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Kehlheim, Alemania
11:30
Paul echó un vistazo por el espejo retrovisor. Un coche se acercaba rápidamente, con las luces puestas y la sirena activada. El pequeño coche verde y blanco, con la palabra «Polizei» escrita en letras azules en la puerta, pasó volando por el carril de la izquierda y desapareció tras un recodo.
Él prosiguió su marcha y llegó a Kehlheim diez kilómetros después.
La tranquila localidad estaba salpicada de edificios de colores brillantes situados alrededor de una plaza adoquinada. Paul no era precisamente viajero. Solo había realizado un viaje hacia ultramar, dos años atrás cuando visitó París en nombre del museo. La posibilidad de recorrer el Louvre había sido demasiado atractiva como para dejarla pasar. Le había pedido a Rachel que lo acompañara, pero ella había rechazado la oferta. No era una buena idea para una exmujer, recordó Paul que le había dicho. Nunca llegó a quedarle claro a qué se refería, aunque pensaba sinceramente que le habría encantado ir.
No había logrado conseguir un vuelo que lo sacara de Atlanta hasta el día anterior por la tarde. A primera hora de la mañana había dejado a los niños en casa de su hermano. La ausencia de llamadas de Rachel le preocupaba, pero tampoco había revisado el contestador automático desde las nueve de la mañana del día anterior. Su vuelo se había visto alargado por las paradas en Ámsterdam y Francfort, por lo que hasta hacía dos horas no había llegado a Munich. Se había lavado como mejor había podido en un baño del aeropuerto, pero sin duda le vendrían bien una ducha, un afeitado y un cambio de ropa.
Entró en la plaza y estacionó frente a lo que parecía un mercado de comestibles. Resultaba evidente que Baviera no era una tierra dominical. Todos los edificios estaban cerrados. La única actividad se centraba en 1as cercanías de la iglesia, cuyo campanario era el punto más elevado del lugar. Los coches se alineaban en filas apretadas sobre el adoquinado irregular. Un grupo de ancianos charlaba en los escalones de la iglesia. Predominaban las barbas, los abrigos oscuros y los sombreros. Debería haber traído una chaqueta, pero había hecho la maleta a toda prisa y no había metido más que lo imprescindible.
Se acercó a ellos.
—Discúlpenme. ¿Habla inglés alguno de ustedes?
Uno de los hombres, el que parecía mayor de los cuatro, fue quien respondió.
—Ja. Un poco.
—Estoy buscando a un hombre llamado Danya Chapaev. Tengo entendido que vive aquí.
—Ya no. Estar muerto.
Ya se lo temía. Chapaev debía de ser muy mayor.
—¿Cuándo murió?
—Noche pasada. Asesinado.
¿Había oído bien? ¿Asesinado? ¿La noche pasada? Su mayor miedo se desató en su interior. En su mente se formó inmediatamente la pregunta.
—¿Ha habido alguien más herido?
—Nein. Solo Danya.
Recordó el coche de policía.
—¿Dónde sucedió?
Salió de Kehlheim y siguió las indicaciones que le habían dado. Llegó a la casa diez minutos después. Era fácil de distinguir gracias a los cuatro coches patrulla que había frente a la puerta principal abierta. Paul se acercó, pero lo detuvieron inmediatamente.
—Nicht eintreten. Kriminelle szene —dijo el policía.
—En inglés, por favor.
—No se puede entrar. Es la escena de un crimen.
—Entonces tengo que hablar con la persona al mando.
—Yo estoy al mando —dijo una voz desde el interior, con un inglés teñido por un gutural acento alemán.
El hombre que se acercó desde la entrada era de mediana edad. Unos mechones de pelo negro rebelde coronaban un rostro tosco. Un abrigo azul oscuro protegía su cuerpo delgado hasta las rodillas. Debajo se veían un traje color verde oliva y una corbata de punto.
—Soy Fritz Pannik, inspector de la policía federal. ¿Y usted?
—Paul Cutler, abogado de los Estados Unidos.
Pannik pasó junto al guardia de la puerta.
—¿Y qué hace un abogado americano aquí, una mañana de domingo?
—Estoy buscando a mi exmujer. Vino aquí para ver a Danya Chapaev.
Pannik lanzó una mirada al agente.
Paul reparó en la curiosa expresión.
—¿Qué pasa?
—Una mujer estuvo ayer en Kehlheim preguntando por esta casa. Es sospechosa del asesinato.
—¿Tiene una descripción?
Pannik buscó en el bolsillo de su abrigo y sacó una libreta. Abrió la cubierta de cuero.
—Mediana altura. Pelo rubio rojizo. Grandes pechos. Vaqueros. Camisa de franela. Botas. Gafas de sol. Fuerte.
—Ésa no es Rachel. Pero sí podría ser otra persona.
Le habló rápidamente acerca de Jo Myers, Karol Borya y la Habitación de Ámbar, y le describió a su visitante tal como se le apareció: delgada, de pecho normal, pelo castaño, ojos azules y unas gafas doradas octogonales.
—Tengo la impresión de que el pelo no era suyo. Llámelo intuición de abogado.
—Pero leyó las cartas que se cruzaron Chapaev y ese Karol Borya…
—De cabo a rabo.
—¿En los sobres aparecían estas señas?
—Solo el nombre de la localidad.
—¿Tiene más ramificaciones esta historia?
Le contó al inspector lo que sabía acerca de Christian Knoll y le habló de las preocupaciones de Jo Myers y de las suyas propias.
—¿Y ha venido usted hasta aquí para advertir a su exmujer? —preguntó Pannik.
—Sobre todo para ver si estaba bien. Debería haber venido con ella desde el principio.
—¿Pero no consideraba usted el viaje una pérdida de tiempo?
—Por completo. Su padre le pidió expresamente que no se involucrara. —Tras Pannik, dos policías entraron en la casa—. ¿Qué ha sucedido ahí dentro?
—Si tiene estómago se lo enseñaré.
—Soy abogado —respondió, como si tuviera algún sentido. No mencionó que nunca había visto un caso criminal en toda su vida y que jamás había visitado la escena de un crimen. Pero la curiosidad pudo con él. Primero Borya muerto, ahora Chapaev asesinado… Aunque Karol se había caído por las escaleras.
¿O no?
Siguió a Pannik al interior. La cálida habitación desprendía un olor peculiar, enfermizamente dulzón. Las novelas de misterio siempre hablaban acerca del olor de la muerte. ¿Sería aquél?
La casa era pequeña. Cuatro habitaciones. Un salón, una cocina, un dormitorio y un baño. Por lo que podía ver, el mobiliario era viejo y astroso, aunque el lugar estaba limpio y parecía acogedor. La tranquilidad quedaba hecha pedazos por el anciano que yacía despatarrado sobre la alfombra pelada. Un gran charco carmesí surgía de los dos orificios del cráneo.
—Un disparo a bocajarro —dijo Pannik.
La mirada de Paul estaba clavada en el cadáver. La bilis le empezó a subir por la garganta. Se resistió al impulso de vomitar, sin éxito.
Salió corriendo de la habitación.
Estaba doblado, presa de las arcadas. El escaso almuerzo que había tomado en el avión se desparramaba ahora sobre la hierba húmeda. Inspiró profundamente varias veces para recuperar la compostura.
—¿Ha terminado? —le preguntó Pannik.
Paul asintió.
—¿Cree que lo hizo la mujer?
—No lo sé. Lo único que sé es que una mujer estuvo preguntando dónde vivía Chapaev y que el nieto se ofreció a mostrarle el camino. Dejaron el mercado juntos ayer por la mañana. La hija del muerto empezó a preocuparse anoche, cuando el muchacho no apareció. Vino aquí y se encontró al chico atado a la cama. Al parecer, la mujer no tenía tripas para matar niños, pero no le importó acribillar a un anciano.
—¿Está bien el niño?
—Muy nervioso, pero bien. Confirmó la descripción, pero no tenía mucho más que ofrecer. Estaba en la otra habitación. Recuerda haber oído voces, pero no pudo distinguir nada de la conversación. Su abuelo y la mujer entraron un momento. Hablaban en otra lengua. He probado con algunas palabras y parece que se trataba de ruso. Entonces el viejo y la mujer salieron de la habitación. El chico oyó un disparo. Después silencio, hasta que su madre apareció algunas horas después.
—¿Le disparó directamente en la cabeza?
—Y a corta distancia. Las apuestas deben de ser altas.
Un policía llegó desde el interior.
—Nichts im haus hinsichtlich des Bernstein-zimmer.
Pannik miró a Paul.
—Le he pedido que registren la casa en busca de cualquier cosa acerca de la Habitación de Ámbar. Ahí no hay nada.
Una radio carraspeó desde la cadera del alemán que montaba guardia en la puerta principal. El hombre tomó el transmisor y se aproximó a Pannik.
—Tengo que irme —dijo el policía en inglés—. Ha llegado una llamada de los equipos de rescate. Este fin de semana estoy de guardia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pannik.
—Una explosión en una de las minas cerca de Warthberg. Han sacado a una mujer estadounidense, pero aún siguen buscando a un hombre. Las autoridades locales han solicitado nuestra ayuda.
Pannik negó con la cabeza.
—Menudo domingo.
—¿Dónde está Warthberg? —preguntó Paul de inmediato.
—En las montañas Harz. A cuatrocientos kilómetros al norte. A veces tiran de nuestros equipos alpinos de rescate cuando hay accidentes.
Wayland McKoy y el interés de Karol en las montañas Harz destellearon en la mente de Paul.
—¿Había una estadounidense? ¿Cómo se llama?
Pannik pareció entender el sentido de la pregunta y se volvió hacia el oficial. Intercambiaron algunas palabras y el oficial volvió a hablar por la radio.
Dos minutos después llegó la contestación por el auricular:
—Die frau ist Rachel Cutler. Amerikanerin.