PRÓLOGO

Marsh se esforzó por matarse.

Su mano tembló mientras trataba de hacer acopio de fuerzas para obligarse a sacar el clavo de la espalda y poner fin a su monstruosa vida. Había renunciado a intentar liberarse. Tres años. Tres años como inquisidor, tres años prisionero de sus propios pensamientos. Estos años habían demostrado que no había escapatoria. Incluso ahora, su mente se nublaba.

Y entonces Aquello tomó el control. El mundo pareció vibrar a su alrededor; de pronto, podía ver con claridad. ¿Por qué había pugnado? ¿Por qué se había preocupado? Todo era como debería ser.

Dio un paso adelante. Aunque ya no veía como lo hacían los hombres normales (después de todo, grandes clavos de acero le atravesaban los ojos), sentía la sala a su alrededor. Los clavos le salían por la nuca: si la palpaba, podía notar las afiladas puntas. No había sangre.

Los clavos le daban poder. Todo quedaba contorneado con finas líneas azules alománticas, que iluminaban el mundo. La sala era de tamaño modesto, y varios compañeros (también recortados en azul, las líneas alománticas apuntando a los metales contenidos en su misma sangre) se encontraban junto a Marsh. Cada uno de ellos tenía clavos en los ojos.

Cada uno excepto el hombre atado a la mesa ante él. Marsh sonrió, cogió un clavo de la mesa que tenía al lado y lo sopesó. Su prisionero no llevaba mordaza alguna. Eso habría impedido los gritos.

—Por favor —susurró el prisionero, temblando. Incluso un mayordomo terrisano podía desmoronarse cuando se enfrentaba a su propia muerte violenta.

El hombre se debatió débilmente. Se hallaba en una postura muy incómoda, ya que había sido atado a la mesa encima de otra persona. La mesa había sido diseñada así, con huecos para que cupiera el cuerpo de debajo.

—¿Qué es lo que queréis? —preguntó el terrisano—. ¡No puedo deciros nada más sobre el Sínodo!

Marsh acarició el clavo de metal, palpando la punta. Había trabajo que hacer, pero vaciló, saboreando el dolor y el terror en la voz del hombre. Vaciló tanto que pudo…

Marsh se hizo con el control de su propia mente. Los olores de la sala perdieron su dulzor; apestaban a sangre y a muerte. La alegría se convirtió en horror. Su prisionero era un guardador de Terris, un hombre que había trabajado toda su vida por el bien de los demás. Matarlo sería no sólo un crimen, sino una tragedia. Marsh trató de hacerse cargo de la situación, trató de forzar el brazo hacia arriba para agarrar el clavo de su espalda: si se lo quitaba, moriría.

Sin embargo, Aquello era demasiado fuerte. La fuerza. De algún modo, tenía el control sobre Marsh… y necesitaba que los otros inquisidores y él fueran sus manos. Era libre (Marsh todavía podía sentir que se regocijaba con ello), pero algo le impedía afectar demasiado al mundo por sí mismo. Una oposición. Una fuerza que se extendía sobre la tierra como un escudo.

Aquello no estaba completo. Necesitaba más. Algo más… algo oculto. Y Marsh encontraría ese algo, se lo llevaría a su amo. El amo al que Vin había liberado. La entidad prisionera dentro del Pozo de la Ascensión.

Se llamaba a sí mismo Ruina.

Marsh sonrió cuando su prisionero se puso a llorar; entonces dio un paso al frente, alzando el clavo en su mano. Lo colocó contra el pecho del hombre sollozante. El clavo tendría que perforar el cuerpo del hombre, atravesarle el corazón, para luego entrar en el cuerpo del inquisidor atado debajo. La hemalurgia era un arte sangriento.

Por eso era tan divertida. Marsh cogió una maza y empezó a golpear.

El Héroe de las Eras
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