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Stod
12:45
Knoll arrojó su bolsa de viaje sobre la cama y echó un vistazo a la caótica habitación de hotel. El Christinenhof se elevaba cinco plantas. El exterior era en parte de madera y el interior rezumaba historia y hospitalidad. Había escogido intencionadamente una habitación en la tercera planta y con vistas a la calle, despreciando la lujosa y más cara fachada del jardín. No le interesaba el ambiente, sino la localización, ya que el Christinenhof se encontraba justo enfrente del hotel Garni, donde Wayland McKoy y todo su grupo ocupaban por completo la cuarta planta.
Había sabido por un servicial empleado de la oficina local de turismo bastantes cosas acerca de la excavación de McKoy. También le había dicho que al día siguiente llegaría a la localidad un grupo de inversores. El Garni se había ocupado al cien por cien y había sido necesario echar mano de otros dos hoteles para absorber la saturación.
—Es bueno para los negocios —le había dicho el empleado.
Y también para él. No había nada mejor como distracción que una multitud.
Abrió la cremallera de la bolsa de cuero y sacó una cuchilla eléctrica.
El día anterior había sido duro. Danzer lo había superado. Probablemente en ese mismo momento estuviera presumiendo con Ernst Loring de cómo lo había engañado para llevarlo a la mina. ¿Pero por qué matarlo? Nunca antes sus duelos habían llegado a tales extremos. ¿Qué era lo que había subido las apuestas? ¿Qué era tan importante para que Danya Chapaev, él mismo y Rachel Cutler tuvieran que morir? ¿La Habitación de Ámbar? Quizá. No había duda de que necesitaba seguir investigando y pretendía hacer exactamente eso una vez que completara aquella misión secundaria.
Se había demorado en llegar desde Füssen hasta Stod. No tenía prisa. Los periódicos de Munich informaban de la explosión del día anterior en la mina de Harz, y mencionaba a Rachel Cutler y el hecho de que había sobrevivido. No se hacía referencia alguna a él mismo, solo que se estaba buscando a un varón blanco sin identificar, aunque los equipos de rescate no tenían esperanzas de encontrar nada. Sin duda Rachel habría hablado de él a las autoridades y la policía habría descubierto que se había marchado del Goldene Krone con sus cosas y las de ella. Pero no se hacía ninguna mención… Interesante. ¿Un truco de la policía? Posiblemente. Pero le daba igual. No había cometido ningún delito. ¿Para qué iba a quererlo la policía? Lo único que sabían las autoridades es que estaba asustadísimo y que había decidido marcharse del pueblo. Un encuentro tan cercano con la muerte podía afectar a cualquiera. Rachel Cutler estaba viva y seguramente de regreso a América. Su aventura alemana no sería más que un recuerdo desagradable. Ahora regresaría a su vida de jueza de una gran ciudad. La búsqueda de la Habitación de Ámbar por parte de su padre moriría con él.
Se había duchado por la mañana pero no se había afeitado, de modo que el cuello y el mentón le picaban y tenían el tacto de la lija. Rebuscó en el fondo de su bolsa de viaje y sacó la pistola. Masajeó suavemente el suave polímero no reflectante y empuñó el arma, con el dedo en el gatillo. No llegaba al kilo de peso. Era un regalo de Ernst Loring, una de sus nuevas cz-75b.
«Hice que le ampliaran el cargador a quince balas», le dijo Loring al presentarle el arma. «No lleva el cargador de diez cartuchos de los burócratas. Así que es idéntica a nuestro modelo original. Recuerdo tu comentario de que no te había gustado la modificación posterior de los diez disparos. También he variado la configuración del seguro para que pueda llevarse amartillada y bloqueada, como habrás visto. Ese mismo cambio está presente ahora en todos los modelos».
Las fábricas checas de Loring eran las principales productoras de armas cortas de la Europa del Este y su calidad era legendaria. Solo en los últimos años los mercados occidentales se habían abierto por completo a sus productos, ya que los altos aranceles y las restricciones a la exportación siguieron el camino del telón de acero. Por suerte, Fellner le había permitido conservar la pistola y él le agradecía el gesto.
«Además, la punta del cañón está roscada para encajar un silenciador», le había dicho Loring. «Suzanne tiene una idéntica. Creí que a los dos os gustaría la ironía. La situación está nivelada, por así decirlo».
Knoll enroscó el silenciador en la punta del corto cañón y encajó un cargador lleno.
Sí. Le encantaba la ironía.
Tiró la pistola sobre la cama y empuñó su cuchillo. En el camino al baño se había detenido un momento en la única ventana de la habitación. La entrada principal del Garni se encontraba al otro lado de la calle. Las pilastras de piedra se elevaban a los lados de la pesada puerta de bronce y la fachada que daba a la calle se elevaba seis alturas. Le habían dicho que el Garni era el hotel más caro de la ciudad. Era evidente que Wayland McKoy quería lo mejor. También había sabido al registrarse que el Garni poseía un gran restaurante y una sala de reuniones, dos comodidades que la expedición parecía necesitar. Los trabajadores del Christinenhof se alegraban de no tener que estar atendiendo las constantes necesidades de un grupo tan grande. Knoll sonrió ante la observación. El capitalismo era completamente distinto al socialismo europeo. En los Estados Unidos, los hoteles se hubieran dado de tortas por aquella clase de negocio.
Miró a través de una reja de hierro negro que protegía la ventana. El cielo vespertino era gris y sucio, ya que desde el norte se aproximaba un denso banco de nubes. Por lo que le habían dicho, el personal de la expedición solía regresar todos los días alrededor de las seis en punto. Empezaría entonces con su trabajo de campo. Cenaría en el Garni y descubriría lo que pudiera de las conversaciones en el comedor.
Miró hacia la calle. Primero en un sentido, luego en el otro. De repente, sus ojos se clavaron en una mujer. Se abría paso a través de una calle peatonal llena de gente. Cabello rubio. Cara bonita. Vestimenta informal. Una bolsa de cuero sobre el hombro derecho.
Suzanne Danzer.
Sin disfraz. A campo abierto.
Fascinante.
Arrojó el cuchillo a la cama y metió la pistola en la cartuchera que ocultaba bajo la chaqueta. Corrió hacia la puerta.
Una extraña sensación inundó a Suzanne. Se detuvo y miró hacia atrás. La calle estaba atestada. Era mediodía y la gente salía en tropel para comer. Stod era una ciudad intensa. Unos cincuenta mil habitantes, por lo que había oído. La zona más antigua se extendía en todas direcciones y las manzanas estaban compuestas por edificios de varias plantas construidos en madera, piedra y ladrillo. Algunos eran claramente antiquísimos, pero en su mayoría se trataba de reproducciones construidas en los años cincuenta y sesenta, después de que los bombarderos dejaran su marca en 1945. Los constructores habían hecho un buen trabajo y lo habían decorado todo con ricas molduras, estatuas de tamaño real y bajorrelieves. Todo había sido creado especialmente para ser fotografiado.
Sobre ella, la abadía de los Siete Pesares de la Virgen dominaba el cielo. La monstruosa estructura había sido erigida en el siglo XV, en honor de la ayuda de la Virgen María por la victoria en una batalla. El edificio barroco coronaba un acantilado rocoso que dominaba tanto Stod como el fangoso río Eder: la clara personificación del antiguo desafío y del poder señorial.
Miró hacia arriba.
El altísimo edificio de la abadía parecía inclinarse hacia delante y curvarse levemente hacia el interior. Sus torres gemelas de color amarillo estaban conectadas por una balconada que miraba hacia el oeste. Se imaginó una época en que los monjes y prelados supervisaran sus dominios desde aquel punto aventajado. «La fortaleza de Dios», recordaba que un cronista medieval había denominado aquel lugar. El exterior estaba formado por murallas de piedra de color alternativamente ambarino y blanco, coronadas por un techo de placas del color del óxido. Qué adecuado. Ámbar. Quizá fuese una profecía. Y si hubiera creído en algo que no fuera ella misma, habría hecho caso de la advertencia. Pero en ese momento únicamente reparó en la sensación de que estaba siendo observada.
Ciertamente, Wayland McKoy despertaría su interés. Quizá se tratara de eso. Allí había alguien más. Buscando. Observando. ¿Pero dónde? Cientos de ventanas dominaban la angosta calle, la mayoría a muchas plantas sobre el nivel del suelo. Había demasiada gente como para digerir sus rostros. Podría tratarse de alguien disfrazado. O quizá se tratara de alguien que miraba hacia abajo desde la abadía, un centenar de metros por encima de ella. Bajo el sol del mediodía apenas si era capaz de distinguir siluetas, al parecer turistas que disfrutaban de las vistas.
No importaba.
Se volvió y entró en el hotel Garni.
Se acercó a la recepción y se dirigió al encargado en alemán.
—Quería dejarle un mensaje a Alfred Grumer.
—Por supuesto. —El hombre le entregó una libreta.
«Estaré en la iglesia de St. Gerhard, 22:00. No falte. Margarethe», escribió. Dobló la nota.
—Me encargaré de que Herr Doktor Grumer la reciba —le aseguró el recepcionista.
Ella sonrió y le dio cinco euros por las molestias.
Knoll se encontraba en el vestíbulo del Christinenhof, apartando discretamente las cortinas para poder ver la calle. Estaba observando a Suzanne Danzer cuando ésta, que se encontraba a unos treinta metros, se detuvo y miró alrededor.
¿Lo había sentido?
Era buena. Sus instintos estaban afilados. A él siempre le habían gustado las comparaciones jungianas sobre cómo los antiguos veían en las mujeres a Eva, a Helena, a Sofía o a María, en correspondencia con la impulsividad, la emoción, el intelecto y la moral. Sin duda Danzer poseía las tres primeras cualidades, pero nada en ella podía considerarse moral. Y también era otra cosa: peligrosa. Aunque probablemente tuviera la guardia baja, pues lo creería sepultado bajo toneladas de roca en una mina a cuarenta kilómetros de allí. Con suerte, Franz Fellner habría comunicado a Loring que desconocía el paradero de su agente y el truco le daría el tiempo que necesitaba para descubrir lo que estaba sucediendo. Y lo que era más importante, le daría tiempo para decidir cómo igualar la cuenta con su atractiva colega.
¿Qué estaba haciendo ella allí, a campo abierto y en dirección al hotel Garni? Era demasiada coincidencia que Stod fuera el cuartel general de Wayland McKoy y que fuese en ese hotel donde McKoy y su gente se hospedaban. ¿Tenía algún informante dentro de la expedición? Eso sería lo normal. Muchas veces él había cultivado relaciones en otras excavaciones, de modo que Fellner tuviera la primera opción sobre cualquier descubrimiento. Los aventureros solían estar más que dispuestos a vender al menos parte de su botín en el mercado negro. Nadie se enteraría de nada, ya que para empezar se trataba de piezas que se creían perdidas. Esa práctica evitaba las innecesarias trabas gubernamentales y las molestas confiscaciones. Los alemanes eran bien conocidos por confiscar lo mejor de cuanto salía a la superficie. Existían estrictos requisitos de información y graves penas para los violadores de las normas. Pero siempre se podía contar con el triunfo de la avaricia y Knoll había logrado excelentes compras para la colección privada de Fellner por medio de buscadores de tesoros sin escrúpulos.
Comenzó a caer una llovizna. Los paraguas se abrieron por doquier. A lo lejos resonó un trueno. Danzer volvió a aparecer junto al Garni. Knoll se retiró de la ventana. Esperaba que la mujer no cruzara la calle y entrara en el Christinenhof. En aquel vestíbulo tan pequeño no había dónde esconderse.
Se tranquilizó cuando ella se subió con gesto despreocupado el cuello de la chaqueta y volvió a la calle. Knoll se dirigió a la puerta principal y echó un vistazo con precaución. Danzer estaba entrando en otro hotel que había calle abajo, el Gebler, por lo que anunciaba su cartel, adosado a una fachada de cruces de madera que acusaba el peso de los siglos. Había pasado por delante de camino al Christinenhof. Resultaba lógico que ella se alojara allí. Cercano, conveniente. Regresó al vestíbulo y observó a través de la ventana, tratando de no parecer sospechoso a las pocas personas que allí había. Pasaron quince minutos y no volvió a aparecer.
Sonrió.
Confirmado.
Estaba allí.