y húmeda brisa sopló a su alrededor. En la distancia, Jessica oyó las voces de los hombres y de las focas. Estaban fuera de casa, donde podía verlos cualquiera, y eso la excitó todavía más. Le rodeó el cuello con los brazos y gimió de placer dentro del beso.

—Creía —murmuró él cuando Jessica separó los labios— que tendría que convencerte de que te casaras conmigo. Que me llevaría algún tiempo. Semanas. Meses. Quizá incluso años. He construido este lugar para que te resultase difícil escapar de mí mientras te exponía mis argumentos.

—Un público cautivo —sonrió ella—. ¿Qué habrías hecho para impedir que me fuese?

—Tal vez te habría escondido la ropa y te habría clavado al suelo con mi pene. También he traído unas cuantas botellas de tu clarete favorito. Me parece recordar que eres mucho más maleable cuando has bebido una copa o dos.

—Chico malo. —Deslizó la vista por el cuello de él hasta el pulso, que latía allí con fuerza—. Hazme todo lo que quieras. Me desdigo de mi aceptación.

—Ah, es que tú no has aceptado. Me lo has pedido y yo he aceptado. —Le acarició la punta de la nariz con la suya—. Y no puedo decirte cuánto ha significado para mí que lo hicieras.

—Puedes demostrármelo. —Le acarició la nuca del modo que tanto le gustaba.

Alistair se tumbó a su lado.

—Vuélvete.

Ella obedeció y sintió un cosquilleo en la espalda. Alistair le aflojó las cintas del vestido y luego empezó a desabrocharle los botones de la ropa interior, color lavanda.

A medida que sus dedos iban descendiendo, Jessica se excitaba más. Aunque él siempre gastaba bromas sobre su apetito sexual, el de ella por él era igual de insaciable. Cuando dejaba de menstruar y concluía la semana que había pasado sin Alistair, se moría de ganas de que la tocase.

—Quiero comprarte ropa —dijo él—. No repares en gastos. No quiero menospreciar el luto que llevas por Tarley, sé que fue bueno contigo, pero no quiero que honres su pérdida con tu vestuario si al mismo tiempo vas a casarte conmigo.

Jessica lo miró de reojo y asintió, amándolo todavía más que antes.

Él le pasó la lengua entre los omoplatos.

—Me gustaría verte vestida de rojo. Y de color dorado. Y también de azul brillante.

—A juego con tus ojos. A mí también me gustaría. Quizá puedas acompañarme a la modista.

—Sí. —Deslizó sus fuertes manos por la apertura del vestido y la sujetó por la cintura—. Tendrás que quedarte medio desnuda para que puedan tomarte medidas. Y yo podré disfrutar de la vista.

—Ahora mismo preferiría estar desnuda del todo.

Él la estrechó con suavidad y, acto seguido, la soltó y se tumbó de espaldas.

Jess se acercó al extremo de la tarima y se puso en pie.

Alistair se colocó un cojín debajo de la cabeza y se puso cómodo. Dobló una pierna y descansó la muñeca encima de la rodilla, ofreciendo una imagen relajada y al mismo tiempo insolente.

El montón de cojines de colores y las redes que había entre las columnas de la glorieta le recordó a Jessica la historia que ella le había contado sobre su aventura en el desierto con aquel seductor sheik.

Agachó la cabeza, adoptando deliberadamente la postura de una sumisa esclava. Alargó una mano y se deslizó el vestido por un hombro y luego por el otro. La prenda se detuvo al llegar a sus pechos.

—Podría pedir un rescate por mí, excelencia —susurró—. El dinero que le darán a cambio de que me lleve de vuelta, junto con el botín de la caravana, seguro que sobrepasará cualquier placer que yo pudiese darle en la cama.

La sorpresa de Alistair fue palpable. Se quedó en silencio durante un segundo, con el pecho subiendo y bajando con cada respiración. Y de repente:

—Pero vos sois el motivo por el que ataqué esa caravana, mi señora. ¿Por qué habría hecho tal esfuerzo si tuviese intención de devolveros?

—Por la fortuna que ganaríais con ello.

—El único tesoro que me interesa está entre tus piernas.

Una ola de calor le ruborizó la piel.

Él señaló el vestido con el mentón.

—Quítatelo. Deja que te vea.

Jess se humedeció los labios y tardó unos segundos más de la cuenta en obedecer. Se cogió la falda con las manos y tiró de la prenda hacia abajo con cuidado, como si el suyo no fuese un cuerpo que él conocía mejor que ella. El vestido se deslizó por su torso y sus caderas hasta caer arremolinado a sus pies.

—Y ahora —dijo él con la voz ronca— el resto.

—Por favor…

—No tengas miedo. Dentro de un instante te daré placer como no lo has sentido nunca. —Entrecerró los ojos un poco—. Y como no volverás a sentirlo jamás después de mí.

Jess se movió, inquieta, y lo miró furtivamente. Alistair se llevó una mano entre las piernas y acarició desvergonzado su erección. Voluptuoso hasta la médula. Atrevido… Con mucha más experiencia de la que ella tendría nunca. A no ser que él le pusiese remedio a esa carencia, cosa que Jessica dudaba que hiciese, si ella no lo empujase a ello.

Sospechaba que Alistair tenía miedo de corromperla más de lo que ya lo había hecho y ella en cambio tenía miedo de que él se aburriese en su cama.

—Yo no puedo decir lo mismo —dijo en voz baja.

Alistair se puso en pie y se le acercó con una gracia letal.

—Sí puedes.

Caminó a su alrededor como si estuviese sopesando su atractivo. Entonces se detuvo de repente a su espalda y la rodeó por la cintura desde atrás. Fue un gesto muy posesivo y la sorprendió al colocar las manos sobre sus pechos.

Jessica le apoyó la cabeza en el hombro.

—Pero tú has tenido muchas concubinas más atrevidas que yo. ¿Qué será de mí cuando pase la novedad?

—Subestimas el deseo que siento por ti. —Movió los labios junto al lóbulo de su oreja y luego la apretó contra su cuerpo para que pudiese notar la innegable prueba del deseo que sentía por ella—. ¿Notas lo excitado que estoy por ti? Llevo mucho tiempo deseándote mucho. Jamás me saciaré de ti.

—Antes de que atacaras la caravana, ¿te imaginabas poseyéndome? ¿Soñabas con cómo lo harías?

—Cada noche —gimió él, apretándole los pezones con los dedos.

Jessica ladeó la cabeza y frotó la mejilla con la suya.

—Enséñame qué soñaste. Enséñame a darte placer. Quiero aprender.

Alistair le deslizó una mano por el estómago hasta llegar a su entrepierna.

—¿Ya no quieres que pida un rescate por ti?

Jess gimió al notar que metía los dedos bajo su ropa interior y le separaba los labios. Con sus dedos, ásperos por haber estado trabajando la madera con la que había construido aquel lugar para la seducción, le acarició el clítoris, sabiendo perfectamente cómo tocarla para hacerla enloquecer.

—Si lo haces, ¿quién apagará el fuego que corre por mis venas?

—Nadie excepto yo —respondió Alistair mordiéndole el lóbulo—. Castraré a cualquier hombre que lo intente.

Loca de deseo por el modo en que le pellizcaba el pezón y porque la penetró de repente con un dedo, Jess movió las caderas y gimió. Un segundo dedo siguió al primero y él empezó a moverlos hacia dentro y hacia fuera del sexo de ella. Jessica respiró hondo, embriagada por el olor de la piel de Alistair bajo el sol.

—Por favor…

—Agáchate. —Acompañó la orden con un gesto y dobló a Jess por la cintura.

Ella se tambaleó hacia adelante y evitó la caída extendiendo los brazos. Alistair se incorporó y dejó que la brisa acariciase la espalda de su cautiva. Después, le bajó la ropa interior por detrás y la piel de ella quedó cubierta por una fina capa de sudor.

—Eres tan hermosa —dijo, pasándole ambas manos por las nalgas. Le tocó el sexo y se lo masajeó con la palma de la mano—. Estás tan excitada y tan húmeda. ¿Necesitas un pene dentro de ti, mi bella cautiva? ¿Te duele sentir que estás vacía?

En esa postura, en la que no podía ver su rostro ni sus movimientos, Jessica se sentía muy vulnerable.

—Siempre.

Oyó el sonido de la ropa al moverse y de inmediato el grueso miembro de Alistair estuvo contra su sexo. Fue la única advertencia que tuvo. Él la sujetó por las caderas y tiró de ella hacia atrás, al mismo tiempo que empujaba hacia adelante, penetrándola con un único movimiento de caderas.

Jessica gritó de placer y luchó por mantener los brazos firmes y extendidos.

—Dios. —Alistair se movió y llegó a tocar el final del cuerpo de ella—. Estoy tan dentro de ti, Jess. ¿Sientes lo dentro que estoy?

Ella cerró los ojos y exhaló. Notaba el ante de los pantalones de Alistair rozándole la parte trasera de los muslos y los puños de la camisa de él en las caderas. Y, cuando miró hacia abajo, vio la punta de sus botas cubiertas de barro.

Alistair estaba completamente vestido y protegido del entorno, mientras que ella estaba prácticamente desnuda, con él montándola como si fuese una yegua. La lasciva imagen que se dibujó en su mente acerca de lo que vería un caminante que pasase por allí avivó su deseo. Excitada más allá de lo que podía soportar, se movió vigorosamente sin apartarse de él. El gemido de placer de Alistair viajó por la brisa, pero a ella no le importó que alguien pudiera oírlos. Sólo podía pensar en las partes del cuerpo que mantenían unidas y en la delicada carne de su sexo, que se estremecía al notar que él la penetraba.

Alistair empezó a moverse. No fueron los movimientos agresivos que ella esperaba a juzgar por la postura, sino movimientos lentos. Deliberados. Él la tomó despacio, deslizando su pene hacia dentro y hacia fuera de su sexo con suavidad. La devastaba cuando le hacía el amor así. Sin prisa y con elegancia. Con una experiencia demoledora. Alistair le movía las caderas al mismo ritmo que sus embates y en todos ellos conseguía acertar en el lugar más delicado de ella.

Las piernas de Jessica cedieron y se cayó de rodillas en la tarima, él salió de dentro de su cuerpo para luego penetrarla con todas sus fuerzas al seguirla hacia el suelo.

Jessica gritó… conquistada sin remedio. Alistair le separó un poco más las piernas y aceleró el ritmo. El pesado saco de sus testículos golpeaba la húmeda piel de los muslos de ella una y otra vez, la cadencia de aquellos pequeños golpes añadieron una nueva oleada de sensaciones al acto. Jessica se quedó sin fuerzas en los brazos y apoyó los hombros en las almohadas, logrando que sus caderas se levantasen un poco más.

Ahora ya nada impedía que Alistair la poseyera, pero él seguía moviéndose de aquel modo tan contenido que hacía que ella clavase las uñas en la seda que tenía a su alrededor.

—Dios, así estás tan apretada —dijo él a media voz—. Y tan húmeda. Quiero correrme dentro de ti ahora…

—¡Sí!

Su ordinariez la hizo estremecer de pies a cabeza y alcanzó el clímax de repente y con tanta fuerza que todo su cuerpo vibró a causa de la intensidad. Él soltó una maldición al notar que ella lo apretaba frenética.

Alistair se quedó entonces quieto y la sujetó inmóvil contra el suelo, manteniendo a raya su propio placer. Le clavó los dedos en los muslos con tanta fuerza que seguro que le quedarían marcas. Y a Jessica le encantó. Le encantaba ser capaz de romper su férreo control sencillamente aceptando todo lo que necesitaba que ella cogiese de él.

Jess se rindió y dejó que el orgasmo la recorriese sin ponerle ninguna traba. Alistair aflojó los dedos al notar que ella se relajaba y la acarició con ternura al mismo tiempo que le susurraba palabras de cariño.

Jess estaba perdida en la languidez posterior al clímax y tardó un poco en darse cuenta de que Alistair estaba demasiado quieto. Abrió los ojos y giró la cabeza, y entonces vio que él la estaba mirando con la mandíbula apretada, conteniendo algo que no tenía nada que ver con el deseo.

—¿Qué pasa?

El placer que había sentido desapareció al ver el sombrío rostro de Alistair.

—¿Qué son estas marcas que tienes en la piel? —le preguntó, furioso.

Jess hizo una mueca de dolor. Odiaba que hubiese visto las cicatrices que cubrían la parte superior trasera de sus muslos. Si no hubiesen estado fuera, bajo la luz del sol, quizá no las habría visto nunca. Aunque detestaba tener que contarle la verdad, lo hizo.

—Seguro que reconoces la firma de una vara.

—Maldita sea. —Se dobló encima de ella y cubrió su cuerpo con el suyo, rodeándole el torso con los brazos como si fuesen dos barras de acero. Protegiéndola y consolándola desesperadamente—. ¿Tienes más cicatrices?

—No en el cuerpo. Pero sea como sea, ya no importan.

—Y una mierda no importan. ¿Dónde más?

Jessica dudó un instante, porque lo único que quería era dejar atrás el pasado de ambos.

—¿Dónde, Jessica?

—No oigo con el oído izquierdo —dijo despacio—, pero eso ya lo sabes.

—¿Y Hadley es el responsable? Jesús…

—No quiero pensar en eso ahora —replicó—. Aquí no. No contigo dentro de mí.

Alistair abrió la boca y le acarició la espalda con los labios, para que ella pudiese sentir su cálido aliento.

—Haré que lo olvides.

Jessica gimió aliviada al notar que le tocaba los pechos y sus pensamientos se dispersaron con la brisa del océano.

—Pero yo no —juró él—, yo no lo olvidaré jamás.