Capítulo 22

Las perlas de metal encontradas en el Pozo (perlas que convertían a los hombres en nacidos de la bruma) eran el motivo por el que los alománticos solían ser más poderosos. Aquellos primeros nacidos de la bruma eran como Elend Venture: poseían un poder primigenio que luego se transmitió por los linajes de la nobleza, debilitándose un poco con cada generación.

El Lord Legislador fue uno de aquellos antiguos alománticos, su poder puro y sin adulterar por el tiempo y la reproducción. En parte por eso era tan poderoso comparado con otros nacidos de la bruma; aunque, en efecto, su capacidad para mezclar feruquimia y alomancia era lo que producía muchas de sus más espectaculares habilidades. Con todo, me parece interesante que uno de sus poderes «divinos» (su esencial fuerza alomántica) fuera algo que también poseían los nueve alománticos originales.

Sazed se hallaba en uno de los edificios más bonitos de los Pozos de Hathsin, una antigua casa de la guardia, con un tazón de té caliente entre las manos. Los ancianos de Terris estaban sentados ante él, y una pequeña estufa les proporcionaba calor. Al día siguiente, Sazed tendría que partir para alcanzar a Goradel y Brisa, que ya estarían bien adelantados camino de Urteau.

La luz solar se iba atenuando. Las brumas habían salido ya, y flotaban ante la ventana de cristal. Sazed apenas podía distinguir las depresiones del terreno, las grietas en la tierra. Había docenas de grietas; la gente de Terris había construido verjas para marcarlas. Sólo unos pocos años atrás, antes de que Kelsier destruyera los cristales de atium, los hombres se habían visto obligados a reptar por aquellas grietas en busca de pequeñas geodas que en el centro tenían perlas de atium.

Todos los esclavos que no podían encontrar al menos una geoda a la semana eran ejecutados. Probablemente aún había centenares, tal vez millares de cadáveres bajo tierra, perdidos en profundas cavernas, muertos sin que nadie lo supiera y a nadie importara.

¡Qué lugar tan terrible!, pensó Sazed, apartándose de la ventana cuando un joven terrisano echó los postigos. Ante él, sobre la mesa, había varios libros de cuentas que mostraban los recursos, gastos y necesidades de la gente de Terris.

—Creo que sugerí guardar estas cifras en metal —dijo Sazed.

—Sí, maestro guardador —respondió uno de los mayordomos más ancianos—. Copiamos las cifras importantes en una placa de metal cada tarde, y cada semana comprobamos los libros para asegurarnos de que todo sigue igual.

—Eso está bien —dijo Sazed, revisando uno de los libros que tenía en el regazo—. ¿Y la sanidad? ¿Habéis tratado esos temas desde mi última visita?

—Sí, maestro guardador —respondió otro hombre—. Hemos preparado muchas más letrinas, como ordenaste… aunque no las necesitamos.

—Puede que haya refugiados —dijo Sazed—. Quiero que tengáis la capacidad de atender a una población más grande, llegado el caso. Pero por favor. Son sólo sugerencias, no órdenes. No tengo ninguna autoridad.

En el grupo de mayordomos se intercambiaron miradas. Sazed había estado ocupado el tiempo que había pasado con ellos, lo que le había impedido dar demasiadas vueltas a sus melancólicos pensamientos. Se había asegurado de que tuvieran suficientes suministros, mantuvieran buena comunicación con Penrod en Luthadel y tuvieran preparado un sistema para zanjar disputas entre ellos mismos.

—Maestro guardador —dijo por fin uno de los ancianos—. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

—Me temo que he de partir por la mañana —respondió Sazed—. He venido sólo a comprobar vuestras necesidades. Son tiempos difíciles, y podríais ser olvidados fácilmente por los de Luthadel.

—Estamos bien, maestro guardador —aseguró uno de los hombres. Era el más joven de los ancianos, apenas unos años más joven que Sazed. La mayoría de los hombres eran mucho más ancianos, y también más sabios. Parecía mentira que le consultaran a él.

—¿No reconsiderarás la posibilidad de quedarte con nosotros, maestro guardador? —preguntó otro—. No queremos comida ni tierra. Lo que nos hace falta es un líder.

—El pueblo de Terris ya estuvo oprimido durante bastante tiempo —repuso Sazed—. No necesitáis otro rey tirano.

—No un tirano, sino uno de los nuestros.

—El Lord Legislador era uno de los nuestros —dijo Sazed en voz baja.

El grupo de hombres agachó la cabeza. Que el Lord Legislador hubiera resultado ser terrisano era una vergüenza para todo su pueblo.

—Necesitamos a alguien que nos guíe. Ni siquiera fue nuestro líder en tiempos del Lord Legislador. Entonces recurrimos al Sínodo de Guardadores.

El Sínodo de Guardadores… los líderes clandestinos de la secta de Sazed. Habían dirigido al pueblo de Terris durante siglos, trabajando en secreto para asegurarse de que la feruquimia continuara, pese a los intentos del Lord Legislador por erradicar el poder del pueblo.

—Maestro Guardador —dijo el maestro Vedlew, el más anciano de los mayores.

—¿Sí, maestro Vedlew?

—No llevas tus mentecobres.

Sazed bajó la cabeza. No había advertido que, bajo la túnica, se notaba que no llevaba los brazaletes de metal.

—Están en mi fardo.

—Me parece extraño que trabajaras tanto durante la época del Lord Legislador, llevando siempre en secreto tus mentes de metal a pesar del peligro. Sin embargo, ahora que eres libre para hacer lo que quieras, las llevas en tu fardo.

Sazed sacudió la cabeza:

—No puedo ser el hombre que deseáis que sea. Ahora mismo, no.

—Eres un guardador.

—La oveja negra de todos ellos —repuso Sazed—. Rebelde y rechazado. Me apartaron de su presencia. La última vez que salí de Tathingdwen, lo hice en desgracia. La gente normal y corriente me maldecía en el silencio de sus casas.

—Ahora te bendicen, maestro guardador —soltó uno de los hombres.

—No me merezco esas bendiciones.

—Merecidas o no, son todo lo que nos queda.

—Entonces somos un pueblo más penoso de lo que parecemos.

Todos guardaron silencio.

—Existe otro motivo por el que he venido, maestro Vedlew —dijo Sazed, alzando la cabeza—. Dime: ¿ha muerto alguien de tu pueblo recientemente… en circunstancias extrañas?

—¿De qué me estás hablando? —preguntó el anciano terrisano.

—Muertes en la bruma. Hombres que mueren simplemente por salir a las brumas durante el día.

—Eso es un cuento de los skaa —desdeñó uno de los hombres—. Las brumas no son peligrosas.

—Por supuesto —dijo Sazed con cuidado—. ¿Enviáis a trabajar a la gente al amanecer, cuando las brumas aún no se han disipado?

—¡Pues claro que sí! —exclamó el terrisano más joven—. Sería una tontería dejar pasar esas horas de trabajo.

A Sazed le costó reprimir su curiosidad al respecto. Los terrisanos no eran afectados por las brumas diurnas.

¿Cuál era la conexión?

Trató de reunir la energía necesaria para pensar en el tema, pero se sentía traicioneramente apático. Sólo quería esconderse en algún lugar donde nadie esperara nada de él. Donde no tuviera que arreglar el mundo, ni tratar siquiera con su propia crisis religiosa.

Casi lo logró. Sin embargo, una pequeña parte de él, una chispa de antes, se negaba a renunciar. Continuaría su investigación, y haría lo que Elend y Vin le habían pedido. No era todo lo que podía hacer, y tampoco satisfaría a los terrisanos allí congregados, que lo miraban con expresión necesitada.

Pero, por el momento, eso era todo cuanto Sazed podía ofrecer. Sabía que quedarse en los Pozos sería rendirse. Tenía que seguir moviéndose, seguir trabajando.

—Lo siento —dijo a los hombres, apartando el libro—. Así es como debe ser.

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