48
Miércoles, 21 de mayo, 1:30
Rachel abrió los ojos. La cabeza le palpitaba por el dolor. Tenía el estómago revuelto, como si se hubiera mareado a bordo de un barco. Su jersey olía a vómito. Le dolía la barbilla. Trazó con cuidado el rastro de sangre y recordó el pinchazo del cuchillo.
Sobre ella había un hombre vestido con la casulla parda de un monje. Su rostro era viejo y arrugado, y la miraba atentamente a través de unos ojos acuosos. Ella estaba apoyada contra la pared, en el pasillo en el que Knoll la había atacado.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó al hombre.
—Díganoslo usted —dijo Wayland McKoy.
Rachel miró más allá del monje y trató de enfocar la mirada.
—No puedo verlo, McKoy.
El hombretón se acercó.
—¿Dónde está Paul?
—Aquí está; sigue fuera de combate. Le han dado un golpe muy feo en la cabeza. ¿Está usted bien?
—Sí. Pero tengo un dolor de cabeza espantoso.
—No me extraña. Los monjes oyeron algunos disparos en la iglesia. Encontraron a Grumer y después a ustedes dos. Las llaves de su habitación los llevaron al Garni y yo vine corriendo.
—Necesitamos un médico.
—Este monje es médico. Dice que su cabeza está bien. No hay brecha.
—¿Qué hay de Grumer? —preguntó.
—Le estará dando el coñazo al diablo, probablemente.
—Fueron Knoll y la mujer. Grumer vino aquí para verse de nuevo con ella y Knoll lo mató.
—Ese hijo de puta tiene lo que se merecía. ¿Hay algún motivo por el que no me invitaran ustedes?
Rachel se masajeó la cabeza.
—Tiene suerte de que no lo hiciéramos.
Paul gimió a unos metros de distancia. Ella se arrastró por el suelo de piedra. El estómago empezó a calmársele.
—Paul, ¿estás bien?
Paul se estaba frotando el lado izquierdo de la cabeza.
—¿Qué ha sucedido?
—Knoll nos estaba esperando.
Rachel se acercó a él y le examinó la cabeza.
—¿Cómo se ha hecho ese corte? —pregunto McKoy a Rachel.
—No es importante.
—Mire, señora, tengo arriba un alemán muerto y a la policía haciéndome mil preguntas. Ustedes dos aparecen desparramados por el suelo y va y me dice que no es importante. ¿Qué cojones está pasando aquí?
—Tenemos que llamar al inspector Pannik —dijo Paul.
—Estoy de acuerdo.
—Ejem, disculpen. Hola, ¿se acuerdan de mí? —dijo McKoy.
El monje ofreció a Rachel un paño húmedo. Ella lo colocó en la sien de Paul. La tela se empapó de sangre.
—Creo que te ha hecho un corte.
Paul llevó una mano al mentón de ella.
—¿Qué te ha pasado?
Decidió ser sincera.
—Una advertencia. Knoll me dijo que nos volviéramos a casa y nos olvidáramos de todo esto.
McKoy se inclinó sobre ellos.
—¿Olvidarse de qué?
—No lo sabemos —respondió ella—. Lo único que tenemos claro es que esa mujer mató a Chapaev y que Knoll mató a mi padre.
—¿Cómo sabe eso?
Le contó lo que había sucedido.
—No pude oír todo lo que Grumer y la mujer hablaron en la iglesia —explicó Paul—. Solo algunas cosas sueltas. Pero un comentario, creo que de Grumer, mencionaba la Habitación de Ámbar.
McKoy negó con la cabeza.
—Nunca soñé siquiera con que las cosas llegaran tan lejos. ¿Pero qué coño he hecho?
—¿A qué se refiere con «hecho»? —preguntó Paul.
McKoy permaneció en silencio.
—Responda —demandó Rachel.
Pero McKoy no soltó prenda.
McKoy se encontraba en la cámara subterránea. Su mente era un torbellino de aprensión. Miró los tres transportes oxidados. Volvió lentamente la cabeza hacia la antigua pared de piedra, en busca de un mensaje. Un viejo cliché, «si las paredes pudieran hablar», no dejaba de darle vueltas por la cabeza. ¿Podían aquellos muros contarle más de lo que ya sabía? ¿O más de lo que ya sospechaba? ¿Le explicarían por qué los alemanes habían introducido tres valiosos camiones en las profundidades de una montaña, para después dinamitar la única salida? ¿O no habían sido los alemanes los que habían sellado la cámara? ¿Podrían describir cómo un industrial checo había alcanzado la caverna años después, había robado su contenido y después había volado la entrada para sellarla? O quizá no supieran nada de nada. Silenciosas como las voces que a lo largo de los años habían tratado de abrir un camino, solo para encontrar la senda que conducía a la muerte.
Oyó pasos que se acercaban a su espalda desde la apertura de la galería exterior. La otra salida de la cámara seguía sellada por rocas y escombros y sus hombres aún no habían comenzado a excavar. No lo harían, como pronto, hasta el día siguiente. Consultó el reloj y vio que eran casi las once de la mañana. Se volvió para ver a Paul y Rachel Cutler aparecer de entre las sombras.
—No los esperaba tan pronto. ¿Qué tal esas cabezas?
—Queremos respuestas, McKoy. Basta de largas —respondió Paul—. Estamos en esto nos guste o no, o le guste a usted o no. Ayer estuvo preguntándose qué había hecho. ¿A qué se refería?
—Así que no piensan seguir el consejo de Knoll y regresar a casa.
—¿Deberíamos? —preguntó Rachel.
—Dígamelo usted, jueza.
—Deje de dar vueltas —terció Paul—. ¿Qué está sucediendo?
—Vengan aquí. —Cruzaron la cámara y se dirigieron hacia uno de los esqueletos embebidos en la arena—. No queda mucho de las ropas de estos tipos, pero por los restos los uniformes parecen de la Segunda Guerra Mundial. No hay duda de que el patrón de camuflaje es el de los marines estadounidenses. —Se agachó y señaló—. Esta vaina es la de una bayoneta M4, la empleada por la infantería de los Estados Unidos durante la guerra. No estoy seguro, pero creo que la cartuchera es francesa. Los alemanes no vestían uniformes americanos ni usaban equipo francés. Sin embargo, después de la guerra toda clase de fuerzas militares y paramilitares comenzaron a tirar de material estadounidense. La Legión Extranjera francesa. El ejército nacional griego. La infantería holandesa. —Señaló al otro lado de la cámara—. Uno de los esqueletos de ahí viste pantalones y botas sin bolsillos. Los soviets húngaros vestían así después de la guerra. La ropa. Los camiones vacíos. Y la cartera que encontró usted es el remache.
—¿Qué remache? —preguntó Paul.
—Este lugar fue robado.
—¿Cómo puede saber lo que llevaban estos hombres? —preguntó Rachel.
—Contrariamente a lo que puedan pensar, no soy un palurdo retrasado de Carolina del Norte. Soy un apasionado de la historia militar, que también es parte de mi preparación para estas excavaciones. Sé que tengo razón. Lo presentí el lunes. Esta cámara fue expoliada después de la guerra. No hay duda alguna. Estos pobres hombres eran exmilitares, militares en activo o trabajadores vestidos con excedentes del ejército. Los abatieron una vez terminado el trabajo.
—Entonces, ¿todo lo que hizo con Grumer era teatro? —preguntó Rachel.
—Cono, no. Yo quería que esto estuviera lleno de obras, pero después de aquel primer vistazo el lunes, supe que teníamos un escenario expoliado. Simplemente no comprendí hasta ahora hasta qué punto había sido expoliado.
Paul señaló la arena.
—Ése es el cadáver de las letras. —Se inclinó y volvió a trazar la «O», la «I» y la «C» en la arena, separando las letras en la medida que lo recordaba—. Era más o menos así.
McKoy sacó las fotografías de Grumer del bolsillo.
Paul añadió entonces tres letras más («L», «R» y «N») entre los espacios y cambió la «C» por una «G». La palabra se convirtió en «LORING».
—Qué hijo de puta —dijo McKoy mientras comparaba la fotografía con el suelo—. Creo que tiene usted razón, Cutler.
—¿Qué te hizo pensar en eso? —le preguntó Rachel.
—No se veía bien. Podría ser una «G» inconclusa. En cualquier caso, el nombre encaja. Tu padre llegaba a nombrarlo en una de sus cartas. —Paul sacó del bolsillo una hoja doblada—. La volví a leer hace poco.
McKoy estudió el párrafo manuscrito. Hacia la mitad, su atención se centró en el nombre de Loring.
Yancy me telefoneó la noche anterior al accidente. Había logrado localizar al viejo que tú mencionabas y cuyo hermano trabajaba en la hacienda Loring. Tenías razón. Nunca debería haberle pedido a Yancy que siguiera indagando mientras estaba en Italia.
McKoy lo miró a los ojos.
—¿Cree que sus padres eran el blanco de esa bomba?
—Ya no sé qué pensar. —Paul señaló la arena—. Anoche, Grumer habló sobre Loring. Karol habló sobre él. Puede que incluso este pobre hombre estuviera hablando de él. Lo único que sé es que Knoll mató al padre de Rachel y que la mujer mató a Chapaev.
—Déjenme enseñarles algo —dijo McKoy. Los condujo hasta un mapa que había extendido cerca de uno de los tubos fluorescentes—. Esta mañana he realizado algunas lecturas con la brújula. La galería sellada se dirige hacia el nordeste. —Se inclinó y señaló—. Éste es un mapa de la zona de 1943. Antes había una carretera pavimentada que corría paralela a la base de la montaña, en dirección nordeste.
Paul y Rachel se acuclillaron junto al mapa.
—Yo apostaría a que esos camiones llegaron aquí a través de la otra entrada sellada, por medio de esa carretera. Habrían necesitado una superficie compactada. Son demasiado pesados para el barro y la arena.
—¿Cree lo que Grumer dijo anoche? —preguntó Rachel.
—¿Que la Habitación de Ámbar estuvo aquí? No me cabe la menor duda.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó Paul.
—Mi hipótesis es que esta cámara no fue sellada por los nazis, sino por quien la saqueó después de la guerra. Los alemanes hubieran querido recuperar los paneles de ámbar pasado un tiempo. No tiene sentido cerrar las entradas a base de explosivos. Pero el tipo que vino aquí en los años cincuenta… Ese hijo de puta no querría que nadie supiera lo que había encontrado. De modo que asesinó a sus ayudantes y derrumbó la galería. El que nosotros encontráramos esto fue algo fortuito, gracias al radar de tierra. El que lográramos llegar, lo mismo.
Rachel pareció comprender.
—Menuda potra.
—Es probable que los alemanes y el saqueador ni siquiera supieran que otra galería pasaba tan cerca de la cámara. Como ha dicho usted, no fue más que chiripa por nuestra parte, mientras buscábamos vagones de tren llenos de obras de arte.
—¿Llegaban vías férreas a estas montañas? —preguntó Paul.
—Ya le digo. Así metían y sacaban municiones.
Rachel se enderezó y miró los camiones.
—Entonces, ¿podría ser éste el lugar que mi padre decía querer visitar?
—Bien podría serlo —respondió McKoy.
—Volvamos a la pregunta original, McKoy. ¿A qué se refería con eso de «lo que he hecho»? —insistió Paul.
McKoy se incorporó.
—La verdad es que no tengo ni puta idea de quiénes son, pero por algún motivo confío en ustedes. Volvamos a la caseta y les hablaré de ello.
Paul observó el sol del mediodía, que proyectaba un matiz polvoriento a través de las sucias ventanas de la caseta.
—¿Cuánto saben acerca de Hermann Göring? —preguntó McKoy.
—Lo que echan en el canal de Historia —respondió Paul.
McKoy sonrió.
—Era el nazi número dos. Pero Hitler ordenó finalmente su arresto en abril de 1945, gracias a Martin Bormann. Él convenció al Führer de que Göring pretendía organizar un golpe para hacerse con el poder. Bormann y Göring nunca se llevaron bien. De modo que Hitler lo tildó de traidor, lo despojó de sus títulos y lo arrestó. Los americanos lo encontraron justo al fin de la guerra, cuando se hicieron con el control del sur de Alemania.
»Mientras estuvo preso, a la espera de los juicios por crímenes de guerra, fue sometido a numerosos interrogatorios. Las conversaciones fueron reunidas en lo que llegó a conocerse como los Informes Compilados de Interrogatorios, que durante años se consideraron documentos secretos.
—¿Por qué? —quiso saber Rachel—. Tienen más pinta de ser un documento histórico que uno secreto. La guerra ya había terminado.
McKoy les explicó que existían dos buenas razones para que los Aliados suprimieran los informes. La primera fue la avalancha de peticiones de restitución de obras de arte que se produjo tras el fin de la guerra. Muchas eran dudosas o directamente falsas. Ningún gobierno disponía ni del tiempo ni del dinero para investigar a fondo y procesar los cientos de miles de reclamaciones. Los ICI no hubieran hecho más que amplificar dichas demandas. La segunda razón era más pragmática. Se asumió de forma general que todo el mundo, exceptuados unos pocos corruptos, se habían resistido noblemente al terror nazi. Pero los ICI revelaban cómo muchos tratantes de arte franceses, holandeses y belgas se habían beneficiado de los invasores suministrando obras para el proyecto Sonderauftrag Lin., el Museo de Arte Mundial de Hitler. La supresión de los informes evitaba los problemas que este hecho hubiera causado a muchos.
»Göring trató de lograr la primera opción sobre el botín de guerra antes de que los ladrones de Hitler llegaran a cualquier país conquistado. Hitler quería purgar el mundo de lo que consideraba arte decadente: Picasso, Van Gogh, Matisse, Nolde, Gauguin y Grosz. Göring reconocía un valor en estas obras maestras.
—¿Qué tiene todo esto que ver con la Habitación de Ámbar? —preguntó Paul.
—La primera esposa de Göring fue una condesa sueca, Karin von Kantzow. Ésta visitó el Palacio de Catalina en Leningrado, antes de la guerra, y le encantó la Habitación de Ámbar. Cuando murió en 1931, Göring la enterró en Suecia, pero los comunistas profanaron la tumba. De modo que construyó al norte de Berlín un lugar llamado Kafinhall y allí, en un inmenso mausoleo, depositó su cuerpo. Se trataba de un lugar estrafalario y vulgar, más de cuarenta mil hectáreas que se extendían hacia el norte hasta el Mar Báltico y al este hasta Polonia. Göring quería duplicar la Habitación de Ámbar en su memoria, de modo que construyó una cámara de exactamente diez por diez metros, preparada para recibir los paneles.
—¿Cómo ha sabido eso? —preguntó Rachel.
—Los ICI contenían entrevistas con Alfred Rosenberg, cabecilla del ERR, el departamento creado por Hitler para supervisar el saqueo de Europa. Rosenberg habló repetidamente de la obsesión de Göring respecto a la Habitación de Ámbar.
McKoy describió entonces la feroz competencia entre Göring y Hitler por obtener obras de arte. El gusto del Führer reflejaba la filosofía nazi: cuanto más al este se encontraba el punto de origen de una obra, menos valía.
—Hitler no tenía interés alguno en el arte ruso. Consideraba que toda esa nación estaba formada por subhumanos. Pero no consideraba rusa la Habitación de Ámbar. Federico Guillermo I, rey de Prusia, le había dado el ámbar a Pedro el Grande. Por tanto, la reliquia era alemana y su regreso a suelo alemán fue considerado un asunto de importancia cultural.
»El propio Hitler ordenó la evacuación de los paneles desde Königsberg en 1945. Pero Erich Koch, el gobernador provincial prusiano, era leal a Göring. Y aquí está el meollo. Josef Loring y Koch estaban conectados. Koch necesitaba desesperadamente material bruto y fábricas eficientes para cumplir con las cuotas que Berlín imponía a todos los gobernadores provinciales. Loring trabajó con los nazis abriendo minas familiares, fundiciones y fábricas para el esfuerzo de guerra alemán. Para mejorar su apuesta, sin embargo, también trabajó con el espionaje soviético. Esto podría explicar por qué le resultó tan sencillo prosperar bajo el gobierno soviético que se impuso en Checoslovaquia tras la guerra.
—¿Cómo ha descubierto todo eso? —preguntó Paul.
McKoy se dirigió hacia un maletín de cuero que se encontraba ladeado sobre una mesa de trabajo. Sacó de él unas páginas grapadas y se las entregó.
—Vaya a la cuarta página. He marcado los párrafos. Léalos.
Paul hojeó hasta encontrar los fragmentos señalados.
Entrevistas con varios contemporáneos de Koch y Josef Loring confirman que los dos se reunieron a menudo. Loring fue un importante contribuyente financiero de Koch y mantenía al gobernador alemán con un nivel de vida suntuoso. ¿Condujo esta relación a alguna información acerca de la Habitación de Ámbar, o incluso acerca de su obtención real? La respuesta es complicada. Si Loring poseía información acerca de los paneles, o los paneles mismos, parece que los soviéticos no sabían nada.
Muy poco después del fin de la guerra, en mayo de 1945, el Gobierno soviético organizó la búsqueda de los paneles de ámbar. Alfred Rohde, director de las colecciones de arte de Königsberg para Hitler, se convirtió en su primera fuente de información. Rohde sentía un gusto apasionado por el ámbar y dijo a los investigadores soviéticos que los cajones con los paneles seguían en el palacio de Königsberg cuando él abandonó el edificio el 5 de abril de 1945. Rohde mostró a los investigadores la sala quemada en la que según él habían estado almacenados los cajones. Aún quedaban allí restos de madera dorada y bisagras de cobre (piezas de las que se creía que formaban parte de las puertas originales de la Habitación de Ámbar). La conclusión de la destrucción se hacía inevitable y se consideró aquel asunto cerrado. Entonces, en marzo de 1946, Anatoly Kuchumov, encargado de los palacios en Pushkin, visitó Königsberg. Allí, entre las mismas ruinas, encontró restos hechos pedazos de los mosaicos florentinos pertenecientes a la Habitación de Ámbar.
Kuchumov tenía la firme creencia de que, mientras que algunas partes de la habitación habían ardido, la cámara en sí se había salvado. Ordenó una nueva búsqueda.
Para entonces Ronde ya había muerto. Él y su esposa murieron el mismo día en que recibieron la orden de presentarse para una nueva ronda de interrogatorios soviéticos. Resulta interesante el hecho de que el médico que firmó el certificado de muerte de Rohde desapareció aquel mismo día. Llegados a ese punto, el ministerio soviético de Seguridad Estatal tomó las riendas de la investigación junto con la Comisión Estatal Extraordinaria, que prosiguió su búsqueda hasta casi 1960.
Pocos son los que aceptan la conclusión de que los paneles de ámbar se perdieron en Königsberg. Muchos expertos se cuestionan la veracidad de que los mosaicos hubieran sido destruidos. Los alemanes sabían ser muy astutos cuando era necesario y, dadas las personalidades y el precio que había en juego, todo es posible. Además, dados los intensos esfuerzos de Josef Loring durante la posguerra en la ciudad en la región de Harz, su pasión por el ámbar y los recursos y fondos ilimitados a su disposición, quizá sí encontrara el ámbar. Las entrevistas con los herederos de habitantes locales indican que Loring visitó a menudo la región de Harz a la busca de minas, siempre con el conocimiento y aquiescencia del Gobierno soviético. Un hombre llegó a afirmar que Loring trabajaba con la hipótesis de que los paneles hubieran sido llevados hacia el oeste, hacia el interior de Alemania, una vez sacados en camiones de Königsberg, y que su destino último era el sur, las minas austríacas o los Alpes, pero que los camiones fueron desviados por la cercanía de los ejércitos soviético y americano. Las mejores estimaciones consideran que participaron tres camiones. Sin embargo, no ha podido confirmarse nada.
Josef Loring murió en 1967. Su hijo, Ernst, heredó la fortuna familiar. Ninguno de los dos ha hablado públicamente jamás acerca de la Habitación de Ámbar.
—¿Lo sabía? —dijo Paul—. ¿Todo lo sucedido el lunes y ayer fue una actuación? ¿Desde el principio buscaba la Habitación de Ámbar?
—¿Por qué creen que les dejé quedarse? Dos extraños que aparecen de la nada… ¿Se creen que hubiera perdido dos segundos con ustedes si lo primero que salió de sus labios no hubiera sido «estamos buscando la Habitación de Ámbar» y «quién es Josef Loring»?
—Que le den por culo, McKoy —dijo Paul; sorprendido por su propio lenguaje. No recordaba haber dicho nada así, o en tal profusión como en aquellos últimos días. Al parecer, ese palurdo de Carolina del Norte podía con él.
—¿Quién ha escrito esto? —preguntó Rachel, señalando el papel.
—Rafal Dolinski, un periodista polaco. Trabajó mucho siguiendo la pista de la Habitación de Ámbar. En mi opinión, llegó a obsesionarse con el asunto. Cuando estuve aquí hace tres años vino a hablar conmigo. Fue él quien me metió el ámbar en la cabeza. Se había documentado mucho y estaba escribiendo un artículo para no sé qué revista europea. Esperaba poder conseguir una entrevista con Loring para atraer la atención de un editor. Envió a Loring una copia de todo esto, junto con una solicitud para hablar con él. El checo ni siquiera respondió, pero un mes después Dolinski apareció muerto. —McKoy miró directamente a Rachel—. Saltó por los aires en una mina cerca de Warthberg.
—Joder, McKoy —dijo Paul—. Sabía todo esto y no nos dijo nada. Y ahora Grumer está muerto.
—A Grumer que le den. Era un hijo de puta codicioso y embustero. Él solo se mató al venderse. Ése no es mi problema. No le conté nada de todo esto a propósito. Pero algo me decía que ésta era la cámara correcta. Desde las lecturas del radar. Podía tratarse de un vagón, pero de no ser así, bien podrían ser los tres camiones con la Habitación de Ámbar dentro. Cuando vi aquellos malditos trastos el lunes, esperando en la oscuridad, creí que me había tocado el premio gordo.
—Así que engañó a los inversores para tener la oportunidad de descubrir si era verdad —dijo Paul.
—Supuse que, fuera lo que fuera, ellos gafaban. O cuadros o ámbar. ¿Qué más les da a ellos?
—Es un actor estupendo —dijo Rachel—. A mí me engañó.
—Mi reacción al ver los camiones vacíos no fue ninguna actuación. Esperaba que mi apuesta se viera recompensada y que a los inversores no les importara un pequeño cambio en el botín. Rezaba para que Dolinski estuviera equivocado y que Loring, o algún otro, no los hubiera llegado a encontrar. Pero cuando vi la otra entrada sellada y las cajas vacías supe que estaba de mierda hasta el cuello.
—Y sigue con la mierda hasta el cuello —le recordó Paul.
McKoy sacudió la cabeza.
—Piense en ello, Cutler. Aquí está pasando algo. Éste no es un agujero seco. Esa cámara de ahí no debía ser descubierta. Nosotros nos topamos con ellas, gracias a la bendita tecnología moderna. Y ahora, de repente, aparece alguien enormemente interesado en lo que estamos haciendo y que tanto Karol Borya como Chapaev conocían. Lo bastante interesado como para matarlos. Quizá lo bastante como para matar a sus padres.
Paul perforó a McKoy con la mirada.
—Dolinski me habló de que eran muchos los buscadores del ámbar que habían terminado muertos. Es algo que sucede desde después de la guerra. Algo escalofriante. Pues él bien podría haberse unido a la lista.
Paul no discutió aquel punto. McKoy tenía razón. Estaba sucediendo algo importante relacionado con la Habitación de Ámbar. ¿Qué otra cosa podía ser? Las coincidencias eran demasiado numerosas.
—Asumiendo que tenga usted razón, ¿qué hacemos ahora? —preguntó al fin Rachel con una voz que indicaba resignación.
La respuesta de McKoy fue rápida.
—Voy a ir a la República Checa para hablar con Ernst Loring. Creo que ya es hora de alguien lo haga.
—Nosotros también vamos —dijo Paul.
—¿Cómo dices? —preguntó Rachel.
—Tienes toda la razón. Tu padre y los míos podrían haber muerto por esto. Hemos llegado muy lejos y tengo intención de seguir hasta el final.
Rachel le lanzó una mirada de curiosidad. ¿Estaba descubriendo un lado nuevo en él? Algo que nunca antes había visto. Una determinación que se ocultaba bajo una gruesa cáscara de calma controlada. Quizá fuera así. Sin duda, Paul estaba descubriendo cosas acerca de sí mismo. La experiencia de la noche anterior lo había espoleado. La emoción de la huida de Knoll. El terror de colgar de un balcón, a cientos de metros sobre un río alemán. Habían tenido suerte de escapar con poco más que un par de chichones. Pero ahora él estaba decidido a descubrir lo que había sucedido a Karol Borya, a sus padres y a Chapaev.
—Paul —dijo Rachel—, no quiero que vuelva a suceder nada como lo de anoche. Es una locura. Tenemos dos hijos. Recuerda lo que intentaste decirme la semana pasada en Warthberg. Ahora estoy de acuerdo contigo. Volvamos a casa.
Paul le clavó la mirada.
—Vete. No voy a detenerte.
Lo cortante de su propio tono y la rapidez de la respuesta lo pusieron nervioso. Recordó haber pronunciado palabras similares tres años atrás, cuando ella le dijo que iba a solicitar el divorcio. Una bravuconada del momento. Palabras que pretendían dañarla. La prueba de que él podía controlar la situación. En esta ocasión, las palabras eran algo más. Pensaba ir a la República Checa y ella podía acompañarlo o volverse a casa. Esta vez era cierto que le daba igual.
—No sé si ha pensado algo, señoría… —dijo McKoy de repente.
Rachel lo miró.
—Su padre conservó las cartas de Chapaev y copió las que él había enviado. ¿Por qué? ¿Y por qué dejárselas a usted para que las encontrara? Si de verdad no quería que usted se involucrara, las habría quemado y se hubiera llevado el maldito secreto a la tumba. No lo conocí, pero no me cuesta pensar como él. En el pasado fue un buscador de tesoros. Quería que la cámara fuera encontrada, de existir la menor posibilidad de ello. Solo podía confiarle la información a usted. Sí, es verdad, se hizo la picha un lío para enviar su mensaje, pero este sigue siendo alto y claro: «Ve a buscarla, Rachel».
Paul pensó que tenía razón. Aquello era exactamente lo que Borya había hecho. Hasta entonces no lo había considerado.
Rachel sonrió.
—Creo que mi padre se hubiera llevado muy bien con usted, McKoy. ¿Cuándo nos marchamos?
—Mañana. Antes tengo que encargarme de los socios, para conseguir un poco más de tiempo.