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Burg Herz, Alemania
19:54
Knoll miró por la ventana. Su dormitorio ocupaba la zona superior del torreón oeste del castillo. La ciudadela pertenecía a su empleador, Franz Fellner. Se trataba de una reproducción del siglo XIX cuyo original los franceses habían incendiado y destruido hasta los cimientos durante su asalto a Alemania en 1689.
Burg Herz, «Castillo Corazón», resultaba un nombre adecuado, ya que la fortaleza se hallaba situada casi en el centro de la Alemania reunificada. Martin, el padre de Franz, había adquirido el edificio y el bosque circundante después de la Primera Guerra Mundial, cuando su anterior propietario se equivocó en sus previsiones y apoyó al kaiser. El cuarto de Knoll, el que había sido su hogar durante los últimos once años, había servido en el pasado como aposento del mayordomo jefe. Era espacioso y apartado, y contaba con baño propio. Las vistas se extendían kilómetros y kilómetros y abarcaban praderas herbosas, los altos boscosos del Rothaar y el fangoso Eder, que fluía hacia el este en dirección a Kassel. El mayordomo jefe había atendido a Martin Fellner todos los días de los últimos veinte años de vida de éste, y de hecho no había sobrevivido más que una semana a su señor. Knoll había oído las habladurías que aseguraban que habían sido algo más que empleador y empleado, pero él nunca había dado demasiado pábulo a los rumores.
Estaba cansado. Los dos últimos meses habían resultado realmente agotadores. Un largo viaje a África y después una carrera a través de Italia, para terminar en Rusia. Había pasado mucha agua bajo el puente desde el apartamento de tres piezas en un bloque de protección oficial a treinta kilómetros al norte de Munich, su hogar hasta que cumplió diecinueve años. Su padre era un trabajador fabril y su madre, profesora de música. Los recuerdos de su madre siempre le evocaban ternura. Era griega y su padre la había conocido durante la guerra. Knoll siempre la había llamado por su nombre de pila, Amara, que significaba «imperecedera», una perfecta descripción. De ella había heredado el ceño marcado, la nariz recta y la insaciable curiosidad. La buena mujer también había forjado en él la pasión por aprender y lo había llamado Christian, pues era una devota creyente.
Su padre lo convirtió en un hombre, pero ese estúpido amargado también le había impartido la enseñanza de la furia. Jakob Knoll luchó en el ejército de Hitler como un nazi fervoroso. Apoyó al Reich hasta el final. Era un hombre muy difícil de querer, aunque igualmente difícil resultaba ignorarlo.
Se apartó de la ventana y echó un vistazo a la mesilla de noche que había junto a su cama.
Encima descansaba un ejemplar de Hitler’s Willing Executioners. El volumen le había llamado la atención dos meses atrás. Era uno de los muchísimos libros que se habían publicado recientemente acerca de la psique del pueblo alemán durante la guerra. ¿Cómo tantos habían consentido a tan pocos tamaña barbarie? ¿Habían sido cómplices de buen grado, como el escritor sugería? No resultaba fácil de decir respecto de nadie, pero con su padre no cabía duda. Odiaba con suma facilidad. Para él, el odio era como una droga. ¿Cómo era aquella cita de Hitler que repetía con frecuencia? «Yo marcho por el camino que la Providencia me dicta, con la confianza de un sonámbulo».
Y eso era exactamente lo que Hitler había hecho, hasta el mismísimo final. Del mismo modo, Jakob Knoll tuvo una muerte amarga doce años después de que Amara sucumbiera a la diabetes.
Knoll contaba dieciocho años y se encontraba solo cuando su cociente intelectual, propio de un genio, le abrió las puertas de la Universidad de Munich. Siempre le habían interesado las humanidades, y durante su último año consiguió una beca de Historia del Arte en la Universidad de Cambridge. Recordó con agrado el verano en que se relacionó brevemente con simpatizantes neonazis. En aquellos tiempos no eran grupos tan visibles como lo serían después, proscritos como estaban por el Gobierno alemán. Pero su visión única del mundo no le había resultado interesante. Ni entonces ni ahora. Tampoco el odio. Ambos resultaban contraproducentes y poco provechosos.
Sobre todo, dada la atracción que sentía por las mujeres de color.
Solo cursó un año en Cambridge antes de dejarlo y conseguir un empleo como mediador en Nordstern Fine Art Insurance Limited. Recordó lo rápido que se había hecho un nombre al recuperar un cuadro de un maestro holandés que se creía perdido para siempre. Los ladrones llamaron y exigieron un rescate de veinte millones a cambio de no quemar el lienzo. Aún podía ver la mueca de espanto de sus superiores cuando dijo llanamente a los delincuentes que le prendieran fuego. Pero no lo hicieron. Él sabía que no se atreverían. Y un mes más tarde recuperó la pintura cuando los malhechores, desesperados, trataron de vendérsela a su legítimo propietario.
Con la misma facilidad llegaron posteriores éxitos.
Trescientos millones de dólares en viejos cuadros robados del fondo de un museo de Boston. La recuperación de un Jean-Baptiste Oudry de doce millones de dólares, robado en el norte de Inglaterra a un coleccionista privado. Dos magníficos Turners sustraídos de la Tate Gallery de Londres, y localizados en un cochambroso apartamento parisino.
Había conocido a Franz Fellner once años atrás, cuando Nordstern lo despachó para elaborar un inventario de la colección de Fellner. Como cualquier coleccionista cuidadoso, éste había asegurado sus activos artísticos conocidos, aquellos que en ocasiones aparecían en revistas especializadas de arte europeas o americanas, siendo la publicidad un modo de labrarse un nombre para sí y de espolear a los tratantes del mercado negro para que le presentaran sus tesoros más valiosos. Fellner se lo arrebató a Nordstern con un salario generoso, una habitación en Burg Herz y la emoción de robar a los ladrones algunas de las más grandes creaciones de la humanidad. Poseía un talento especial para buscar, y disfrutaba inmensamente del reto que representaba encontrar cosas que los demás trataban de ocultar con el máximo de los celos. Las mujeres con las que se cruzaba resultaban igualmente atrayentes. Pero lo que lo excitaba en particular era matar. ¿Se trataba, quizá, del legado de su padre? No era fácil de decir. ¿Era un enfermo? ¿Un depravado? ¿Acaso le importaba? No. La vida era maravillosa.
Absolutamente maravillosa.
Se alejó de la ventana y entró en el cuarto de baño. El ventanuco circular sobre el inodoro estaba abierto, y un fresco aire nocturno limpiaba los azulejos de la humedad provocada por la ducha que se había dado hacía poco. Se estudió en el espejo. El tinte castaño que había utilizado durante las dos últimas semanas había desaparecido y su cabello volvía a ser rubio. Los disfraces no eran su punto fuerte, pero consideraba que, dadas las circunstancias, el cambio de aspecto había sido un movimiento inteligente. Se había afeitado mientras se duchaba y su rostro moreno estaba terso y despejado. Aún exhibía un aire de confianza, la imagen de un hombre directo, con gustos y convicciones firmes. Se echó un poco de colonia por el cuello y se secó la piel con una toalla, antes de ponerse la chaqueta para la cena.
Comenzó a sonar el teléfono que había sobre la mesilla de la habitación exterior. Cruzó el dormitorio y respondió antes del tercer timbrazo.
—Estoy esperando —dijo la voz femenina.
—¿La paciencia no es una de tus virtudes?
—Más bien no.
—Voy para allá.
Descendió la escalera de caracol. El angosto camino de piedra se retorcía en el sentido de las agujas del reloj, copiando un diseño medieval que obligaba a los espadachines invasores diestros a enfrentarse no solo a los defensores del castillo, sino también al obstáculo del torreón central. El complejo era inmenso. Ocho enormes torres con estructura de madera vista acomodaban más de cien habitaciones. Ventanas abuhardilladas con maineles daban vida al exterior y proporcionaban unas exquisitas vistas de los ricos valles boscosos. Las torres estaban agrupadas en un octógono que rodeaba un amplio patio interior. Cuatro salas los conectaban, y los edificios estaban coronados por empinadas cubiertas de pizarra que servían como indicador de la crudeza del invierno alemán.
Llegó al desembarco de la escalera y siguió una serie de pasillos forrados de pizarra, en dirección a la capilla. Sobre él se alzaban las bóvedas de medio punto, y el camino quedaba amenizado por segures, lanzas, picas, yelmos con visera y cotas de malla, todo ello piezas de coleccionista. El personalmente había comprado a una mujer de Luxemburgo la armadura más grande, un caballero completo que medía casi dos metros cuarenta. Tapices flamencos originales adornaban los muros. La iluminación era suave e indirecta, y las habitaciones cálidas y secas.
Una puerta arqueada al final del corredor se abría a un claustro. La cruzó y llegó, acompañado por una corriente de aire, hasta un umbral flanqueado por columnas. Vigilaban sus pasos tres rostros de piedra tallados en la fachada del castillo. Eran restos de la estructura original del siglo XVII y se desconocía su identidad, aunque cierta leyenda proclamaba que se trataba del maestro constructor del castillo y de dos ayudantes, y que los tres hombres habían sido asesinados y emparedados en la piedra, de modo que nunca jamás pudieran volver a construir una estructura similar.
Se dirigió a la capilla de santo Tomás. Un nombre interesante, ya que no solo era el de un monje agustino que había fundado siete siglos atrás un monasterio cercano, sino también el del viejo mayordomo jefe de Martin Fellner.
Empujó hacia dentro la pesada puerta de roble.
La mujer se encontraba en el pasillo central, detrás de una rejilla dorada que separaba el recibidor de seis bancos de roble. Tras ella, unos apliques incandescentes iluminaban un altar rococó negro y dorado, al tiempo que la envolvían a ella en sombras. Las pequeñas ventanas circulares de vidrio grueso que había a izquierda y derecha estaban a oscuras. Los símbolos heráldicos de los caballeros del castillo representados en la vidriera se alzaban insulsos, a la espera de ser revividos por el sol matutino. Poco culto se celebraba allí. La capilla se había convertido en una exposición de relicarios de oro, la colección de Fellner, que pasaba por ser una de las más extensas del mundo y que rivalizaba con la mayoría de las catedrales europeas.
Sonrió a su anfitriona.
Monika Fellner tenía treinta y cuatro años y era la hija mayor de su empleador. La piel que cubría su cuerpo alto y esbelto tenía el tinte oscuro de su madre, una libanesa a la que su padre había amado apasionadamente cuarenta años atrás. Pero el viejo Martin no quedó muy impresionado por la esposa que su hijo había elegido y terminó por forzar el divorcio y devolver a la mujer al Líbano, dejando atrás a los dos hijos. Knoll pensaba a menudo que la actitud fría, calculada y casi intocable de Monika era el resultado del rechazo de su madre, pero no era algo de lo que ella hablara ni sobre lo que él preguntara nunca. La mujer se alzaba orgullosa, como siempre, y sus rizos oscuros y enmarañados caían con despreocupación. En sus labios se dibujaba un asomo de sonrisa. Vestía una chaqueta gris pardo de brocado y una falda ceñida de gasa cuya raja subía por los muslos delgados y bien formados. Era la única heredera de la fortuna Fellner, merced a la prematura muerte de su hermano mayor dos años atrás. Su nombre significaba «devota de Dios». Aunque era cualquier cosa menos eso.
—Cierra —dijo ella.
Knoll bajó la palanca.
Monika se dirigió hacia él. Sus tacones resonaron con fuerza sobre el antiguo suelo de mármol. Se encontraron en la puerta abierta en la celosía. Justo debajo de ella estaba la tumba de su abuelo, «Martin Fellner 1868-1941» tallado sobre el mármol gris y pulimentado. El último deseo del viejo había sido ser enterrado en el castillo que tanto amaba. Ninguna esposa lo había acompañado en la muerte. A su lado yacía el anciano mayordomo, en cuya tumba también se veía la correspondiente inscripción de piedra.
Monika reparó en que Knoll miraba hacía el suelo.
—Pobre abuelo… Tan fuerte en los negocios y tan débil de espíritu. En aquella época debía de ser toda una putada ser marica.
—Quizá sea genético.
—Lo dudo. Aunque debo decir que, en ocasiones, una mujer puede representar una diversión interesante.
—A tu padre no le gustaría oír eso.
—No creo que ahora mismo le importara demasiado. Es contigo con quien está enfadado. Tiene un ejemplar de un periódico de Roma. Hay un artículo en primera plana acerca de la muerte de Pietro Caproni.
—Pero también tiene la fosforera.
Ella sonrió.
—¿Crees que el éxito lo compensa todo?
—He llegado a descubrir que se trata del mejor seguro contra la pérdida del empleo.
—En tu nota de ayer no decías nada de haber matado a Caproni.
—Me pareció un detalle poco importante.
—Solo tú considerarías como poco importante una puñalada en el pecho. Papá quiere hablar contigo. Está esperando.
—Ya me lo imaginaba.
—No pareces preocupado.
—¿Debería estarlo?
Ella le dedicó una mirada severa.
—Eres un auténtico hijo de puta, Christian.
Éste reparó en que Monika carecía del aura de sofisticación de su padre, pero que en dos aspectos eran muy similares: ambos eran fríos y decididos. Los periódicos la relacionaban con un hombre tras otro, y se preguntaban quién conseguiría hacerse al fin con ella y con la fortuna correspondiente, pero Knoll sabía que nadie podría jamás llegar a controlarla. Fellner había pasado los últimos años preparándola meticulosamente para el día en que tuviera que tomar el relevo de su imperio de comunicaciones y de su pasión por el coleccionismo. Un día que sin duda no tardaría en llegar. Había sido educada fuera de Alemania, en Inglaterra y los Estados Unidos, y en el proceso había conseguido una lengua todavía más afilada y una actitud todavía más avasalladora. Su riqueza y el hecho de ser el ojo derecho de su padre tampoco había ayudado a endulzar su personalidad.
Monika extendió el brazo y le palpó la manga derecha.
—¿Esta noche no llevas el estilete?
—¿Lo necesito?
Ella se acercó más.
—Puedo ser bastante peligrosa.
Lo rodeó con los brazos. Sus bocas se fundieron y la lengua de ella buscó con ansia. A Knoll le gustaba su sabor, y paladeaba la pasión que ella ofrecía libremente. Al apartarse, Monika le mordió con fuerza el labio inferior. Knoll saboreó su propia sangre.
—Sí, puedes serlo —dijo mientras se limpiaba la herida con un pañuelo.
Monika le desabrochó el pantalón.
—Creía haber oído que Herr Fellner estaba esperando.
—Hay tiempo de sobra —respondió ella mientras lo empujaba hacia el suelo, directamente encima de la tumba de su abuelo—. Y no llevo ropa interior.