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13:45

El gran salón del Garni estaba lleno. Paul se encontraba a un lado, junto a Rachel, y observaba cómo se desarrollaba el melodrama. Qué duda cabía de que, si el ambiente contaba, la decoración de la sala ayudaría claramente a Wayland McKoy. Unos coloridos mapas de la vieja Alemania enmarcados de forma recargada colgaban de las paredes forradas de roble. Una reluciente lámpara de bronce, sillas antiguas barnizadas y una alfombra oriental de exquisito diseño completaban la atmósfera.

Cincuenta y seis personas ocupaban las sillas, y sus rostros mostraban una mezcla de maravilla y agotamiento. Habían sido conducidos allí directamente en autobús desde Francfort, después de llegar cuatro horas atrás en avión. Su edad variaba desde los treinta y pocos hasta los sesenta y muchos. Las razas también eran diversas. La mayoría eran blancos, pero había dos parejas negras, ambas de edad avanzada, y una japonesa. Todos parecían inquietos y expectantes.

McKoy y Grumer se encontraban al frente de la estancia alargada, junto a cinco empleados de la excavación. Un televisor con un vídeo descansaba sobre un soporte metálico. Detrás había sentados dos hombres sombríos con sus cuadernos en la mano. Parecían ser periodistas. McKoy había querido excluirlos, pero los dos mostraron identificaciones de la zdf, la organización periodística alemana que había optado a la historia, e insistieron en quedarse.

—Por favor, vigile lo que diga —le había recomendado Paul.

—Bienvenidos, socios —dijo McKoy, sonriente como un evangelista televisivo. El murmullo de conversaciones remitió.

—Fuera tienen café, zumo y galletitas danesas. Sé que han tenido un viaje muy largo y que están cansados. El jet lag es infernal, ¿eh? Pero estoy seguro de que estarán también ansiosos por saber cómo van las cosas.

Aquella aproximación directa había sido idea de Paul. McKoy prefería paralizar las cosas, pero Paul había argüido que aquello no haría sino levantar suspicacias. «Mantenga un tono agradable y tranquilo», le había advertido. «Nada de “que los jodan” cada dos palabras como lo que oí ayer, ¿de acuerdo?». McKoy le había asegurado repetidamente que ya tenía callo sobre el modo de encargarse de grupos de gente.

—Sé cuál es la pregunta que todos ustedes se hacen. ¿Hemos encontrado algo? No, todavía no. Pero ayer hicimos progresos. —Hizo una señal a Grumer—. Les presento a Herr Doktor Alfred Grumer, profesor de antigüedades artísticas en la Universidad de Maguncia. Herr Doktor es nuestro experto en la excavación. Dejaré que sea él quien les explique lo que ha sucedido.

Grumer dio un paso adelante, interpretando el papel de un avejentado profesor con una chaqueta de lana de tweed, pantalones de pana y corbata de punto. Se metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón. El brazo izquierdo estaba libre. Los saludó con una sonrisa demoledora.

—Me pareció buena idea contarles un poco acerca de los progresos de nuestra aventura.

»El saqueo de tesoros es una tradición honrada por los tiempos. Los griegos y los romanos siempre despojaban a las naciones derrotadas de sus objetos de valor. Los cruzados, durante los siglos XIV y XV, cometieron pillajes por toda la Europa oriental y el Oriente Medio. Las iglesias y catedrales europeas occidentales siguen adornadas hoy en día con el fruto de este botín.

»En el siglo XVII comenzó a producirse un método de pillaje más refinado. Tras una derrota militar se adquirían las grandes colecciones reales en vez de robarlas. En aquellos tiempos no existían museos. Un ejemplo: cuando los ejércitos del zar ocuparon Berlín en 1757, no se tocaron las colecciones de Federico II. La incautación se hubiera considerado un acto bárbaro, incluso para los rusos, que ya eran considerados bárbaros por los europeos.

»Quizá fuera Napoleón el mayor saqueador de todos. Los museos de Alemania, España e Italia fueron despojados y vaciados para poder llenar las arcas del Louvre. Tras Waterloo, en el Congreso de Viena de 1815 se ordenó a Francia la devolución de las obras de arte robadas. Algunas fueron repuestas, pero muchas permanecieron en su poder y a día de hoy siguen expuestas en París.

»Su presidente Lincoln promulgó durante la Guerra Civil americana una orden para la protección de las obras de arte, bibliotecas, colecciones científicas e instrumentos preciosos del sur. Una conferencia en Bruselas, en 1874, propuso algo similar. Nicolás II, Zar de Rusia, promocionó protecciones aún más ambiciosas que fueron aprobadas en La Haya en 1907, aunque tales códigos demostraron ser de valor limitado durante las dos guerras mundiales posteriores.

»Hitler ignoró por completo la Convención de La Haya e imitó a Napoleón. Los nazis crearon todo un departamento administrativo dedicado únicamente al robo. Hitler pretendía crear una superexposición, el Führermuseum, que se convirtiera en la mayor colección de arte del mundo. Quiso localizar el museo en Linz, Austria, su lugar de nacimiento. El Sonderauftrag Lin., lo llamó: “Misión Especial Linz”. Pretendía convertirse en el corazón del Tercer Reich, diseñado por el mismísimo Hitler.

Grumer se detuvo un momento, al parecer para permitir que su audiencia absorbiera la información.

—Sin embargo, para Hitler el pillaje servía a otro propósito: desmoralizaba al enemigo, lo cual resultaba especialmente cierto en Rusia, donde los palacios imperiales que rodeaban Leningrado fueron desmantelados a la vista de la población. Desde los godos y los vándalos, Europa no había sido testigo de un asalto tan despreciable contra la cultura humana. Museos de toda Alemania se abarrotaron con el arte robado, especialmente en Berlín. Fue en los últimos días de la guerra, mientras los rusos y los americanos se acercaban, cuando un convoy ferroviario lleno de piezas fue evacuado desde Berlín en dirección sur, hacia las montañas Harz. Aquí, en esta región donde nos encontramos.

El televisor cobró vida para mostrar una imagen panorámica de una cordillera. Grumer apuntó un mando a distancia y detuvo el vídeo en una escena boscosa.

—A los nazis les encantaba esconder cosas bajo tierra. Las montañas Harz que ahora nos rodean eran la caja fuerte subterránea más cercana a Berlín. Los ejemplos de lo hallado tras la guerra demuestran este punto. El tesoro nacional de Alemania fue enterrado aquí, junto con más de un millón de libros, pinturas de todas las descripciones y toneladas de esculturas. Pero quizá el alijo más extraño se encontrara cerca. Un equipo de soldados americanos informó del descubrimiento de una tapia reciente de ladrillos, de casi dos metros de espesor, quinientos metros montaña adentro. El muro fue retirado, solo para descubrir al otro lado una puerta de acero sellada.

Paul observó la expresión de los socios. Estaban clavados a la silla. Él también.

—Dentro, los americanos encontraron cuatro enormes ataúdes. Uno estaba decorado con una guirnalda y símbolos nazis, con el nombre de Adolf Hitler en un lado. Los otros tres féretros estaban cubiertos con estandartes de regimientos alemanes. También se encontraron un cetro enjoyado, dos coronas y espadas. La disposición del conjunto era teatral. Allí estaba la tumba de Hitler. Pero, ay, no lo era. Los ataúdes contenían los restos del mariscal de campo Von Hindenburg, la esposa de éste, Federico el Grande y Federico Guillermo I.

Grumer apuntó con el mando a distancia y liberó el vídeo. La imagen en color cambió al interior de la cámara subterránea. McKoy había vuelto a la mina y había rehecho el vídeo del día anterior, tras lo que había editado una versión que le permitiría ganar un poco de tiempo ante los socios. Ahora, Grumer empleaba ese vídeo para explicar la excavación, los tres transportes y los cuerpos. Cincuenta y seis pares de ojos permanecían pegados a la pantalla.

—El hallazgo de esos camiones resultó de lo más emocionante. Obviamente, aquí se trajo algo de gran valor. Los camiones eran un recurso precioso en aquellas fechas y la pérdida de tres en una montaña significaba que había algo muy importante en juego. Los cinco cadáveres no hacen sino acrecentar el misterio.

—¿Qué han encontrado dentro de los camiones? —fue la primera pregunta desde la audiencia.

McKoy dio un paso al frente.

—Están vacíos.

—¿Vacíos? —preguntaron varios a la vez.

—Así es. Las tres cajas están vacías. —McKoy señaló a Grumer, que metió otra cinta de vídeo.

—Eso no resulta extraño —explicó.

Volvió a materializarse un área de la cámara que intencionadamente no aparecía en la primera cinta.

—Aquí se muestra la otra entrada de la cámara. —Grumer señaló la pantalla—. Nuestra hipótesis es que tras este punto podría existir otra cámara. Y ahí es donde excavaremos a partir de ahora.

—Nos está diciendo que los camiones están vacíos… —insistió un hombre mayor.

Paul comprendió que habían llegado a la parte complicada. Las preguntas. La realidad. Pero lo habían repasado todo muy bien. Rachel y él habían preparado a McKoy como a un testigo a punto de pasar su examen. Paul había aprobado la estrategia de decir que podía haber otra cámara. Qué demonios, podía ser verdad. ¿Quién sabía? Al menos, aquello mantendría algunos días contentos a los socios hasta que el equipo de McKoy pudiera excavar la otra entrada y saberlo con seguridad.

McKoy rechazó bien las suspicacias, respondiendo a todas las preguntas de forma completa y sonriente. El hombretón tenía razón: sabía cómo camelarse a una multitud. La mirada de Paul recorría constantemente el espacioso salón, tratando de valorar las reacciones individuales.

De momento, todo iba bien.

La mayoría parecía satisfecha con la explicación.

Hacia el fondo de la sala, en las puertas dobles que conducían al vestíbulo, reparó en que una mujer entraba en la sala. Era baja, con el pelo rubio hasta los hombros, y permanecía en las sombras, por lo que no se distinguía su rostro. Sin embargo, de algún modo le resultaba familiar.

—Paul Cutler, aquí presente, es mi consejero legal —les dijo McKoy.

Paul se volvió ante la mención de su nombre.

—El señor Cutler está aquí para ayudarnos a Herr Doktor Grumer y a mí con cualquier posible problema legal en la excavación. No los esperamos, pero el señor Cutler, un abogado de Atlanta, ha ofrecido generosamente su tiempo.

Paul sonrió al grupo, incómodo con aquella representación, pero incapaz de decir nada. Saludó a la multitud con la cabeza y se volvió hacia el umbral.

La mujer había desaparecido.