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11:45

Rachel estudió al anciano que abrió la puerta. Era bajo, con un rostro estrecho coronado por un matojo de pelo plateado. Un vello rubio le cubría el mentón y el cuello avejentados. Era de figura enjuta y su piel poseía el tono del talco. El rostro estaba seco como una nuez. Tendría un mínimo de ochenta años y su primer pensamiento fue para su padre y para lo mucho que aquel hombre le recordaba a él.

—¿Danya Chapaev? Soy Rachel Cutler. La hija de Karol Borya.

El anciano se quedó mirándola con intensidad.

—Lo veo en su cara y en sus ojos.

Ella sonrió.

—Él se sentiría orgulloso de ello. ¿Puedo entrar?

—Por supuesto —respondió Chapaev.

Ella y Knoll entraron en la diminuta casa. Tenía una sola planta y estaba construida con madera vieja y yeso cuarteado. El de Chapaev era el último de una serie de chalés que quedaban un poco apartados de Kehlheim y a los que se llegaba a través de un camino entre los árboles.

—¿Cómo ha encontrado mi casa? —preguntó Chapaev. Su inglés era mucho mejor que el de su padre.

—Preguntamos dónde vivía en el pueblo —respondió ella.

La sala era hogareña y cálida gracias a un pequeño fuego chisporroteante. Dos lámparas ardían junto a un sofá guateado en el que se sentaron ella y Knoll. Chapaev ocupó una mecedora de madera situada frente a ellos. En el aire flotaba el olor de la canela y el café. Chapaev les ofreció una bebida, pero ambos declinaron. Rachel presentó a Knoll y después habló a Chapaev acerca de la muerte de su padre. El anciano se sorprendió ante la noticia. Se quedó un rato sentado en silencio. Sus ojos cansados luchaban por contener las lágrimas.

—Era un buen hombre. El mejor —dijo al fin Chapaev.

—Estoy aquí, señor Chapaev…

—Danya, por favor. Llámeme Danya.

—Muy bien, Danya. Estoy aquí debido a las cartas que usted y mi padre se cruzaron en relación con la Habitación de Ámbar. Las he leído. Papá me dijo algo acerca del secreto que los dos compartían y de que eran demasiado viejos para ir a comprobarlo. He venido para descubrir lo que sea posible.

—¿Porqué, niña?

—Parecía importante para papá.

—¿Habló alguna vez con usted de ello?

—Hablaba poco de la guerra y de lo que hizo tras ella.

—Quizá tuviera motivos para guardar silencio.

—Estoy segura de que sí. Pero mi padre ya no está.

Chapaev se sentó en silencio. Parecía contemplar el fuego. Las sombras jugaban sobre su viejo rostro. Rachel miró a Knoll, que observaba atentamente a su anfitrión. Se había visto obligada a decir algo acerca de las cartas y Knoll había reaccionado. No era sorprendente, ya que ella había ocultado intencionadamente esa información. Supuso que más tarde le haría algunas preguntas.

—Quizá sea el momento —dijo Chapaev en voz baja—. Siempre me he preguntado cuándo sería. Puede que sea ahora.

Junto a ella, Knoll inspiró profundamente por la boca. Rachel sintió un escalofrío que le recorrió la columna. ¿Era posible que aquel anciano supiera dónde se encontraba la Habitación de Ámbar?

—Tamaño monstruo, Erich Koch —susurró Chapaev.

Ella no lo comprendió.

—¿Koch?

—Un gauleiter —respondió Knoll—. Uno de los gobernadores provinciales de Hitler. Koch gobernaba en Prusia y Ucrania. Su trabajo era exprimir hasta la última tonelada de grano, hasta el último gramo de acero, hasta el último esclavo de la región.

El anciano suspiró.

—Koch solía decir que si llegara a encontrar a un ucraniano digno de sentarse a su mesa, lo fusilaría. Supongo que deberíamos estar agradecidos a su brutalidad. Logró convertir a cuarenta millones de ucranianos, que saludaron a los invasores como liberadores del yugo de Stalin, en partisanos consumidos por el odio hacia los alemanes. Toda una hazaña.

Knoll guardó silencio. Chapaev continuó su relato:

—Koch jugó con los rusos y con los alemanes después de la guerra, y empleó la Habitación de Ámbar para permanecer con vida. Karol y yo fuimos testigos de la manipulación, pero no podíamos decir nada.

—No entiendo —dijo ella.

—Koch fue juzgado en Polonia después de la capitulación y sentenciado a morir como criminal de guerra. Pero los soviéticos pospusieron la ejecución una y otra vez. Él aseguraba saber dónde estaba enterrada la Habitación de Ámbar. Fue Koch quien ordenó que se sacara de Leningrado y se transportara a Königsberg, en 1941. También ordenó su evacuación hacia el oeste en 1945. Koch usó este supuesto conocimiento para permanecer vivo, pues intuía que los soviéticos lo matarían en cuanto revelara el lugar.

Rachel empezó a recordar parte de lo que había leído en los artículos recopilados por su padre.

—Pero al final consiguió una garantía, ¿no?

—A mediados de los sesenta —respondió Chapaev—. Pero el estúpido aseguró que era incapaz de recordar la localización exacta. Para entonces Königsberg había sido rebautizada como Kaliningrado y era parte de la Unión Soviética. La localidad había sido bombardeada durante la guerra hasta quedar reducida a escombros y los soviéticos la limpiaron a golpe de máquina y la reconstruyeron. No quedó nada de la antigua ciudad. Culpó a los rusos de todo. Dijo que habían destruido los hitos necesarios para localizar el lugar. Que era culpa de ellos el que ahora no pudiera encontrarla.

—Koch no sabía nada de nada, ¿no es así? —preguntó Knoll.

—Nada. No era más que un oportunista que quería sobrevivir.

—Díganos, señor, ¿encontraron ustedes la Habitación de Ámbar?

Chapaev asintió.

—¿La vieron? —preguntó Knoll.

—No. Pero estaba allí.

—¿Por qué guardaron el secreto?

—Stalin era maligno. El diablo encarnado. Había saqueado y robado la herencia de Rusia para construir el Palacio de los Soviets.

—¿El qué? —preguntó Rachel.

—Un inmenso rascacielos en Moscú —explicó Chapaev—. Y quería coronar aquella mole con una gigantesca estatua de Lenin. ¿Puede imaginar tamaña monstruosidad? Karol, yo y todos los demás estábamos reuniendo piezas para el Museo de Arte Mundial, que iba a formar parte de ese palacio. Pretendía ser el regalo de Stalin al mundo. Idéntico a lo que Hitler planeaba en Austria. Un inmenso museo de arte robado. Gracias a Dios que Stalin no llegó a construir siquiera el monumento. Era una locura. Algo demencial. Y nadie era capaz de detener a ese hijo de puta. Solo la muerte pudo con él. —El anciano negó con la cabeza—. Una locura, una absoluta locura. Karol y yo decidimos cumplir con nuestra parte y no decir jamás nada acerca de lo que creíamos haber encontrado en las montañas. Era mejor dejarlo enterrado a que terminara sirviendo como escaparate para Satán.

—¿Cómo encontraron la Habitación de Ámbar? —preguntó ella.

—Pues por casualidad. Karol se topó con un trabajador ferroviario que nos puso en la pista de las cuevas. Estaban en el sector ruso, lo que se había convertido en la Alemania Oriental. Los soviéticos robaron incluso eso, aunque en este caso se trató de un robo consentido. Cada vez que Alemania se unifica suceden cosas espantosas. ¿No está usted de acuerdo, Herr Knoll?

—No opino acerca de política, camarada Chapaev. Además, soy austríaco, no alemán.

—Qué curioso. Creí haber notado en su acento entonaciones bávaras.

—Tiene buen oído para un hombre de su edad.

Chapaev se volvió hacia ella.

—Ése era el apodo de su padre. Ýxo. Oídos. Así lo llamaban en Mauthausen. Era el único en los barracones que hablaba alemán.

—No lo sabía. Papá no hablaba mucho sobre el campo.

Chapaev asintió.

—Es comprensible. Yo pasé en uno los últimos meses de la guerra. —Miró con severidad a Knoll—. Respecto a su acento, Herr Knoll, se me daban muy bien esas cosas. El alemán era mi especialidad.

—Su inglés también es muy bueno.

—Tengo don de lenguas.

—Sin duda, su antiguo trabajo exigía una gran capacidad de observación y de comunicación.

Rachel sentía curiosidad por la fricción que parecía existir entre ellos. Eran dos extraños, pero actuaban como si se conocieran. O, para ser más precisos, como si se odiaran. Pero aquella pugna estaba retrasando su misión.

—Danya —dijo—, ¿puede decirnos dónde está la Habitación de Ámbar?

—En las cuevas que hay al norte. En las montañas Harz. Cerca de Warthberg.

—Habla usted como Koch —terció Knoll—. Esas cuevas han sido revisadas de arriba abajo.

—No éstas. Estaban en la zona oriental. Los soviéticos las cerraron y se negaron a permitir que nadie entrara en ellas. Son numerosísimas. Llevaría décadas explorarlas todas y son como un laberinto para ratas. Los nazis minaron la mayoría con explosivos y almacenaron munición en el resto. Ése es uno de los motivos por los que Karol y yo nunca quisimos ir a mirar. Es mejor dejar que el ámbar descanse en paz que arriesgarnos a que vuele por los aires.

Knoll sacó una pequeña libreta y un bolígrafo del bolsillo trasero del pantalón.

—Dibújenos un mapa.

Chapaev trabajó en el mapa durante algunos minutos. Ella y Knoll guardaban silencio. Solo el chisporroteo del fuego y el sonido del bolígrafo sobre el papel rompían la quietud. Chapaev le entregó la libreta a Knoll.

—Es posible encontrar la cueva correcta gracias al sol —dijo—. La entrada apunta hacia el este. Un amigo que visitó la zona hace poco me dijo que la entrada había sido cerrada con barrotes de hierro y que en el exterior se podía ver la designación «BCR-65». Las autoridades alemanas aún están por entrar para limpiar la zona de explosivos, de modo que nadie se ha aventurado todavía. O eso me han dicho. He dibujado el mejor mapa de los túneles que me permite mi memoria. Al final no se librarán de cavar, pero tras un corto trecho se toparán con la puerta de hierro que conduce a la cámara.

—Lleva décadas guardando este secreto —dijo Knoll—. ¿Por qué se lo suelta ahora a dos extraños?

—Rachel no es una extraña.

—¿Cómo sabe que no le está mintiendo respecto a su identidad?

—Veo claramente a su padre en ella.

—Pero no sabe nada sobre mí. Ni siquiera ha preguntado por qué estoy aquí.

—Me basta con que Rachel lo haya traído aquí. Soy un hombre viejo, Herr Knoll. Me queda poco tiempo. Es necesario que alguien sepa lo que yo sé. Quizá Karol y yo tuviéramos razón. Quizá no. Puede que allí no haya nada. ¿Por qué no va a echar un vistazo, para asegurarse? —Chapaev se volvió hacia ella—. Ahora, mi niña, si eso era cuanto quería, me gustaría descansar. Estoy agotado.

—Por supuesto, Danya. Y muchas gracias. Comprobaremos si la Habitación de Ámbar está allí.

Chapaev lanzó un suspiro.

—Hágalo, mi niña. Hágalo.

—Muy bien, camarada —dijo Suzanne en ruso cuando Chapaev abrió la puerta del dormitorio. Los visitantes del viejo se acababan de marchar y había oído alejarse su coche—. ¿Ha considerado alguna vez la posibilidad de dedicarse a la interpretación? Christian Knoll es muy difícil de engañar, pero usted lo ha hecho a la perfección. Casi me lo creí yo misma.

—¿Cómo sabe que Knoll irá a la cueva?

—Está ansioso por agradar a su nuevo empleador. Codicia la Habitación de Ámbar hasta tal punto que no dejará pasar la oportunidad de comprobarlo, aunque crea que se trata de un callejón sin salida.

—¿Y si piensa que es una trampa?

—No tiene motivos para sospechar nada, gracias a su notable interpretación.

La mirada de Chapaev se dirigió hacia su nieto, que se encontraba junto a la cama, amordazado y atado a una silla de roble.

—Su precioso nieto agradece enormemente su interpretación. —Le acarició el pelo al muchacho—. ¿A que sí, Julius?

El chico trató de apartarse e intentó hablar a través de la cinta que le cubría la boca. Ella levantó la pistola con silenciador y se la acercó a la cabeza. El joven abrió los ojos como platos cuando el cañón le tocó la sien.

—Eso no es necesario —intervino rápidamente Chapaev—. Hice lo que me pidió. Dibujé un mapa exacto, sin trucos. Aunque me duele el corazón por lo que pueda sucederle a la pobre Rachel. No se merece esto.

—La pobre Rachel debería habérselo pensado mejor antes de decidir involucrarse. Ésta no es su guerra, ni el asunto es de su incumbencia. Debería haberse quedado en su casita.

—¿Podemos pasar a la otra habitación? —preguntó Chapaev.

—Como desee. No creo que el querido Julius se vaya a ir a ninguna parte. ¿Y usted?

Entraron en el salón. Chapaev cerró la puerta del dormitorio.

—El muchacho no merece morir —dijo en voz baja.

—Es usted perspicaz, camarada Chapaev.

—No me llame así.

—¿No está usted orgulloso de su herencia soviética?

—Yo no tengo herencia soviética. Soy un ruso blanco. Solo frente a Hitler me uní a ellos.

—Pues no parecía tener reservas a la hora de robar tesoros para Stalin.

—Un error de aquellos tiempos. Santo Dios. Cincuenta años he guardado el secreto. Jamás dije una sola palabra. ¿No es capaz de aceptarlo y dejar vivir a mi nieto?

Ella no respondió.

—Trabaja usted para Loring, ¿verdad? —preguntó Chapaev—. Con toda seguridad Josef estará muerto. Debe de ser para Ernst, el hijo.

—Vuelve a ser muy perspicaz, camarada.

—Sabía que algún día vendría usted. Era un riesgo que corría. Pero el muchacho no forma parte de esto. Déjelo ir.

—Es un cabo suelto. Como lo ha sido usted. He leído la correspondencia que se cruzó usted con Karol Borya. ¿Por qué no podía dejarlo estar? ¿Por qué no dejó que el asunto muriera? ¿Con cuántos más se ha estado escribiendo? Mi empleador no desea correr más riesgos. Borya ha desaparecido. Los demás buscadores han desaparecido. Usted es el único que queda.

—Mató usted a Karol, ¿no es así?

—Lo cierto es que no. Herr Knoll se me adelantó.

—¿Rachel no lo sabe?

—Parece que no.

—Pobre niña, en qué peligro se ha colocado.

—Ése es su problema, camarada, como ya he dicho.

—Supongo que va usted a matarme. En cierto modo, lo agradezco. Pero por favor, deje ir al chico. No puede identificarla. No habla ruso. No entiende nada de cuanto hemos dicho. Estoy convencido de que el aspecto que muestra no es el real. El chico no podría ayudar a la policía aunque quisiera.

—Sabe que no puedo permitirlo.

Chapaev se lanzó entonces a por ella, pero los músculos que en el pasado habían escalado acantilados estaban atrofiados por la edad y la enfermedad. Suzanne esquivó fácilmente la patética intentona.

—No hay necesidad de esto, camarada.

Chapaev cayó de rodillas.

—Por favor… Se lo suplico en el nombre de la Virgen María, permita que el chico se vaya. Merece vivir. —Se dobló hacia delante y apretó la cara con fuerza contra el suelo—. Pobre Julius —sollozó—. Pobre, pobre Julius…

Suzanne apuntó la pistola hacia la nuca de Chapaev y consideró su petición.

Dasvidániya., camarada.