3

16:50

Paul Cutler se levantó del sillón de roble y se dirigió al tribunal. Su paciencia de abogado se estaba acabando.

—Su señoría, la herencia no discute los servicios del peticionario. Lo único que discutimos es la cantidad que intenta cobrar por ellos. Doce mil trescientos dólares se nos antoja muchísimo dinero por pintar una casa.

—Era una casa muy grande —indicó el abogado del acreedor.

—Ya debe serlo —añadió el juez de legalización.

—La casa tiene ciento ochenta y cinco metros cuadrados —siguió Paul—. No hay en ella nada fuera de lo ordinario. El trabajo de pintura debió ser rutinario por fuerza. El peticionario no tiene derecho a recibir la cantidad solicitada.

—Señoría, el finado contrató con mi cliente la pintura completa de su casa, y ése es el trabajo que él realizó.

—Lo que el peticionario hizo, señoría, fue aprovecharse de un anciano de setenta y tres años. No realizó servicios por valor de doce mil trescientos dólares.

—El finado prometió a mi cliente una bonificación si terminaba en menos de una semana, cosa que hizo.

Paul no podía creerse que el otro abogado intentara colar sus argumentos sin echarse a reír.

—Eso resulta de lo más conveniente, sobre todo si consideramos que la única persona capaz de contradecir esa promesa ha muerto. La conclusión es que nuestro bufete es el ejecutor designado de la herencia, y que en buena conciencia no pensamos satisfacer esta factura.

—¿Quieren ir a juicio? —preguntó a la otra parte el ceñudo juez.

El abogado del acreedor se inclinó hacia delante y susurró algo al oído del pintor, un hombre más joven y claramente incómodo con su traje marrón de poliéster y su corbata.

—No, señor. Quizá un compromiso. Siete mil quinientos.

Paul no se amilanó.

—Mil doscientos cincuenta. Ni un centavo más. Hemos llamado a otro pintor para que supervise el trabajo realizado. Por lo que se me ha dicho, tenemos una buena base para presentar demanda por un trabajo de mala calidad. Además, parece que la pintura se ha aguado. Por lo que a mí respecta, que decida un jurado. —Miró al otro abogado—. Yo gano doscientos veinte dólares por cada hora que estemos discutiendo, letrado, así que puede tardar lo que desee.

El otro abogado ni siquiera lo consultó con su cliente.

—Carecemos de los recursos para litigar en este asunto, de modo que no tenemos más opción que aceptar la oferta de la herencia.

—Ya te digo. Maldito extorsionista… —musitó Paul con el tono justo para que el otro abogado pudiera oírlo mientras recogían sus papeles.

—Solicite una orden, señor Cutler —dijo el juez.

Paul abandonó rápidamente la sala de audiencias y recorrió los pasillos de la división de legalización del condado de Fulton. Se encontraba tres plantas por debajo de la mélange del tribunal superior, y era un mundo aparte. Nada de sensacionales asesinatos, litigios de altos vuelos o enconados divorcios. Testamentos, representaciones y custodias conformaban su limitada jurisdicción, asuntos mundanos, aburridos, con pruebas que solían consistir en recuerdos diluidos e historias de alianzas, tanto reales como imaginarias. Un reciente estatuto estatal, cuyo borrador Paul había ayudado a redactar, permitía la celebración de juicios en determinados supuestos, y en ocasiones un litigante se acogía a esta posibilidad. Pero en gran medida los asuntos eran atendidos por jueces estables y de cierta edad, antiguos abogados que en el pasado habían recorrido aquellas mismas salas en busca de cartas testamentarias.

Desde que la Universidad de Georgia lo sacara al mundo con un doctorado en Derecho, el trabajo de legalización se había convertido en la especialidad de Paul. No entró directamente en la escuela de Derecho desde la universidad, ya que había sido sumariamente rechazado por las veintidós en las que solicitó plaza. Su padre estaba destrozado. Durante tres años Paul trabajó en el Georgia Citizens Bank, en el departamento de legalización y representación, como pasante glorificado. La experiencia supuso una motivación suficiente para volver a probar suerte con el examen de ingreso en la escuela de Derecho. Al final fueron tres las facultades que lo admitieron, y una pasantía de tres años cristalizó tras su graduación en un trabajo en Pridgen & Woodworth. Ahora, trece años después, era socio parcial de la compañía y tenía la experiencia suficiente en el departamento de legalización y representación como para ser el siguiente en la lista para convertirse en socio de pleno derecho y hacerse con las riendas de su sección.

Volvió una esquina y se dirigió hacia las puertas dobles que había al otro extremo del pasillo.

El día había sido una locura. La moción del pintor llevaba programada más de una semana, pero justo después del almuerzo su oficina había recibido una llamada del abogado de otro acreedor para que atendiera otra audiencia organizada a toda prisa. En principio se había programado para las cuatro y media de la tarde, pero el abogado de la otra parte no había aparecido, de modo que él se había marchado a una sala de audiencias adyacente para ocuparse del intento de robo del pintor.

Abrió las puertas de golpe y recorrió el pasillo central de la sala de juicios, vacía en ese momento.

—¿Se sabe algo ya de Marcus Nettles? —preguntó a la secretaria que había en el otro extremo.

Una sonrisa arrugó el rostro de la mujer.

—Desde luego.

—Son casi las cinco. ¿Dónde está?

—Ha recibido una invitación del departamento del sheriff. Lo último que sé de él es que lo tienen en una celda.

Paul dejó caer el maletín sobre la mesa de roble.

—Estás de guasa.

—No. La tuvo con tu ex esta mañana.

—¿Con Rachel?

La secretaria asintió.

—Se rumorea que se pasó de listo con ella en el despacho. Le pagó trescientos dólares y la mandó tres veces donde puedes imaginarte.

Las puertas de la sala se abrieron para dejar paso a T. Marcus Nettles. Su traje beis de Neiman Marcus estaba arrugado, la corbata Gucci mal colocada, los zapatos italianos sucios y llenos de rozaduras.

—Ya era hora, Marcus. ¿Qué ha pasado?

—Esa perra a la que llamabas esposa me ha metido en un calabozo y allí me ha tenido desde esta mañana. —La voz de barítono era tensa—. Dime,

Paul, ¿es de verdad una mujer, o una especie de híbrido con huevos entre esas piernas tan largas?

Paul se dispuso a contestarle, pero prefirió dejarlo pasar.

—Se me echa encima, delante del jurado, por llamarla «señor»…

—Cuatro veces, por lo que he oído —dijo la secretaria.

—Sí. Probablemente. Después de intentar conseguir la nulidad del procedimiento, que debería haberme concedido, le echa a mi cliente veinte años sin una audiencia previa. Después pretende darme lecciones de ética. No necesito gilipolleces de ésas, en especial de una zorra listilla. Te juro que voy a meter dinero en la campaña de sus oponentes. Un montón de dinero. Pienso librarme de este problema el segundo jueves de julio.

Paul ya había oído suficiente.

—¿Estás preparado para discutir este asunto?

Nettles depositó su maletín sobre la mesa.

—¿Por qué no? Llegué a imaginarme que me pasaría toda la noche en esa celda. Parece que la muy puta tiene corazón y todo.

—Ya es suficiente, Marcus —respondió Paul con una voz más firme de lo que había pretendido.

Nettles entrecerró los ojos y lo taladró con una mirada feroz que parecía leerle el pensamiento.

—¿Y a ti qué coño te importa? ¿Cuánto lleváis divorciados, tres años? Debe de sacarte un buen pellizco todos los meses con la excusa de la manutención.

Paul guardó silencio.

—No me jodas —siguió Nettles—. Todavía te mola, ¿eh?

—¿Podemos proceder?

—Qué hijo de puta, claro que te mola. —Nettles sacudió la cabeza bulbosa.

Se dirigió hacia la otra mesa y se preparó para la vista. La secretaria se levantó de su silla para ir a por el juez. Paul se alegró de que se marchara. Los rumores de tribunales se extendían como la pólvora.

Nettles acomodó su corpulencia en el asiento.

—Paul, chaval, acepta un consejo de un pentaperdedor: una vez que te libras de ellas, asegúrate de haberte librado de ellas.