5

Borya esperó hasta la siguiente media hora, con la esperanza de que Headline News repitiera algunas de las noticias. Tuvo suerte. Al final del bloque de las seis y media volvió a aparecer el mismo reportaje sobre la expedición de Wayland McKoy a las montañas Harz, en busca de los tesoros nazis.

Seguía pensando en aquella información veinte minutos más tarde, cuando llegó Paul. Para entonces estaba en la salita, con un mapa de carreteras de Alemania desplegado sobre la mesa de café. Lo había comprado en el centro comercial hacía algunos años para reemplazar el de la National Geographic, que había usado durante décadas, pero que ya había quedado muy anticuado.

—¿Dónde están los niños? —preguntó Paul.

—Regando el jardín.

—¿Estás seguro de que tu jardín estará a salvo?

Borya sonrió.

—Han sido días secos. No pueden hacer mal.

Paul se desplomó sobre una butaca, se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el botón del cuello.

—¿Te ha contado tu hija que esta mañana ha metido a un abogado en el calabozo?

El viejo no levantó la mirada del mapa.

—¿Se lo merecía?

—Probablemente. Pero ella está en pleno proceso de reelección y ese tipo no es alguien con quien convenga meterse. Un día de éstos, ese temperamento suyo la va a meter en líos.

Borya miró a su exyerno.

—Igualito que mi Maya. En un momento se volvía medio loca.

—Y no hace caso a lo que le diga nadie.

—Eso también sacó de su madre.

Paul sonrió.

—No lo dudo. —Señaló el mapa—. ¿Qué estás haciendo?

—Comprobar algo. Salió en cnn. Un individuo asegura que en las montañas Harz aún hay obras de arte.

—Esta mañana, el USA Today sacaba algo acerca de eso. Me llamó la atención. Un tipo llamado McKoy, de Carolina del Norte. Yo creía que la gente ya se habría olvidado de todo eso del legado nazi. Cincuenta años en una mina húmeda es mucho tiempo para un supuesto lienzo de trescientos años. De ser cierto, sería todo un milagro que no fuera ya poco más que una masa de moho.

Borya arrugó el ceño.

—Todo lo bueno ya se encontró o se perdió para siempre.

—Supongo que tú lo sabrás todo al respecto.

El viejo asintió.

—Un poco de experiencia, sí. —Intentó ocultar su verdadero interés, aunque en realidad era incapaz de sacárselo de la cabeza—. ¿Podrías comprarme un ejemplar de ese diario USA?

—No hace falta, tengo el mío en el coche. Voy a por él.

Paul salió por la puerta delantera justo cuando la trasera se abría y los dos niños entraban trotando en la salita.

—Ya ha llegado vuestro padre —le dijo a Marla.

Paul regresó y le entregó el periódico.

—¿Habéis ahogado los tomates? —les preguntó.

La niña rió.

—No, papá. —Tiró del brazo de Paul—. Ven a ver el huerto del abuelo.

Paul miró a Borya y sonrió.

—Enseguida vuelvo. El artículo ese andará en la página cuatro o cinco, creo.

Borya esperó hasta que se marcharon por la cocina antes de encontrar el artículo y leer con suma atención cada palabra.

¿Quedan tesoros alemanes?

Por Fran Downing, redacción

Cincuenta y dos años han transcurrido desde que los convoyes nazis recorrieron las montañas Harz en dirección a los túneles específicamente excavados para ocultar obras de arte y otros objetos de valor del Reich. En un principio las cavernas se emplearon como emplazamientos de fabricación de armas y depósito de municiones, pero en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en perfectos repositorios para los tesoros nacionales saqueados.

Hace dos años, Wayland McKoy organizó una expedición hacia las cavernas Heimkehl, cerca de Uftrugen, Alemania, en busca de dos vagones de ferrocarril supuestamente enterrados bajo toneladas de yeso. McKoy encontró estos vagones, junto con varias obras maestras de la pintura por las que los gobiernos francés y holandés pagaron una cuantiosa suma al descubridor.

Esta vez McKoy, un constructor de Carolina del Norte, promotor inmobiliario y aficionado a la búsqueda de tesoros, espera lograr un botín aún mayor. En el pasado ha formado parte de cuatro expediciones, y alberga la esperanza de que esta última, que dará comienzo la semana que viene, alcance el mayor éxito de todas.

«Piense en ello. Estamos en 1945. Por un lado, llegan los rusos y por el otro, los americanos. Eres el conservador de un museo berlinés lleno de obras de arte robadas en todos los países invadidos. Te quedan muy pocas horas. ¿Qué metes en el tren que sale de la ciudad? Obviamente, las cosas más valiosas».

McKoy cuenta que un tren así abandonó Berlín en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Se dirigió hacia el sur, hacia el centro de Alemania, hacia las montañas Harz. No existe registro alguno de su destino, pero McKoy tiene la esperanza de que su cargamento se encuentre en unas cavernas que no fueron descubiertas hasta el pasado otoño. Las entrevistas celebradas con familiares de los soldados alemanes que ayudaron a cargar el tren han convencido al explorador de su existencia. A principios de año, McKoy un radar capaz de penetrar el terreno para registrar las nuevas cavernas.

«Ahí hay algo», asegura McKoy. «Y sin duda es lo bastante grande como para ser vagones de tren o cajones de almacenamiento».

McKoy ya se ha procurado un permiso de excavación, expedido por las autoridades alemanas. Se encuentra especialmente emocionado ante la perspectiva de registrar este nuevo emplazamiento, ya que, hasta donde alcanzan sus datos, nadie ha excavado nunca en esta área. La región, que formaba parte de la antigua Alemania Oriental, ha estado vedada durante muchas décadas. Las actuales leyes alemanas señalan que McKoy solo puede conservar una pequeña parte de todo aquello que no sea reclamado por su legítimo propietario, pero esto no lo detiene. «Es emocionante. Qué demonios, quién sabe: ¡la Habitación de Ámbar bien podría estar escondida bajo toda esa roca.»!

Las excavaciones serán lentas y difíciles. Excavadoras y bulldozer podrían dañar los tesoros, de modo que McKoy se verá obligado a taladrar orificios en la roca y después romperla por procedimientos químicos.

«Se trata de un proceso penoso y peligroso, pero compensa el esfuerzo», asegura. «Los nazis obligaron a los prisioneros a cavar cientos de cavernas, donde almacenaron munición para ponerla a salvo de los bombardeos. Aun así, incluso las cuevas empleadas como repositorios de obras de arte fueron atacadas varias veces. El truco está en dar con la cueva correcta y entrar de forma segura».

El material de McKoy, siete empleados y un equipo de televisión ya lo esperan en Alemania. Él planea llegar al lugar a lo largo del fin de semana. El coste de la operación, que asciende a casi un millón de dólares, está siendo sufragado por inversores privados que esperan hacer dinero con la expedición.

«En ese suelo hay algo», asegura McKoy. «Estoy convencido. Alguien encontrará antes o después todos esos tesoros. ¿Por qué no yo?».

Borya levantó la mirada del periódico. Madre de Dios todopoderoso. ¿Era cierto aquello? De ser así, ¿qué podía hacerse al respecto? Él era un hombre viejo. Para ser realistas, no había mucho que pudiera intentar.

Se abrió entonces la puerta trasera y Paul entró en la salita. Dejó el periódico sobre la mesilla de café.

—¿Sigues interesado en todo eso de las obras de arte? —preguntó Paul.

—Los hábitos de toda una vida.

—Excavar en esas montañas debe de resultar bastante emocionante. Los alemanes las usaban como cámaras acorazadas. Vete a saber qué quedará allí.

—Este McKoy menciona la Habitación de Ámbar. —Negó con la cabeza—. Otro hombre a la busca de paneles perdidos.

Paul sonrió.

—La atracción del tesoro. Les encanta a los de los especiales de televisión.

—Yo vi una vez los paneles de ámbar —dijo Borya, rindiéndose a su necesidad de hablar—. Tomé un tren de Minsk a Leningrado. Comunistas habían convertido el Palacio de Catalina en un museo. Vi la habitación en toda su gloria. —Gesticuló con las manos—. Cien metros cuadrados. Paredes de ámbar. Como gigante rompecabezas. Toda la madera hermosamente tallada y dorada. Asombroso.

—He leído al respeto. Eran muchos los que la consideraban la octava maravilla del mundo.

—Era como entrar en cuento de hadas. El ámbar era duro y resplandeciente como la piedra, pero no frío como el mármol. Más como madera. Limón, el tono del güisqui, cereza… Colores cálidos. Como estar en el sol. Increíble lo que los viejos maestros podían hacer. Figuras talladas, flores, conchas. Intrincadísimos pergaminos. Toneladas de ámbar, todo trabajado a mano. Nunca antes nadie había hecho algo así.

—¿Cuándo robaron los nazis los paneles? ¿En 1941?

Borya asintió.

—Criminales, hijos de mala madre… Saquearon la habitación. Desde 1945 no se la ha vuelto a ver. —Se estaba enfadando al pensar en ello y se daba cuenta de que ya había hablado demasiado, de modo que cambió de tema—. ¿Has dicho que mi Rachel metió en calabozo a un abogado?

Paul se recostó en la silla y cruzó los tobillos sobre una otomana.

—La Reina de Hielo ataca de nuevo. Así es como la llaman en los juzgados. —Lanzó un suspiro—. Todos se creen que, como estamos divorciados, no me molesta.

—¿Y te molesta?

—Me temo que sí.

—¿Quieres a mi Rachel?

—Y a mis chicos. El apartamento está demasiado silencioso. Echo de menos a los tres, Karl. O debería decir Karol. Me va a costar un poco acostumbrarme.

—A los dos.

—Siento no haber podido estar hoy. Pospusieron mi audiencia. Era con el abogado al que Rachel encarceló.

—Te agradezco la ayuda con petición.

—Ha sido un placer.

—¿Sabes? —Dijo Borya guiñando un ojo—. Desde divorcio no se ha visto con ningún hombre. Quizá por eso esté tan gruñona… —Paul se enderezó de forma evidente. Creía haber entendido bien lo que su exsuegro pretendía—. Dice estar demasiado ocupada. Pero no sé.

Sin embargo, Paul no mordió el anzuelo y se limitó a sentarse en silencio. Borya devolvió la atención al mapa. Después de unos momentos dijo:

—Los Braves juegan en TBS.

Paul se inclinó para coger el mando a distancia y encendió el televisor.

Borya no volvió a mencionar a Rachel, pero a lo largo del partido no dejó de mirar el mapa. Un contorno verde claro delineaba las montañas Harz, que se alzaban de norte a sur antes de doblar hacia el este, desaparecida ya la antigua frontera entre las dos Alemanias. Las localidades aparecían marcadas en negro. Göttingen. Münden. Osterdode. Warthberg. Stod. Las cuevas y túneles no aparecían marcados, pero él sabía que estarían allí. Por centenares.

¿Pero dónde se encontraría la cueva correcta?

A esas alturas era difícil de decir.

¿Seguía Wayland McKoy la pista adecuada?