7
Alistair estaba fascinado con la mujer que tenía tumbada debajo de él. Ardía con demasiado deseo como para ser aquella chica tímida que él no podía dejar de seguir con la vista. Pero tanto si se debía al vino como a sus besos, no le importaba. Sencillamente, se sentía condenadamente agradecido de que así fuese.
Sin embargo, si Jessica seguía moviéndose de ese modo, no tendría la fuerza de voluntad necesaria para no poseerla hasta perder el sentido, algo que preferiría hacer cuando ella estuviese sobria y en plena posesión de sus facultades.
—Que te obligue —repitió él al fin y ella acompañó su sonrisa de satisfacción con otro movimiento de caderas—. ¿Y cómo sugieres que lo haga?
El modo en que Jessica frunció el cejo echó a perder su imagen de mujer fatal. Alistair supuso que no tenía ni idea, en cambio, a él, se le había ocurrido un idea deliciosa.
—Podrías dejarme exhausta —dijo Jessica mordiéndose el labio inferior.
El gesto no consiguió ocultar su interés por la respuesta de él.
Demasiado para ella, eso era lo que le había dicho. Alistair estaba convencido de que cuando Jessica perdiese del todo su inhibición, tendría que esforzarse para seguir su ritmo. Y Dios sabía que jamás se saciaría de ella. Sólo de pensarlo se le perló la frente de sudor. ¿Cómo diablos iba a salir de aquel camarote con aquella erección?
—Quítame el pañuelo —le pidió a Jessica.
—Hum… —ronroneó ella, aprobando la sugerencia de quitarle por fin la ropa.
Llevó las manos al nudo del pañuelo y se lo aflojó tan rápido como se lo permitió su estado de embriaguez.
Por su parte, Alistair estaba encantando de ver que le gustaba tanto la idea de desvestirlo. Aunque lo hubiese querido, no podría haber encontrado un lugar mejor que Jamaica para empezar su aventura, una tierra donde el calor y la humedad obligaban a que la gente llevase la menor cantidad de ropa posible.
Cuando Jessica tiró de su pañuelo para quitárselo del cuello, Alistair le sujetó las muñecas y sonrió. Luego agachó la cabeza y la distrajo con un beso muy sensual. La apasionada respuesta de ella estuvo a punto de distraerlo a él, pero al final consiguió tumbarla de nuevo en la cama y pasar el pañuelo por uno de los postes de la cabecera. Le cogió luego las muñecas y se las colocó por encima de la cabeza sin que ella opusiese resistencia, sino todo lo contrario; Jessica gimió de placer y le succionó la punta de la lengua con tanta fuerza que Alistair notó que una gota de pre eyaculación se deslizaba por la punta de su miembro.
Ella sabía a vino, a lujuria y a pecado, y lo único que quería hacer él era beberse hasta la última gota. Hasta la última gota. Pero sospechaba que, aunque consiguiese hacerlo, jamás saciaría su sed de aquella mujer.
Jessica notó que le anudaba una muñeca y entonces comprendió lo que estaba sucediendo. Abrió la boca sorprendida y se apartó de él para tener una mejor perspectiva. Alistair se arrodilló y le ató la otra muñeca antes de que ella pudiese quejarse.
—¿Qué has hecho? —le preguntó, con los ojos grises dilatados de deseo y con algo de temor.
—Te he obligado a estar quieta, tal como tú has sugerido. Ya tendrías que saber cómo reacciono ante los retos.
—No estoy segura de que esto me guste —le dijo en voz baja.
—Te gustará.
La necesidad lo había obligado a perfeccionar el arte de dar placer, pues habría sido muy perjudicial para él que una mujer se hubiese quejado de que no la dejaba satisfecha. No era suficiente con saciarlas; tenía que convertirlas en adictas a sus caricias y a su pene incansable, y Alistair se había dedicado en cuerpo y alma a conseguir precisamente eso, aunque durante todo el tiempo se decía que lo hacía por Jessica.
Todo eso lo convertía en un hombre mejor preparado, y aunque ni él mismo se lo creía del todo, no podía permitirse pensar en la alternativa: que Jessica quizá lo rechazase a causa de su pasado.
Volvió a centrar toda su atención en los pechos de ella. Podría jurar que nunca había visto unos tan hermosos. Eran del tamaño perfecto para su delicada figura, subrayaban la curva de la cintura y compensaban sus voluptuosas caderas.
La moda actual era absurda, con aquellos vestidos de cinturas altas y faldas sin forma. Él ya se había imaginado que Jessica tendría unos pechos preciosos, pero la realidad era como descubrir un tesoro. Tardaría muchísimo tiempo en sentir indiferencia ante tales joyas.
Recurriría a todos sus encantos para convencerla de que se quedase más tiempo en la isla. Cuando Jessica lo abandonase, Alistair quería haberse saciado de ella. No podría soportar volver a sentir el mismo deseo insatisfecho que lo había estado atormentando durante todos esos años.
Se sentó a horcajadas encima de ella y se tomó su tiempo para disfrutar de la vista de aquellos pechos enhiestos y su estómago prieto y se preguntó por dónde empezar.
—Alistair —suspiró ella, tirando de sus ataduras.
Plenamente consciente de que era un bruto, verla resistirse le pareció sumamente excitante. Combinado con el modo en que pronunció su nombre, casi lo llevó a cuestionarse su decisión de esperar a que estuviese sobria. Se puso bien el pantalón por encima de la erección.
Mientras, Jessica se quedó quieta, con los ojos fijos en las manos de él. Se lamió el labio inferior y Alistair se preguntó si ella le habría dado placer a un hombre con la boca alguna vez. Ése no era el día para practicar tal juego de cama, pero quizá, en algún otro momento…
Tan incómodo como era de esperar dadas las circunstancias, Alistair se decidió por los pechos. Colocó las manos a ambos lados de la cabeza de Jessica y bajó hasta que su torso quedó pegado al suyo, entonces, movió las rodillas hacia atrás para tumbarse encima. La retenía presionando con los muslos encima de los de ella, al tiempo que se los separaba y permitía que su excitado miembro quedase acunado entre sus piernas.
Se dispuso a darse un festín. Con la boca buscó el pezón que todavía no había tenido el placer de saborear y Jessica se quedó sin aliento cuando le pasó la lengua por la punta. Estaba tan sensible, respondía de tal modo a las caricias de él… Los sonidos que hacía mientras Alistair le lamía el pecho eran de puro placer. Teniendo en cuenta lo recatada que era en público, en la intimidad de la cama no dudaba en expresar lo que sentía. Esos sonidos, los gemidos, las respiraciones entrecortadas, se convirtieron en afrodisíacos para él.
Ésa era la mujer que había visto en el bosque de Pennington. Ésa era la amante con la que había soñado hasta dolerle las entrañas.
Le cogió el otro pecho con una mano y se lo acarició, experimentando un profundo sentimiento de satisfacción. El cuerpo de Jessica respondía a sus caricias. Alistair sabía que estaba excitada y húmeda entre las piernas y se movió hacia abajo para poder ver la prueba de su deseo con sus propios ojos. Necesitaba saborearla con la lengua y sentirla temblar contra sus labios.
Le lamió el ombligo y consiguió hacerla estremecer de los pies a la cabeza. Jessica tenía cosquillas, algo que a él le encantaba. Podía hacerla reír a voluntad y eso lo haría feliz. La risa de ella era cálida y profunda. Seductora. Un poco ronca por falta de costumbre, pero Alistair tenía intención de remediarlo. Su risa procedía de la mujer sensual que habitaba en su interior, no de la rígida lady Tarley, el epítome de la aristocracia.
Ella tembló a medida que Alistair iba acercándose al triángulo de rizos rubio oscuro que protegían su sexo.
Él levantó la vista y se encontró con la suya.
—Te gusta mirar.
—Y a ti te gusta que te miren. Los dos sabemos que eres un exhibicionista.
Que le dijese aquello con su voz recatada, pero al mismo tiempo con la respiración entrecortada, hizo sonreír a Alistair.
—Sólo cuando eres tú la que me mira.
—Quiero tocarte.
—¿Por qué?
—¿Cómo seré capaz de recordarte si mis dedos no recorren tu cuerpo?
Él respondió colocando un muslo entre los suyos, separándole las piernas. Si Jessica pensaba que ésa sería la única indiscreción que cometerían juntos, estaba muy equivocada. Pero lo mejor sería no decirle todavía cuáles eran sus planes exactamente.
—Podrás aprovecharte de mí otro día.
Antes de que ella lograse responderle, Alistair le cogió una pierna y se la colocó encima del hombro. Verla quedarse sin respiración lo excitó todavía más. Jessica tenía los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos, húmedos por sus besos y el pecho le subía y bajaba acelerado. Arqueó las caderas ofreciéndosele descaradamente. Aquel acto no era nuevo para ella y él admiró y envidió a Tarley al mismo tiempo.
El vizconde había poseído todo lo que un hombre podía desear; había sido respetado y popular, había disfrutado de un matrimonio feliz, a pesar de que éstos no se estilaban entre la aristocracia, y había tenido una vida sexual satisfactoria con una mujer muy bien considerada por la buena sociedad y que muchos creían que estaba por encima de esos instintos primarios.
Él tenía tan poco que ofrecerle comparado con Tarley… Aparte de tener mucho dinero y buena cabeza para los negocios, lo único que Alistair tenía a su favor era la descontrolada pasión que sentía por ella y lo bueno que era en la cama. Y quizá su falta de vergüenza y la intención de tratarla como a su igual.
Jessica levantó la otra pierna y la colocó por encima de su otro hombro. Arqueó una ceja y lo retó en silencio con la mirada.
—Cómo me tientas… —Le separó los labios del sexo y apretó las caderas contra la cama para ver si así conseguía aliviar la fuerte presión que sentía en su descuidado miembro—. Incluso aquí eres perfecta.
Con la lengua recorrió sus delicados pliegues y todas las hendiduras antes de rodearle la punta del clítoris. Jessica estaba tan húmeda como Alistair había esperado, el sedoso fluido de su deseo se le pegaba a la piel, el llanto primitivo de su cuerpo, sollozando para que el duro miembro de él lo penetrase.
—Sí… —suspiró—. Sí.
Alistair posó la lengua sobre la abertura temblorosa de Jessica y gimió al notar que los movimientos de ella se tornaban frenéticos. Los guturales requerimientos de ella lo excitaban y lo urgían a ir más rápido, hasta que empezó a penetrarla con la lengua. Hambriento, Alistair la devoró, se bebió su deseo y sus gemidos. Jessica empezó a suplicarle que terminase y luego lo amenazó con vengarse de él. Alistair la llevó más allá, hasta el punto en que ella le prometió que haría lo que él quisiese si dejaba de atormentarla.
Alistair podía pedirle muchas cosas a cambio de esa promesa.
Le lamió la empapada hendidura y luego la besó con la boca abierta en el clítoris, hasta hacerla caer por el precipicio. Alistair succionó con ternura, al mismo tiempo que le pasaba la lengua por el punto en que se acumulaban las terminaciones nerviosas del cuerpo de Jessica. La sacudieron los primeros espasmos del clímax y cuando estaba en el punto álgido, Alistair deslizó dos dedos en su interior.
El cabezal de la cama crujió cuando Jessica se puso a tirar del pañuelo que la retenía; los músculos del interior de su sexo le apretaron los dedos mientras él seguía torturándola con la boca. Alistair la lamió sin piedad, sin darle cuartel, y la lanzó a otro orgasmo antes incluso de que terminase el primero.
Jessica gritó al correrse de nuevo y se cubrió la boca con los brazos para reprimir el ruido.
Alistair gruñó al mismo tiempo que ella se estremecía, tan hambriento del placer de Jessica como lo había estado siempre del suyo propio. Deslizó un tercer dedo junto con los otros dos y la excitó. Sólo de pensar en cómo sería si fuese su pene en vez de sus dedos, se puso frenético. Le pasó los dientes con cuidado por el clítoris y la llevó a otro orgasmo justo cuando terminaba el segundo. La mantuvo allí hasta que volvió a correrse, acariciándola rápido y con fuerza, desesperado por poseer su placer por completo.
—Más no… —le suplicó ella con la voz ronca, apartándose de la ávida boca de él—. Por favor…
Alistair levantó la cabeza de mala gana y apartó los dedos empapados del tembloroso interior de Jessica. Se secó los labios con la parte interior del muslo de ella y retiró los hombros de debajo de sus laxas piernas. Después se levantó de la cama.
—¿Adónde…? —empezó a decir Jessica al ver que se incorporaba.
—No puedo quedarme.
Se acercó a ella para soltarla y recuperar el pañuelo. Aflojó el nudo y Jessica hizo una mueca de dolor al bajar los brazos. Alistair recordó que había tirado de sus ataduras durante sus orgasmos y dedujo que le dolían los músculos de haberlos tensado tanto. Se agachó para darle un masaje en los hombros y se los amasó con firmeza hasta que notó que se le aflojaba la tensión.
—No te vayas —le pidió ella.
—Tengo que hacerlo.
—Quiero… —Tragó saliva—. Te deseo.
—Ésa era mi intención.
Dios santo, iba a matarlo salir de aquella habitación con ella suplicándole que se quedase. Pero sería mucho peor que Jessica lo mirarse con remordimientos a la mañana siguiente. La sujetó por la nuca y la besó.
—Has estado magnífica.
Ella lo sujetó por la muñeca antes de que pudiese apartarse.
—¿Por qué tienes que irte?
—Necesito que estés sobria. No quiero que haya ninguna clase de acusaciones o de recuerdos borrosos entre nosotros. —Empezó a ponerse el pañuelo alrededor del cuello—. Vuelve a pedírmelo cuando estés lúcida y te aseguro que estaré encantado de quedarme.
Jessica se apoyó en un codo.
—Si te quedas, te pagaré lo que quieras.
Alistair se quedó petrificado. Un cubo de agua fría no habría enfriado su deseo con mayor rapidez. Peor aún, también sintió que le clavaba un puñal en el pecho y se lo retorcía cruelmente hasta hacerlo tambalear y apartarse de la cama para alejarse de la culpable de su tormento.
Se dio media vuelta y se anudó el pañuelo con movimientos rápidos y torpes.
—Buenas noches, Jessica.
Sólo la gracia de Dios permitió que no hubiese nadie en el pasillo mientras él huía de aquel camarote.
Pasaba de la medianoche cuando Michael bajó de su carruaje delante del impresionante edificio de tres pisos que era el Club para Caballeros Remington.
Subió la amplia escalinata con columnas que precedía a las dos puertas de cristal de la entrada, y dos lacayos con librea negra y plateada las abrieron. Le entregó el sombrero y los guantes a un empleado y se fijó en el centro floral que había encima de la enorme mesa del vestíbulo. Lucien Remington era famoso por tener un gusto impecable y su establecimiento era uno de los más exclusivos de Inglaterra, gracias a que continuamente cambiaba la decoración. Remington no seguía los dictados de la moda: los establecía.
Justo enfrente de Michael se abría la zona de juego, donde también se realizaban todos los negocios. Desde allí, uno podía acceder a la escalera que conducía a la sala de esgrima y a los dormitorios privados, donde se encontraban las cortesanas más sofisticadas. En el piso inferior había cuadriláteros para boxear o para entrenar. A la izquierda, el bar y la cocina, y a la derecha, el despacho de Lucien Remington.
Michael recorrió el suelo de mármol blanco y negro y se dirigió a las mesas de apuestas para después seguir hasta el salón principal.
El olor a cuero y el fragante aroma del tabaco lo ayudaron a apaciguar los nervios, que tenía alterados desde su visita a Hester, el día anterior.
O al menos así era hasta que vio al conde de Regmont.
Sentado en una de la media docena de butacas que había alrededor de la mesa de café, Regmont se reía de algo que había dicho lord Westfield. En aquel círculo también se encontraban lord Trenton, lord Hammond y lord Spencer Faulkner. Dado que Michael los conocía a todos muy bien excepto a Regmont, no tuvo ningún reparo en ocupar la butaca que quedaba libre.
—Buenas noches, Tarley —lo saludó Ridgely, haciéndole señas a un lacayo—. ¿Escondiéndote de las debutantes que andan detrás de tu título?
—Digamos que ahora comprendo lo agotadora que puede ser la Temporada para un lord soltero.
Michael le pidió una copa de coñac al sirviente, igual que Regmont. El resto de los presentes tenían sendas copas medio llenas.
—Un brindis —sugirió Westfield, levantando la suya.
—Para que te persigan a ti y no a mí —dijo lord Spencer.
Al ser el hijo segundo, Spencer disfrutaba de una existencia más relajada y el resto de los comensales estaban casados.
Michael se quedó mirando a Regmont y se preguntó por qué estaba de copas con sus amigos en vez de en casa, haciendo las paces con Hester. Le costó morderse la lengua después de haber presenciado la infelicidad de ésta. Si Hester fuese suya, se aseguraría de que nada enturbiase su existencia.
El sirviente volvió con las dos copas de coñac. Regmont bebió de ella de inmediato y, mientras la sujetaba, su mano llamó la atención de Michael. El conde tenía los nudillos hinchados y amoratados.
—¿Te has metido en alguna pelea últimamente, Regmont? —le preguntó antes de beber.
Según había oído, el conde era un tipo genial que caía bien a todo el mundo. Las mujeres elogiaban su melena rubia, su sonrisa y sus encantos. Michael, en cambio, no le tenía simpatía. Le parecía demasiado alegre, como si le faltase profundidad. Pero quizá por eso le gustaba a Hester, que una vez había sido la mujer más feliz y encantadora. Y para Michael siempre seguiría siendo lo segundo.
—Pugilismo —contestó Regmont—. Es un deporte excelente.
—Estoy de acuerdo. Yo también lo practico. ¿Vienes aquí a boxear?
—A menudo, sí. Si algún día te apetece que boxeemos juntos…
—Por supuesto —lo interrumpió Michael, aferrándose a la posibilidad de defender a Hester, aunque sólo él supiese que ésa era su verdadera motivación. A juzgar por los nudillos de Regmont, el hombre prefería entrenarse sin guantes, lo que en esa ocasión encajaba perfectamente con los deseos de Michael—. Elige día y hora y aquí estaré.
—Creo que pediré el libro de apuestas —añadió lord Spencer en voz alta, llamando adrede la atención.
—¿Tienes ganas de pelea, no es así, Tarley? —le dijo Regmont a Michael con una sonrisa—. Yo también tengo días así. Si quieres, podemos hacerlo ahora mismo.
Michael midió al conde con la mirada. Regmont era más bajo que él y estaba más delgado, pero tenía los músculos bien definidos y resaltaban con aquellos trajes tan estrechos que estaban de moda. Él era más alto y tenía la ventaja de tener los brazos más largos y fuertes. Se sentó cómodamente en el sofá y dijo.
—Preferiría quedar a primera hora de la tarde. Los dos disfrutaremos más del combate si estamos descansados y libres de los efectos de la bebida.
El libro de apuestas apareció en la mesa.
El rostro de Regmont adquirió un repentino aspecto sombrío.
—Tienes toda la razón. Dentro de una semana, ¿el mismo día? ¿A las tres?
—Perfecto. —Una sonrisa de anticipación se dibujó en los labios de Michael, que cogió el libro de apuestas y, bajo el nombre de Alistair, apostó a favor de sí mismo.
Era la clase de apuesta que haría su amigo.