46

Knoll abrió la puerta y vio que conducía a una terraza abierta exterior. Se quedó quieto. Danzer seguía acechando en algún lugar a su espalda. Pero quizá hubiera abandonado la abadía. No importaba. En cuanto identificara quién más había en la iglesia, se dirigiría directamente hacia el hotel de su rival. Si no la encontraba allí, ya la alcanzaría en otro sitio. Esta vez no iba a desaparecer.

Se asomó por el borde de la recia puerta de roble y escudriñó la terraza. Allí no había nadie. Salió y cerró la puerta, tras lo que cruzó el ancho lazo. A medio camino lanzó un vistazo rápido hacia un lado. Stod resplandecía a la izquierda y delante tenía el río, aunque a una larga caída de distancia. Llegó hasta la otra puerta y comprobó que estaba cerrada.

De repente, al otro lado del lazo, la puerta del Salón de Mármol se abrió de golpe y Danzer saltó a la noche. Él se arrojó tras la barandilla de piedra y sus gruesos soportes.

Dos disparos apagados lo buscaron.

Dos balas fallaron.

Devolvió el fuego.

Danzer realizó un disparo más. Las esquirlas de piedra lo cegaron momentáneamente. Se arrastró hacia la puerta más cercana. La cerradura de hierro estaba cubierta de óxido. Disparó dos veces contra el picaporte y el mecanismo cedió.

Abrió la puerta de un tirón y entró a toda velocidad.

Suzanne decidió que ya era suficiente. Había visto abrirse la puerta en el otro extremo de la herradura. No vio entrar a nadie, así que debía de ser

Knoll, arrastrándose. Los espacios se iban reduciendo y Knoll era demasiado peligroso como para seguir persiguiéndolo abiertamente. Ahora sabía que estaba en las plantas superiores de la abadía, de modo que lo más inteligente era deshacer sus pasos y bajar a la ciudad antes de que su rival tuviera la ocasión de encontrar el modo de salir. Suzanne tenía que salir de Alemania, preferiblemente en dirección al castillo Loukov y la seguridad de Ernst Loring. Su trabajo allí ya había concluido. Grumer estaba muerto y, como en el caso de Karol Borya, Knoll le había ahorrado el problema. El lugar de la excavación parecía seguro, de modo que lo que estaba haciendo ahora parecía una temeridad.

Se volvió y atravesó el Salón de Mármol a toda velocidad.

Rachel colgaba del frío soporte de piedra de la barandilla. Paul se balanceaba a su lado, aferrado desesperadamente a su propio soporte. Había sido idea de ella saltar por encima de la balaustrada y colgarse mientras su perseguidor recorriera la herradura. Bajo sus botas, Rachel no veía más que una catarata de negrura. Un fuerte viento los sacudía y su agarre se debilitaba por momentos.

Oyeron horrorizados cómo las balas rebotaban en la terraza y se perdían en la noche gélida, y rezaron para que quien fuera que los estuviera siguiendo no mirara hacia un lado. Paul había conseguido echar un vistazo cuando alguien abrió la puerta más cercana a balazos y entró a rastras. «Knoll», había vocalizado. Pero durante el último minuto no había habido más que silencio. No se oía nada extraño.

A Rachel le dolían los brazos.

—No podré aguantar mucho más —susurró.

Paul se arriesgó a echar otro vistazo.

—No hay nadie. Sube.

Paul apoyó la pierna derecha y se alzó sobre la barandilla. Después se asomó y la ayudó a subir. Una vez en terreno firme, ambos se apoyaron en la piedra fría y contemplaron el río.

—No me puedo creer que hayamos hecho eso —dijo ella.

—Tengo que estar loco para encontrarme metido en esto.

—Creo recordar que fuiste tú quien me arrastró aquí arriba.

—No me lo recuerdes.

Paul abrió un poco la puerta medio cerrada y ella lo siguió al interior. La estancia era una elegante biblioteca cubierta desde el suelo hasta el techo con estanterías talladas de nogal reluciente. Todo era dorado, al estilo barroco. Atravesaron una reja de hierro y recorrieron rápidamente el suelo de tarima. Había un enorme globo de madera a cada lado, situados en sendos espacios entre estanterías. El aire cálido olía a cuero añejo. Un rectángulo de luz amarilla se extendía desde un umbral al otro lado de la biblioteca. Más allá se alcanzaba a ver el final de otra escalera.

Paul señaló hacia delante.

—Por ahí.

—Knoll ha entrado aquí —le recordó ella.

—Ya lo sé. Pero después de ese tiroteo debe de haberse largado.

Rachel siguió a Paul hacia la salida de la biblioteca y descendieron la escalera. El pasillo oscuro que los esperaba abajo doblaba inmediatamente hacia la derecha. Ella esperaba que en algún lugar hubiera una puerta que condujera hacia el patio interior. Vio cómo Paul llegaba abajo y se volvía, y entonces una sombra surgió como el rayo de la oscuridad y Paul cayó al suelo.

Una mano enguantada le rodeó a ella la garganta.

Fue levantada desde el último escalón y aplastada contra la pared. Se le nubló la visión y cuando logró enfocarla de nuevo contempló directamente los ojos salvajes de Christian Knoll, que le había puesto la hoja del cuchillo en el cuello.

—¿Es ése su exmarido? —Sus palabras eran un susurro gutural, su aliento cálido—. ¿Ha venido a rescatarla?

Rachel se arriesgó a mirar a Paul, que yacía sobre el suelo de piedra. Estaba inmóvil. Volvió a mirar a Knoll.

—Quizá le cueste creerlo, pero no tengo queja alguna respecto a usted, Frau Cutler. Matarla sería sin duda lo más eficiente, pero no tiene por qué ser lo más astuto. Primero la muerte de su padre y después la suya. Y en tan breve plazo. No. Por mucho que me gustara librarme de una molestia, no puedo matarla. Así que, por favor…, márchese a casa.

—Usted mató… a mi padre.

—Su padre comprendía los riesgos que asumió en la vida. Incluso parecía disfrutar de ellos. Debería haber seguido usted el consejo que le dio. Estoy bastante familiarizado con la historia de Faetón. Un relato fascinante acerca del comportamiento impulsivo. La desesperanza de la generación mayor al tratar de educar a la más joven. ¿Qué le dijo el dios del Sol a Faetón? «Mírame a la cara si puedes, mira en mi corazón y allí verás la sangre y la pasión ansiosas de un padre». Escuche el consejo, Frau Cutler. Puedo cambiar fácilmente de idea. ¿Quiere acaso que esos preciosos hijos suyos lloren lágrimas de ámbar si un rayo acaba con usted?

De repente, Rachel visualizó a su padre en el ataúd. Lo había enterrado con su chaqueta de tweed, la misma con la que había acudido ante el tribunal el día en que ella le concedió el cambio de nombre. Nunca se había creído la simple caída por las escaleras. Y ahora su asesino estaba allí, apretado contra ella. Se sacudió e intentó asestarle un rodillazo en la entrepierna, pero la mano que le rodeaba el cuello se apretó y el cuchillo perforó la piel.

Rachel se paralizó e inspiró entre dientes.

—Mal, mal, Frau Cutler. Nada de eso.

Knoll liberó la mano de la garganta, pero mantuvo la hoja firme bajo el mentón. Con la palma le recorrió el cuerpo, hasta la entrepierna, de donde la agarró con fuerza.

—Sé que me encuentra misterioso. —La mano ascendió y le masajeó los pechos a través del jersey—. Es una pena que no disponga de más tiempo.

De repente, le pellizcó con fuerza el pecho derecho y lo retorció.

El dolor obligó a Rachel a envararse.

—Siga mi consejo, Frau Cutler. Vuelva a casa. Tenga una vida feliz. Críe a sus hijos. —Señaló con la cabeza a Paul—. Satisfaga a su exmarido y olvídese de todo esto. No es de su incumbencia.

—Usted… mató… a mi padre… —logró repetir a pesar del dolor.

La mano derecha de Knoll le soltó el pecho y voló hacia el cuello.

—La próxima vez que nos veamos le rajaré la garganta. ¿Me entiende?

Ella no respondió. La punta del cuchillo profundizó un poco más. Rachel quería gritar, pero era incapaz.

—¿Me entiende? —repitió Knoll lentamente.

—Sí —logró pronunciar.

Knoll retiró el cuchillo y la sangre comenzó a manar de la herida en el cuello. Rachel se quedó rígida, apoyada contra la pared. Estaba preocupada por Paul, que todavía no se había movido.

—Haga lo que le he dicho, Frau Cutler.

Knoll se volvió para marcharse.

Rachel saltó a por él.

La mano derecha del asesino trazó un arco y el mango del cuchillo la golpeó con fuerza debajo de la sien derecha. Rachel no podía ver más que un destello blanco y el pasillo comenzó a dar vueltas. La bilis estalló en su garganta. Entonces vio a María y a Brent que corrían hacia ella con los brazos abiertos. Movían la boca, pero la negrura que se apoderó de ella tornó las palabras inaudibles.