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Suzanne vigilaba a Christian Knoll desde el otro lado de la entreplanta. Estaba sentada dentro de una sala de espera atestada en la que se podía leer «Secretaría del juzgado. Multas de tráfico» grabado en la pared exterior de cristal. Unas setenta y cinco personas esperaban su turno para acercarse a un mostrador de fórmica y realizar sus gestiones. Toda la escena era caótica y una nube de humo flotaba en el aire a pesar de los diversos carteles que prohibían fumar.
Llevaba desde el sábado siguiendo a Knoll. El lunes, su presa había realizado dos visitas al High Museum of Art y una a un edificio de oficinas del centro de Atlanta. El martes había asistido al funeral de Karol Borya. Ella había presenciado el entierro desde el otro lado de la calle. Knoll no había hecho mucho el día anterior, un viaje a la biblioteca pública y a un centro comercial, pero aquel día se había levantado pronto y había desplegado una gran actividad.
Suzanne llevaba el pelo rubio y corto oculto bajo una peluca castaña rojiza. Tenía la cara cubierta de maquillaje adicional y sus ojos quedaban ocultos por unas gafas de sol baratas. Vestía unos vaqueros ajustados, un jersey sin cuello de las Olimpiadas de Atlanta de 1996 y zapatillas de tenis. Sobre un hombro llevaba una mochila negra y barata. Encajaba a la perfección en la multitud y tenía un ejemplar de People en el regazo. Su mirada iba constantemente de la página a las cabinas telefónicas al otro lado del concurrido vestíbulo.
Hacía cinco minutos había seguido a Knoll hasta la sexta planta y lo había visto entrar en la zona de Rachel Cutler. Reconoció el nombre y comprendió la conexión. Era evidente que Knoll no pretendía rendirse y lo más probable era que en ese momento estuviese informando a Monika Fellner de sus hallazgos. Esa perra sería sin duda todo un problema. Joven. Agresiva. Hambrienta. Una digna sucesora de Franz Fellner y una molestia en más de un sentido.
Knoll no había pasado mucho tiempo en el despacho de Rachel Cutler, desde luego no lo suficiente como para haberse reunido con ella. De modo que Suzanne se había retirado temerosa de que notara su presencia, pues no estaba segura de que su disfraz resultara un camuflaje eficaz. Había empleado un atuendo distinto cada día y se había cuidado de no repetir nada que él hubiera podido reconocer. Knoll era bueno. Muy bueno. Por fortuna, ella era aún mejor.
Knoll colgó el teléfono y se dirigió hacia la calle.
Ella tiró la revista a un lado y lo siguió.
Knoll detuvo un taxi y regresó a su hotel. Ya había sentido a alguien el sábado por la noche en casa de Borya, después de romperle el cuello al anciano. Pero sin duda alguna se había percatado de la presencia de Suzanne Danzer el lunes y todos los días posteriores. Se disfrazaba bien, pero sus muchos años como agente de campo habían afinado sus habilidades. Pocas cosas escapaban ya a su atención. Casi la había estado esperando. Ernst Loring, el empleador de Danzer, codiciaba la Habitación de Ámbar tanto como Fellner. El padre de Loring, Josef, había estado obsesionado con ese mineral y había llegado a amasar una de las mayores colecciones privadas del mundo. Ernst había heredado no solo los objetos, sino también el deseo de su padre. Muchas veces había oído a Loring predicar acerca del tema y lo había visto comerciar o comprar piezas de ámbar a otros coleccionistas, Fellner incluido. Sin duda alguna, Danzer había sido despachada a Atlanta para enterarse de a qué se dedicaba él.
¿Pero cómo había sabido dónde encontrarlo?
Claro. El encargado curioso de San Petersburgo. ¿Quién si no? Ese idiota debía de haber logrado echar un vistazo a la hoja del kgb antes de que él la robara. Sin duda estaba a sueldo algún posible benefactor. El que Danzer se encontrara allí indicaba que ese benefactor, o el principal de ellos, era Loring.
El taxi llegó al Marriott y Knoll salió a la calle. Sin duda, Danzer lo seguiría desde una cierta distancia. Probablemente estuviera registrada en el mismo hotel. Ahora se metería en uno de los aseos de la planta baja para cambiar su disfraz, la peluca y los accesorios. Quizá subiera corriendo a la habitación para cambiarse de ropa y probablemente pagaría a uno de los botones o conserjes para que la alertara si él dejaba el edificio.
Knoll se dirigió directamente a su habitación en la planta dieciocho. Una vez dentro llamó a las reservas de Delta.
—Necesito un vuelo de Atlanta a Munich. ¿Hay alguno hoy?
Se oyó el repicar de un teclado de ordenador.
—Sí, señor. Sale uno a las 14:35. Un vuelo directo a Munich.
Tenía que asegurarse de que no hubiera otros vuelos.
—¿Alguno antes, o después?
Más teclas.
—No con nosotros.
—¿Y de otra compañía?
Más sonido de teclas.
—Ése es el único vuelo directo entre Atlanta y Munich para hoy. Sin embargo, podría volar mediante conexión con otros dos aviones.
Se la jugó a que Cutler tomara el vuelo directo y no uno a Nueva York, París, Ámsterdam o Francfort con conexión a Munich. Confirmó la reserva, colgó e hizo rápidamente su maleta de viaje. Debía calcular con precisión su llegada al aeropuerto.
Si Rachel Cutler no se encontraba en el vuelo que había elegido, tendría que retomar su rastro de otro modo, quizá cuando llamara a su despacho para hacer saber a su secretaria dónde podría localizarla. Entonces él volvería a llamar, daría un número de teléfono correcto y excitaría la curiosidad de la jueza hasta que se decidiera a devolver la llamada.
Se dirigió abajo para avisar de que dejaba la habitación. El vestíbulo estaba concurrido. La gente corría de un lado a otro, pero no tardó en reparar en una morena de aspecto travieso a unos cincuenta metros, sentada en una mesa exterior, en uno de los salones que salpicaban el atrio central. Como sospechaba, Danzer se había cambiado de ropa. Un mono de color melocotón y unas gafas de sol más elegantes y oscuras que antes reemplazaban su imagen desarreglada anterior.
Pagó la habitación y salió para tomar un taxi que lo llevara al aeropuerto.
Suzanne reparó en la bolsa de viaje. ¿Se marchaba Knoll? No tenía tiempo de regresar a su cuarto. Tendría que seguirlo y ver adónde se dirigía. Por eso siempre viajaba muy ligera de equipaje y no incluía nada que no fuera indispensable, o que pudiera reemplazar.
Se puso en pie, dejó cinco dólares sobre la mesa por la bebida a la que no había dado ni dos sorbos y se dirigió hacia las puertas giratorias.
Knoll salió del taxi una vez en el aeropuerto internacional de Hartsfield y consultó su reloj: la una y veinticinco. Pagó al taxista tres billetes de diez, se echó la bolsa de viaje de cuero al brazo derecho y entró en la terminal sur.
Sentía curiosidad por saber hasta dónde llegaría Danzer, de modo que ignoró el quiosco electrónico, se puso en una de las colas de facturación de Delta y vio cómo la mujer se deslizaba por la terminal hacia otra cola, ésta no tan larga. Sin duda se estaría preguntando a dónde se dirigía él. Pero su dilema era complicado. Necesitaba un billete para poder seguirlo por la terminal, así que probablemente compraría cualquier cosa que le diera acceso a las salas que se abrían tras el punto de control.
Era evidente que la repentina partida la había cogido por sorpresa, ya que aún llevaba la misma peluca morena, mono color melocotón y gafas oscuras que en el Marriott. Una negligencia. Debería llevar una mochila. Algo con lo que variar su aspecto, si el disfraz era su único camuflaje. Él prefería la vigilancia electrónica. Le concedía el lujo de la distancia entre el cazador y la presa.
Aguardó pacientemente y cuando le llegó el turno obtuvo su tarjeta de embarque y facturó la bolsa. El estilete estaba dentro, el único lugar seguro porque la hoja nunca superaría un detector de metales. Danzer ya estaba fuera de su cola y se encontraba en uno de los extremos del concurrido punto de control, con el billete en la mano.
Knoll casi sonrió.
Era de lo más previsible.
Tras pasar los detectores, recorrió una larga escalera mecánica hasta la zona comercial. Danzer permanecía en todo momento veinte metros más atrás. Al final de la escalera se dirigió junto al resto de los viajeros vespertinos hacia los trenes automáticos. Se subió al coche delantero y vio a Danzer tomar el segundo y situarse cerca de las ventanillas delanteras.
Knoll conocía bien el aeropuerto. Los trenes se desplazaban entre seis terminales, siendo la internacional la más alejada. En la primera parada, la terminal A, se bajaron él y otras cincuenta personas. Sin duda Danzer se estaría preguntando qué hacía, pues conocería lo bastante el Hartsfield como para saber que ningún vuelo internacional partía de las terminales A a la D. Estaría pensando que quizá fuera a tomar un vuelo interior hacia otra ciudad estadounidense.
Remoloneó un poco, como si estuviera esperando a alguien. En realidad estaba contando en silencio los segundos. La precisión era vital. Danzer también aguardaba a unos veinte metros intentando parecer distraída, confiada en que él no hubiera notado nada. Knoll esperó exactamente un minuto antes de dirigirse hacia la escalera mecánica.
Los peldaños ascendían lentamente.
Estaban a treinta metros de altura de la concurrida terminal. Unos amplios tragaluces a cuatro plantas de altura dejaban entrar la luz brillante del sol. Una mediana de aluminio separaba la escalera ascendente de la descendente, decorada cada seis metros con una planta de seda. La escalera mecánica que bajaba hacia la zona de transporte estaba relativamente vacía. No había cámaras ni guardias de seguridad a la vista.
Esperó el momento preciso y entonces se aferró al pasamanos de goma y se deslizó a lo largo de la mediana hasta aterrizar en la escalera descendente. Ahora se dirigía en la dirección contraria, y al pasar junto a Danzer inclinó la cabeza a modo de burlesco saludo.
La expresión de ella lo dijo todo.
Tenía que moverse rápidamente, pues ella no tardaría en copiar su acción. Adelantó a algunos de los viajeros sin dejar de repetir: «seguridad del aeropuerto, háganse a un lado, por favor».
Su cálculo resultó perfecto. Un tren llegó con un rugido a la estación en dirección a las terminales de vuelos internacionales. Las puertas se abrieron. Una voz robótica anunció: «por favor, apártense de las puertas hacia el centro del pasillo». La gente entró. Knoll miró hacia atrás y vio a Danzer deslizarse sobre la mediana con mucha menos elegancia que él. La mujer trastabilló un momento antes de recobrar el equilibrio.
Él subió al tren.
—Las puertas se están cerrando —anunció la voz robótica.
Danzer corrió cuanto pudo escaleras abajo y en dirección al tren, pero ya era demasiado tarde. Las puertas se cerraron y el vagón partió de la estación.
Knoll se bajó en la terminal internacional. Danzer se dirigiría hacia allí, pero sin duda el vuelo a Munich ya estaría embarcando y para cuando ella atravesara corriendo toda la zona de transporte o esperara al siguiente tren, él ya se habría ido. La terminal era enorme, la más grande de América dedicada a vuelos internacionales. Cinco plantas. Veinticuatro puertas. Llevaría una hora simplemente comprobarlas todas.
Llegó a la escalera mecánica y empezó a subir. Aquel espacio transmitía la misma sensación brillante y amplia, aunque algunos expositores dispuestos de forma regular mostraban una variedad de piezas artísticas mexicanas, egipcias y fenicias. Nada extravagante ni precioso, solo piezas ordinarias con placas que indicaban el museo concreto de Atlanta o el coleccionista que las había cedido.
En el desembarco de la escalera mecánica siguió a los viajeros que se dirigían hacia la derecha. El aroma del café procedía de un establecimiento Starbuck’s. Un gentío se congregaba en el W. H. Smith para comprar revistas y periódicos. Estudió la pantalla de salidas. A lo largo de los siguientes treinta minutos dejarían las puertas más de diez vuelos. Danzer no tendría modo de saber cuál de ellos había tomado él…, si es que se había marchado en alguno.
Buscó el vuelo a Munich, consultó la puerta de embarque y se dirigió hacia ella. Cuando llegó, los pasajeros ya estaban subiendo al avión. Se puso en la cola.
—¿Va completo el vuelo? —preguntó cuando le llegó su turno.
El asistente se concentró en su monitor.
—Sí, señor. Todo lleno.
Bien. Aunque Danzer lo encontrara, no tendría modo de seguirlo. Se dirigió hacia la puerta de embarque. Delante de él tenía unas treinta personas. Echó un vistazo hacia la cabecera de la cola y vio a una mujer con el cabello castaño rojizo a la altura de los hombros y vestida con un espectacular traje pantalón azul oscuro. Tras entregar su tarjeta de embarque, entró en el Jetway.
La reconoció al instante.
Rachel Cutler.
Perfecto.