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Jueves, 22 de mayo, 8:50

Knoll estacionó en el bosque, aproximadamente a medio kilómetro de la autopista. El Peugeot negro era de alquiler y lo había obtenido el día anterior en Nuremberg. Había pasado la noche a algunos kilómetros al oeste, en un pintoresco pueblo checoslovaco, con la intención de dormir bien, pues sabía que aquel día y su noche iban a ser arduos. Había tomado un desayuno ligero en una pequeña cafetería y se había marchado rápido para que nadie pudiera recordar nada acerca de él. Sin duda, Loring tenía ojos y oídos en toda aquella parte de la Bohemia.

Conocía bien la geografía local. En realidad ya se encontraba en territorio de Loring, pues la antigua hacienda familiar se extendía muchos kilómetros en todas direcciones. El castillo estaba situado hacia la esquina noroeste de la heredad, rodeado por densos bosques de abedules, hayas y chopos. La región de Sumava, al suroeste de Checoslovaquia, era una importante fuente maderera, pero los Loring nunca habían tenido necesidad de comercializar sus bosques.

Sacó la mochila del maletero y comenzó la caminata hacia el norte. Veinte minutos más tarde apareció el castillo Loukov. La fortaleza se encontraba encaramada sobre una elevación rocosa, muy por encima de las copas de los árboles, a menos de un kilómetro de distancia. Al oeste, el fangoso río Orlík se abría paso hacia el sur. Aquel punto ventajoso le ofrecía una vista muy clara de la entrada oriental del complejo, la empleada por los vehículos, y del portón occidental, usado en exclusiva por el personal y los camiones de entrega de mercancías.

El castillo resultaba impresionante. Un variado conjunto de torres y edificios se alzaba hacia el cielo tras las murallas rectangulares. Conocía bien su disposición. Las plantas inferiores eran principalmente salones de ceremonias y salas públicas de exquisita decoración, mientras que las superiores estaban tomadas por los dormitorios y otras zonas habitables. En algún sitio, oculta entre las estructuras de piedra, se encontraba una cámara con la colección privada, similar a la que Fellner y los otros siete miembros poseían. El truco estaba en dar con ella y descubrir el modo de entrar. Tenía una idea bastante aproximada de dónde se encontraría ese espacio, una conclusión a la que había llegado durante una de las reuniones del club mediante el estudio de la arquitectura. Pero tendría que buscar de todos modos. Y rápido. Antes de la mañana.

La decisión de Monika de permitir la invasión no lo había sorprendido. Haría lo que fuera para demostrar que ella tenía el control. Fellner había sido bueno con él, pero Monika iba a ser aún mejor. El anciano no viviría eternamente. Y aunque lo echaría de menos, las posibilidades que se le presentaban con Monika resultaban casi embriagadoras. Ella era dura, pero vulnerable. Estaba convencido de que podría dominarla y de que, al hacerlo, dominaría la fortuna que ella iba a heredar. Sí, era un juego peligroso, pero merecía la pena correr ese riesgo. El que Monika fuera incapaz de amar era una buena ayuda. Lo mismo le sucedía a él. Formaban una pareja perfecta. La lujuria y el poder eran todo el pegamento que necesitaban para que su vínculo fuera permanente.

Se quitó la mochila y buscó los prismáticos. Desde la seguridad de un denso grupo de álamos estudió el castillo de arriba abajo. El cielo azul delineaba a la perfección su silueta. Su mirada se desvió hacia el este. Dos coches ascendían la empinada carretera en dirección al castillo.

Coches de policía.

Interesante.

Suzanne puso un bollo de canela recién horneado en el plato de porcelana y añadió un poco de mermelada de frambuesa. Se sentó a la mesa en la que ya se encontraba Loring. Aquella sala era uno de los comedores más pequeños del castillo, reservado para la familia. Una de las paredes de alabastro estaba ocupada por expositores de roble llenos de copas del Renacimiento. Otra estaba cubierta por incrustaciones de piedras semipreciosas de Bohemia que delineaban iconos de santos checoslovacos. Ella y Loring desayunaban solos, como hacían todas las mañanas cuando ella estaba en casa.

—La prensa de Praga abre con la explosión —dijo Loring. Dobló el periódico y lo depositó sobre la mesa—. El artículo no propone teorías, solo indica que el avión explotó poco después del despegue y que todos sus ocupantes murieron. Sí nombran a Fellner, a Monika y a los pilotos.

Suzanne bebió un poco de café.

—Lo siento por Pan Fellner. Era un hombre respetable. Pero que Monika tenga buen viaje. Habría terminado siendo la destrucción de todos nosotros. Sus temeridades no tardarían en ser un problema.

—Creo que tienes razón, drahá.

Suzanne saboreó el bollo caliente.

—¿Y van a acabar ya las muertes?

—Eso espero, desde luego.

—Es una parte de mi trabajo con la que no disfruto.

—Y me alegro de que así sea.

—¿Disfrutaba mi padre con ello?

Loring la miró.

—¿A qué viene eso?

—Anoche estuve pensando en él. Era muy cariñoso conmigo. Nunca sospeché que poseyera tales capacidades.

—Cariño, tu padre hacía lo que resultaba necesario. Como tú. Sois muy parecidos. Estaría orgulloso de ti.

Pero, en ese momento, ella no se sentía muy orgullosa de sí misma. El asesinato de Chapaev y de todos los demás… ¿Permanecerían las imágenes siempre en su mente? Temía que sí. ¿Y qué había de su propia maternidad? Siempre la había imaginado como parte de su futuro, pero tras el día anterior, quizá fuera necesario ajustar esa ambición. Las posibilidades que se abrían ahora eran infinitas y emocionantes. El hecho de que mucha gente hubiera muerto para hacerlas posibles era lamentable, pero no podía comerse la cabeza con ello. Ya no más. Era el momento de avanzar y al diablo la conciencia.

Entró un mayordomo que cruzó el suelo de terrazo hasta detenerse junto a la puerta. Loring levantó la mirada.

—Señor, la policía está aquí y desea hablar con usted.

Suzanne miró a su empleador y sonrió.

—Te debo cien coronas.

La noche anterior, al regresar de Praga, él había apostado a que la policía aparecería en el castillo antes de las diez. Eran las diez menos veinte.

—Hazlos pasar.

Unos momentos después, cuatro hombres uniformados entraron raudos en el comedor.

Pan Loring —dijo en checo el que parecía llevar la voz cantante—, nos alegramos de que se encuentre usted bien. El accidente de su reactor ha sido una tragedia.

Loring se levantó de la mesa y se dirigió hacia ellos.

—Estamos todos conmocionados. Anoche invitamos a Herr Fellner y su hija a cenar, y los dos pilotos llevaban muchos años con nosotros. Sus familias viven aquí. Ahora marchaba a visitar a sus viudas. Es espantoso.

—Disculpe las molestias, pero necesitábamos hacerle algunas preguntas. En particular, por qué podría haber sucedido esto.

Loring se encogió de hombros.

—No sabría decir. Solo que mis oficinas llevan varias semanas informando de amenazas contra mi persona. Una de mis empresas está considerando una expansión por el Oriente Medio. Llevamos un tiempo desarrollando negociaciones públicas allí. Al parecer, los responsables de las amenazas telefónicas no deseaban mí presencia corporativa en sus países. Informamos de estas amenazas a los saudíes y no puedo sino asumir que todo esto está relacionado. No se me ocurre otra cosa. Nunca imaginé que tuviera enemigos tan violentos.

—¿Dispone de alguna información acerca de estas llamadas?

Loring asintió.

—Mi secretario personal está más que familiarizado con ellas. Le he dado instrucciones para que esté hoy en Praga, a su disposición.

—Mis superiores quieren que me asegure de que lleguemos al fondo de lo sucedido. Mientras tanto, ¿cree que es conveniente que siga aquí, sin protección?

—Estas murallas me proporcionan una gran seguridad y todos los empleados están alerta. Todo está bien.

—De acuerdo, Pan Loring. Por favor, no olvide que nos tiene aquí si nos necesita.

Los policías se retiraron y Loring regresó a la mesa.

—¿Impresiones?

—No tienen motivo para no aceptar tus explicaciones. Tus contactos en el Ministerio de Justicia te vendrán bien.

—Llamaré más tarde para agradecerles la visita y ofrecer mi completa cooperación.

—Debes llamar personalmente a los miembros del club. Y dejar clara tu pesadumbre.

—Cierto, cierto. Me encargaré ahora mismo.

Paul conducía el Land Rover. Rachel estaba sentada delante y McKoy detrás. El hombretón llevaba en silencio casi todo el camino desde Stod. La autobahn los había llevado hasta Nuremberg. A partir de allí, una serie de autovías de dos carriles recorría la frontera alemana hacia el suroeste de la antigua Checoslovaquia.

El terreno se había ido tornando progresivamente boscoso y elevado, y el paisaje quedaba salpicado de vez en cuando por lagos y campos de cereal. Al consultar antes el mapa de carreteras para determinar la ruta más corta hacia el este, Paul había reparado en Ceské Budejovice, la localidad más grande de la región, y recordó un informe de la cnn sobre su cerveza Buvar, más conocida por su nombre alemán, Budweiser. La compañía estadounidense del mismo nombre había tratado en vano de comprar su tocaya, pero los habitantes habían rechazado una y otra vez los millones ofrecidos, al tiempo que recordaban que llevaban produciendo cerveza muchos siglos antes de que los Estados Unidos existieran siquiera.

La ruta hacia Checoslovaquia los llevó por una serie de pintorescos pueblos medievales, en su mayoría adornados con un castillo en lo alto o unos almenajes de gruesa piedra. Las direcciones del amigable encargado de una tienda ajustaron su ruta y no eran las dos todavía cuando Rachel divisó el castillo Loukov.

La aristocrática fortaleza estaba encaramada sobre un promontorio rocoso que dominaba un bosque muy denso. Dos torres poligonales y tres redondeadas se alzaban sobre una muralla exterior de piedra salpicada de relucientes ventanas con maineles y oscuras aspilleras. La silueta grisácea estaba rodeada por casetones y bastiones semicirculares, y por todas partes se elevaban chimeneas hacia el cielo. Una bandera roja, blanca y azul ondeaba bajo la leve brisa de la tarde. Dos barras gruesas y un triángulo. Paul reconoció la bandera nacional checa.

—Casi te esperas que salgan a recibirte caballeros con armadura montados en sus caballos —dijo Rachel.

—Ese hijo de su puta madre sabe vivir —dijo McKoy—. Loring ya me cae bien.

Paul condujo el Rover por una empinada carretera hacia lo que parecía ser la puerta principal. Unas enormes puertas de roble reforzadas con bandas metálicas aguardaban abiertas de par en par, revelando un patio pavimentado. Los edificios estaban rodeados de coloridos rosales y otras flores primaverales. Paul detuvo el coche y todos bajaron. Un Porsche gris metálico aguardaba junto a un Mercedes de color crema.

—El muy cabrón también sabe conducir —dijo McKoy.

—¿Cuál será la puerta principal? —se preguntó Paul.

Seis puertas diferentes se abrían al patio desde los distintos edificios. Paul dedicó un momento a estudiar las ventanas abuhardilladas, los aleros en punta y la estructura de madera, que formaba complejos patrones. Una interesante combinación arquitectónica de gótico y barroco, prueba, asumió, de una construcción dilatada y de múltiples influencias humanas.

McKoy señaló.

—Yo creo que es esa puerta de ahí —dijo.

La puerta arqueada de roble estaba enmarcada en pilastras de piedra y en el frontón se veía grabado un elaborado escudo de armas. McKoy se acercó y golpeó una aldaba de metal bruñido. Un mayordomo abrió la puerta y McKoy explicó educadamente quiénes eran y el motivo por el que estaban allí. Cinco minutos después se encontraban sentados en una exuberante sala. Cabezas de ciervos, jabalíes y cornamentas sobresalían de las paredes. Un fuego ardía en un enorme hogar de granito y el alargado espacio estaba suavemente iluminado, además de por el fuego, por unas lámparas de vidrio coloreado. Unos recios pilares de madera soportaban un techo decorado con estuco y parte de las paredes estaba adornada con cuadros al óleo. Paul inspeccionó los lienzos. Dos Rubens, un Durero y un Van Dyck. Increíble. Lo que daría el High Museum por poder exponer uno solo…

El hombre que entró silenciosamente a través de las puertas dobles se acercaba a los ochenta. Era alto, con el cabello de un color gris apagado, y la perilla desvaída que le cubría el cuello y el mentón raleaba con la edad. Poseía un rostro hermoso que, para alguien de una riqueza y una estatura tan evidentes, no dejaba un recuerdo indeleble. Paul pensó que quizá la máscara no mostrara de forma intencionada emoción alguna.

—Buenas tardes. Soy Ernst Loring. Normalmente no acepto a nadie que carezca de invitación previa, pero mi mayordomo me ha explicado su situación y, debo confesarlo, me ha dejado intrigado. —El anciano hablaba un inglés claro.

McKoy se presentó y le ofreció la mano. Loring la aceptó.

—Me alegro de conocerlo al fin. Llevo años leyendo acerca de usted.

Loring sonrió. El gesto pareció elegante y esperado.

—No debe creer nada de lo que lea u oiga. Me temo que a la prensa le gusta presentarme como mucho más interesante de lo que soy en realidad.

Paul dio un paso adelante y se presentó a sí mismo y a Rachel.

—Es un placer conocerlos a los dos —dijo Loring—. ¿Por qué no nos sentamos? Ya nos están preparando algo para tomar.

Todos se sentaron en los sillones neogóticos y en el sofá, que estaban orientados hacia la chimenea. Loring miró a McKoy.

—El mayordomo mencionó algo sobre una excavación el Alemania. El otro día leí un artículo al respecto. Sin duda debe requerir su constante atención. ¿Cómo es que están aquí y no allí?

—Porque allí no hay una mierda que encontrar.

La expresión de Loring delató curiosidad, nada más. McKoy habló a su anfitrión acerca de la excavación, los tres camiones, los cinco cuerpos y las letras en la arena. Mostró a Loring las fotografías que Alfred Grumer había tomado, junto con una más que él había sacado el día anterior, después de que Paul trazara las demás letras hasta formar «loring».

—¿Tiene alguna explicación de por qué ese tipo moribundo escribió su nombre en la arena? —preguntó McKoy.

—No hay indicación de que lo hiciera. Como ha dicho, todo es mera especulación por su parte.

Paul guardaba silencio, satisfecho con que McKoy dirigiera la carga. Él valoraba las reacciones del checo. Aparentemente, Rachel también estudiaba al anciano y lo hacía con la expresión con que observaba al jurado durante un juicio.

—Sin embargo —dijo Loring—, entiendo que puedan pensar eso. Las pocas letras originales son bastante consistentes.

McKoy capturó la mirada de Loring con la suya.

Pan Loring, déjeme ir al grano. La Habitación de Ámbar estaba en esa cámara y creo que usted o su padre estuvieron allí. Si conserva usted o no los paneles, ¿quién sabe? Pero pienso que sí llegaron a tenerlos.

—Aunque poseyera tal tesoro, ¿por qué lo admitiría abiertamente ante ustedes?

—No, no lo haría. Pero podría no gustarle que entregara toda esta información a la prensa. He firmado varios acuerdos de producción con agencias de noticias de todo el mundo. La excavación es un desastre evidente, pero esta información es la clase de dinamita que podría permitirme devolver al menos parte de lo que debo a los inversores. Supongo que a los rusos también les interesará mucho. Por lo que he oído, pueden ser, digamos, persistentes en la recuperación de tesoros perdidos…

—¿Y pensó usted que podría estar dispuesto a pagar por el silencio?

Paul estaba estupefacto. ¿Extorsión? No tenía ni idea de que McKoy había acudido a Checoslovaquia para chantajear a Loring. Al parecer, Rachel era de su opinión.

—Espere, McKoy —dijo ella levantando la voz—. Nunca se habló para nada de extorsión.

—No queremos tener parte en esto —la apoyó Paul.

McKoy no pareció preocuparse.

—Ustedes dos deben seguir con el programa. Lo he pensado durante el camino. Este tío no va a llevarlos a ver la Habitación de Ámbar aunque la tenga. Pero Grumer está muerto. Y tenemos otros cinco muertos en Stod. Sus padres, el suyo, Chapaev, todos muertos. Hay cadáveres por todas partes. —McKoy perforó a Loring con la mirada—. Y creo que este hijo de puta sabe mucho más que la mierda que admite.

Una vena palpitaba en la sien del anciano.

—Es de una grosería extraordinaria para ser un invitado, Pan McKoy. ¿Ha venido a mi casa a acusarme de asesinato y robo? —La voz era firme, pero calmada.

—Yo no le he acusado de nada. Pero sabe mucho más de lo que está dispuesto a admitir. Su nombre lleva años ligado a la Habitación de Ámbar.

—Rumores.

—Rafal Dolinski —respondió McKoy.

Loring guardó silencio.

—Era un periodista polaco que se puso en contacto con usted hace tres años. Le envió el borrador de un artículo en el que estaba trabajando. Un buen tipo. Un hombre estupendo. Muy decidido. Unas semanas después voló por los aires en una mina. ¿Lo recuerda?

—No sé nada de eso.

—Una mina cerca de aquélla en la que la jueza Cutler, aquí presente, estuvo a punto de palmar. Y eso si no es la misma.

—He leído algo acerca de esa explosión de hace unos días. Entonces no se me ocurrió conexión alguna.

—Desde luego —respondió McKoy—. Creo que a la prensa le van a encantar todas estas conjeturas. Piense en ello, Loring. Tiene todo el aroma de una gran historia: financiero internacional, tesoro perdido, nazis, asesinatos. Por no mencionar a los alemanes. Si encontró usted la Habitación de Ámbar en su territorio, sin duda querrán recuperarla. Sería una excelente arma negociadora con los rusos.

Paul sintió la necesidad de intervenir.

—Señor Loring, quiero que sepa usted que Rachel y yo no sabíamos nada de esto cuando aceptamos venir aquí. Nuestra única preocupación es descubrir algo acerca de la Habitación de Ámbar, satisfacer la curiosidad generada por el padre de Rachel, nada más. Yo soy abogado y ella jueza. Nunca tomaríamos parte en un chantaje.

—No necesitan explicarse —replicó Loring, que se volvió hacia McKoy—. Quizá tenga usted razón: las especulaciones pueden ser un problema. Vivimos en un mundo en el que la percepción es mucho más importante que la realidad. Me tomaré esta situación más como una forma de seguro que como un chantaje. —Una sonrisa curvó los finos labios del anciano.

—Tómesela como le apetezca. Lo único que quiero yo es que me pague. Tengo un grave problema de liquidez y un montón de cosas que contar a un montón de gente. El precio del silencio aumenta a cada minuto que pasa.

La expresión de Rachel se endureció. Paul supuso que estaba a punto de explotar. McKoy no le había gustado desde el principio. Había sospechado de sus modales arrogantes y le había preocupado que las actividades de ellos se mezclaran con las de él. Paul casi podía oírlo: había sido él quien los había metido en aquel follón y era él quien debía resolverlo.

—¿Podría hacer una sugerencia? —ofreció Loring.

—Por favor —respondió Paul con la esperanza de que se impusiera una cierta cordura.

—Me gustaría tener algo de tiempo para pensar en esta situación. Sin duda, no habrán pensado regresar ahora a Stod. Quédense a pasar la noche. Cenaremos juntos y después seguiremos hablando.

—Eso sería maravilloso —respondió McKoy rápidamente—. Ya estábamos pensando en buscar alguna habitación por la zona.

—Excelente. Haré que los mayordomos metan sus cosas.