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¿Qué probabilidades había de que se encontrasen de esa manera?
El hombre que Jess tenía delante se parecía muy poco al joven que había conocido años atrás. Alistair Caulfield ya no era sólo un chico guapo. Las facciones se le habían endurecido y ahora su rostro era la viva imagen del poder masculino. Unas profundas cejas negras, a juego con unas pestañas muy espesas, se cernían sobre aquellos descarados ojos azules. La luz de las lámparas de trementina, junto con los últimos rayos del sol, que se estaba poniendo, hacían que el pelo negro como el carbón de Alistair resplandeciese. De joven, su atractivo dejaba sin aliento, pero ahora conseguía mucho más. Ahora parecía un hombre maduro y de mundo. Un hombre innegablemente formidable.
Demoledoramente masculino.
—Lady Tarley —la saludó al incorporarse—. Me produce un gran placer volver a verla.
Tenía la voz más ronca y grave de lo que Jessica recordaba. Tenía una cualidad baja y ronroneante. Casi como un quedo rugido. Alistair caminó asimismo como un felino, con pasos firmes y seguros al mismo tiempo que gráciles, teniendo en cuenta su imponente estatura.
No había apartado su intensa mirada de ella ni un segundo. Retándola. Igual que aquella vez, fue como si pudiese ver dentro de su corazón y como si la estuviese desafiando a que le dijese que no poseía tal capacidad.
Jessica intentó respirar y fue a su encuentro a mitad de camino, tendiéndole la mano.
—Señor Caulfield. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.
—Años.
La miraba de un modo tan íntimo, que Jess no pudo evitar pensar en aquella noche entre los árboles de Pennington. Notó que una corriente de calor se le extendía por el brazo, empezando en el punto donde sus pieles se tocaban.
Alistair siguió hablando.
—Acepte por favor mis condolencias por su reciente pérdida. Tarley era un buen hombre. Lo admiraba y me gustaba mucho.
—Le agradezco sus palabras —consiguió decir Jessica, a pesar de que tenía la boca seca—. Y le digo lo mismo. Lamenté profundamente saber que su hermano había fallecido.
Alistair apretó la mandíbula y le soltó la mano, pero lo hizo apartando la suya con lentitud y rozándole el interior de la palma con las yemas de los dedos.
—Dos de mis hermanos —puntualizó él, apesadumbrado.
Jess se frotó la mano discretamente contra el muslo. En vano; el cosquilleo que le había provocado con su caricia era imborrable.
—¿Nos sentamos? —sugirió el capitán, señalando la mesa con la cabeza.
Caulfield tomó asiento en la banqueta para quedar justo delante de ella. Al principio, Jessica se sintió un poco incómoda, pero él pareció olvidarse de su presencia en cuanto trajeron la comida.
Con el fin de asegurarse de que no decaía la conversación, Jess se esforzó por sacar temas relacionados con el barco y con la navegación y los hombres imitaron su ejemplo. Sin duda se sintieron aliviados por no tener que preguntarle por su aburrida vida, que, por otro lado, probablemente no les interesaba.
Durante la hora siguiente, Jessica disfrutó de una comida excelente y de una conversación como no la había tenido en toda su vida. Los hombres no solían hablar de negocios delante de ella.
No tardó en darse cuenta de que Alistair Caulfield había triunfado económicamente. Él no lo dijo así, pero no dudó en hablar de negocios ni en dejar claro que estaba involucrado hasta en los más pequeños quehaceres de sus inversiones. E iba muy bien vestido. La chaqueta de su chaqué era de un precioso terciopelo verde grisáceo y los pantalones, hechos a medida, acentuaban sus impresionantes piernas.
—¿Viaja a menudo a Jamaica, capitán? —preguntó Jess.
—No tan a menudo como otros barcos del señor Caulfield. —Apoyó los codos en la mesa y jugueteó con su barba—. El puerto en el que amarramos más a menudo es el de Londres. Aunque también lo hacemos en el de Liverpool y el de Bristol.
—¿De cuántos barcos se compone la flota?
El capitán miró a Caulfield antes de contestar.
—¿Cuántos tiene ya? ¿Cinco?
—Seis —contestó Alistair mirándola directamente.
Jessica se enfrentó a su mirada con dificultad. No podía explicar por qué se sentía así, era como si aquel acto tan íntimo que había presenciado aquella noche entre los árboles lo hubiese hecho con ella y no con otra mujer. En aquel instante, había sucedido algo muy profundo entre los dos, cuando se descubrieron el uno al otro en medio de la oscuridad. Esa noche se tejió una conexión muy especial entre ellos y Jess no sabía cómo romperla. Sabía cosas sobre aquel hombre que no debería saber y le resultaba imposible fingir que las ignoraba.
—Felicidades por su éxito —murmuró.
—Yo podría decirle lo mismo a usted.
Colocó un antebrazo en la mesa. El puño del abrigo era largo, tal como dictaba la moda, y le cubría casi toda la mano hasta los nudillos. A pesar de ello, al vérselos, Jess recordó otra ocasión en que le habían llamado la atención: la noche en que las manos de él se sujetaron con fuerza del poste de la glorieta para poder mover mejor las caderas.
Alistair tamborileó los dedos sobre el mantel y la sacó de su ensimismamiento.
—Oh —consiguió decir ella, tras beber un poco de vino para ver si así se centraba.
—Mis barcos transportan la producción de «Calipso».
A Jess no le sorprendió la noticia.
—Entonces, me gustaría hablar con usted del tema, señor Caulfield.
Él arqueó las cejas y el resto de los caballeros se quedaron en silencio.
—Cuando tenga tiempo —especificó Jessica—. No hay prisa.
—Ahora tengo tiempo.
Ella vio que la miraba como un halcón y supo que había captado la atención del hombre de negocios. Se puso nerviosa, pero rezó para que él no se diese cuenta. A lo largo de su vida, no había tenido más remedio que distinguir la clase de hombres a los que no se podía provocar y estaba segura de que Alistair Caulfield pertenecía a ese grupo.
Él le sonrió con amabilidad, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.
—Es muy amable por su parte —le contestó.
Observó cómo Alistair se ponía en pie y rodeaba la mesa para ir hacia ella sin ninguna prisa. Le dio la mano y la ayudó a salir del banco.
Jessica miró a la presidencia de la mesa.
—Gracias por esta velada tan agradable, capitán.
—Espero que acepte acompañarnos cada noche.
Aunque consiguió mantenerse erguida sin temblar, era dolorosamente consciente de que tenía a Caulfield muy cerca. Y cuando por fin salieron del camarote, esa sensación se incrementó mil veces. La puerta se cerró tras ellos y el clic del picaporte resonó en los nervios de Jess. Tarley había hecho lo imposible para conseguir que se sintiese segura y tranquila y a Caulfield le bastaba con no hacer nada para que perdiese su preciada calma.
Alistair Caulfield poseía la indescriptible cualidad de conseguir que se sintiese femenina y, por tanto, vulnerable.
—¿Le apetece pasear por la cubierta? —le preguntó, con aquel tono de voz tan ronco; su voz resonó por el pasillo donde estaban.
Alistair estaba demasiado cerca y era tan alto que tenía que agachar la cabeza para no darse contra el techo.
El aroma que desprendía era delicioso e impregnó a Jessica de sándalo, almizcle y rastros de verbena.
—Tengo que ir a buscar mi chal —dijo, con la voz más ronca de lo que le habría gustado.
—Por supuesto —contestó él.
Alistair la acompañó hasta el camarote en silencio, permitiendo que, de ese modo, destacasen otros sonidos: la firme pisada de las botas de él, la respiración acelerada de ella, el ir y venir de las olas golpeando el casco del barco.
Jessica entró en sus aposentos sin decir nada y en un gesto de muy mala educación, cerró la puerta de inmediato. Intentó recuperar el aliento mientras Beth la miraba boquiabierta. La doncella dejó la ropa que estaba cosiendo encima de la mesa y se puso en pie.
—Dios santo, está muy acalorada —dijo, con su típica voz autoritaria que hacía que todo, incluido ese viaje a Jamaica, pareciese más que posible. Empapó un paño con el agua que había en un barreño, junto a la cama—. No se estará poniendo enferma, ¿no?
—No. —Jess cogió el paño húmedo y se lo llevó a las mejillas—. Creo que he bebido más vino de la cuenta durante la cena. ¿Te importaría acercarme el chal?
Beth abrió el baúl que estaba frente a los pies de la cama y sacó un chal de seda negra. Luego, intercambiaron el chal por el paño empapado con una sonrisa.
Pero la doncella no dejó de mirarla, preocupada.
—Quizá debería descansar, señora.
—Sí —convino Jess, maldiciéndose a sí misma por haber iniciado aquella conversación con Caulfield. Tendría que haber esperado a que fuese de día, como mínimo. O mejor aún, tendría que haber dejado que se ocupase del tema su administrador, que se habría encargado de darle las respuestas que buscaba sin causarle ningún problema—. No tardaré mucho y entonces podrás acostarte.
—No se preocupe por mí. Estoy demasiado excitada como para dormir.
Jess se colocó el chal sobre los hombros y salió de nuevo al pasillo.
Caulfield estaba apoyado como si nada en la pared, pero se apartó en cuanto la vio. La poca luz que se coló por la puerta del camarote permitió a Jessica darse cuenta de que la estaba recorriendo con la mirada y volvió a acalorarse.
Él se apresuró a disimular la admiración que sentía por ella y esbozó una sonrisa. Pero Jessica recordaba demasiado bien lo que había sentido años atrás, al ser mirada del mismo modo. Y ahora volvió a experimentar el mismo efecto paralizante.
Alistair señaló la escalera con una mano y el gesto consiguió que Jessica pudiese moverse de nuevo. Lo precedió por la escalerilla hasta la cubierta y dio gracias por la fresca brisa del océano y por la luna amarillenta, que vaciaba el mundo de color. A su alrededor todo era blanco y de distintas tonalidades de gris, lo que conseguía mitigar la abrumadora vitalidad que siempre había distinguido a Alistair Caulfield.
—¿Qué probabilidades había —empezó ella para romper el silencio— de que nos encontrásemos viajando en el mismo navío al mismo tiempo?
—Muchas, si tenemos en cuenta que yo me encargué de que así fuese —contestó él como si nada—. Espero que de momento el viaje le esté resultando agradable.
—¿De verdad cree que a alguien podría resultarle lo contrario? Es un barco magnífico.
Alistair esbozó una media sonrisa y a Jess le dio un vuelco el estómago.
—Me gusta oírle decir eso. Si necesita cualquier cosa, estoy a su servicio. Cuando lleguemos a nuestro destino, le prometí a Michael que le presentaría a todo el mundo y que le proporcionaría la información necesaria para ayudarla a vender «Calipso».
—Michael —susurró ella y la cogió desprevenida saber que su sobreprotector cuñado la había dejado en manos de Alistair Caulfield, unas manos que llevaba años intentando olvidar.
—No se enfade con él. Fui yo quien le pidió que me dejase decírselo a mí. Michael está sobrepasado y yo sólo quería aligerarle un poco la carga.
—Sí, por supuesto. Es muy considerado de su parte.
Jess caminó hacia el castillo de proa para liberar un poco de tensión. No conocía a Caulfield lo bastante bien como para poder afirmar que había cambiado, sin embargo, el hombre con el que estaba hablando no se parecía en nada al joven despreocupado y mujeriego que ella recordaba de antaño.
—Mi motivación no fue del todo altruista —puntualizó él entonces, colocándose a su lado.
Se sujetaba las manos en la espalda y el gesto realzaba sus fuertes hombros y la anchura de su pecho. Él siempre había sido más musculoso que los hermanos Sinclair. Y mucho más que sus propios hermanos.
—¿Ah, no? —Lo miró como no debería hacerlo.
Alistair la observó.
—Me he pasado muchos años fuera del país, visitándolo sólo las veces necesarias para evitar que mi madre mandase un equipo de rescate a buscarme. Me gustaría que usted me ayudase a recuperar mi posición en la sociedad inglesa cuando regrese, igual que yo haré por usted en Jamaica.
—¿Va a regresar a Londres para quedarse una temporada?
—Sí. —Volvió a mirar hacia adelante.
—Comprendo. —Dios, había sonado como si hubiese perdido el aliento—. Seguro que su familia y sus amigos estarán encantados.
Caulfield tomó aire, llenándose el pecho.
Jess recordó entonces que la familia a la que Alistair volvía había quedado reducida a la mitad desde su partida y se apresuró a añadir.
—Sus hermanos…
Bajó la cabeza. Se arrepentía de haberlos mencionado, porque sabía perfectamente lo que se sentía al recordar algo que uno ha perdido para siempre.
Él se detuvo junto al palo mayor, colocó una mano en el codo de Jess y la instó a detenerse.
Ella lo miró y Alistair dio un innecesario paso en su dirección, como si fuesen a bailar.
—Vuelvo a Inglaterra, porque la razón que me mantenía alejado ya no existe, y la razón para que vuelva, acaba de presentarse.
Su tono de voz era muy íntimo y Jess no pudo evitar preguntarse si sería una mujer la que lo impulsaba a volver.
—Intentaré serle de tanta ayuda como sin duda me lo será usted —le prometió.
—Gracias. —Dudó un momento como si fuese a decirle algo más, pero finalmente no lo hizo y reanudaron la marcha—. ¿Quería hablar conmigo del transporte de la producción de «Calipso»?
—Sean cuales sean las obligaciones contractuales anteriores, ahora debo hacerme cargo yo, así que debería conocerlas. Eso es todo lo que quería decirle. Mi administrador puede ponerme al día de todo. No me haga caso, por favor.
—Yo puedo darle las respuestas que busca. No quiero que se las dé otro. Quiero que acuda a mí para cualquier cosa que necesite.
Jess lo miró y descubrió que la estaba mirando con suma intensidad.
—Usted es un hombre muy ocupado. No quiero robarle más tiempo del necesario.
—Usted no me robará nada, se lo doy libremente. Para mí sería un gran placer poder ayudarla en todo lo que desee.
—Está bien —accedió ella en voz baja.
La calidez que hasta entonces había impregnado la voz de Caulfield cambió y se endureció.
—Lo dice como si estuviese enfadada.
Igual que había hecho años atrás, Alistair le dio el valor necesario para que hablase con más sinceridad de la que ella habría creído posible.
—Aunque le estoy agradecida por su amabilidad, señor Caulfield, le confieso que estoy harta de que todo el mundo me trate así. No soy una figurilla de cristal y no me romperé por hacer las cosas sola. En parte, he emprendido este viaje para distanciarme de toda la gente que insiste en tratarme como si fuese una mujer frágil.
—No tengo ni idea de cómo mimar a una mujer —replicó él—. De hecho, si quisiera hacerlo, me temo que fracasaría estrepitosamente. La verdad es que he coincidido con su administrador en varias ocasiones y me parece que es un hombre al que le resulta difícil hablarle sin tapujos a una mujer. Yo sólo quiero que usted disponga de toda la información y el único modo que tengo de asegurarme de que confía en mí para proteger sus intereses es mostrándole las condiciones de los contratos que tiene con mi empresa y resolviendo cualquier duda que le pueda surgir al respecto. —Le sonrió con picardía—. Yo quiero que se enfrente a la realidad, no protegerla de ella.
Jessica sonrió levemente. A su manera, Caulfield era encantador.
—Se está haciendo tarde —dijo él, dirigiéndola de nuevo hacia el pasillo—. ¿Me permite que la acompañe de regreso al camarote?
—Gracias. —Jess se sorprendió al darse cuenta de que estaba disfrutando de su compañía.
Cuando llegaron a la puerta, Alistair retrocedió y le hizo la breve reverencia que le permitió el reducido espacio.
—Le deseo buenas noches, lady Tarley. Dulces sueños.
Y se fue antes de que Jessica pudiese contestarle. Su lugar lo ocupó un innegable vacío.