20

Alistair ayudó a Jessica a bajar del carruaje y lo reconfortó ver el bulto que se marcaba debajo del guante blanco que ella llevaba y que proclamaba la presencia de su anillo de compromiso. Detrás de él estaba la mansión Regmont. La casa de ladrillo rojizo podía parecer inofensiva al resto de los transeúntes, pero para Alistair contenía algo innegablemente amenazador.

No tenía ni idea de lo que haría Jessica si su hermana se oponía a sus nupcias. No tenía ni idea de lo que haría él, pues dejar marchar a Jessica lo mataría.

—Hester sólo quiere mi felicidad —murmuró ella, esbozando una sonrisa reconfortante por debajo del ala de su sombrero de paja—. Quizá la sorprenda descubrir lo escandalosa que me he vuelto, pero no se opondrá.

Alistair se rió por lo bajo. Estaba claro que, en lo que se refería a Jessica, había perdido la capacidad de ocultar sus sentimientos.

Le tendió el brazo y la acompañó por el par de escalones. Alistair le entregó su tarjeta de visita al mayordomo cuando éste abrió la puerta y, en cuestión de segundos, se encontró en medio de una alegre sala de estar amarilla.

Él se quedó de pie a pesar de que Jessica optó por sentarse. Alistair estaba demasiado nervioso como para quedarse quieto y no tenía intención de permanecer allí una vez hubiese aparecido lady Regmont.

Sólo hacía unas horas que habían atracado en el puerto y tenía muchas cosas que hacer. El personal de su empresa en Londres no estaba al tanto de su regreso y tampoco lo sabían los empleados de su casa, por lo que ésta no estaría lista para recibirlo.

Por otra parte, tenía que escribirle a su madre para pedirle que fuera a verlo y poder hablarle de Jessica. Y también tenía que escribirle otra carta a Baybury.

La impaciencia lo ponía más nervioso. Tenía mucho que hacer antes de poder anunciar que Jessica y él estaban oficialmente comprometidos.

—¡Jess!

Miró hacia la puerta y, al ver entrar a Hester, el propio Alistair se quedó mudo. Hacía años que no la veía, aunque entonces la muchacha siempre estaba al lado de su hermana, que era la única que le llamaba a él la atención.

A pesar de eso, estaba seguro de que nunca le había parecido tan frágil. Calculó las semanas mentalmente y dedujo que a esas alturas tenía que estar de cinco meses más o menos y ni siquiera se le notaba el embarazo. Estaba demasiado delgada y pálida y el rubor que cubría sus mejillas parecía completamente artificial.

Tuvo un mal presentimiento. ¿Había perdido el bebé?

Las hermanas se abrazaron. Las diferencias entre ambas eran más obvias que sus semejanzas. Jessica desprendía vitalidad, tenía los ojos brillantes y los labios todavía rojos por los besos que él le había dado, la piel sonrosada por la frecuencia y el vigor con que hacían el amor. Comparada con ella, Hester parecía un fantasma.

—Dios mío —dijo ésta casi sin aliento—. ¡Estás increíble! Nunca te había visto tan guapa y feliz.

Jessica le sonrió.

—Eso tienes que agradecérselo al señor Caulfield.

La mirada verde de Hester se dirigió hacia Alistair sin perder calidez. Se le acercó con las manos extendidas y él se las cogió y se las besó, notando las venas azules debajo de la piel reseca. También era preocupante que se le vieran los capilares en los ojos y alrededor de la sien.

—Estoy en deuda con usted —le dijo—. Sé que está muy ocupado y, sin embargo, ha tenido la generosidad de buscar tiempo para cuidar de mi hermana.

—Ha sido un placer —murmuró e incluso consiguió esbozar una sonrisa.

¿Qué diablos le pasaba a Regmont para permitir que su esposa estuviese de ese modo? En especial ahora que estaba embarazada de su hijo. Si algún día Jessica adelgazase tanto y tuviese tan mala cara, él la metería en la cama y le daría de comer por la fuerza si fuese necesario y no se apartaría de su lado hasta que estuviese seguro de que saldría adelante.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Jessica, mirando a Alistair a los ojos por encima de su hermana. Estaba tan preocupada como él.

—Muy bien. —Hester giró sobre sus talones y se acercó al sofá—. Tienes que haberte metido en un barco de regreso apenas desembarcaste.

—¿Y qué esperabas que hiciera después de recibir tu carta?

—Que te alegrases por mí y lo pasases bien.

Jessica empezó a quitarse los guantes.

—Hice ambas cosas y ahora estoy aquí.

—Estoy perfectamente —insistió Hester—. Las náuseas matutinas ya han desaparecido, gracias a Dios. Me paso el día exhausta, pero el médico dice que es normal. Siéntese, señor Caulfield. Hacía mucho tiempo que no le veía.

—Gracias, pero no puedo quedarme. Llevo meses sin visitar el país y tengo mucho que hacer.

—Por supuesto. —La sonrisa de Hester se desvaneció—. Lamento haber intentado retenerlo. Le agradezco que me haya devuelto a mi hermana. ¿Verá pronto a lord Tarley?

—Sin duda.

—Me alegro. Transmítale mis mejores deseos y sepa que a usted también lo acompañan.

Jessica dejó los guantes en el sofá tapizado de flores que tenía al lado.

—Me gustaría quedarme contigo un tiempo. Te he echado de menos.

—Estás preocupada por mí —la corrigió Hester—. Y no tienes por qué estarlo.

—Mis motivos son puramente egoístas —contestó Jessica como si nada—. ¿Quién si no tú me ayudará a planear mi boda?

Hester parpadeó atónita.

—¿Perdona? ¿Has dicho boda?

—Eso he dicho. —Jessica esbozó una sonrisa y se volvió hacia Alistair.

Él fue incapaz de apartar la vista y mucho menos con ella mirándolo de ese modo. Su rostro era tan expresivo que le transmitía sin ningún pudor el amor que sentía por él. Se le hizo un nudo en la garganta.

—¿¡Con Alistair Caulfield!? —exclamó Hester.

Él retrocedió al ver su más que evidente sorpresa, pero entonces la joven se puso en pie y corrió a abrazarlo.

—Te lo dije —articuló Jessica sin sonido, mirándolo con lágrimas en los ojos.

La tensión de Alistair se convirtió en alivio y le devolvió el abrazo a Hester. Y notó que era un saco de huesos.

Después de abandonar la mansión Regmont en la ciudad, Alistair se dirigió directamente al Club de Caballeros de Remington’s. Necesitaba una copa, o quizá unas cuantas.

Dejar a Jessica le había resultado condenadamente difícil. Allí en Londres lo tendrían todo más difícil y serían muchas las fuerzas que intentarían separarlos. Cuando estaban juntos, Alistair tenía la sensación de que podían con todo. Pero cuando estaban separados, la echaba tanto de menos que temía lo peor.

Cruzó la doble puerta de la entrada y atravesó la zona de juegos en dirección al salón que había detrás, escudriñando los alrededores con la mirada y distinguiendo rostros conocidos antes de dar con un lugar vacío en la esquina más alejada. Por desgracia, su hermano Albert no estaba. Cuanto antes pusiese al tanto a su familia de su compromiso, antes podría dar los pasos necesarios para acallar el interés que tenía el resto del mundo sobre su vida amorosa.

En cuanto Jessica fuese su esposa, la buena sociedad y todas sus retorcidas opiniones y comentarios podían irse al infierno. Algunas instituciones seguían siendo sagradas y lo que hiciese un hombre con su mujer no era asunto de nadie.

A medida que iba cruzando el club se fue percatando de la cantidad de ojos que lo seguían. Saludó con un gesto a los hombres con los que hacía negocios y al resto los ignoró. Cuando por fin llegó a la barra, pidió un whisky, pluma, tintero y una hoja de papel. Antes de traérselo, verificaron que fuera miembro del club y eso le recordó que llevaba mucho tiempo sin hacer vida social en Londres.

Se acercó al sillón vacío que había visto antes y se sentó.

—Maldición —masculló, llevándose la copa a los labios.

Notaba todas las miradas puestas en él, pero no tenía ni idea de a qué se debía tanto interés. Alistair incluso comprobó su atuendo, buscando algo fuera de lugar que pudiese llamar tanto la atención.

Al no encontrar nada que justificase la curiosidad que su presencia había despertado, inspeccionó la sala en busca de alguien que lo desafiase con la mirada, alguien que estuviese dispuesto a retarlo y a contarle directamente qué pasaba en vez de mirarlo furtivamente. Para su sorpresa, algunos caballeros le sonrieron y lo saludaron como si fuesen viejos amigos. La suspicacia se convirtió en confusión.

Cuando un hombre alto y moreno y de aspecto muy familiar entró en la sala, Alistair se puso en pie aliviado.

La mirada de Michael se topó con la suya y su amigo abrió los ojos sorprendido. Después, cruzó la estancia a grandes zancadas y lo abrazó efusivamente.

—¿Acaso el mundo se ha vuelto loco? —masculló Alistair, apartando la mano con que sujetaba la copa para que el whisky no se le derramase en la espalda de Michael.

—¿Cómo estás? —preguntó éste, mirándolo con afecto.

Después miró al camarero para pedirle una bebida.

—Vivito y coleando.

—Sí, bueno, eso tiene su mérito, ¿no crees?

—Por supuesto.

Se sentaron y, en cuestión de segundos, apareció una copa delante de Michael.

—No te esperaba hasta dentro de unos meses como pronto —dijo.

—Eso habría sido lo ideal. Pero en cuanto lady Tarley se enteró de que su hermana estaba encinta, decidió volver a casa de inmediato.

Michael respiró entre dientes, pero no dijo nada.

Alistair pidió otra copa; él sabía demasiado bien lo que se sentía al desear a la mujer de otro hombre.

—Lady Regmont me ha pedido que te dé recuerdos. De hecho, parecía importarle mucho que te viese y te lo dijese.

—Probablemente te lo haya dicho porque cree que tú y yo tenemos mucho en común.

—¿Lo dices porque los dos estamos enamorados de las hermanas Sheffield? ¿Qué se supone que tenemos que hacer, intercambiar notas?

—¿Qué has dicho? —Michael se puso alerta de repente.

—Oh, vamos. Hace años que sé lo que sientes por la hermana de Jessica. Eres como Jess, llevas los sentimientos escritos en la cara.

—¿La has llamado Jess? ¿Qué diablos pasa? —La copa de Michael aterrizó con un golpe seco en la mesa—. Espero que no hayas sido tan estúpido como para practicar tus jueguecitos con la viuda de mi hermano.

—Jamás.

Michael suspiró aliviado.

—Sin embargo —prosiguió—, lo que haga con mi prometida no le incumbe a nadie excepto a mí.

—Por Dios, Alistair… —Su amigo se lo quedó mirando durante largo rato y luego vació el contenido de su copa de un trago—. ¿Qué crees que estás haciendo? Jessica no es la clase de mujer que uno puede tomarse a la ligera. Tu estatus social, incluso aunque te cases con ella, no bastará para hacerla feliz. Tendrás que ser cauto y discreto…

—O sencillamente fiel.

—¡No bromees!

—Para mí esto no es ninguna broma, Tarley. —Haciendo girar la copa entre los dedos, Alistair volvió a inspeccionar la sala, consciente de que el resto de los presentes opinarían lo mismo que Michael; que Jessica estaría mejor con otro hombre—. La amo desde que tú y yo éramos niños. En esa época creía que era la mujer perfecta, una criatura sin defectos que había venido al mundo con el objetivo de redimir mi alma llena de oscuridad.

—Ahórrate la poesía, no eres ningún Byron.

Alistair sonrió, su humor había mejorado al pensar en Jessica. Estaba a punto de casarse con un diamante de primera, una mujer tan perfecta para él que le dolía el corazón sólo de pensar en ella. No había ningún hombre en aquella sala que no supiera lo que valía y era suya.

—Ahora sé que son nuestros defectos los que nos hacen perfectos el uno para el otro. Y tengo intención de vivir monógamo y feliz durante el resto de mi vida.

—¿Y qué opina Masterson de todo esto?

—Como si me importase su opinión.

—¿Y qué me dices de tu madre, entonces? —lo retó Michael—. Quizá ella crea que ahora tiene la oportunidad perfecta de hacer las paces con su excelencia. Y Jessica es estéril, Alistair. Seguro.

—Lo sé y no me importa.

—No puedes ser tan cruel. Sé que tú y tu padre nunca os habéis llevado bien, pero este asunto va más allá de vosotros dos.

Delante de Michael apareció otra copa y Alistair cogió la suya y la vació.

—Se te ha fundido el cerebro de tanto trabajar —le dijo, secándose los labios.

—A partir de ahora, las decisiones que tomes tendrán consecuencias que perdurarán durante generaciones…

—Maldita sea. Dejemos las cosas claras… ¿Te estás oponiendo a que me case con Jessica no porque creas que no somos adecuados el uno para el otro, ni porque creas que somos incompatibles, sino porque opinas que tengo la obligación de tener descendencia?

—Ser responsable es un incordio, ¿no te parece? —contestó Michael con repentina amargura.

—Es obvio que la pena por la muerte de tu hermano te ha vuelto loco. Me niego a renunciar a la única cosa de este mundo sin la cual no puedo vivir sólo para tener hijos y ver si así me gano el cariño de mi padre.

—Arreglar las cosas con él es secundario, lo primordial es el deber que tienes para con tu título.

Alistair empezaba a creer que lo mejor sería salir de allí corriendo. De lo contrario, acabaría estrangulando a su mejor amigo. Michael no tenía ni idea de las verdaderas circunstancias de su nacimiento, pero a pesar de ello, lo que estaba diciendo carecía completamente de sentido.

—Asegurar el linaje de Masterson nunca ha sido ni será mi obligación.

Michael ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. De repente, algo parecido al horror transformó su rostro.

—Dios mío… No lo sabes, ¿no?

—Alistair Caulfield —repitió Hester, negando con la cabeza—. Jamás lo habría adivinado. Siempre os habías comportado con indiferencia el uno hacia el otro. A decir verdad, creía que no te gustaba demasiado.

Jessica se encogió de hombros para quitarle importancia, algo avergonzada por su comportamiento en el pasado.

—Ha cambiado, pero es más que eso, hay una profundidad dentro de Alistair que no ves si él no te la revela. Y tengo que confesar que siempre me había parecido muy atractivo.

—¿Y a qué mujer no? —Hester se inclinó hacia adelante como si fuese a compartir con ella un gran secreto—. Tiene un aspecto delicioso. Pecaminoso y decadente al mismo tiempo. Y, Dios santo, ahora es todo un hombre, alto y muy fuerte. Está más guapo que nunca y eso que de joven lo era muchísimo. Es difícil no quedarse embobada mirándolo.

—Lo sé. Estoy completamente enamorada. Es cierto. Si no me caso con él, me moriré de vergüenza, porque no puedo evitar que se me caiga la baba siempre que lo veo.

Su hermana se apartó y sirvió un poco más de té.

—El modo en que te mira es indecente. ¿Ya te has acostado con él?

—¡Hester!

—¡Te has acostado con él! —Echó la cabeza hacia atrás y se rió como lo habría hecho la alegre joven que había sido—. ¿Y bien? Tengo que saber si es tan bueno en la cama como parece.

Sólo con pensar en Alistair se le ponía la piel de gallina.

—¿Cómo es posible que hayas llegado a la conclusión de que hemos compartido tal intimidad? Quizá él ha sido un perfecto caballero.

—¿Alistair Caulfield? ¿Encerrado en un barco durante semanas? —Hester volvió a reírse—. Si fuese cualquier otro hombre, tal vez. Pero de un seductor como él no me lo creo ni un segundo. Así que…

—Así que… es tan bueno como parece.

—¡Lo sabía! —exclamó Hester por encima del borde de su taza—. Me alegro tanto por ti, Jess.

Ella quería sentirse igual de feliz por su hermana, pero las circunstancias no se lo permitían. Hester parecía demasiado débil, en especial para ser una mujer que estaba en mitad de un embarazo.

—¿Cómo van las cosas entre tú y Regmont?

—Él también es muy bueno en la cama —contestó Hester con amargura—. Demasiado bueno, de hecho. Ningún hombre debería conocer así el cuerpo de una mujer.

—¿Te es infiel?

Su hermana bajó la taza y se quedó pensándolo.

—No tengo indicios de que lo sea. Si lo es, su apetito por mí no ha disminuido lo más mínimo.

Se produjo un largo silencio entre las dos y Jess intentó averiguar qué era lo que causaba tanto dolor a su hermana.

—Hester… —dijo al fin—. Cuéntame qué pasa, por favor. Has perdido mucho peso. El bebé necesita alimentarse y tú tienes que estar sana y fuerte.

—Ahora que estás aquí, comeré más.

—¿Y cuando no esté?

Jess se puso en pie y paseó nerviosa de un lado a otro del salón, un hábito que su padre le había quitado a golpes de pequeña.

—Has cambiado —comentó Hester.

—Y tú también. —Señaló los pastelillos de limón que seguían intactos en la bandeja—. Adoras esos pastelillos. Son tus preferidos. Siempre comes demasiados y les pones tanta crema encima que te manchas los dedos antes de morderlos. Y en cambio hoy todavía no los has probado. Ni siquiera les has echado un vistazo.

—No tengo hambre.

—Estoy segura de que el niño sí.

Hester retrocedió como si su hermana le hubiese pegado y Jessica se sintió fatal, pero tenía que hacer algo.

Se acercó a ella y se puso de rodillas para cogerle las manos. Se percató de que no eran más que huesos y se preocupó todavía más.

—Dímelo. ¿Estás enferma? ¿Te ha visto un médico? ¿O es otra cosa? ¿Es por Regmont? ¿Tienes miedo de contármelo porque fui yo quien te sugirió que te fijaras en él? Dímelo, Hester. Por favor.

Su hermana soltó el aliento que estaba conteniendo.

—Mi matrimonio ya no es un matrimonio feliz.

—Oh, Hester. —A Jessica se le rompió el corazón—. ¿Qué ha pasado? ¿Os habéis peleado? ¿Podéis arreglarlo?

—Hubo una época en que creía que sí. Y quizá todavía sería posible si yo fuese tan fuerte como tú. Pero mi debilidad lo pone furioso.

—Tú no eres débil.

—Sí lo soy. Cuando padre dirigía sus ataques de ira hacia mí, tú siempre intercedías. Y yo te lo permitía. Me sentía agradecida de que fueses tú y no yo la que recibía los azotes de la vara. —Apretó los labios—. Malditamente agradecida.

—Eras… Eras una niña. —A Jess se le quebró la voz por las lágrimas contenidas—. Hiciste bien en dejarme interceder. Lo contrario habría sido una estupidez.

—Quizá, pero también habría sido lo valiente. —Los enormes ojos verdes de Hester eran como lagunas en su rostro. El colorete que se había puesto para disimular su palidez resultaba incongruente encima de aquella piel por la que no circulaba la sangre y parecía una caricatura de una noble de tiempos pasados—. Ahora necesito esa clase de coraje y no sé de dónde sacarlo.

—Yo te ayudaré —respondió Jess, apretándole los dedos—. Juntas encontraremos el valor. Y en cuanto a Regmont, estoy segura de que está tan preocupado por ti como lo estoy yo. En cuanto vea que recuperas fuerzas, vuestra relación también mejorará. Es normal que una mujer experimente cambios de humor y cierta melancolía cuando está embarazada y seguro que a un hombre eso le resulta difícil de comprender. Sólo tenemos que educarlo.

Hester sonrió y le acarició la mejilla.

—Siento que no puedas tener hijos, Jess. Habrías sido una madre maravillosa. Mucho mejor que yo.

—No digas tonterías. Serás una madre fantástica y yo me sentiré muy orgullosa de ser tía.

—Tu prometido te ama mucho.

—Creo que sí —convino ella, descansando la mejilla en la rodilla de Hester—. De momento parece incapaz de decírmelo en voz alta, pero lo noto cada vez que me toca. Lo oigo en su voz cuando me habla.

—Por supuesto que te adora y es innegable que te desea. —Pasó sus fríos dedos por las cejas de Jess—. Serás la envidia de todas las mujeres de Inglaterra. Alistair Caulfield es rico, tan guapo que quita el aliento y está loco por ti. Si a eso le añades el ducado, no habrá ninguna mujer que no esté dispuesta a matar para cambiarse por ti.

Jess levantó la cabeza y se rió.

—Tienes delirios de grandeza. Alistair jamás heredará el título.

Su hermana parpadeó, incrédula, y acto seguido abrió los ojos con algo parecido al horror reflejado en ellos.

—Dios santo… No lo sabes, ¿no?