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Praga, República Checa
18:50
El elegante reactor dorado y gris rodó por la pista de aterrizaje hasta detenerse. Los motores comenzaron a disminuir sus revoluciones. Suzanne aguardaba junto a Loring, bajo las pálidas luces de la noche, mientras unos operarios acercaban la escalerilla de metal a la puerta abierta. Franz Fellner salió el primero, vestido con traje oscuro y corbata. Monika apareció tras él con un jersey blanco de cuello alto, un blazer ajustado azul marino y unos vaqueros ceñidos. Típico, pensó Suzanne. Una vil mezcolanza de castidad y sexualidad. Y aunque Monika Fellner acababa de salir de un reactor privado multimillonario en uno de los principales aeropuertos metropolitanos de Europa, su rostro reflejaba el desprecio de alguien que visita los barrios bajos.
Suzanne solo era dos años menor que ella, que hacía dos años había empezado a asistir a las reuniones del club, sin pretender ocultar en ningún momento que algún día sucedería a su padre. Todo le había resultado siempre muy sencillo.
La vida de Suzanne había sido radicalmente diferente.
Aunque había crecido en la hacienda Loring, siempre se había esperado de ella que trabajara duro, que estudiara duro, que robara duro. Se había preguntado muchas veces si Knoll no sería un factor de división entre ellas. Monika había dejado claro muchas veces que consideraba a Christian de su exclusiva propiedad. Hasta hacía unas pocas horas, cuando Loring le había dicho que el castillo Loukov sería algún día suyo, Suzanne nunca había considerado una vida como la de Monika Fellner. Pero esa realidad estaba ahora al alcance de su mano y no podía sino preguntarse qué pensaría la querida Monika de saber que pronto sería su igual.
Loring se acercó y dio la mano a Fellner. Después abrazó a Monika y le dio un leve beso en la mejilla. Fellner saludó a Suzanne con una sonrisa y un educado asentimiento, lo adecuado en un miembro del club que se dirigía a un adquisidor.
El trayecto hasta el castillo Loukov en el Mercedes de Loring fue agradable y relativamente tranquilo. Se habló de política y de negocios. La cena los esperaba en el comedor cuando llegaron. Mientras se servía el segundo plato, Fellner preguntó en alemán:
—¿Qué era tan urgente, Ernst, que teníamos que hablarlo esta misma noche?
Suzanne reparó en que, hasta entonces, Loring había mantenido un talante amistoso y había hablado de temas intrascendentes para que sus invitados se sintieran cómodos. Enfrentado a la pregunta, lanzó un suspiro.
—Es por el asunto de Christian y Suzanne.
Monika lanzó a Suzanne una mirada que ésta ya había visto antes y que había llegado a detestar.
—Sé que Christian resultó ileso en la explosión de la mina —dijo Loring—. Y como estoy seguro de que ya sabes, Suzanne fue la causante de dicha explosión.
Fellner depositó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y miró a su anfitrión.
—Los dos somos conscientes de ello.
—Pero repetidamente me has dicho durante los dos últimos días que no sabías nada sobre el paradero de Christian.
—Para ser francos, no consideré que esa información fuera de tu incumbencia. Y al mismo tiempo no dejaba de preguntarme: ¿por qué tanto interés? —El tono de Fellner se había agriado. Parecía que ya no había necesidad de mantener las apariencias.
—Sé de la visita que Christian hizo a San Petersburgo hace dos semanas. De hecho, fue esa visita la que comenzó todo esto.
—Sabemos que ustedes pagaban al encargado. —El tono de Monika era brusco, más aún que el de su padre.
—Te lo voy a repetir, Ernst. ¿A qué viene esta visita? —preguntó Fellner.
—La Habitación de Ámbar —respondió lentamente Loring.
—¿Qué pasa con ella?
—Termina tu cena. Después hablaremos.
—Para serte sincero, no tengo hambre. Me has hecho volar sin previo aviso trescientos kilómetros para hablar, de modo que hablemos.
Loring plegó su servilleta.
—Muy bien, Franz. Acompañadme Monika y tú.
Suzanne los siguió mientras Loring guiaba a sus invitados a través del laberinto que era la planta baja del castillo. Los amplios pasillos daban a habitaciones adornadas con obras de arte y antigüedades de valor incalculable. Aquélla era la colección pública de Loring, el resultado de seis décadas de adquisición personal, y otras diez anteriores por parte de su padre, su abuelo y su bisabuelo. Algunos de los objetos más valiosos del mundo descansaban en las cámaras cercanas. La extensión completa de aquella colección solo la conocían Suzanne y su empleador, y estaba protegida por gruesas murallas de piedra y el anonimato de una hacienda rural emplazada en un país del antiguo bloque comunista.
Pronto, todo aquello le pertenecería a ella.
—Estoy a punto de romper una de nuestras reglas sagradas —dijo Loring—. Como demostración de mi buena fe, tengo intención de mostraros mi colección privada.
—¿Es necesario? —preguntó Fellner.
—Creo que sí.
Atravesaron el estudio de Loring y prosiguieron por un largo pasillo hasta una habitación solitaria que se abría al final. Se trataba de un estrecho rectángulo coronado por una bóveda aristada cuyos murales representaban el zodíaco y a los apóstoles. Un enorme horno de cerámica ocupaba una esquina. En una pared se alineaban expositores de nogal, piezas del siglo XVII con incrustaciones de marfil africano. Los anaqueles de cristal estaban rebosantes de porcelana de los siglos XVI y XVII. Fellner y Monika dedicaron un momento a admirar algunas de las piezas.
—La Habitación Románica —dijo Loring—. No sé si alguno de los dos había estado antes aquí.
—Yo no —respondió Fellner.
—Yo tampoco.
—Aquí guardo la mayoría de mi cristalería preciosa. —Loring señaló el horno de cerámica—. Solo es decorativo, el aire procede de ahí. —Señaló una reja en el suelo—. Máquinas especiales para mantener el aire, como sin duda también utilizaréis vosotros.
Fellner asintió.
—Suzanne —llamó Loring.
Ésta se colocó delante de uno de los expositores de madera, el cuarto en una línea de seis, y dijo lentamente y con voz grave:
—«Un incidente cotidiano del que resulta una confusión cotidiana».
El mueble y una sección de la pared rotaron entonces alrededor de un eje central y se detuvieron a mitad de camino, creando una entrada a cada lado.
—Se activa con mi voz y con la de Suzanne. Algunos miembros del servicio saben de esta cámara. Por supuesto, es necesario realizar limpieza de vez en cuando. Pero, como estoy seguro de que sucede con tu gente, Franz, la mía es absolutamente leal y jamás ha hablado de esto fuera de estos muros. Pese a todo, por seguridad, cambiamos la contraseña todas las semanas.
—La de esta semana es interesante —dijo Fellner—. De Kafka, creo. La primera frase de Una confusión cotidiana. Muy apropiada.
Loring sonrió.
—Debemos ser leales a nuestros escritores bohemios.
Suzanne se hizo a un lado para permitir que Fellner y Monika entraran primero. Monika lo hizo apartándola y lanzándole una mirada de gélido disgusto. Después la propia Suzanne siguió a Loring. La espaciosa cámara que había al otro lado estaba ocupada por más expositores, cuadros y tapices.
—Estoy seguro de que vosotros disponéis de instalaciones similares —dijo Loring a Fellner—. Aquí se condensan más de doscientos años de coleccionismo. Los últimos cuarenta, dentro del club.
Fellner y Monika recorrieron todos los expositores.
—Hay piezas maravillosas —admitió Fellner—. Muy impresionante. Recuerdo muchas de ellas de las reuniones. Pero Ernst, te has guardado bastantes cosas. —Se encontraba frente a un cráneo ennegrecido encerrado en cristal—. ¿El hombre de Pekín?
—Está en poder de nuestra familia desde la guerra.
—Creo recordar que se había perdido en China, durante su transporte a los Estados Unidos.
Loring asintió.
—Mi padre lo obtuvo del ladrón que se lo había robado a los marines encargados.
—Asombroso. Esta pieza remonta nuestro linaje medio millón de años. Los chinos y los americanos matarían por recuperarlo. Pero aquí está, en medio de la Bohemia. Vivimos tiempos extraños.
—Eso es bien cierto, viejo amigo. Bien cierto. —Loring señaló las puertas dobles que se encontraban en el extremo de la larga cámara—. Ahí, Franz.
Fellner se dirigió hacia la pareja de altas puertas esmaltadas. Estaban pintadas de blanco, con molduras doradas. Monika siguió a su padre.
—Vamos, abrid —los animó Loring.
Suzanne reparó en que, por una vez, Monika no abría la boca.
Fellner asió los picaportes de bronce y empujó las puertas hacia dentro.
—Madre de Dios —dijo mientras entraba en una cámara brillantemente iluminada.
La habitación era perfectamente cuadrada, el techo alto y abovedado, decorado con un mural de vivos colores. Un mosaico de ámbar del color del güisqui dividía tres de las cuatro paredes en paneles claramente definidos. Unas pilastras espejadas separaban cada panel. Las molduras de ámbar creaban un efecto de revestido de madera entre los paneles más esbeltos de la zona superior y los más cortos y rectangulares que había abajo. Tulipas, rosas, cabezas esculpidas, figurillas, conchas, flores, monogramas, rocallas, pergaminos y guirnaldas, todos tallados en ámbar, surgían de las paredes. La cresta de los Romanov, un bajorrelieve ambarino del águila bicéfala de los zares rusos, decoraba muchos de los paneles inferiores. Algunas molduras doradas se extendían como vides por los bordes superiores y sobre los tres juegos de puertas dobles. El espacio entre y sobre los paneles superiores quedaba cubierto por tallas de querubines y bustos femeninos, que también adornaban el dintel de puertas y ventanas. Las pilastras espejadas alojaban candelabros dorados con velas eléctricas encendidas. El suelo era un parqué resplandeciente, de manufactura tan intrincada como las paredes de ámbar, y cuya superficie pulimentada reflejaba las bombillas como soles distantes.
Loring entró.
—Está exactamente igual que en el Palacio de Catalina. Diez por diez metros, con un techo de siete metros y medio.
Monika había mantenido el control mejor que su padre.
—¿A esto venían todos los juegos con Christian?
—Os estabais acercando demasiado. Se ha mantenido en secreto durante más de cincuenta años, y no iba a permitir una escalada que podía terminar con la intervención de los gobiernos ruso y alemán. No hay ni que decir cuál sería su reacción.
Fellner cruzó hasta la esquina más alejada de la cámara, admirando la maravillosa mesa de ámbar encajada en la unión de dos paneles inferiores. Después se acercó a uno de los mosaicos florentinos. La piedra coloreada estaba pulimentada y enmarcada en bronce dorado.
—Nunca llegué a creer las historias. Una aseguraba que los soviéticos habían salvado los mosaicos antes de la llegada de los nazis al Palacio de
Catalina. Otra decía que se habían encontrado los restos entre las ruinas de Königsberg y que los bombardeos de 1945 los habían reducido a cenizas.
—La primera historia es falsa. Los soviéticos no fueron capaces de salvar los cuatro mosaicos. Trataron de desmantelar uno de los paneles de ámbar superiores, pero se descompuso. Decidieron dejar el resto, incluidos los mosaicos. Sin embargo, la segunda historia sí es cierta. Fue una ilusión planeada por Hitler.
—¿A qué te refieres?
—Hitler sabía que Göring quería los paneles de ámbar. También era consciente de la lealtad que Erich Koch profesaba a Göring. Por eso el Führer ordenó personalmente el traslado de los paneles de Königsberg y envió un destacamento especial de las SS para realizar la transferencia, en caso de que Göring presentara dificultades. Qué extraña la relación entre estos dos. Una completa desconfianza mutua acompañada de una total dependencia. Solo al final, cuando Bormann logró socavar a Göring, se volvió Hitler contra él.
Monika se dirigió hacia las ventanas, que consistían en tres juegos de veinte paños cada uno. Llegaban desde el suelo hasta media altura y cada una estaba coronada por una media luna. Las hojas inferiores eran en realidad puertas dobles talladas de forma que semejaran ventanas. Tras los paneles se veía luz y lo que parecía un jardín.
Loring reparó en su interés.
—La habitación está totalmente encerrada entre muros de piedra. El espacio no es visible siquiera desde el exterior. Encargué que pintaran un mural y perfeccionamos la luz hasta obtener la ilusión de estar en el exterior. La sala original se abría al gran patio del Palacio de Catalina, de modo que escogí un ambiente del siglo XIX, en concreto de cuando se amplió el patio y se cerró con una verja. —Loring se acercó a Monika—. La reproducción de la forja es exacta. La hierba, arbustos y flores se realizaron usando como modelo algunos dibujos contemporáneos a lápiz. Es un trabajo bastante notable. Es como estar en la segunda planta del palacio. ¿Puedes imaginarte los desfiles militares que se sucedían con frecuencia, o a los nobles que se deleitaban por la noche, mientras una banda tocaba a lo lejos?
—Muy ingenioso. —Monika se volvió hacia la Habitación de Ámbar—. ¿Cómo han podido reproducir los paneles con tal exactitud? El verano pasado estuve en San Petersburgo y visité el Palacio de Catalina. La Habitación de Ámbar restaurada estaba casi concluida. Ya tenían las molduras, resaltes, las ventanas, las puertas y muchos de los paneles. Es un buen trabajo, pero no hay comparación.
Loring se dirigió al centro de la sala.
—Es muy sencillo, cariño: la gran mayoría de lo que ves es el original, no una reproducción. ¿Conoces la historia?
—En parte —dijo Monika.
—Entonces seguramente sabrás que los paneles se encontraban en un estado deplorable cuando los nazis los robaron en 1941. Los artesanos prusianos originales habían unido el ámbar a los tableros de roble con una tosca masilla de cera de abeja y savia. Conservar intacto el ámbar en tales condiciones es como tratar de preservar un vaso de agua durante doscientos años. Por mucho cuidado que se tenga, el agua terminará derramándose o se evaporará. Aquí sucede lo mismo. El roble se expandió y se contrajo durante dos siglos, y en algunas partes se pudrió. La calefacción con hornos secos, la mala ventilación y el clima húmedo de los alrededores de Tsarskoe Selo no hicieron sino empeorar las cosas. El roble variaba con las estaciones, la masilla terminó por cuartearse y el ámbar empezó a desprenderse. Casi el treinta por ciento había desaparecido cuando llegaron los nazis. Otro diez por ciento se perdió durante el robo. Cuando mi padre los encontró, los paneles se encontraban en un estado lamentable.
—Siempre pensé que Josef sabía más de lo que reconocía —dijo Fellner.
—No te puedes imaginar la decepción de mi padre cuando por fin dio con ellos. Se había pasado siete años buscando, imaginando su belleza, recordando la majestad que había contemplado al verlos en San Petersburgo, antes de la Revolución Rusa.
—Estaban en esa caverna de Stod, ¿no? —preguntó Monika.
—Correcto, querida. En esos tres camiones alemanes estaban los cajones. Mi padre los encontró en el verano de 1952.
—¿Pero cómo? —preguntó Fellner—. Los rusos no dejaban de buscarlos, al igual que muchos coleccionistas privados. Entonces todos querían la Habitación de Ámbar y nadie creía que hubiera sido destruida. Josef estaba bajo el yugo comunista. ¿Cómo pudo lograr una hazaña tal? Y lo que es más importante, ¿cómo logró mantenerla en secreto?
—Mi padre estaba muy cerca de Erich Koch. El gobernador prusiano le confió que Hitler quería llevar los paneles al sur, fuera de la Unión Soviética ocupada, antes de que llegara el Ejército Rojo. Koch era léala Göring, pero no idiota. Cuando Hitler ordenó la evacuación obedeció y, al principio, no le dijo nada a Göring. Pero los paneles solo llegaron hasta la región de Harz, donde fueron escondidos en las montañas. Koch termino por decírselo todo a su amigo, pero ni siquiera él sabía exactamente dónde estaban escondidos. Göring localizó a cuatro soldados del destacamento de evacuación. Se rumoreó que los había torturado, pero que no le habían dicho nada acerca del paradero de los paneles. —Loring sacudió la cabeza—. Hacia el final de la guerra, Göring estaba bastante mal de la cabeza. Koch le tenía un miedo cerval y ése fue uno de los motivos de que dispersara en Königsberg piezas de la Habitación de Ámbar: bisagras de puertas, picaportes de bronce, teselas de los mosaicos… De ese modo quería telegrafiar un falso mensaje de destrucción no solo a los soviéticos, sino también a Göring. Pero esos mosaicos eran reproducciones en las que los alemanes llevaban trabajando desde 1941.
—Nunca acepté la historia de que el ámbar había ardido en los bombardeos de Königsberg —dijo Fellner—. Toda la ciudad habría olido a cigarro de incienso.
Loring soltó una risita.
—Es cierto. Nunca entendí cómo nadie había reparado en ello. En ningún informe sobre el bombardeo se hacía mención alguna de olores extraños. Imaginad veinte toneladas de ámbar quemadas lentamente. Su olor se habría extendido a lo largo de kilómetros y habría persistido varios días.
Monika acarició con cuidado una de las paredes pulimentadas.
—Carece de la fría pomposidad de la piedra. Es casi cálido al tacto. Y mucho más oscuro de lo que imaginaba. Desde luego, es más oscuro que los paneles restaurados en el Palacio de Catalina.
—El ámbar se oscurece con el tiempo —dijo su padre—. Aunque se corte en rebanadas, se pula y se vuelva a pegar, sigue envejeciendo. La Habitación de Ámbar del siglo XVIII sería mucho más brillante que esta de hoy en día.
Loring asintió.
—Y aunque las piezas de estos paneles tengan millones de años, son tan frágiles como el cristal, e igual de caprichosas. Eso es lo que hace este tesoro aún más sorprendente.
—Resplandece —dijo Fellner—. Es como estar en el sol. Brillo sin calor.
—Como en los originales, aquí el ámbar está forrado con una lámina de plata. La luz se refleja.
—¿A qué te refieres con «como en los originales»? —preguntó Fellner.
—Como he dicho, mi padre quedó decepcionado cuando entró en la cámara y encontró el ámbar. El roble se había podrido y casi todas las piezas se habían desprendido. Lo recuperó todo cuidadosamente y obtuvo copias de las fotografías que los soviéticos habían realizado en la cámara antes de la guerra. Igual que los actuales restauradores en Tsarskoe Selo, mi padre usó esas imágenes para reconstruir los paneles. La única diferencia es que él poseía el ámbar original.
—¿Dónde encontró a los artesanos? —preguntó Monika—. Creo recordar que el conocimiento sobre el manejo del ámbar se perdió en la guerra. La mayoría de los viejos maestros no sobrevivió.
Loring asintió.
—Algunos sobrevivieron gracias a Koch. Göring pretendía crear una sala idéntica a la original y dio instrucciones a Koch de que encerrara a dichos artesanos para ponerlos a salvo. Mi padre pudo localizar a muchos antes del fin de la guerra. Después les ofreció una buena vida a ellos y a lo que quedara de sus familias. La mayoría aceptó y vivió aquí en reclusión, reconstruyendo esta obra maestra pieza a pieza, paso a paso. Muchos de sus descendientes aún residen aquí y mantienen esta cámara.
—¿No es arriesgado? —preguntó Fellner.
—En absoluto. Todos esos hombres y sus familias son leales. La vida en la antigua Checoslovaquia era difícil. Brutal. Todos ellos estaban agradecidos por la generosidad que los Loring les demostraban. Lo único que les pedíamos era su mejor trabajo y su discreción. Llevó casi diez años completar lo que veis aquí. Por suerte, los soviéticos insistieron en entrenar a sus artistas en la escuela realista, de modo que se trataba de restauradores competentes.
Fellner señaló las paredes.
—Pese a todo, completar esto debe de haber costado una fortuna.
Loring asintió.
—Mi padre compró en el mercado libre el ámbar que necesitaba para las piezas que fue necesario reemplazar. Resultó muy caro, incluso en los años cincuenta. También empleó algunas técnicas modernas en la reconstrucción. Los nuevos paneles no son de roble, sino piezas de pino, fresno y roble encoladas. Permiten la dilatación y además se añadió una barrera de vapor entre el ámbar y la madera. La Habitación de Ámbar no solo ha sido restaurada por completo, sino que además perdurará.
Suzanne permanecía en silencio cerca de las puertas y observaba a Fellner con atención. El viejo alemán estaba francamente atónito. A ella le maravillaba lo que hacía falta para impresionar a un hombre como Franz Fellner, un multimillonario con una colección de arte capaz de rivalizar con cualquier museo del mundo. Pero entendía su pasmo, pues recordaba cómo se había sentido ella al ver por primera vez la cámara.
Fellner señaló.
—¿Adónde conducen los otros dos juegos de puertas?
—Esta habitación es en realidad el centro de mi galería privada. Tapiamos los laterales y colocamos las puertas y ventanas exactamente como en el original. Pero en vez de las salas del Palacio de Catalina, estas puertas conducen a mis otras zonas privadas.
—¿Cuánto lleva aquí todo esto?
—Cincuenta años.
—Es increíble que haya sido capaz de ocultarlo —dijo Monika—. Los soviéticos no son fáciles de engañar.
—Durante la guerra, mi padre cultivó buenas relaciones tanto con los soviéticos como con los alemanes. Checoslovaquia era una ruta conveniente para que los nazis canalizaran su dinero y su oro hacia Suiza. Nuestra familia ayudó en muchas de esas transferencias. Después de la guerra, los soviéticos disfrutaron de la misma cortesía. El precio del favor era la libertad para hacer lo que quisiéramos.
Fellner sonrió.
—Puedo imaginarlo. Los soviéticos no podían permitirse que informaras a americanos y británicos de lo que pasaba.
—Hay un viejo refrán ruso que dice: «Si no fuera por lo malo, no sería bueno». Se refiere a la tendencia irónica que el arte ruso tiene de surgir de los períodos turbulentos. Pero también explica cómo se hizo posible todo esto.
Suzanne vio cómo Fellner y Monika se acercaban a las vitrinas que, a la altura del pecho, ocupaban dos de las paredes de ámbar. Dentro había diversos objetos: un ajedrez del siglo XVII con todos los trebejos, un samovar y un frasco del XVIII, un neceser de mujer, un reloj de arena, cucharas, medallones y cajas ornadas. Todo ello de ámbar elaborado, como les explicó Loring, por artesanos de Königsberg y Gdansk.
—Son piezas preciosas —dijo Monika.
—Como en la kunstkammer de tiempos de Pedro el Grande, guardo mis objetos de ámbar en mi sala de curiosidades. La mayoría fueron obtenidas por Suzanne o por su padre. No son de exposición pública. Botín de guerra.
El anciano se volvió hacia Suzanne y sonrió. Después miró a sus invitados.
—¿Vamos a mi estudio, donde podamos sentarnos y hablar?