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22:25

Paul cogió a Marla en brazos y la llevó cuidadosamente dentro de la casa. Brent caminaba detrás, entre bostezos. Siempre lo asaltaba una sensación extraña al entrar. Él y Rachel habían comprado aquella casa de ladrillo de estilo colonial de dos plantas justo después de casarse, hacía diez años. Cuando llegó el divorcio, siete años después, él se marchó voluntariamente. La titularidad de la vivienda seguía a nombre de los dos y, lo que resultaba interesante, Rachel insistía en que él tuviera una llave. Pero Paul la usaba muy poco y siempre con el conocimiento previo de ella, pues el párrafo VII del acuerdo definitivo decretaba que de ella eran el uso y disfrute exclusivos, y él respetaba la privacidad de su exmujer, por mucho que en ocasiones le doliera.

Subió las escaleras hasta la primera planta y depositó a Marla en la cama. Los dos niños se habían bañado en casa de su abuelo. La desvistió y le puso uno de sus pijamas de La Bella y la Bestia. Había llevado dos veces a los chicos a ver aquella película de Disney. Le dio un beso de buenas noches y le acarició el pelo hasta que se quedó profundamente dormida. Después de meter a Brent en la cama, se dirigió abajo.

El salón y la cocina estaban hechos un desastre. No era nada inusual. Una mujer acudía dos veces a la semana, ya que Rachel no era conocida por su tendencia al orden. Aquélla era una de sus diferencias. Él era una persona perfectamente ordenada. No se trataba de una compulsión, sino de simple disciplina. Le molestaba la desorganización, no podía evitarlo. A Rachel no parecía importarle ver ropa por el suelo, juguetes tirados por todas partes y el fregadero lleno de platos sucios.

Rachel Bates había sido un enigma desde el principio. Inteligente, extravertida, asertiva pero cautivadora. Que ella se sintiera atraída por él resultaba toda una sorpresa, ya que las mujeres nunca habían sido su punto fuerte. Había tenido un par de amigas duraderas en la universidad y una relación que podía considerarse seria en la escuela de Derecho, pero Rachel lo había hechizado. Por qué, nunca llegó a entenderlo de verdad. Su lengua afilada y sus modales bruscos podían herir, aunque no decía en serio el noventa por ciento de las barbaridades que soltaba. Al menos eso era lo que Paul se repetía una y otra vez para excusar la insensibilidad de su mujer. Él era acomodadizo. Demasiado acomodadizo. Le resultaba mucho menos problemático limitarse a ignorarla que aceptar sus desafíos. Pero en ocasiones tenía la sensación de que lo que ella quería era que la retara.

¿Acaso la defraudó al dar un paso atrás, al dejarle salirse con la suya?

Era difícil asegurarlo.

Se dirigió hacia la entrada de la casa e intentó aclararse la cabeza, pero cada habitación lo asaltaba con recuerdos. La consola de caoba con el fósil encima la habían encontrado en Chattanooga, un fin de semana que habían pasado buscando antigüedades. El sofá color crema en el que se habían sentado tantas noches a ver la televisión. El aparador de cristal con las cabañas liliputienses, que ambos habían coleccionado con pasión y que muchas Navidades se habían convertido en sus recíprocos regalos. Incluso el olor evocaba ternura, aquella fragancia que parecían poseer las casas… El aroma de la vida, de su vida, un olor tamizado por la criba del tiempo.

Pasó al recibidor y reparó en que allí seguía su fotografía con los niños. Se preguntó cuántas divorciadas conservaban a la vista de todo el mundo una fotografía de veinticinco por treinta de su ex. Y cuántas insistían en que este conservara una llave de la casa. Incluso disponían todavía de alguna inversión conjunta, que él administraba por ambos.

El silencio quedó roto por el sonido de una llave en la cerradura de la puerta principal.

Un segundo después, la puerta se abrió y Rachel entró en la casa.

—¿Algún problema con los niños? —preguntó.

—Ninguno.

Paul se fijó en la chaqueta negra ceñida en la cintura y en la falda ajustada por encima de la rodilla. Unas piernas largas y esbeltas conducían hasta los zapatos de tacón bajo. El cabello castaño rojizo caía escalonado hasta los hombros, que apenas llegaba a rozar. De cada uno de los lóbulos pendía un ojo de tigre verde bordeado en plata, a juego con sus ojos. Parecía cansada.

—Siento no haber llegado al cambio de nombre —dijo—, pero tu numerito con Marcus Nettles retrasó las cosas en el tribunal de legalización.

—Es un hijo de puta sexista.

—Eres jueza, Rachel, no la salvadora del mundo. ¿No puedes ser un poquito más diplomática?

Ella arrojó el bolso y las llaves sobre una mesilla. Su mirada era dura como el mármol. Paul ya conocía esa expresión.

—¿Y qué pretendes que haga? Ese gordo hijo de perra empieza a soltar billetes de cien sobre mi mesa mientras me dice que me folien. Se merecía pasar unas cuantas horas entre rejas.

—¿Es necesario que te pruebes constantemente?

—No eres mi guardián, Paul.

—Pues alguien tendrá que serlo. Tienes una elección a la vuelta de la esquina. Y dos oponentes muy fuertes, y ésta es tu primera legislatura. Nettles ya está hablando de soltarle una pasta a los dos. Lo que, todo sea dicho, puede permitirse. No te conviene esa clase de problemas.

—Que le den a Nettles.

En la anterior ocasión Paul se había encargado de la obtención de fondos, de la publicidad y de cortejar a la gente necesaria para lograr la aprobación, atraer a la prensa y asegurar votos. Se preguntó quién se haría cargo esa vez de la campaña. La organización no era el punto fuerte de Rachel. De momento no le había pedido ayuda, y tampoco lo esperaba.

—Puedes perder, ¿lo sabes?

—No necesito una lección de política.

—¿Y qué necesitas, Rachel?

—Nada que a ti te interese. Estamos divorciados, ¿lo recuerdas?

Paul se acordó de las palabras de su exsuegro.

—¿Y tú? Ya llevamos tres años separados. ¿Te has visto con alguien en todo este tiempo?

—Eso tampoco es de tu incumbencia.

—Puede que no, pero parece que yo soy el único a quien le importa.

Rachel se acercó a él.

—¿Qué se supone que significa eso?

—La Reina de Hielo. Así es como te llaman en los juzgados.

—Hago mi trabajo. La última vez que el Daily Report publicó estadísticas, yo estaba la primera, por delante de todos los jueces del condado.

—¿Eso es lo único que te importa, la velocidad con que sacas adelante los casos?

—Los jueces no pueden permitirse tener amigos. O te acusan de parcial o te odian por no serlo. Prefiero ser la Reina de Hielo.

Era tarde y Paul no tenía ganas de discutir. Pasó a su lado en su camino hacia la puerta de la calle.

—Un día podrías necesitar un amigo. De ser tú, yo no quemaría todos los puentes.

Abrió la puerta.

—Tú no eres yo —dijo ella.

—Gracias a Dios.

Y se marchó.