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Rachel desvió la mirada hacia Christian Knoll, sentado en el asiento de al lado. Circulaban en dirección sur por la autobahn E533 y se encontraban ya a treinta minutos al sur de Munich. El paisaje que se veía por las ventanas tintadas del Volvo estaba formado por cimas fantasmales que emergían tras un telón de bruma. La nieve blanqueaba las estribaciones más elevadas y las laderas inferiores estaban cubiertas por el verdor de los abetos y los alerces.

—Es muy hermoso —dijo.

—La primavera es la mejor estación para visitar los Alpes. ¿Es la primera vez que visita Alemania?

Ella asintió.

—Le va a gustar mucho esta zona.

—¿Viaja mucho?

—Constantemente.

—¿Dónde está su casa?

—Tengo un apartamento en Viena, pero raramente me quedo mucho. Mi trabajo me lleva por todo el mundo.

Rachel estudió a su enigmático chofer. Era de hombros anchos y musculoso, de cuello grueso y brazos largos y fuertes. De nuevo vestía ropas informales. Camisa de gamuza de cuadros, vaqueros y botas. Tenía un leve olor a colonia dulce. Era el primer hombre europeo con el que cruzaba más de unas palabras. Quizá a ello se debiera su fascinación. Sin duda, aquel individuo había picado su curiosidad.

—El informe de la kgb indicaba que tiene usted un hijo. ¿Está casada? —preguntó Knoll.

—Lo estuve. Estamos divorciados. Y tenemos dos hijos.

—El divorcio parece algo muy habitual en los Estados Unidos.

—Por mi juzgado pasan cien o más cada semana.

Knoll negó con la cabeza.

—Es una pena.

—La gente no parece capaz de convivir.

—¿Su exmarido es abogado?

—Uno de los mejores. —Un Volvo les pasó zumbando por el carril izquierdo—. Es increíble. Ese coche debe de ir a más de ciento sesenta o ciento setenta.

—Más bien doscientos —corrigió Knoll—. Somos nosotros los que vamos casi a ciento setenta.

—Desde luego, en Estados Unidos las cosas son muy diferentes.

—¿Es un buen padre? —preguntó Knoll.

—¿Mi ex? Oh, sí. Muy bueno.

—¿Es mejor padre que marido?

Aquellas preguntas eran extrañas, pero no le importaba responder porque el hecho de no conocer a aquel hombre minimizaba la sensación de intrusión.

—Yo no diría eso. Paul es un buen hombre. Cualquier mujer estaría encantada con él.

—¿Y por qué usted no?

—No he dicho que no lo estuviera. Solo he dicho que no podíamos vivir juntos.

Knoll pareció sentir su reticencia.

—No pretendía fisgar. Es que me interesa la gente. Como carezco de hogar y de raíces, disfruto tanteando a los demás. Es simple curiosidad. Nada más.

—No pasa nada, no me he ofendido. —Rachel guardó silencio durante un trecho antes de decir—: Debería haber llamado a Paul para decirle dónde me alojo. Está cuidando de los niños.

—Puede llamarlo esta noche.

—No le gusta que esté aquí. Él y mi padre me dijeron que me mantuviera apartada de este asunto.

—¿Habló de esto con su padre antes de su muerte?

—En absoluto. Me dejó una nota junto a su testamento.

—Entonces, ¿qué hace usted aquí?

—Es algo que debo hacer.

—Puedo entenderlo. La Habitación de Ámbar es todo un premio. La gente lleva buscándola desde la guerra.

—Eso me han dicho. ¿Qué la hace tan especial?

—Es difícil de explicar. El arte tiene un efecto muy distinto sobre cada persona. Lo más interesante de la Habitación de Ámbar es el hecho de que estimulara a todo el mundo del mismo modo. He leído informaciones del siglo XIX y de los primeros años del XX. Todos los comentarios coinciden en que se trataba de algo magnífico. Imagine toda una habitación forrada de ámbar.

—Suena asombroso.

—El ámbar es precioso. ¿Sabe algo sobre él? —preguntó Knoll.

—Muy poco.

—No es más que resina de árbol fosilizada, con una edad de entre cuarenta y cincuenta millones de años. Savia endurecida por los milenios hasta formar una alhaja. Los griegos lo llamaban elektron, «sustancia del sol», por su color y porque, si frotas un trozo con las manos, produce una carga eléctrica. Chopin frotaba con los dedos cadenas de ámbar antes de tocar el piano. Calienta los dedos y evita la sudoración.

—No sabía eso.

—Los romanos creían que el ámbar traía suerte a los leo. Sin embargo, para los tauro era una fuente de problemas.

—Debería conseguir un poco. Yo soy leo.

Knoll sonrió.

—Si es que cree en esa clase de cosas. Los doctores medievales prescribían el vapor de ámbar para tratar las gargantas doloridas. Los humos son muy fragantes y supuestamente poseen cualidades medicinales. Los rusos lo llaman «incienso del mar». Además… Lo siento, debo de estar aburriéndola.

—En absoluto. Lo encuentro fascinante.

—Los vapores hacen madurar la fruta. Una leyenda árabe cuenta que cierto sha ordenó a su jardinero que le trajera peras frescas. Sin embargo, no era temporada de peras y quedaba un mes hasta que la fruta madurara. El sha amenazó con decapitar al jardinero si no le llevaba peras maduras. Así las cosas, el hombre tomó algunas peras verdes y se pasó la noche rezando a Alá y quemando incienso de ámbar. Al día siguiente, y como respuesta a sus plegarias, las peras aparecieron rosadas y dulces, listas para comer. —Knoll se encogió de hombros—. ¿Quién sabe si será o no cierto? Pero sí se sabe que el vapor del ámbar contiene etileno, que estimula la maduración temprana. También puede ablandar el cuero. Los egipcios usaban este vapor en el proceso de momificación.

—Mi único conocimiento procede de la joyería, o de las imágenes que he visto con insectos u hojas en su interior.

—Francis Bacon lo llamaba «una tumba más que regia». Los científicos ven el ámbar como una cápsula temporal. Los artistas piensan en él como si fuera pintura. Hay más de doscientos cincuenta tonos distintos. El azul y el verde son los más raros. El rojo, el amarillo, el marrón, el negro y el dorado, los más comunes. Gremios enteros surgieron en la Edad Media para controlar su distribución. La Habitación de Ámbar fue tallada en el siglo XVIII como el epítome de lo que el hombre podía hacer con aquella sustancia.

—Conoce muy bien el tema.

—Es mi trabajo.

El coche frenó.

—Nuestra salida —dijo Knoll mientras abandonaba la autobahn por medio de una breve rampa en la que fue disminuyendo la velocidad—. Desde aquí nos dirigimos hacia el este por la autopista. Kehlheim no está muy lejos. —Giró el volante a la derecha y cambió rápidamente de marcha para recuperar velocidad.

—¿Para quién trabaja? —preguntó Rachel.

—No puedo decirlo. Mi empleador es una persona reservada.

—Pero obviamente rico.

—¿Y eso?

—Enviarlo a usted por todo el planeta a buscar obras de arte… No me parece la afición de un hombre pobre.

—¿He dicho que sea un hombre?

Ella sonrió.

—No. No lo ha dicho.

—Buen intento, señoría.

La autopista quedaba enmarcada en verdes praderas salpicadas con agrupaciones de abetos muy altos. Rachel bajó la ventanilla y aspiró el aire cristalino.

—Estamos ascendiendo, ¿no es así?

—Aquí comienzan los Alpes, que se extienden hacia el sur hasta Italia. Antes de que lleguemos a Kehlheim empezará a hacer frío.

Ella ya se había preguntado antes por qué Knoll se había puesto una camisa de manga larga y pantalones largos. Ella vestía unos pantalones cortos de color caqui y una camisa abotonada de manga corta. De repente reparó en que aquélla era la primera vez desde el divorcio que un hombre que no fuera Paul la llevaba en coche a algún sitio. Solo iba con los niños, con su padre o con una amiga.

—Cuando ayer le dije que lamentaba la pérdida de su padre lo decía en serio —comentó Knoll.

—Era muy mayor.

—Es lo terrible de los padres. Un día los perdemos.

Parecía hablar en serio. Eran las palabras esperables, y aunque sin duda eran producto de la cortesía, agradecía aquel sentimiento.

Y encontró a aquel hombre todavía más intrigante.