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Una sensación desagradable hizo presa en Rachel. La galería era ancha, aunque menos que la que había visitado el día anterior, y la entrada ya había desaparecido a su espalda. Veinticuatro horas antes había estado a punto de ser sepultada viva. Ahora volvía a encontrarse bajo tierra y seguía un rastro de bombillas desnudas, hacia el corazón de otra montaña alemana. El camino terminaba en una galería abierta delimitada por paredes de roca grisácea clara. El muro más alejado aparecía cortado por una hendidura negra. Un operario blandía un martillo pilón y ampliaba esta grieta hasta convertirla en una abertura lo bastante grande como para que pasara una persona.

McKoy descolgó una de las lámparas y se acercó a la oquedad.

—¿Alguien ha mirado dentro?

—No —respondió un operario.

—Bien. —McKoy levantó una pértiga de aluminio de la arena y colgó en un extremo la lámpara. Después extendió las secciones telescópicas hasta que la luz se encontró a unos tres metros de él. Se acercó a la abertura y acercó el fulgor a la oscuridad.

—Qué hija de puta —dijo—. La cámara es enorme. Veo tres camiones. ¡Mierda! —Retiró la luz—. Cuerpos. Dos, que haya alcanzado a ver.

Desde detrás se acercaron pasos. Rachel se volvió y vio cómo tres personas corrían hacia ellos, armados con videocámaras, focos y baterías de reserva.

—Preparen eso —dijo McKoy—. Quiero que la primera entrada quede registrada para el documental. —McKoy se volvió hacia Rachel y Paul—. He vendido los derechos de vídeo. Van a hacer un especial de televisión con esto, pero lo quieren todo tal y como haya sucedido.

Grumer se acercó.

—¿Camiones, ha dicho?

—Parecen Büssing nag de cuatro toneladas y media. Alemanes.

—Malas noticias.

—¿A qué se refiere?

—No había transportes disponibles para desplazar el material del Museo de Berlín. Tuvieron que moverlo a mano.

—¿Pero de qué cojones está hablando?

—Como le he dicho, Herr McKoy, el material del Museo de Berlín fue transportado por tren y después en camiones hasta la mina. Pero los alemanes nunca hubieran abandonado los vehículos. Eran demasiado valiosos; los necesitaban para otras muchas cosas.

—No sabemos qué coño sucedió, Grumer. Puede que esos putos kraut decidieran dejar aquí los camiones. ¿Quién sabe?

—¿Y cómo entraron en la montaña?

McKoy se acercó mucho al alemán.

—Como ha dicho usted mismo antes, podría haber otra entrada.

Grumer se encogió.

—Como diga, Herr McKoy.

Éste le apuntó con un dedo.

—No. Como ha dicho usted.

El hombretón volvió su atención hacia el equipo de vídeo. Los focos estaban encendidos y ya había dos cámaras preparadas y al hombro. El encargado del sonido que sostenía un micrófono en una pértiga se mantenía apartado a un lado.

—Yo entraré el primero. Graben desde mi perspectiva.

Los hombres asintieron.

McKoy se introdujo en las tinieblas.

Paul fue el último en entrar, seguido por dos operarios que arrastraban dos tubos fosforescentes dentro de la cámara. Los rayos blanquiazules evaporaron la oscuridad.

—Esta cámara es natural —dijo Grumer. Su voz resonó en las paredes.

Paul estudió la roca, que se alzaba formando un arco de un mínimo de veinte metros. Aquella visión le recordó al techo de algunas grandes catedrales, salvo porque la cubierta y las paredes estaban plagados de estalactitas que resplandecían ante la brillante iluminación. El suelo era blando y arenoso, como el de la galería que conducía hasta allá. Inspiró entre los dientes y no se preocupó por el olor del aire estancado. Las luces de vídeo estaban apuntadas hacia la pared más alejada. Otra apertura, o al menos lo que quedaba de ella, aparecía a la vista. Era mayor que la galería que habían empleado, más que suficiente para admitir los transportes, pero estaba en parte bloqueada por una densa barrera de escombros y roca.

—La otra entrada, ¿eh? —dijo McKoy.

Ja —respondió Grumer—. Pero es extraño. La idea tras la ocultación era recuperar las cosas más tarde. ¿Por qué sellar la cámara de ese modo?

Paul volvió su atención hacia los tres camiones. Se encontraban estacionados en ángulos extraños, con las dieciocho ruedas desinfladas. Los neumáticos se habían aplastado debido al peso. Allí seguían, aunque enmohecidos, los lienzos oscuros que cubrían las cajas alargadas. Tanto las cabinas de acero como las estructuras habían sufrido una fuerte oxidación.

McKoy se introdujo un poco más en la sala, seguido por un cámara.

—No se preocupen por el sonido. Ya lo grabaremos encima más tarde. Concéntrense en obtener una buena imagen.

Rachel avanzó.

Paul se mantuvo junto a ella.

—Qué extraño, ¿no? Es como entrar en un cementerio.

Ella asintió.

—Eso es exactamente lo que estaba pensando.

—Miren esto —dijo McKoy.

Las luces revelaron dos cuerpos tendidos sobre la arena, con rocas y escombros a ambos lados. No quedaban sino huesos, harapos y botas de cuero.

—Les dispararon en la cabeza —anunció McKoy.

Un operario acercó un tubo luminoso.

—Intenten no tocar nada hasta que tengamos un registro fotográfico completo. Son exigencias del ministerio. —La voz de Grumer era firme.

—Aquí hay dos cuerpos más —advirtió otro operario.

McKoy y el equipo de filmación acudieron hacia allí, seguidos por Grumer y por Rachel. Paul se quedó junto a los dos primeros cadáveres. La ropa se había podrido, pero incluso bajo aquella luz débil se veían los restos de lo que parecían uniformes. Los huesos estaban ennegrecidos. La carne y el músculo se habían rendido al polvo hacía ya mucho tiempo. No había duda de que los cráneos estaban perforados por un orificio. Ambos parecían haber estado tendidos de espaldas y la columna vertebral y las costillas seguían dispuestas en su sitio. A un lado yacía una bayoneta adosada a lo que quedaba de un cinturón cosido. La pistolera de cuero estaba vacía.

Su mirada se desvió más hacia la derecha.

Parcialmente cubierto de arena, en las sombras, reparó en algo negro\rectangular. Ignoró la admonición de Grumer y lo recogió. Una cartera.

Separó cuidadosamente el cuero cuarteado. En la billetera vio los restos arruinados de lo que parecían haber sido billetes. Metió un dedo en una de las solapas laterales. Nada. Después en otra. Se deslizaron restos de una tarjeta. Los bordes eran frágiles y la tinta prácticamente había desparecido, pero aún quedaban parte de la escritura. Se esforzó para distinguir las letras.

«Ausgegeben 15-2-51. Verfällt 15-3-55. Gustav Müller». Había más palabras, pero solo habían sobrevivido letras sueltas, nada legible. Cerró la cartera y se dirigió hacia el grupo principal. Rodeó la parte trasera de un transporte y divisó de repente a Grumer, que se encontraba a un lado. Estaba a punto de acercarse a él para preguntarle por la cartera, cuando vio que el alemán se inclinaba sobre otro esqueleto. Rachel, McKoy y los demás estaban reunidos a unos diez metros a su izquierda y les daban la espalda. Las cámaras seguían grabando y McKoy se dirigía directamente a ellas. Los operarios habían erigido un soporte telescópico y habían adosado un tubo de luz halógena en el centro, lo que generaba luz más que suficiente para que Grumer pudiera registrar la arena que rodeaba los huesos.

Paul se retiró hacia las sombras tras el camión y siguió observando. La linterna de Grumer recorrió los huesos embebidos en la arena. Se preguntó por la carnicería que se había producido allí. La luz de Grumer terminó con su examen al final de un brazo extendido. Paul veía con claridad las falanges de la mano. Se esforzó para enfocar la vista. Había letras grabadas en la arena. Algunas habían desaparecido con el tiempo, pero aún quedaban tres, espaciadas de forma irregular.

O I C.

Grumer se incorporó y sacó tres fotografías. El flash de su cámara produjo un efecto estroboscópico.

Entonces, el alemán volvió a agacharse y borró rápidamente las letras de la arena.

McKoy estaba impresionado. El vídeo iba a ser espectacular. Tres transportes alemanes oxidados de la Segunda Guerra Mundial hallados relativamente intactos en las profundidades de una mina de plata abandonada. Cinco cuerpos, todos ellos con agujeros de bala en la cabeza. Menudo espectáculo. Su porcentaje sobre los derechos residuales iba a ser impresionante.

—¿Tenemos suficientes tomas exteriores? —preguntó a uno de los camarógrafos.

—De sobra.

—Entonces veamos qué coño hay ahí dentro. —Cogió una linterna y avanzó hacia el transporte más cercano—. ¿Grumer, por dónde anda?

El Doktor apareció desde las sombras.

—¿Está preparado? —preguntó McKoy.

Grumer asintió.

También él lo estaba.

En la caja de los camiones verían cajones de madera fabricados apresuradamente y embalados de cualquier manera. Se habrían usado para envolver las piezas tapices centenarios, vestidos y alfombras. Había oído historias acerca de cómo los encargados del Hermitage emplearon los trajes reales de Nicolás II y Alexandra para envolver los cuadros que se enviaban hacia el este para protegerlos de los nazis. Prendas de valor incalculable se usaron indiscriminadamente como relleno de los cajones de madera. Se echó mano de cualquier cosa para proteger los lienzos y las frágiles cerámicas. McKoy esperaba que los alemanes hubieran sido igualmente frívolos. Si aquélla era la cámara correcta, la que contenía el inventario del Museo de Berlín, el hallazgo sería la crema de la colección. Quizá estuvieran la Calle de Delft de Vermeer, la Cabeza de Jesús de Da Vinci o El parque de Monet. Cada uno de ellos podía alcanzar en el mercado abierto un precio millonario. Aunque el Gobierno alemán insistiera en quedarse con ellos, lo que era probable, su retribución por el hallazgo sería de millones de dólares.

Apartó cuidadosamente el lienzo rígido y apuntó la luz hacia el interior.

La caja estaba vacía. No había más que óxido y arena.

Corrió hacia el siguiente camión.

Vacío.

Hacia el tercero.

También vacío.

—Me cago en todo —dijo—. Apaguen esas putas cámaras.

Grumer inspeccionó con su linterna cada una de las cajas.

—Me temía algo así.

McKoy no estaba de humor.

—Todas las señales indicaban que ésta podría no ser la cámara —dijo Grumer.

Aquel atildado alemán casi parecía estar disfrutando con el predicamento de su empleador.

—¿Y por qué cono no me lo dijo en enero?

—Entonces no lo sabía. Los sondeos de radar indicaban que aquí dentro había algo grande y metálico. Solo en los últimos días, al acercarnos, comencé a sospechar que podría tratarse de una cámara seca.

Paul se acercó a él.

—¿Cuál es el problema?

—El problema, señor abogado, es que los malditos camiones están vacíos. Dentro no hay una puta mierda. Me acabo de gastar un millón de dólares para recuperar tres camiones oxidados. ¿Cómo cojones voy a explicar esto a la gente que va a llegar aquí mañana con la esperanza de hacerse rica con su inversión?

—Ya conocían los riesgos cuando invirtieron —opinó Paul.

—A ver si esos hijos de puta aceptan esa respuesta.

—¿Fue sincero con ellos respecto a los riesgos? —preguntó Rachel.

—Tanto como puedes serlo cuando estás pidiendo dinero. —Sacudió la cabeza disgustado—. ¡Dios, Dios, Dios todopoderoso! ¡Joder!