33
Castillo Loukov, República Checa
17:10
Suzanne aceptó la copa de peltre de Ernst Loring y se acomodó en una silla imperio. Su empleador parecía satisfecho con el informe.
—Esperé media hora en la escena y me marché cuando empezaron a llegar las autoridades. Nadie salió de la galería.
—Mañana lo comprobaré. Llamaré a Fellner con cualquier excusa. Quizá diga que a Christian le ha sucedido algo.
Ella dio un sorbo a su vino, satisfecha con las actividades de aquel día. Tras conducir directamente desde Alemania hasta la República Checa, había cruzado la frontera y se había apresurado en dirección sur, hacia el castillo de Loring. Había sido pan comido para el Porsche recorrer los trescientos kilómetros en dos horas y media.
—Has sido muy astuta al manejar de ese modo a Christian —dijo Loring—. No es una persona fácil de engañar.
—Fue demasiado ansioso. Pero tengo que decir que Chapaev resultó de lo más convincente. —Bebió más vino. Aquel caldo añejo y afrutado procedía de las propias bodegas de Loring—. Es una pena. Ese hombre tenía una voluntad muy firme. Guardó silencio durante mucho tiempo. Por desgracia, no tuve más elección que silenciarlo.
—Hiciste bien en no hacer daño al chico.
—Yo no mato niños. No sabía nada que los otros testigos del mercado no pudieran decir. Era mi baza para conseguir que el viejo hiciera lo que yo quería.
La expresión de Loring era cansada, hastiada.
—Me pregunto cuándo terminará. Cada pocos años nos vemos obligados a encargarnos de este asunto.
—Leí las cartas. Dejar con vida a Chapaev hubiera sido correr un riesgo innecesario. Tantos cabos sueltos podrían habernos dado muchos problemas.
—Desgraciadamente, Drahá, tienes razón.
—¿Pudiste descubrir algo más de San Petersburgo?
—Solo confirmé que Christian volvió a visitar los registros de la comisión. Vio el nombre de mi padre en un documento que Knoll estaba leyendo, pero cuando fue a consultarlo tras la marcha de Knoll, el papel había desaparecido.
—Menos mal que Knoll ya no es un problema. Con Borya y Chapaev fuera del mapa, todo debería ser más seguro.
—Me temo que no —replicó Loring—. Hay otro problema.
Suzanne dejó su vino a un lado.
—¿Qué?
—Cerca de Stod ha empezado una excavación. Un empresario estadounidense a la busca de tesoros.
—La gente no se rinde ni para atrás.
—El cebo es demasiado embriagador. No sabría decir si esta última aventura dará con la cueva correcta. Por desgracia, no hay modo de saberlo hasta que la caverna esté explorada. Pero sí sé que han acertado con la zona general.
—¿Tenemos una fuente?
—Directamente en el interior. Me ha mantenido informado, pero ni siquiera él tiene información clara. Por desgracia, mi padre se guardó esa información precisa para sí. Ni siquiera confió en su hijo.
—¿Quieres que vaya allí?
—Por favor. Vigila las cosas. Mi fuente es fiable, pero avariciosa. Exige demasiado y, como bien sabes, no tolero la avaricia. Espera un contacto de una mujer. De momento, ha sido mi secretaria personal la única que ha hablado con él y solo por teléfono. La fuente no sabe nada de mí. Te conocerá como Margarethe. Si se encuentra algo, asegúrate de que la situación permanezca controlada. Que no quede ningún rastro. Si el lugar no está relacionado, olvídate, y si es necesario, elimina la fuente. Pero, por favor, intenta minimizar las muertes.
Suzanne sabía a qué se refería.
—Con Chapaev no tuve ninguna opción.
—Lo entiendo, Drahá, y agradezco tus esfuerzos. Esperemos que esa muerte sea el fin de la llamada maldición de la Habitación de Ámbar.
—Junto con otras dos más.
El viejo sonrió.
—¿Christian y Rachel Cutler?
Ella asintió.
—Te veo complacida con tus esfuerzos. Aunque es extraño. El otro día creí sentir cierta reticencia respecto a Christian. ¿Podría existir una pequeña atracción?
Suzanne levantó la copa y brindó con su empleador.
—Nada sin lo que no pueda vivir.
Knoll conducía en dirección sur, hacia Füssen. Había demasiados policías en Kehlheim y sus alrededores como para pasar la noche allí. Había huido de Warthberg y regresado a los Alpes para hablar con Danya Chapaev, solo para descubrir que el viejo había sido asesinado durante la noche. La policía estaba buscando a una mujer que había preguntado por la casa del muerto el día anterior y que había abandonado el mercado con el nieto de Chapaev. Su identidad era desconocida. No para él.
Suzanne Danzer.
¿Quién si no? De algún modo había conseguido retomar el rastro y había llegado antes que él hasta Chapaev. Toda la información que éste les había proporcionado libremente procedía de ella. No había ninguna duda. Lo habían llevado hacia una trampa y por poco no había muerto.
Recordó lo que Juvenal había escrito en sus SátiraSí «La venganza es el deleite del espíritu malvado y la mente mezquina. Prueba de ello es que nadie se regocija más en la venganza que una mujer».
Correcto. Pero él prefería a Byron: «Los hombres aman con prisa, pero odian con calma».
Cuando sus caminos volvieran a encontrarse se iban a abrir las puertas del infierno. De un infierno tan sangriento como doloroso. La próxima vez, él tendría la ventaja. Estaría preparado.
Las estrechas calles de Füssen estaban atestadas de turistas de primavera atraídos por el castillo Ludwig, al sur del pueblo. Resultaba muy sencillo mezclarse con la avalancha nocturna de ociosos a la busca de la cena y de espíritus sentados en los cafés. Se detuvo media hora a cenar en uno de los menos llenos, mientras escuchaba la deliciosa música de cámara de un concierto de primavera que llegaba desde el otro lado de la calle. Cuando terminó, encontró una cabina telefónica cerca del hotel y llamó a Burg Herz. Respondió Franz Fellner.
—He oído que ha habido hoy una explosión en las montañas. Sacaron a una mujer, pero siguen buscando al hombre.
—Pues no van a encontrarme —respondió—. Era una trampa. —Le contó a Fellner lo que había sucedido desde que dejó Atlanta hasta el momento en que supo del asesinato de Chapaev, hacía muy poco—. Qué interesante que Rachel Cutler haya sobrevivido. Pero no importa. Con toda seguridad regresará a Atlanta.
—¿Estás seguro de que Suzanne estaba involucrada?
—No sé cómo consiguió adelantarse.
Fellner rió entre dientes.
—Quizá te estés haciendo viejo, Christian.
—No fui lo bastante cuidadoso.
—Pensaste con la polla. Ésa es una explicación más acertada —dijo de repente Monika. Era evidente que se encontraba en una extensión.
—Ya me preguntaba dónde andarías.
—Probablemente estarías pensando por dónde se la ibas a meter.
—Qué suerte tengo de que estés aquí para recordarme todos mis fallos.
Monika rió.
—La mitad de la diversión de mi trabajo, Christian, es verte a ti hacer el tuyo.
—Parece que la pista se ha congelado. Quizá debería centrarme en otras adquisiciones.
—Díselo, niña —intervino Fellner.
—Un americano, Wayland McKoy, está excavando cerca de Stod. Asegura que va a encontrar el Museo de Arte de Berlín y quizá la Habitación de Ámbar. Ya ha hecho cosas así en el pasado, con cierto éxito. Ve allí para asegurarnos. Como mínimo podrías obtener buena información y quizá alguna nueva pieza.
—¿Es conocida esta excavación?
—Está en los periódicos locales y cnn International ha emitido varias noticias —respondió Monika.
—Ya estábamos sobre aviso antes de que fueras a Atlanta —terció Fellner—, pero pensamos que Borya merecía una actuación inmediata.
—¿Está Loring interesado en esta excavación?
—Parece interesado en todo lo que nosotros hacemos —dijo Monika.
—¿Espera que despache a Suzanne? —preguntó Fellner.
—Con entusiasmo.
—Buena caza, Christian.
—Gracias, señor. Y cuando Loring llame para comprobar si estoy muerto, no lo defraude.
—¿Necesita algo de anonimato?
—Ayudaría.
34
Warthberg, Alemania
20:45
Rachel entró arrastrando los pies en el restaurante y siguió a Paul hasta una mesa, saboreando el aire cálido aromatizado por el clavo y el ajo. Se moría de hambre y se sentía mejor. El vendaje completo del hospital había sido reemplazado por una gasa y un esparadrapo en la sien. Llevaba unos pantalones chinos y una camisa de manga larga que Paul le había comprado en una tienda de la localidad. Sus ropas de la mañana habían quedado inutilizables.
Paul la había sacado del hospital dos horas antes. Estaba bien, exceptuado el chichón en la cabeza y algunos cortes y arañazos. Le había prometido al doctor que tendría cuidado los días siguientes y Paul le dijo que en cualquier caso regresaban a Atlanta.
Se les acercó un camarero y Paul preguntó a Rachel qué clase de vino quería.
—Me apetece un tinto bueno. Algo de aquí —añadió, recordando la cena de la noche anterior con Knoll.
El camarero se marchó.
—He llamado a la compañía aérea —dijo Paul—. Mañana sale un vuelo desde Francfort. Pannik dice que puede arreglarlo para que nos lleven hasta el aeropuerto.
—¿Dónde está ese inspector?
—Ha regresado a Kehlheim para supervisar la investigación de lo de Chapaev. Me ha dejado un número de teléfono.
—No puedo creer que mis cosas hayan desaparecido.
—Es evidente que Knoll no quería dejar ninguna pista tuya.
—Parecía tan sincero… Encantador, incluso.
Paul pareció sentir la atracción en su voz.
—¿Te gustaba?
—Era interesante. Me dijo que era un investigador que buscaba la Habitación de Ámbar.
—¿Yeso te va?
—Venga, Paul. ¿No dirías que llevamos una vida mundana? Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Piensa en ello. Viajar por el mundo buscando obras de arte perdidas… No me digas que no es emocionante.
—Ese hombre te abandonó para que murieras.
La expresión de Rachel se tensó. Siempre le sucedía cuando Paul usaba aquel tono.
—Pero también me salvó la vida en Munich.
—Debería haber estado contigo desde el principio.
—No recuerdo haberte invitado. —Su irritación iba en aumento. ¿Por qué se enfurecía tan fácilmente? Paul solo intentaba ayudarla.
—No, no me invitaste. Pero debería haberte acompañado.
Ella se sorprendió por la reacción de Paul ante Knoll. No sabía distinguir si se trataba de celos o de preocupación.
—Tenemos que volver a casa —dijo él. Aquí ya no queda nada pendiente. Estoy preocupado por los niños. No me saco el cuerpo de Chapaev de la cabeza.
—¿Crees que lo mató la mujer que fue a verte?
—Vete a saber. Pero desde luego sabía dónde buscarlo, gracias a mí.
Aquél parecía el momento adecuado.
—Paul, quedémonos.
—¿Qué?
—Quedémonos.
—Rachel, ¿es que no has aprendido la lección? La gente está muriendo. Tenemos que salir de aquí antes de que nos toque a nosotros. Hoy has tenido suerte. No la fuerces. Esto no es una novela de aventuras. Es de verdad. Y es una locura. Nazis. Rusos. Somos como peces fuera del agua.
—Paul, mi padre debía de saber algo. Y Chapaev. Les debemos intentarlo.
—¿Intentar qué?
—Queda un rastro por seguir. Recuerda a Wayland McKoy. Knoll me dijo que Stod no queda lejos de aquí. Podría estar en el camino correcto. A papá le interesaba lo que estaba haciendo.
—Déjalo estar, Rachel.
—¿Qué mal puede haber?
—Eso es exactamente lo que dijiste acerca de buscar a Chapaev.
Ella echó la silla hacia atrás y se levantó.
—Sabes que no está bien lo que acabas de decir. —Levantó la voz—. Si quieres irte a casa, vete. Yo voy a ir a hablar con Wayland McKoy.
Algunos comensales se fijaron en ellos. Rachel esperaba que ninguno de ellos hablara inglés. Paul mostraba su habitual cara de resignación. Nunca había sabido cómo tratarla. Aquél era otro de sus problemas. El ímpetu era totalmente ajeno a su espíritu. Era un planificador meticuloso. Nunca había detalle demasiado nimio. No era obsesivo. Solo consistente. ¿Había hecho algo espontáneo en toda su vida? Sí. Había volado hasta allí sin pensárselo dos veces. Y Rachel esperaba que eso contara para algo.
—Siéntate, Rachel —dijo él en voz baja—. Por una vez, ¿no podemos discutir algo de forma racional?
Se sentó. Quería que Paul se quedara, pero nunca lo admitiría.
—Tienes una campaña electoral de la que encargarte. ¿Por qué no canalizas en ella toda esta energía?
—Tengo que hacer esto, Paul. Algo me dice que siga adelante.
—Rachel, en las últimas cuarenta y ocho horas dos personas han salido de la nada buscando lo mismo. Una es probablemente una asesina y la otra lo bastante insensible como para darte por muerta y largarse. Karol ha muerto. Igual que Chapaev. Es posible que tu padre fuese asesinado. Ya tenías serias sospechas al respecto antes de venir aquí.
—Y sigo teniéndolas, y eso en parte es lo que me mueve. Por no hablar de tus padres. Puede que también hayan sido víctimas de todo esto.
Rachel casi alcanzaba a oír los engranajes de la mente analítica de su exmarido. Sopesaba las opciones. Trataba de pensar su próximo argumento para convencerla de que debía volver a casa con él.
—Muy bien —dijo—. Vamos a ver a McKoy.
—¿Lo dices de verdad?
—Es una locura. Pero no pienso dejarte aquí sola.
Rachel se inclinó hacia delante y le apretó la mano.
—Nos cubriremos las espaldas mutuamente, ¿vale?
Paul sonrió.
—Claro. Vale.
—Papá estaría orgulloso.
—Tu padre probablemente esté revolviéndose en su tumba. Estamos ignorando todos sus deseos.
El camarero llegó con el vino y llenó dos vasos. Rachel levantó el suyo.
—Por el éxito.
Él devolvió el brindis.
—Por el éxito.
Rachel bebió, satisfecha de que Paul se quedara con ella. Pero la visión volvió como un destello a su mente. Lo que vio cuando la linterna reveló a Christian Knoll un segundo antes de la explosión. Un cuchillo reluciente en la mano.
No le había contado nada ni a Paul ni al inspector Pannik. No era difícil imaginar cuál sería la reacción de ambos. Especialmente la de Paul.
Miró a su exmarido, recordó a su padre y a Chapaev, y pensó en los niños.
¿Estaba haciendo lo correcto?